domingo, 11 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 1





Pedro Alfonso miraba al grupo de jugadores que había frente a él, extendidos frente a la mesa del crupier como las cartas de una baraja, sin percatarse, como siempre, de las miradas que lanzaban sobre él mujeres de todas las edades y estados civiles.


Sus clientes europeos, invitados por él, estaban pasándolo bien en una de las mesas del casino Sky City de Auckland; los ojos clavados en los movimientos del crupier como si la vida les fuera en ello. La noche iba particularmente bien y debería sentirse satisfecho.


Pero no lo estaba.


Le seguía molestando que su secretaria, Paula Chaves, no pudiera estar allí esa noche. ¿Desde cuándo ponía su vida personal por encima del trabajo? Ni una sola vez en los dos años y medio que llevaban trabajando juntos lo había hecho y Pedro se había acostumbrado a contar con ella.


Al menos había encontrado una secretaria cuya ética profesional igualaba la suya. Incluso la sobrepasaba en ocasiones, debía reconocer, pensando en las mañanas que llegaba a la oficina y Paula ya estaba delante del ordenador.


La necesitaba allí para asegurarse de que sus clientes y, sobre todo, las esposas de sus clientes, tuvieran todo lo que necesitaban. La experiencia le había enseñado el valor de tener contentos a los clientes y Paula Chaves se había convertido en su arma secreta para conseguirlo.


A su manera, Paula hacía que todo el mundo se sintiera cómodo, desde los más serios directores de empresa hasta los nietos de esos directores, obsesionados con la play station.


Tal vez porque su serenidad invitaba a las confidencias, Paula lo ayudaba a conseguir información; una información que servía de mucho en la mesa de negociaciones.


Y la echaba de menos aquella noche.


Algo a su izquierda llamó su atención entonces. Algo brillante, el brillo de un cabello castaño con reflejos rojizos...


Pedro se fijó en la mujer de inmediato. Alta y elegante, vestida de rojo, se movía con una gracia que le resultaba vagamente familiar. Estaba de espaldas y le gustaría que se diese la vuelta para comprobar si de frente era igualmente atractiva.


Estaba seguro de que no la conocía... al menos Íntimamente. Pedro prefería a las morenas bajitas, la clase de mujer que parecía necesitar protección de un hombre como él; un hombre alto, fuerte y que controlaba absolutamente su entorno.


Y la mujer de rojo no era ese tipo de mujer.


Pedro miró los tacones e imaginó que, subida en ellos, seguramente estarían cara a cara y, curiosamente, esa idea le pareció muy interesante.


Aquella mujer no parecía necesitar protección de nadie; se movía como si lo tuviera todo y pudiese elegir.


Pedro saboreó la emoción de la caza y de un final satisfactorio para los dos.


La manera en la que la tela de vestido parecía acariciar sus curvas dejaba poco a la imaginación y no sería ningún problema para él acariciar esa deliciosa piel, centímetro a centímetro, en la privacidad del apartamento que tenía en la ciudad para noches como aquélla.


Sonriendo, apretó el vaso de whisky que tenía en la mano. 


Le encantaban las mujeres; le gustaba todo de ellas.


Desgraciadamente, cortar la relación no era siempre tan sencillo como debería. No todas las mujeres querían el tipo de relación superficial, Sin compromisos, que él estaba dispuesto a ofrecer. Pero el final estaba muy lejos en aquel momento y lo único que le interesaba era el comienzo. Hacía meses que se limitaba a flirtear amablemente con unas y con otras y estaba preparado para mucho más.


Más que preparado.


El funeral del mes anterior por la esposa de su profesor favorito, el profesor Woodley, le había hecho ver lo aislado que estaba. El viejo profesor parecía perdido sin su esposa. No era de los que mostraban emoción en público, pero Pedro se había dado cuenta de que en sus ojos había un dolor que nada ni nadie sería capaz de aliviar.


Y lo había envidiado por haber vivido esa clase de amor, por conocer la devoción que hacía que dos personas se convirtieran en una pareja ya que dudaba que eso fuera a pasarle a él.


Al otro lado del casino, la mujer de rojo circulaba entre la gente y Pedro la siguió con la mirada. ¿Cómo sería en la cama?, se preguntó. ¿Aventurera? ¿Divertida? O tal vez, con ese aspecto tan sensual, tan elegante, silenciosa y lánguida.


Pedro tomó un sorbo de whisky y dejó que el calor de la malta calentase su lengua antes de tragarlo. Fuera como fuera, no tenía la menor duda de que pronto lo descubriría, pensó, dejando el vaso sobre la barra del bar para acercarse a ella.


Había llegado el momento de las presentaciones.


Pero a medio camino se detuvo, haciendo una mueca de disgusto cuando un hombre bajito y fornido la tomó del brazo.


Lee Ling.


Aquel hombre se movía en el casino como un tiburón blanco. Nada descarado, por supuesto, o sería expulsado de allí, pero cualquiera que se aventurase en el mundo del juego sabía que si te faltaban unos miles de dólares durante una partida, Lee Ling era tu hombre.


Pedro intentó contener su decepción. Sólo había una clase de mujer que se asociase con Ling y no era la clase de mujer con la que él querría tener relación alguna. Ni siquiera por una noche. Desilusionado, iba a dar marcha atrás cuando la mujer de rojo se volvió hacia su acompañante. Su perfil, antes parcialmente oscurecido por su magnífica melena, le resultó inmediatamente reconocible.


Y se le heló la sangre en las venas. ¿Paula?


¿Qué demonios estaba haciendo allí su secretaria? Y; sobre todo, ¿qué estaba haciendo con Ling?


El deseo que había sentido por ella se convirtió en furia. Si Lee Ling estaba interesado en industrias Alfonso, Pedro podía despedirse del negocio. Aquel hombre era capaz de vender información secreta a cambio del pago de una deuda y Paula lo sabía tan bien como él. ¿A qué estaría jugando, del brazo de aquel prestamista? 


Especialmente con ese aspecto tan tentador.


La pareja se volvió y Pedro se quedó sin aire.


El vestido de Paula era tan atractivo por delante como por detrás. Unas finas tiras, desafiando las leyes de la física, sujetaban un corpiño de lentejuelas que levantaba sus pechos de manera invitadora.


¿Quién hubiera imaginado que tenía esa figura? Si algún día acudía así a la oficina no podrían trabajar ni durante un segundo. Era lógico que intentase esconder ese cuerpazo bajo unos trajes que no acentuaban en absoluto sus curvas. 


Y ese pelo... en lugar de la preciosa melena lisa, Paula solía llevado sujeto en un moño.


Parecía otra mujer, alguien completamente diferente. Aquella sirena que, incluso después de haberla identificado lo estaba volviendo loco, no parecía su discreta ayudante, que nunca quería llamar la atención en el trabajo.


El trabajo. El recordatorio fue como una ducha fría. 


Supuestamente, Paula debería estar trabajando allí esa noche. Para él. No adornando el brazo de un sanguijuela como Ling.


Ling y ella se acercaban en ese momento, parándose de vez en cuando para saludar a alguien. Aunque Pedro no era extraño al juego, siempre calculaba los riesgos. Las grandes apuestas no eran para él. Ni los adictos, el tipo de hombre con el que Ling había hecho una fortuna.


Pedro miró a Paula de nuevo, desde las sandalias plateadas de tacón alto a la brillante melena. ¿Quién era aquella Paula Chaves? Pronto lo descubriría, pensó.


En cuanto ella descubrió su presencia sus ojos verdes se abrieron de par en par, las pupilas tan dilatadas que casi consumían el iris, de color esmeralda pálido...


¿Esmeralda? ¿Sus ojos no eran castaños? ¿Todo en ella era una mentira, incluso el color de sus ojos?


Pedro apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula, pero intentó disimular.


¿Qué más mentiras escondería Paula Chaves? Era su mano derecha y, de repente, tenía que preocuparse por si esa mano escondía un cuchillo.


Si era capaz de convertirse en otra persona de noche, ¿sería también capaz de vender secretos de la empresa Alfonso?


Podía ver miedo en sus facciones cuando la confrontación resultó inevitable y tuvo que sonreír. Lee Ling no sería capaz de evitar que le exigiera una respuesta.


‐Ling.


‐Ah, señor Alfonso. ¿Cómo está? ‐lo saludó el prestamista, con los ojos brillantes.


‐Intrigado, Ling. ¿Por qué no me presenta a su... ? ‐Pedro no terminó la frase a propósito y comprobó que los ojos verdes de Paula echaban chispas.


‐Sí, por supuesto, le presento a Paula Chaves. Paula, te presento a Pedro Alfonso... ‐un hombre se acercó entonces para hablarle al oído y Ling se disculpó‐. Vuelvo enseguida. Dejo a la señorita Chaves en sus manos un momento.


Pedro, que ya no confiaba en su voz, se limitó a asentir con la cabeza.


Paula se movió, incómoda sobre las sandalias de tacón. De todas las personas con las que hubiera podido encontrarse esa noche, tenía que haberse encontrado con su jefe, Pedro Alfonso, precisamente. Nerviosa, apartó la mirada de sus ojos azules, buscando a toda prisa una explicación satisfactoria.


‐De modo que Ling era ese compromiso tan urgente por el que no podías trabajar esta noche.


Pedro no se anduvo con rodeos y Paula, respirando profundamente, intentó mantener la compostura.


‐La verdad es que sí.


Que el compromiso fuera un chantaje era algo que no podía contarle a su jefe.


‐Se supone que trabajas para mí, no para él.


‐¿Quién ha dicho que esté trabajando para él?


Pedro emitió un bufido, un sonido muy poco elegante que le resultaba extraño en él.


‐Por favor, no me insultes intentando convencerme de que sois una pareja. Sé perfectamente quién es Ling y a qué se dedica. Lo que me gustaría saber es qué tienes que ver tú con él.


‐Trabajo para ti de nueve a cinco, Pedro, y de lunes a viernes. Y creo que hago bien mi trabajo, ¿no es verdad? De modo que, con el debido respeto, lo que haga fuera de la oficina es asunto mío y sólo mío.


Paula se hizo la fuerte cuando Pedro dio un paso adelante. Aunque el aroma de su colonia, una mezcla de madera y sándalo, invadió sus sentidos.


Pero era su jefe, de modo que nunca había sobrepasado esa línea divisoria y no pensaba hacerla ahora, cuando necesitaba su salario más que nunca.


‐¿Y si yo quiero que sea asunto mío? ‐le preguntó Pedro en voz baja.


‐Entonces te llevarías una decepción, me temo.


Paula dio un paso atrás, buscando a Lee con la mirada. 


¿Quién habría pensado que se alegraría de tener a Ling a su lado para rescatarla del hombre al que siempre había admirado tanto?


Pedro y ella trabajaban juntos todos los días y a veces se rozaban, sin querer. En muchas ocasiones habían estado más cerca de lo que lo estaban ahora. Y; sin embargo, en la oficina sólo sentía respeto por él como jefe y como uno de los empresarios más conocidos de Nueva Zelanda.


Pero aquella noche era diferente.


Se había sentido desnuda cuando sus ojos se encontraron unos minutos antes. Había sentido el calor de su mirada mientras observaba cómo iba vestida y su respuesta física la había sorprendido... su piel se había calentado de repente y experimentó un cosquilleo entre las piernas que le resultaba completamente nuevo. Siempre le había parecido un hombre muy atractivo, como a todas las mujeres, pero había sublimado esa atracción. Hasta aquel momento.


¿Habría ido demasiado lejos al decirle que su vida privada era cosa suya? Esperaba que no. Era cierto que lo que hiciera fuera de la oficina era algo privado y trabajaba mucho para que Pedro no pudiera tener la menor queja. Su puesto de trabajo no podía estar en peligro porque la hubiera visto esa noche con Lee en el casino... ¿o sí?


‐No creas que esto ha terminado, Paula ‐dijo Pedro en voz baja, al ver que Ling se acercaba‐. Me debes una explicación y exijo que me la des, mañana a primera hora.


Paula se quedó temblando mientras él se dirigía hacia la ruleta, donde reconoció a los empresarios europeos que habían llegado a Nueva Zelanda aquel mismo día. Debería haber imaginado que los llevaría allí esa noche... y debería haber intentado convencer a Lee para no tener que ir con él.


Pero, a menos que hubiera estado enferma, Lee no se lo habría permitido porque le debía mucho dinero y ella había jurado que se lo pagaría. Intentando sonreír, Paula tomó a Lee del brazo una vez más para dar otra vuelta por el casino deseando, no por primera vez, no haberse dejado presionar. 


Le debía dinero, sí, pero verse obligada a vestir así, a ir de su brazo delante de todo el mundo...


La noche le parecía tan interminable como una cadena perpetua y la amenaza del encuentro del día siguiente con Pedro aseguraba que no pegaría ojo aquella noche.





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