martes, 13 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 8





A pesar de haber estado gran parte de la noche mirando al techo de la habitación, Paula despertó a la mañana siguiente con renovado entusiasmo. Iban a tomar un helicóptero para ir a la península de Kari Kari, donde los hombres jugarían un partido de golf antes de reunirse con las señoras para comer. Y habría un coche esperando para que, mientras tanto, Paula les hiciese un recorrido guiado por los lugares turísticos.


¿Cómo reaccionaría Pedro cuando la viese?, se preguntó mientras se arreglaba el pelo con el secador, dejando que cayese en ondas sobre sus hombros. En casa se hubiera hecho una coleta, pero aquella mañana había despertado imbuida de una nueva sensación de feminidad y, después de años conteniendo el deseo de arreglarse, era hora de liberarse.


Le dio un poco de pena ver que los invitados ya estaban en el comedor, pero el sentimiento desapareció cuando Pedro levantó la cabeza y lanzó sobre ella una mirada que podía haber quemado el aire.


Evidentemente, el tiempo que se había tomado para elegir la blusa de seda color fucsia, a juego con una camisola, y el pantalón gris claro había merecido la pena. Aunque por eso hubiera llegado un poquito tarde a desayunar.


El vuelo en helicóptero hasta la península de Kari Kari fue emocionante y el piloto eligió una ruta siguiendo toda la costa. Una vez allí los hombres fueron recibidos por sus caddies que se los llevaron en carritos de golf, mientras las mujeres tomaban un te con pasteles, antes de dar comienzo a su pequeña expedición.


Paula les mostró unos folletos de la zona y, durante un rato, discutieron lo que iban a hacer mientras los hombres jugaban al golf.


A las señoras les encantó el lago Ohia y sus árboles kauri fosilizados, que habían quedado expuestos cuando el lago fue secado a principios del siglo xx. Después de pasar por Kaitaia y Ahipara, en el sur, volvieron al campo de golf para recoger a los hombres.


Paula tenía que hacer un esfuerzo para no pisar el acelerador. Estaba deseando volver a ver a Pedro, comprobar si la mirada que habían intercambiado esa mañana contenía una promesa o era sólo cosa suya.


Y no se llevó una desilusión. Los tres hombres estaban tomando una copa de vino en porche del club y en cuanto Paula apareció los ojos azules de Pedro se clavaron en ella, haciendo que temblase por dentro.


Le resultaba increíble aquella reacción instantánea. Un par de besos y podía hacerla temblar como una hoja. ¿Qué pasaría si hiciera algo más?, se preguntó.


Cuando se sentó en la silla que Pedro había apartado para ella, Paula cerró las piernas en un vano intento de contener el intenso cosquilleo de deseo.


La tarde pasó como un borrón. Cada movimiento que hacía llamaba su atención, cada palabra que decía le parecía interesante. Y más tarde, cuando volvían a Russell, se sentía tan excitada que temía que los demás se dieran cuenta.


Paula se regañó a sí misma por portarse como una adolescente enamorada... ¿Enamorada? No, un momento, eso era una tontería.


Encandilada quizá. Sí, definitivamente Pedro la tenía encandilada.


Lo cual creaba otra serie de problemas. Por ejemplo, ¿Qué iba a pasar con su relación profesional? Si tenía una aventura con él, ¿cuál sería el precio? Ella, que había pasado los últimos diez años de su vida siendo la chica invisible de repente se sentía más visible que nadie.


«Deja de pensar», se dijo a sí misma. Lo de la noche anterior había sido una aberración.


Cuando todos volvieron a reunirse para cenar casi se había convencido a sí misma de que había imaginado los besos de la noche anterior. Pedro se mostraba como un anfitrión solícito con los invitados, que se lamentaban porque aquélla sería su última noche en Nueva Zelanda.


Habían optado por una barbacoa tradicional y, mientras daba una vuelta a los langostinos en el plato caliente, Paula lo devora con la mirada. La camisa destacaba la anchura de sus hombros y los pantalones de color piedra marcaban un trasero perfecto cuando inclinó para tomar una cerveza.


Pero tenía que controlarse, pensó, entran en la cocina para tomar una bandeja de langostinos mientras los filetes se marinaban un plato.


‐¿Lo estás pasando bien? ‐murmuró Pedro cuando le pasó la bandeja.


‐Ha sido un día estupendo ‐dijo ella‐ creo que también ellos lo han pasado bien


‐Sí, gracias por hacer un buen trabajo.


‐Para eso me pagas ‐respondió Paula.


Aunque mientras lo decía recordó para qué la pagaba. O para qué creía pagarla.


Como acompañante, con unos límites muy borrosos. ¿Era eso lo que había pasado la noche anterior? Tenía que serlo y sería una idiota si pensara que un hombre como Pedro Alfonso esperaría algo más de una persona como ella. Sí, su abuelo había sido un ídolo nacional, pero ahora vivían modestamente. Desde luego, ella no era la clase de persona que movía en los círculos en los que se movía Pedro Alfonso.


Y; de repente, su alegría se esfumó. Sería bueno volver a casa y retomar la realidad de la rutina diaria.


Se preguntó entonces cómo estaría su abuelo. ¿Habría logrado no ir al casino? En realidad, no le había hecho una promesa y ella había estado tan ocupada el fin de semana que apenas había podido pensar en él.


Después de las once, los invitados se retiraron a sus habitaciones y Pedro y ella se quedaron solos en el porche. .


Debería estar cansada, pensó, pero sabía que si no se libraba de aquella ansiedad, dormir sería imposible.


‐Creo que voy nadar un rato ‐murmuró, levantándose de la silla.


Pero Pedro la sujetó por la muñeca.


‐Me parece muy buena idea.


‐Voy a ponerme el bañador.


‐Si es necesario... ‐sonrió él‐. Entonces yo también tendré que ponerme el mío. No quiero que te asustes.


Paula no sabía si estaba bromeando o no, de modo que no dijo nada.


Una vez en su habitación, sacó el biquini y el albornoz de la bolsa de viaje... pero entonces vaciló. Sí, Pedro la había visto en biquini antes, pero estaban rodeados de gente. Y al recordar su reacción ante las atenciones del empleado del barco, tuvo que sonreír.


No le había gustado que otro hombre la mirase y ese gesto posesivo no era el de un hombre que sólo buscaba una acompañante pagada, ¿no?


Y luego estaban los besos de la noche anterior... y que le hubiera pedido que no siguiera escondiéndose.


Cuando volvió a la piscina, Paula casi se había convencido a sí misma de que Pedro estaba loco por ella. La idea era emocionante y aterradora al mismo tiempo y solo podía hacer una cosa: lanzarse de cabeza.


Y eso hizo, literalmente. Pedro aún no había vuelto al porche, de modo que aproveche para tirarse a la piscina, esperando que el agua fresca aclaras e sus ideas. Estaba haciendo un largo cuando sintió que el vello de su nuca se erizaba. Pedro estaba mirándola.


Cuando llegó al otro lado, él estaba sentado en el borde, sus largas piernas dentro del agua.


‐¿No te apetece nadar un rato?


‐Entre otras cosas ‐contesto el, enigmáticamente‐. Echamos una carrera? Seis largos.


‐¿Quieres echar una carrera? –sonrió Paula‐. ¿Y qué recibirá el ganador?


‐Un beso.


‐Ah, ¿entonces quién será el ganador y quien el perdedor?


‐Te lo preguntaré después de haber ganado ‐dijo él.


‐Eso ya lo veremos.


Paula se dio impulso desde el borde y empezó a nadar con todas sus fuerzas, decidida a ser la ganadora de aquel pequeño reto. Pedro no tardó mucho en alcanzada, pero en lugar de seguir adelante se quedó a su lado.


Poco acostumbrada a tan intenso ejercicio Paula estaba sin respiración, pero cuando los dos llegaron al otro lado, tocando el borde al mismo tiempo, Pedro parecía tan tranquilo.


Ella se quedó parada un momento, intentando recuperar el aliento.


‐Has hecho trampa ‐lo acusó‐. Podrías haberme ganado fácilmente.


‐Yo nunca hago trampas.


Las ondas del agua acariciaban su estómago mientras Pedro se acercaba a ella. El pelo empapado, pegado a su cabeza, parecía más oscuro de lo habitual, destacando el azul de sus ojos... clavados en ella con tal intensidad que su corazón pareció desbocarse.


‐Y siempre gano ‐dijo luego, tomándola por la cintura.


Por instinto, Paula se arqueó hacia él y Pedro aprovechó para iniciar el beso. Sus labios eran frescos y firmes y, de inmediato se vio perdida en el calor de su boca.


Entonces sintió un tironcito en la espalda y, un segundo después, la parte superior de su biquini había desaparecido. Un poco asustada, dejo escapar un gemido, sus pechos aplastados contra el torso masculino.


Pedro se apartó, pero no antes de que notase el duro bulto bajo el bañador. Miró su cara, su cuello y, por fin, su pechos desnudos, los pezones endureciéndose bajo su ardiente mirada.


‐Eres preciosa.


Y, por primera vez en mucho tiempo, Paula se sentía preciosa. Debería sentirse avergonzada, pero en lugar de eso se sentía como una mujer deseable. Y cuando Pedro inclinó la cabeza para tomar un pezón entre los labios se le doblaron las piernas.


La tomó luego por la cintura con un brazo atrayéndola hacia él, y Paula enredó las piernas con las suyas mientras Pedro metía un pezón en su boca, tirando, chupando y haciendo que perdiera la cabeza.


Suspirando, pasó las manos por sus hombros, por su sólido torso, rozando suavemente sus pezones con las uñas. Y notó que experimentaba un escalofrío.


‐Vamos a salir de la piscina ‐dijo Pedro con voz ronca, llevándola hacia la escalerilla.


Un escalofrío de anticipación la recorrió cuando él agarró la escalerilla de metal, imaginando esas manos grandes y morenas sobre cuerpo...
No tardaría mucho, pensó. Y debía confesar que estaba deseando.


Pedro la guió hasta la ducha y abrió el grifo tomando la pastilla de jabón y pasándola por sus pechos una y otra vez, volviéndola loca de deseo.


Luego bajó una mano y la metió en la braguita del biquini...


‐Quiero probarte aquí ‐murmuró, su voz apenas un susurro
Y; de repente, Paula no podía esperar más.


‐Yo también ‐asintió, pasando las manos por sus hombros y los largos músculos de sus brazos antes de ponerlas sobre su abdomen.


Cuando llegó a la cinturilla del bañador, no vaciló. Metió la mano bajo el elástico y tiró de él hacia abajo. Sin dudar un momento, se puso en cuclillas para acariciar sus piernas, los fuertes músculos de sus muslos y sus nalgas... pasando los dedos por su entrepierna, hacia la erguida evidencia de su deseo.


Lo envolvió en su mano y el calor aterciopelado del miembro masculino la llenó de deseo. Cuando pasó los dedos por la punta fue recompensada por un gemido ronco y, animada, inclinó la cabeza hacia delante, rozando su erección con la lengua.


Sintió el escalofrío que lo recorrió de arriba abajo, la tensión de sus piernas y sus nalgas mientras intentaba sostenerse.


Paula movió la lengua haciendo círculos antes de cerrar los labios sobre la punta para tomarlo en su boca. Cuando los dedos de Pedro se cerraron sobre su pelo mojado repitió la acción una y otra vez, acariciándolo con la mano al mismo tiempo.


Pedro tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse mientras los labios de Paula, su lengua, su boca, le hacían cosas inexplicablemente eróticas.


Pero el instinto se lo llevó todo por delante e incapaz de contenerse se dejó ir. Sintió como si el orgasmo naciera en la planta de sus pies y lo recorriese desde allí, los espasmos musculares haciendo que tuviera que agarrarse a la pared de la ducha.


Había sido como un terremoto, mental y físicamente.


Pedro tiró de su mano mientras sentía los últimos estremecimientos de un orgasmo que había dejado absolutamente saciado, pero hambriento.


Deslizando una mano por su espalda, empezó a acariciar sus nalgas, apretándolas y tirando de ella hacia delante al mismo tiempo. Estaba empezando a excitarse de nuevo.


Tirando del biquini hacia abajo, dejó caer la prenda al suelo y notó que Paula lo apartó de una patada. Cuando por fin estuvo desnuda a su lado pasó los dedos por su espina dorsal, por el pelo mojado, la curva de su cuello...


‐Gracias ‐le dijo al oído, antes de tomar labios de nuevo, poniendo en aquel beso la promesa de darle el mismo placer o más.


Sentía una conexión que no había experimentado nunca. 


Una conexión que le parecía bien y mal al mismo tiempo.


Pero intentó dejar de pensar en ello, concentrando su atención en acariciada durante un segundo más, antes de cerrar el grifo de la ducha.


Luego, tomando las toallas que habían dejado en el césped, envolvió a Paula con una y se puso la otra a la cintura para después llevada en brazos a su dormitorio.


‐El pelo... lo tengo empapado ‐protestó ella cuando iba a dejada sobre la cama. 


‐Espera ‐Pedro la dejó de pie y se quitó la toalla para secárselo‐¿Satisfecha?


Paula sonrió.


‐No del todo ‐le dijo, soltando luego una risita avergonzada.‐parece que el trabajo me espera ‐sonrió Pedro entonces, empujándola suavemente hasta que sus piernas rozaron el colchón. Después de tumbada, se colocó encima y enredó los dedos con los suyos, experimentando una sensación de poder que no había experimentado nunca.


Ella le había dado el más íntimo de los placeres... ahora era el momento de devolver el favor.





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