domingo, 11 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 2




‐Verdes.


Paula miró a Pedro, sorprendida por tan extraño saludo.


‐¿Perdona?


‐Tus ojos eran verdes anoche, pero ahora vuelven a ser marrones. ¿De qué color son en realidad?


Estaba sentado tras su escritorio, mirándola con expresión seria, y Paula tenía la impresión de que no estaba hablando sólo del color de sus ojos.


‐Son verdes ‐suspiró por fin‐. Ahora llevo lentes de contacto.


Aquello iba a ser más difícil de lo que había pensado. 


Aunque no había conciliado el sueño en toda la noche porque temía la inquisición de su jefe. Había hecho lo posible por llegar antes que Pedro, pero él debía haberse levantado antes del amanecer para llegar a la oficina. El café que solía llevarle junto con los periódicos del día ya estaba allí. Había notado el aroma cuando salió del ascensor en la planta privada de Pedro en la torre Alfonso.


‐¿Y por qué los escondes? ‐le preguntó él, levantándose para mirada a los ojos‐. ¿Por qué escondes tantas cosas, Paula?


Ella dio un paso atrás, pasándose las manos nerviosamente por los costados de la chaqueta.


‐No sé de qué estás hablando.


‐No juegues conmigo, Paula. Tú sabes muy bien de qué estoy hablando. De esto ‐dijo él, señalando el aburrido y ancho traje de chaqueta‐ y de esto ...


Estaba señalando su pelo, ahora recogido en un estirado moño... que Pedro deshizo en un segundo, tirando las horquillas sobre su escritorio.


Mientras su larga melena resbalaba por sus hombros vio el mismo brillo de interés en sus ojos que había visto por la noche en el casino.


‐No estoy escondiendo nada. ¿Qué quieres, que venga a trabajar como iba vestida anoche?


Pedro tuvo que sonreír.


‐Bueno, eso haría que venir a trabajar fuera mucho más interesante, desde luego. Pero no, no me refería a eso ‐le dijo, apoyándose en el escritorio‐. Llevamos dos años trabajando juntos y, sin embargo, después de anoche, ya no te conozco. ¿Cuál de las dos Paula es la auténtica?


‐¿Y qué más da? Yo hago mi trabajo en la oficina, eso es lo único importante. Tú estás contento, los clientes están contentos... la ropa que me ponga fuera de la oficina no tiene la menor importancia.


‐¿Ah, no? ¿Y qué pasa con la gente con la que te relacionas fuera de la oficina? ¿De verdad crees que ser vista con Lee Ling es bueno para la empresa Alfonso?


‐Lee ni siquiera sabe que trabajo para ti.


‐¿Crees que ninguno de mis clientes te habrá visto con un hombre como Ling? Clientes cuyos asuntos tú conoces tan bien como yo ‐dijo Pedro‐. Esto tiene que terminar, Paula. No sé qué es Ling para ti, pero no puedes seguir viéndolo.


‐¡Tú no puedes decirme con quién debo salir fuera de la oficina!


‐¿No puedo? Durante el último mes he notado que no prestabas tanta atención al trabajo como antes. Has cometido errores... sé que lo has solucionado después, pero no creas que no me he dado cuenta. Lo que haces fuera de la oficina se refleja en el trabajo... considéralo una advertencia, Paula. Si los errores continúan, recibirás una advertencia por escrito.


‐Pero...


‐No vaya tolerar que pongas en peligro la calidad de tu trabajo por culpa de tus actividades extra profesionales.


Paula lo miró, perpleja. No podía hablar en serio.


‐No te gusta la gente con la que salgo fuera de la oficina, pero no puedes esperar que deje de ver a alguien sólo porque crees que eso afecta a mi trabajo... o porque crees que disgustaría a tus clientes si me vieran con él.


‐¿Por qué no?


‐Porque es absurdo.


‐Tú decides, Paula. Sabes lo importante que es para mí que estés al cien por cien todos los días. Si no puedes prometerme eso, me veré obligado a despedirte.


‐¡No puedo perder mi trabajo!


Sabía que había dicho demasiado en cuanto la frase escapó de sus labios, pero en aquel momento la idea de quedarse sin trabajo era aterradora. Si quería llevar a cabo el plan de pagos que había acordado con Lee, con sus desorbitados intereses, tenía que ahorrar todo lo que pudiera.


‐Admito que he estado un poco distraída últimamente, pero no volverá a ocurrir.


Pedro la observó, en silencio. La idea de perder su puesto de trabajo parecía asustada de verdad. Y que lo hubiese admitido decía mucho.


¿Estaría en deuda con Ling?, se preguntó. ¿Y cómo habría caído en las garras de ese prestamista?


Con el salario que ganaba, jamás hubiera imaginado que tenía problemas económicos. Claro que tampoco habría imaginado nunca que saldría con alguien como Lee Ling. 


¿Sería adicta al juego?


Esa idea era muy inquietante. Después de haber perdido parte del negocio por culpa de la corporación Tremont el año anterior, le preocupaba que su secretaria gastase más de lo que ganaba. Si alguien era vulnerable por razones monetarias, estaba abierto a todo tipo de tentaciones, incluyendo vender secretos de la empresa al mejor postor... algo que estaba en la liga de Lee Ling. .


Pedro había creído siempre que Paula estaba por encima de esas cosas, pero ya no estaba tan seguro. Su salario podía compararse con el de alguno de sus ejecutivos, pero él esperaba mucho a cambio de lo que le pagaba. Sin marido y sin hijos que mantener, a menos que también le hubiera mentido sobre eso, la creía una joven sin problemas económicos... Desde luego, nunca habría imaginado que le debiera dinero a nadie.


Y podía ver que se sentía incómoda porque tenía los labios apretados, como si así pudiera evitar decir algo más.


¿Cómo podía aquella Paula, que prácticamente había pasado desapercibida para él como mujer, ser la criatura sensual que había visto en el casino?


Pedro la miró de arriba abajo: un aburrido traje de color beige, zapatos planos del mismo color, una blusa abrochada hasta el cuello. Ojos marrones, nada de maquillaje, sólo un toque de brillo en los labios. Y ese pelo: esa gloriosa melena de color castaño con brillos rojizos acariciando los hombros de la chaqueta... era casi un insulto esconderla.


Como le había pasado por la noche, estaba deseando tocarla, rozar aquella brillante melena con los dedos para ver si era tan suave como parecía. Poner la mano en su cuello y empujar su cabeza hacia él para saborear sus labios, para abrirlos con la lengua...


«Tranquilízate», pensó, enfadado consigo mismo. «Es tu ayudante, no un juguete sexual». Pero, por mucho que lo intentase, no podía evitar ver a la mujer de rojo de la noche anterior.


Suspirando, se dio la vuelta para sentarse de nuevo tras el escritorio, que servía como barrera para esconder su reacción. Una reacción que no parecía capaz de controlar.


¿Cuándo había perdido el control?, se preguntó. Era algo que no le había ocurrido nunca.


Lo enfurecía que Paula tuviera ese poder sobre él. Paula Chaves era su secretaria, su mano derecha en el trabajo. Nunca se había fijado en ella como mujer y no quería hacerlo. No quería desearla.


Pero así era.


‐¿Qué es Ling para ti? ‐le preguntó directamente.


‐Somos... somos...


‐¿Sí?


‐Soy su acompañante ‐contestó Paula por fin, irguiendo los hombros, como retándolo a llamarla mentirosa.


‐¿Su acompañante? ‐repitió Pedro, levantando una ceja‐. ¿No me digas?


‐Que yo sepa, no hay ninguna ley que me prohíba ser su acompañante.


‐¿Y existe un arreglo económico para... que seas su acompañante?


Que se pusiera colorada era, lamentablemente, la respuesta que esperaba.


Aunque ella negaba vigorosamente con la cabeza.


El teléfono de su despacho empezó a sonar y Paula hizo un movimiento hacia la puerta.


‐Déjalo ‐dijo Pedro‐. Aún no hemos terminado.


¿Cómo podía no haberse fijado nunca en lo suave que era su piel, en esa complexión de porcelana?


‐¿Cuántas veces ves a Ling... como acompañante?


‐Un par de veces a la semana. ¿Por qué?


‐¿Y los fines de semana?


‐A veces, también.


Pedro se le ocurrió una idea entonces. Quería saber hasta dónde llegaba su compromiso, y tal vez su deuda, con el prestamista. ¿Mordería el anzuelo?, se preguntó. Esperaba que no fuera así. Esperaba que dijese que no y poder así darle la vuelta al reloj, antes de verla con ese vestido rojo, antes de verla y desearla con todas sus fuerzas.


‐¿Vas a ver a Ling este fin de semana?


‐¿Por qué lo preguntas?


‐El viernes voy a llevar a mis clientes europeos a Russell para enseñarles la ciudad. Quiero que vengas con nosotros en el segundo coche y que actúes como anfitriona este fin de semana.


‐¿Desde cuándo mis horas de trabajo incluyen los fines de semana? ‐ preguntó Paula.


‐Desde que estoy dispuesto a pagártelo como horas extra.


Pedro mencionó una cifra que la hizo levantar las cejas, sorprendida. Si lo que había entre ella y Ling fuera una relación de verdad no aceptaría ir con él. Pero si aceptaba su oferta, estaba claro que Paula tenía un serio problema.


Los hombres como Lee Ling tenían la habilidad de mover la portería cuando uno pensaba ,que había marcado un gol y la mayoría de sus víctimas no entendían en qué clase de problema podía meterles un préstamo cuyo interés aumentaba en progresión geométrica cada día. Si Paula estaba con Ling por un problema económico, necesitaría todo el dinero que pudiese encontrar.


Pero intentó disimular. No quería que se diera cuenta de que había descubierto el problema.


‐¿A qué hora nos vamos?


Pedro tuvo que disimular su decepción. Habla aceptado y eso se lo decía todo.


‐Saldremos a las once y pararemos en Puhoi para comer. Los antepasados del señor Schuster están entre los pobladores de Bohemia que llegaron aquí en 1860 y creo que le gustará conocer el sitio.


‐¿Y nuestros planes cuando estemos en Russell?


‐El sábado iremos a ver la famosa roca y los delfines, si el tiempo lo permite. Y posiblemente el domingo jugaremos al golf e iremos de excursión. Volveremos a Auckland el lunes por la tarde.


‐¿Tendré que llevar ropa formal o informal? 


Pedro sonrió.


‐¿Como el vestido de anoche?


De nuevo, Paula se puso colorada, aunque esta vez parecía más enfadada que otra cosa.


‐No, no te preocupes. Ropa informal durante todo el fin de semana. Nos alojaremos en Whakamarie ‐Pedro mencionó un hotel de cinco estrellas conocido por contener una serie de villas separadas para los clientes‐, y he pedido un servicio de catering para todo el fin de semana.


‐Muy bien. Imagino que saldremos desde aquí.


‐Sí, pero comprueba que los dos coches tengan el depósito lleno y estén en el garaje de la oficina el viernes por la mañana.


Después de darle una lista de instrucciones, Pedro le dijo que podía irse y, una vez solo, se echó hacia atrás en el sillón, mirando por la ventana desde la que se veía el puerto de la ciudad de Auckland, que incluso a media semana estaba lleno de yates. Y; en aquel momento, envidiaba la libertad de sus propietarios.


Pedro se levantó del asiento para dirigirse al despacho de Paula. Ella tenía el teléfono apoyado entre el cuello y el hombro mientras tecleaba algo en el ordenador. Apoyándose en el quicio de la puerta, se quedó mirándola.


‐Este fin de semana, sí. No, no estoy disponible, tengo un asunto urgente de trabajo.


Evidentemente, estaba diciéndole a Ling que no podía verlo ese fin de semana. Sabía que debería sentirse satisfecho, pero en realidad era una victoria pírrica.


‐Dije que te daría tu dinero la semana que viene... sí, ya sé que me he retrasado, pero te doy mi palabra de que lo tendrás cuando vuelva... ‐ entonces giró la cabeza y se quedó callada al ver a Pedro en la puerta‐. No puedo hablar ahora. Te llamaré el lunes por la noche.


Paula colgó el teléfono y levantó la barbilla para mirado.


‐¿Querías algo?


‐Sí, que no te pongas ese traje tan ancho ni las lentillas ‐dijo él entonces‐. Quiero que este fin de semana seas la auténtica Paula. De hecho... ‐ Pedro metió la mano en el bolsillo del pantalón para sacar una tarjeta de crédito‐ cómprate algo decente para este fin de semana.


Ella miró la tarjeta, que había caído sobre su mesa.


‐¿Te preocupa que no tenga nada que ponerme?


‐A juzgar por lo que te pones para venir a la oficina, sí, me preocupa. Imagino que el vestido que llevabas anoche te lo compró Ling y, sencillamente, yo me ofrezco a hacer lo mismo.


Paula se irguió un poco más, si eso era posible. Pero no dejó de mirado a los ojos mientras tomaba la tarjeta.


‐Gracias ‐le dijo, con tal rabia que Pedro deseó haber manejado el asunto de otra manera‐. No te preocupes, no te defraudaré.


Después, se levantó del sillón para acercarse al armario donde guardaba el bolso y metió allí la tarjeta. Pero mientras volvía a su escritorio Pedro notó que estaba temblando.


‐¿Te importaría decirme en calidad de qué voy a ir contigo este fin de semana para que creas necesario comprarme ropa?


Lo había preguntado con un tono seco que dejaba bien claro lo enfadada que estaba en ese momento. Y, sin embargo, Pedro se tomó su tiempo para responder:
‐En calidad de acompañante, Paula. Mi acompañante.





ROJO: CAPITULO 1





Pedro Alfonso miraba al grupo de jugadores que había frente a él, extendidos frente a la mesa del crupier como las cartas de una baraja, sin percatarse, como siempre, de las miradas que lanzaban sobre él mujeres de todas las edades y estados civiles.


Sus clientes europeos, invitados por él, estaban pasándolo bien en una de las mesas del casino Sky City de Auckland; los ojos clavados en los movimientos del crupier como si la vida les fuera en ello. La noche iba particularmente bien y debería sentirse satisfecho.


Pero no lo estaba.


Le seguía molestando que su secretaria, Paula Chaves, no pudiera estar allí esa noche. ¿Desde cuándo ponía su vida personal por encima del trabajo? Ni una sola vez en los dos años y medio que llevaban trabajando juntos lo había hecho y Pedro se había acostumbrado a contar con ella.


Al menos había encontrado una secretaria cuya ética profesional igualaba la suya. Incluso la sobrepasaba en ocasiones, debía reconocer, pensando en las mañanas que llegaba a la oficina y Paula ya estaba delante del ordenador.


La necesitaba allí para asegurarse de que sus clientes y, sobre todo, las esposas de sus clientes, tuvieran todo lo que necesitaban. La experiencia le había enseñado el valor de tener contentos a los clientes y Paula Chaves se había convertido en su arma secreta para conseguirlo.


A su manera, Paula hacía que todo el mundo se sintiera cómodo, desde los más serios directores de empresa hasta los nietos de esos directores, obsesionados con la play station.


Tal vez porque su serenidad invitaba a las confidencias, Paula lo ayudaba a conseguir información; una información que servía de mucho en la mesa de negociaciones.


Y la echaba de menos aquella noche.


Algo a su izquierda llamó su atención entonces. Algo brillante, el brillo de un cabello castaño con reflejos rojizos...


Pedro se fijó en la mujer de inmediato. Alta y elegante, vestida de rojo, se movía con una gracia que le resultaba vagamente familiar. Estaba de espaldas y le gustaría que se diese la vuelta para comprobar si de frente era igualmente atractiva.


Estaba seguro de que no la conocía... al menos Íntimamente. Pedro prefería a las morenas bajitas, la clase de mujer que parecía necesitar protección de un hombre como él; un hombre alto, fuerte y que controlaba absolutamente su entorno.


Y la mujer de rojo no era ese tipo de mujer.


Pedro miró los tacones e imaginó que, subida en ellos, seguramente estarían cara a cara y, curiosamente, esa idea le pareció muy interesante.


Aquella mujer no parecía necesitar protección de nadie; se movía como si lo tuviera todo y pudiese elegir.


Pedro saboreó la emoción de la caza y de un final satisfactorio para los dos.


La manera en la que la tela de vestido parecía acariciar sus curvas dejaba poco a la imaginación y no sería ningún problema para él acariciar esa deliciosa piel, centímetro a centímetro, en la privacidad del apartamento que tenía en la ciudad para noches como aquélla.


Sonriendo, apretó el vaso de whisky que tenía en la mano. 


Le encantaban las mujeres; le gustaba todo de ellas.


Desgraciadamente, cortar la relación no era siempre tan sencillo como debería. No todas las mujeres querían el tipo de relación superficial, Sin compromisos, que él estaba dispuesto a ofrecer. Pero el final estaba muy lejos en aquel momento y lo único que le interesaba era el comienzo. Hacía meses que se limitaba a flirtear amablemente con unas y con otras y estaba preparado para mucho más.


Más que preparado.


El funeral del mes anterior por la esposa de su profesor favorito, el profesor Woodley, le había hecho ver lo aislado que estaba. El viejo profesor parecía perdido sin su esposa. No era de los que mostraban emoción en público, pero Pedro se había dado cuenta de que en sus ojos había un dolor que nada ni nadie sería capaz de aliviar.


Y lo había envidiado por haber vivido esa clase de amor, por conocer la devoción que hacía que dos personas se convirtieran en una pareja ya que dudaba que eso fuera a pasarle a él.


Al otro lado del casino, la mujer de rojo circulaba entre la gente y Pedro la siguió con la mirada. ¿Cómo sería en la cama?, se preguntó. ¿Aventurera? ¿Divertida? O tal vez, con ese aspecto tan sensual, tan elegante, silenciosa y lánguida.


Pedro tomó un sorbo de whisky y dejó que el calor de la malta calentase su lengua antes de tragarlo. Fuera como fuera, no tenía la menor duda de que pronto lo descubriría, pensó, dejando el vaso sobre la barra del bar para acercarse a ella.


Había llegado el momento de las presentaciones.


Pero a medio camino se detuvo, haciendo una mueca de disgusto cuando un hombre bajito y fornido la tomó del brazo.


Lee Ling.


Aquel hombre se movía en el casino como un tiburón blanco. Nada descarado, por supuesto, o sería expulsado de allí, pero cualquiera que se aventurase en el mundo del juego sabía que si te faltaban unos miles de dólares durante una partida, Lee Ling era tu hombre.


Pedro intentó contener su decepción. Sólo había una clase de mujer que se asociase con Ling y no era la clase de mujer con la que él querría tener relación alguna. Ni siquiera por una noche. Desilusionado, iba a dar marcha atrás cuando la mujer de rojo se volvió hacia su acompañante. Su perfil, antes parcialmente oscurecido por su magnífica melena, le resultó inmediatamente reconocible.


Y se le heló la sangre en las venas. ¿Paula?


¿Qué demonios estaba haciendo allí su secretaria? Y; sobre todo, ¿qué estaba haciendo con Ling?


El deseo que había sentido por ella se convirtió en furia. Si Lee Ling estaba interesado en industrias Alfonso, Pedro podía despedirse del negocio. Aquel hombre era capaz de vender información secreta a cambio del pago de una deuda y Paula lo sabía tan bien como él. ¿A qué estaría jugando, del brazo de aquel prestamista? 


Especialmente con ese aspecto tan tentador.


La pareja se volvió y Pedro se quedó sin aire.


El vestido de Paula era tan atractivo por delante como por detrás. Unas finas tiras, desafiando las leyes de la física, sujetaban un corpiño de lentejuelas que levantaba sus pechos de manera invitadora.


¿Quién hubiera imaginado que tenía esa figura? Si algún día acudía así a la oficina no podrían trabajar ni durante un segundo. Era lógico que intentase esconder ese cuerpazo bajo unos trajes que no acentuaban en absoluto sus curvas. 


Y ese pelo... en lugar de la preciosa melena lisa, Paula solía llevado sujeto en un moño.


Parecía otra mujer, alguien completamente diferente. Aquella sirena que, incluso después de haberla identificado lo estaba volviendo loco, no parecía su discreta ayudante, que nunca quería llamar la atención en el trabajo.


El trabajo. El recordatorio fue como una ducha fría. 


Supuestamente, Paula debería estar trabajando allí esa noche. Para él. No adornando el brazo de un sanguijuela como Ling.


Ling y ella se acercaban en ese momento, parándose de vez en cuando para saludar a alguien. Aunque Pedro no era extraño al juego, siempre calculaba los riesgos. Las grandes apuestas no eran para él. Ni los adictos, el tipo de hombre con el que Ling había hecho una fortuna.


Pedro miró a Paula de nuevo, desde las sandalias plateadas de tacón alto a la brillante melena. ¿Quién era aquella Paula Chaves? Pronto lo descubriría, pensó.


En cuanto ella descubrió su presencia sus ojos verdes se abrieron de par en par, las pupilas tan dilatadas que casi consumían el iris, de color esmeralda pálido...


¿Esmeralda? ¿Sus ojos no eran castaños? ¿Todo en ella era una mentira, incluso el color de sus ojos?


Pedro apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula, pero intentó disimular.


¿Qué más mentiras escondería Paula Chaves? Era su mano derecha y, de repente, tenía que preocuparse por si esa mano escondía un cuchillo.


Si era capaz de convertirse en otra persona de noche, ¿sería también capaz de vender secretos de la empresa Alfonso?


Podía ver miedo en sus facciones cuando la confrontación resultó inevitable y tuvo que sonreír. Lee Ling no sería capaz de evitar que le exigiera una respuesta.


‐Ling.


‐Ah, señor Alfonso. ¿Cómo está? ‐lo saludó el prestamista, con los ojos brillantes.


‐Intrigado, Ling. ¿Por qué no me presenta a su... ? ‐Pedro no terminó la frase a propósito y comprobó que los ojos verdes de Paula echaban chispas.


‐Sí, por supuesto, le presento a Paula Chaves. Paula, te presento a Pedro Alfonso... ‐un hombre se acercó entonces para hablarle al oído y Ling se disculpó‐. Vuelvo enseguida. Dejo a la señorita Chaves en sus manos un momento.


Pedro, que ya no confiaba en su voz, se limitó a asentir con la cabeza.


Paula se movió, incómoda sobre las sandalias de tacón. De todas las personas con las que hubiera podido encontrarse esa noche, tenía que haberse encontrado con su jefe, Pedro Alfonso, precisamente. Nerviosa, apartó la mirada de sus ojos azules, buscando a toda prisa una explicación satisfactoria.


‐De modo que Ling era ese compromiso tan urgente por el que no podías trabajar esta noche.


Pedro no se anduvo con rodeos y Paula, respirando profundamente, intentó mantener la compostura.


‐La verdad es que sí.


Que el compromiso fuera un chantaje era algo que no podía contarle a su jefe.


‐Se supone que trabajas para mí, no para él.


‐¿Quién ha dicho que esté trabajando para él?


Pedro emitió un bufido, un sonido muy poco elegante que le resultaba extraño en él.


‐Por favor, no me insultes intentando convencerme de que sois una pareja. Sé perfectamente quién es Ling y a qué se dedica. Lo que me gustaría saber es qué tienes que ver tú con él.


‐Trabajo para ti de nueve a cinco, Pedro, y de lunes a viernes. Y creo que hago bien mi trabajo, ¿no es verdad? De modo que, con el debido respeto, lo que haga fuera de la oficina es asunto mío y sólo mío.


Paula se hizo la fuerte cuando Pedro dio un paso adelante. Aunque el aroma de su colonia, una mezcla de madera y sándalo, invadió sus sentidos.


Pero era su jefe, de modo que nunca había sobrepasado esa línea divisoria y no pensaba hacerla ahora, cuando necesitaba su salario más que nunca.


‐¿Y si yo quiero que sea asunto mío? ‐le preguntó Pedro en voz baja.


‐Entonces te llevarías una decepción, me temo.


Paula dio un paso atrás, buscando a Lee con la mirada. 


¿Quién habría pensado que se alegraría de tener a Ling a su lado para rescatarla del hombre al que siempre había admirado tanto?


Pedro y ella trabajaban juntos todos los días y a veces se rozaban, sin querer. En muchas ocasiones habían estado más cerca de lo que lo estaban ahora. Y; sin embargo, en la oficina sólo sentía respeto por él como jefe y como uno de los empresarios más conocidos de Nueva Zelanda.


Pero aquella noche era diferente.


Se había sentido desnuda cuando sus ojos se encontraron unos minutos antes. Había sentido el calor de su mirada mientras observaba cómo iba vestida y su respuesta física la había sorprendido... su piel se había calentado de repente y experimentó un cosquilleo entre las piernas que le resultaba completamente nuevo. Siempre le había parecido un hombre muy atractivo, como a todas las mujeres, pero había sublimado esa atracción. Hasta aquel momento.


¿Habría ido demasiado lejos al decirle que su vida privada era cosa suya? Esperaba que no. Era cierto que lo que hiciera fuera de la oficina era algo privado y trabajaba mucho para que Pedro no pudiera tener la menor queja. Su puesto de trabajo no podía estar en peligro porque la hubiera visto esa noche con Lee en el casino... ¿o sí?


‐No creas que esto ha terminado, Paula ‐dijo Pedro en voz baja, al ver que Ling se acercaba‐. Me debes una explicación y exijo que me la des, mañana a primera hora.


Paula se quedó temblando mientras él se dirigía hacia la ruleta, donde reconoció a los empresarios europeos que habían llegado a Nueva Zelanda aquel mismo día. Debería haber imaginado que los llevaría allí esa noche... y debería haber intentado convencer a Lee para no tener que ir con él.


Pero, a menos que hubiera estado enferma, Lee no se lo habría permitido porque le debía mucho dinero y ella había jurado que se lo pagaría. Intentando sonreír, Paula tomó a Lee del brazo una vez más para dar otra vuelta por el casino deseando, no por primera vez, no haberse dejado presionar. 


Le debía dinero, sí, pero verse obligada a vestir así, a ir de su brazo delante de todo el mundo...


La noche le parecía tan interminable como una cadena perpetua y la amenaza del encuentro del día siguiente con Pedro aseguraba que no pegaría ojo aquella noche.





ROJO: SINOPSIS




Una sirena con piel de secretaria…


Sensual, elegante, sofisticada… La mujer que Pedro Alfonso se encontró en el casino era la tentación vestida de rojo. Y, para su sorpresa, no era ninguna extraña. El magnate neozelandés no sabía que su ayudante personal tuviera ese lado tan seductor, ni que conociera a uno de sus mayores rivales. Sólo había una solución para satisfacer su
curiosidad y su ardiente deseo de poseerla: convertir a Paula Chaves en su amante. Y pretendía descubrir también qué otros secretos había estado escondiendo su secretaria… fuera y dentro del dormitorio.