martes, 13 de junio de 2017
ROJO: CAPITULO 7
Pararon en la isla Urupukapuka para comer.
La playa, de arena dorada, estaba bañada por el sol y la gente del ferry preparó sombrillas y toallas antes de servir el aperitivo.
Pedro observaba a Paula charlando con sus invitados, preguntándoles por sus familias y haciendo los apropiados gestos de admiración cuando sacaron las fotos de sus hijos... en el caso de los Schuster, de sus nietos.
Era un enigma, desde luego. De día era una persona, la secretaria perfecta, tranquila, discreta, capaz. Pero por la noche era alguien completamente diferente. Se convertía en la clase de mujer que salía con un hombre como Lee Ling.
La clase de mujer que tenía deudas de juego y dependía de un prestamista. Una sirena, sensual, atrayente. Y él deseaba ese lado de Paula como no había deseado nada en toda su vida.
Entonces se movió, incómodo, tomando un sorbo de agua mineral.
Llegaría al fondo del enigma, pensó, y descubriría cuál de esas mujeres era la auténtica Paula. Porque mientras una se encargaba de que su negocio funcionara perfectamente, la otra amenazaba la existencia de la empresa Alfonso.
Paula tenía información privilegiada que podría vender a su principal competidor, la corporación Tremont. Si le debía dinero a Ling, ¿podría convencerla aquel hombre para que le vendiera sus secretos a Josh Tremont? O algo peor... ¿sería Paula la espía de Tremont? ¿Su adicción al juego sería tan grave como para serle desleal a Industrias Alfonso?
No, la lógica lo obligaba a rechazar tal idea. Ling no sabía que Paula trabajase para él cuando los vio juntos. Tal vez, sencillamente se había jugado demasiado dinero en el casino y tenía que pagar deudas.
Pero ninguna de las circunstancias le resultaba precisamente atractiva y, de repente perdió el apetito.
De vuelta en Russell, los invitados se quedaron descansando un rato en sus respectivas villas y luego se reunieron de nuevo para toma un aperitivo en el porche antes de ir a Paihia.
Mientras esperaban en el porche, Paula rió suavemente.
‐¿De qué te ríes?
‐Menos mal que sólo es un fin de semana. Si esto siguiera así engordaría cinco kilos. No hacemos más que comer.
Pedro observó sus pechos, presionando suavemente la tela del vestido multicolor. Aunque no era tan llamativo como el vestido rojo que había llevado en el casino, lo excitaba de todas formas.
Paula era increíblemente atractiva vestida así y debería decirle que dejase de usar esos trajes aburridos para ir a la oficina.
‐Dudo que tengas que preocuparte por eso. Tú eres... perfecta tal como eres.
‐Gracias ‐dijo ella.
Pedro se sintió satisfecho al ver que se ruborizaba. Pero se le ocurrió entonces que esa capacidad de ponerse colorada por un simple halago no pegaba nada con la Paula a la que había visto en el casino esa noche. La mujer del vestido rojo no se pondría colorada por nada. Al menos, ésa era la impresión que le había dado.
Pero la Paula que él conocía de la oficina era una criatura reservada.
Mucho más parecida a la mujer que tenía delante, con aquel vestido de colores. Ni demasiado revelador, ni demasiado discreto, pero aun así resultaba increíblemente atractivo.
Apoyado en la barandilla, se quedó mirando mientras ella colocaba la bandeja de las copas. No parecía gustarle mucho que la mirasen...
No, el vestido rojo de la otra noche no tenía nada que ver con la mujer elegante que había frente a él. Se le ocurrió entonces que sabía muy poco sobre su vida personal. El no solía interesarse por la vida personal de sus empleados pero, de repente, estaba muy interesado por la de Paula.
La tarde resultó muy agradable y terminaron en el paseo marítimo de Paihia, antes de tomar el ferry de vuelta a Russell. Tras despedirse de los invitados, Paula se dirigía a su dormitorio cuando Pedro la sorprendió deteniéndola en el pasillo.
‐¿Dónde vas?
‐A mi habitación.
«A la cama», pensó. El día en la playa, el viaje en ferry y la tensión que sentía estando a lado de Pedro la habían dejado agotada.
‐Es muy temprano. Ven, vamos a tomar una copa en el porche.
Paula iba a decir que no, pero recordó que le estaba pagando por su compañía; lo que ella quisiera en ese momento no tema importancia.
‐Si insistes...
La luz de la piscina estaba encendida y el agua brillaba de manera invitadora. Sería un maravilla darse un baño antes de irse a la cama hacer un par de largos, sentir la suavidad del agua acariciando su piel. Tal vez entonces sería capaz de relajarse un poco.
‐¿Qué quieres tomar, un coñac?
‐Muy bien, gracias.
‐Qué afable ‐murmuró Pedro‐. Muy interesante, cuando algo me dice que no te apetece nada ser afable conmigo.
‐Eres mi jefe y me pagas por estar aquí. ¿Por que iba a ser antipática? Ya has dejado bien claro que mi trabajo es tenerte contento.
‐Ah, sí, pero no, hemos dejado claro por qué.
Pedro se acerco con dos copas de coñac en la mano y Paula tembló cuando el roce de sus dedos envió un escalofrío de algo que no quena identificar por todo su cuerpo.
Le había pasado lo mismo por la mañana, cuando subió la cremallera del traje de neopreno.
Decía quererla allí como acompañante, pero los habla instalado a los dos en el mismo dormitorio. ¿Era una prueba o eso era lo que quería de verdad?
Paula levantó la copa para llevársela a los labios.
‐Dime, ¿por qué es tan importante tu trabajo?
‐¿Por qué es importante para la gente? Me gusta mi trabajo y sería una tonta si lo perdiera.
‐¿Entonces por qué te arriesgas a hacerlo? Paula se asustó.
‐¿Arriesgarme?
‐Saliendo con un hombre como Ling.
‐Pensé que había dejado claro que salga con quien salga fuera de horas de trabajo no es asunto tuyo.
‐Pero tú sí eres asunto mío. Trabajas para mí, dices que te gusta tu trabajo... ¿y si yo pusiera como condición para que siguieras trabajando conmigo que no salieras con... indeseables?
‐¿Te refieres a Lee? Lee Ling es un hombre de negocios como otro cualquiera y no es ningún secreto a qué se dedica. ¿Por que es un indeseable?
‐Es la clase de hombre que utilizaría a cualquiera para conseguir lo que quiere. ¿Eso no te molesta?
La implicación de que estaba utilizándola a ella la irritó, pero intentó que su voz sonase calmada:
‐¿Y tú eres tan diferente a él? ¿No es eso le que estás haciendo ahora mismo?
Había dado en el blanco y lo vio cuando Pedro frunció el ceño, molesto.
Pero en un segundo el enfado desapareció.
‐Sí, tienes razón ‐murmuro, levantando su copa‐. ¿Qué estás
escondiendo, Paula?
Esa pregunta la sorprendió de tal forma que tuvo que esperar unos segundos para recuperar la compostura antes de responder:
‐No te entiendo.
‐En el trabajo te escondes detrás de ropa ancha y sin ningún atractivo, incluso escondes tus ojos bajo unas lentillas oscuras –dijo él, dando un paso adelante para levantar su barbilla con un dedo‐. ¿Por qué harías eso teniendo unos ojos verdes tan bonitos? Y tu pelo...
Pedro enredó los dedos en los sedosos mechones, sujetando su nuca con dedos firmes. Y el roce la hizo sentir un escalofrío que la recorrió de arriba abajo.
El miedo se mezclaba con el placer mientras Pedro masajeaba suavemente su nunca y Paula tuvo que disimular un gemido. Pero entonces, tan rápido como había empezado, Pedro la soltó de nuevo.
‐¿Y bien?
‐No me gusta llamar la atención ‐consiguió decir ella. ‐¿Por qué?
Paula cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, incomoda. Estaba demasiado cerca. A pesar del aire fresco de la noche, podía sentir el calor de su cuerpo, podía oler su colonia.
‐Es complicado ‐dijo por fin. Era algo que no solía contar y, sin embargo, algo la empujaba a hacerla‐. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo tenía trece años. Yo iba con ellos, pero por una jugarreta del destino escapé sin un solo rasguño. Mis padres murieron en el acto y yo me quedé sin nadie, así que mi abuelo me acogió en su casa. Y por... en fin, circunstancias, la noticia del accidente salió en todos los periódicos, recordándome la tragedia cada día. Durante un tiempo me costó mucho trabajo acostumbrarme y seguir viviendo.
‐¿Qué circunstancias?
‐Eso es algo de lo que no me gusta hablar ‐respondió Paula, apartando la mirada.
La atención de los medios de comunicación, debido a la fama de su abuelo, no la dejaba olvidar la tragedia del accidente y, tal vez para escapar del dolor, Paula empezó a portarse como una adolescente rebelde. A pesar de los ruegos de su abuelo, su comportamiento había sido menos que recomendable y cuando por fin fue demasiado lejos los periódicos se encargaron de contarlo a los cuatro vientos: la habían pillado con un grupo de amigos en un coche robado.
Jamás olvidaría la expresión de su abuelo cuando la policía la llevó de vuelta a casa... el alivio porque estaba bien mezclado con un profunda desolación.
Aquella noche le había dejado las cosas bien claras: o dejaba de comportarse como una gamberra o la entregaría a las autoridades. Sólo se tenían el uno al otro, le dijo, pero si no estaba dispuesta a respetar su casa y respetado a él, no la quería a su lado.
Hugo le recordó entonces la última vez que la policía había estado en su casa, la noche que fueron a avisarle de que un conductor borracho había chocado con el coche de su hijo. Y le de que, por mucho que la quisiera, no quería tener, que pasar por eso otra vez.
Esa había sido la llamada de atención que necesitaba.
Después de la discusión, Hugo había aceptado que cambiase de colegio para alejarse de las malas compañías, pero sólo cuando Paula le juró solemnemente que intentaría estudiar y mejorar sus notas.
Y ella se había esforzado más que nunca.
Había dejado de teñirse el pelo de un color diferente cada semana, de llevar ropa llamativa y a veces escandalosa y había estudiado como nunca para mejorar sus notas, mezclándose con los demás y sin llamar la atención.
Y, después de siete años, sus antecedentes por mal comportamiento habían sido borrados de los archivos de la policía, de modo que nadie tenía por qué enterarse de su pasado.
‐Después del accidente ‐siguió Paula, sacudiendo la cabeza‐ decidí que lo mejor sería pasar desapercibida.
‐Es un crimen.
Ella lo miró, perpleja. ¿Había dicho todo eso en voz alta? ‐¿Cómo?
Pedro tomó su mano y tiró de ella.
‐Es un crimen que escondas esos ojos ‐murmuró, pasando un dedo por la curva de sus cejas.
Paula sabía que podía apartarse, romper el contacto entre ellos, pero no era capaz. Los dedos de Pedro seguían viajando por su cara, sus mejillas, la curva de su garganta... deslizándose hasta el escote del vestido.
‐Esconder tu cuerpo ‐siguió, con voz ronca. Cuando bajó la mano para acariciar sus pechos por encima de la tela del vestido, Paula sintió que se encendía. Sus pezones se endurecieron, casi dolorosamente, presionando contra el encaje del sujetador.
Arqueó la espalda, apretándose instintivamente contra la palma de su mano, disfrutando de su calor. Al poner la suya sobre el torso masculino se dio cuenta de que respiraba agitadamente, que los latidos de su corazón se habían acelerado.
‐¿Lo sientes? ‐murmuró Pedro‐. Eso es lo que me haces.
‐Pedro...
‐Dime que pare, Paula. Porque si no lo dices voy a hacer lo que debería haber hecho anoche: voy a besarte.
Aunque su vida dependiera de ello no habría sido capaz de decir nada. Y él debió darse cuenta de que se había rendido porque inclinó la cabeza y buscó sus labios.
Sensaciones, colores, sabores... todo explotó dentro de ella.
El roce de su lengua provocó un bola de luz bajo sus párpados cerrados, el sabor del coñac mezclado con el sabor de Pedro.
Y Paula se abrió para él, dejando que explorase el interior de su boca mientras aplastaba sus labios apasionadamente. Un torbellino de fuego líquido recorría sus venas mientras apretaba contra él y sentía cada músculo de su cuerpo como jamás le había ocurrido antes con ningún otro hombre.
Experimentaba un ansia que exigía ser saciada de inmediato.
Paula movió las caderas, empujando su pelvis contra la dura evidencia de su deseo por ella.
Llevaba tanto tiempo intentando ser invisible que era gratificante saber que podía despertar tal respuesta, de modo que levantó las manos para sujetar su cabeza, como si no pudiera soportar la idea de que se apartase.
Pedro empezó a besar su cuello ansiosamente, el placer mientras rozaba con la lengua el sensible punto entre su garganta y su oreja haciendo que sus músculos interiores se contrajeran, dejándola sin aire.
Y entonces empezó a desabrochar la cremallera del vestido, apartando la tela y sujetando sus brazos mientras mordisqueaba suavemente sus hombros.
Paula intentó liberarse de la restricción del vestido, dejando que la prenda cayese hasta su cintura para levantar las manos y desabrochar su camisa. Tenía que tocar su piel dorada, esa piel que la había atormentado por la mañana en el ferry. Necesitaba pasar los dedos por su abdomen... y más abajo.
Pero Pedro se apartó, soltando sus manos para volver a ponerle el vestido.
Mientras volvía a subir la cremallera le dio un beso en la sien y la sujetó así, por la cintura, hasta que los dos empezaron a respirar con normalidad.
‐No te escondas más, ¿de acuerdo? No te escondas para mí, prométemelo.
‐Te lo prometo ‐susurró ella, confusa.
Despacio, Pedro la apartó de sí.
‐Mañana tenemos muchas cosas que hacer. Será mejor que nos vayamos a la cama.
Le dio un beso cuando llegaron a la puerta de su habitación, pero después se alejó.
‐Nos vemos por la mañana. Que duerma bien.
Paula era incapaz de conciliar el sueño dando vueltas y vueltas en la cama hasta que, frustrada, apartó las sábanas y se acercó a la ventana.
Pedro Alfonso la había besado. En fin... no tenía tanta importancia.
Pero sí la tenía. Era tremendamente importante. Porque, de repente, Paula sabía que un beso en la oscuridad del porche no iba a ser suficiente para ninguno de los dos.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario