domingo, 11 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 2




‐Verdes.


Paula miró a Pedro, sorprendida por tan extraño saludo.


‐¿Perdona?


‐Tus ojos eran verdes anoche, pero ahora vuelven a ser marrones. ¿De qué color son en realidad?


Estaba sentado tras su escritorio, mirándola con expresión seria, y Paula tenía la impresión de que no estaba hablando sólo del color de sus ojos.


‐Son verdes ‐suspiró por fin‐. Ahora llevo lentes de contacto.


Aquello iba a ser más difícil de lo que había pensado. 


Aunque no había conciliado el sueño en toda la noche porque temía la inquisición de su jefe. Había hecho lo posible por llegar antes que Pedro, pero él debía haberse levantado antes del amanecer para llegar a la oficina. El café que solía llevarle junto con los periódicos del día ya estaba allí. Había notado el aroma cuando salió del ascensor en la planta privada de Pedro en la torre Alfonso.


‐¿Y por qué los escondes? ‐le preguntó él, levantándose para mirada a los ojos‐. ¿Por qué escondes tantas cosas, Paula?


Ella dio un paso atrás, pasándose las manos nerviosamente por los costados de la chaqueta.


‐No sé de qué estás hablando.


‐No juegues conmigo, Paula. Tú sabes muy bien de qué estoy hablando. De esto ‐dijo él, señalando el aburrido y ancho traje de chaqueta‐ y de esto ...


Estaba señalando su pelo, ahora recogido en un estirado moño... que Pedro deshizo en un segundo, tirando las horquillas sobre su escritorio.


Mientras su larga melena resbalaba por sus hombros vio el mismo brillo de interés en sus ojos que había visto por la noche en el casino.


‐No estoy escondiendo nada. ¿Qué quieres, que venga a trabajar como iba vestida anoche?


Pedro tuvo que sonreír.


‐Bueno, eso haría que venir a trabajar fuera mucho más interesante, desde luego. Pero no, no me refería a eso ‐le dijo, apoyándose en el escritorio‐. Llevamos dos años trabajando juntos y, sin embargo, después de anoche, ya no te conozco. ¿Cuál de las dos Paula es la auténtica?


‐¿Y qué más da? Yo hago mi trabajo en la oficina, eso es lo único importante. Tú estás contento, los clientes están contentos... la ropa que me ponga fuera de la oficina no tiene la menor importancia.


‐¿Ah, no? ¿Y qué pasa con la gente con la que te relacionas fuera de la oficina? ¿De verdad crees que ser vista con Lee Ling es bueno para la empresa Alfonso?


‐Lee ni siquiera sabe que trabajo para ti.


‐¿Crees que ninguno de mis clientes te habrá visto con un hombre como Ling? Clientes cuyos asuntos tú conoces tan bien como yo ‐dijo Pedro‐. Esto tiene que terminar, Paula. No sé qué es Ling para ti, pero no puedes seguir viéndolo.


‐¡Tú no puedes decirme con quién debo salir fuera de la oficina!


‐¿No puedo? Durante el último mes he notado que no prestabas tanta atención al trabajo como antes. Has cometido errores... sé que lo has solucionado después, pero no creas que no me he dado cuenta. Lo que haces fuera de la oficina se refleja en el trabajo... considéralo una advertencia, Paula. Si los errores continúan, recibirás una advertencia por escrito.


‐Pero...


‐No vaya tolerar que pongas en peligro la calidad de tu trabajo por culpa de tus actividades extra profesionales.


Paula lo miró, perpleja. No podía hablar en serio.


‐No te gusta la gente con la que salgo fuera de la oficina, pero no puedes esperar que deje de ver a alguien sólo porque crees que eso afecta a mi trabajo... o porque crees que disgustaría a tus clientes si me vieran con él.


‐¿Por qué no?


‐Porque es absurdo.


‐Tú decides, Paula. Sabes lo importante que es para mí que estés al cien por cien todos los días. Si no puedes prometerme eso, me veré obligado a despedirte.


‐¡No puedo perder mi trabajo!


Sabía que había dicho demasiado en cuanto la frase escapó de sus labios, pero en aquel momento la idea de quedarse sin trabajo era aterradora. Si quería llevar a cabo el plan de pagos que había acordado con Lee, con sus desorbitados intereses, tenía que ahorrar todo lo que pudiera.


‐Admito que he estado un poco distraída últimamente, pero no volverá a ocurrir.


Pedro la observó, en silencio. La idea de perder su puesto de trabajo parecía asustada de verdad. Y que lo hubiese admitido decía mucho.


¿Estaría en deuda con Ling?, se preguntó. ¿Y cómo habría caído en las garras de ese prestamista?


Con el salario que ganaba, jamás hubiera imaginado que tenía problemas económicos. Claro que tampoco habría imaginado nunca que saldría con alguien como Lee Ling. 


¿Sería adicta al juego?


Esa idea era muy inquietante. Después de haber perdido parte del negocio por culpa de la corporación Tremont el año anterior, le preocupaba que su secretaria gastase más de lo que ganaba. Si alguien era vulnerable por razones monetarias, estaba abierto a todo tipo de tentaciones, incluyendo vender secretos de la empresa al mejor postor... algo que estaba en la liga de Lee Ling. .


Pedro había creído siempre que Paula estaba por encima de esas cosas, pero ya no estaba tan seguro. Su salario podía compararse con el de alguno de sus ejecutivos, pero él esperaba mucho a cambio de lo que le pagaba. Sin marido y sin hijos que mantener, a menos que también le hubiera mentido sobre eso, la creía una joven sin problemas económicos... Desde luego, nunca habría imaginado que le debiera dinero a nadie.


Y podía ver que se sentía incómoda porque tenía los labios apretados, como si así pudiera evitar decir algo más.


¿Cómo podía aquella Paula, que prácticamente había pasado desapercibida para él como mujer, ser la criatura sensual que había visto en el casino?


Pedro la miró de arriba abajo: un aburrido traje de color beige, zapatos planos del mismo color, una blusa abrochada hasta el cuello. Ojos marrones, nada de maquillaje, sólo un toque de brillo en los labios. Y ese pelo: esa gloriosa melena de color castaño con brillos rojizos acariciando los hombros de la chaqueta... era casi un insulto esconderla.


Como le había pasado por la noche, estaba deseando tocarla, rozar aquella brillante melena con los dedos para ver si era tan suave como parecía. Poner la mano en su cuello y empujar su cabeza hacia él para saborear sus labios, para abrirlos con la lengua...


«Tranquilízate», pensó, enfadado consigo mismo. «Es tu ayudante, no un juguete sexual». Pero, por mucho que lo intentase, no podía evitar ver a la mujer de rojo de la noche anterior.


Suspirando, se dio la vuelta para sentarse de nuevo tras el escritorio, que servía como barrera para esconder su reacción. Una reacción que no parecía capaz de controlar.


¿Cuándo había perdido el control?, se preguntó. Era algo que no le había ocurrido nunca.


Lo enfurecía que Paula tuviera ese poder sobre él. Paula Chaves era su secretaria, su mano derecha en el trabajo. Nunca se había fijado en ella como mujer y no quería hacerlo. No quería desearla.


Pero así era.


‐¿Qué es Ling para ti? ‐le preguntó directamente.


‐Somos... somos...


‐¿Sí?


‐Soy su acompañante ‐contestó Paula por fin, irguiendo los hombros, como retándolo a llamarla mentirosa.


‐¿Su acompañante? ‐repitió Pedro, levantando una ceja‐. ¿No me digas?


‐Que yo sepa, no hay ninguna ley que me prohíba ser su acompañante.


‐¿Y existe un arreglo económico para... que seas su acompañante?


Que se pusiera colorada era, lamentablemente, la respuesta que esperaba.


Aunque ella negaba vigorosamente con la cabeza.


El teléfono de su despacho empezó a sonar y Paula hizo un movimiento hacia la puerta.


‐Déjalo ‐dijo Pedro‐. Aún no hemos terminado.


¿Cómo podía no haberse fijado nunca en lo suave que era su piel, en esa complexión de porcelana?


‐¿Cuántas veces ves a Ling... como acompañante?


‐Un par de veces a la semana. ¿Por qué?


‐¿Y los fines de semana?


‐A veces, también.


Pedro se le ocurrió una idea entonces. Quería saber hasta dónde llegaba su compromiso, y tal vez su deuda, con el prestamista. ¿Mordería el anzuelo?, se preguntó. Esperaba que no fuera así. Esperaba que dijese que no y poder así darle la vuelta al reloj, antes de verla con ese vestido rojo, antes de verla y desearla con todas sus fuerzas.


‐¿Vas a ver a Ling este fin de semana?


‐¿Por qué lo preguntas?


‐El viernes voy a llevar a mis clientes europeos a Russell para enseñarles la ciudad. Quiero que vengas con nosotros en el segundo coche y que actúes como anfitriona este fin de semana.


‐¿Desde cuándo mis horas de trabajo incluyen los fines de semana? ‐ preguntó Paula.


‐Desde que estoy dispuesto a pagártelo como horas extra.


Pedro mencionó una cifra que la hizo levantar las cejas, sorprendida. Si lo que había entre ella y Ling fuera una relación de verdad no aceptaría ir con él. Pero si aceptaba su oferta, estaba claro que Paula tenía un serio problema.


Los hombres como Lee Ling tenían la habilidad de mover la portería cuando uno pensaba ,que había marcado un gol y la mayoría de sus víctimas no entendían en qué clase de problema podía meterles un préstamo cuyo interés aumentaba en progresión geométrica cada día. Si Paula estaba con Ling por un problema económico, necesitaría todo el dinero que pudiese encontrar.


Pero intentó disimular. No quería que se diera cuenta de que había descubierto el problema.


‐¿A qué hora nos vamos?


Pedro tuvo que disimular su decepción. Habla aceptado y eso se lo decía todo.


‐Saldremos a las once y pararemos en Puhoi para comer. Los antepasados del señor Schuster están entre los pobladores de Bohemia que llegaron aquí en 1860 y creo que le gustará conocer el sitio.


‐¿Y nuestros planes cuando estemos en Russell?


‐El sábado iremos a ver la famosa roca y los delfines, si el tiempo lo permite. Y posiblemente el domingo jugaremos al golf e iremos de excursión. Volveremos a Auckland el lunes por la tarde.


‐¿Tendré que llevar ropa formal o informal? 


Pedro sonrió.


‐¿Como el vestido de anoche?


De nuevo, Paula se puso colorada, aunque esta vez parecía más enfadada que otra cosa.


‐No, no te preocupes. Ropa informal durante todo el fin de semana. Nos alojaremos en Whakamarie ‐Pedro mencionó un hotel de cinco estrellas conocido por contener una serie de villas separadas para los clientes‐, y he pedido un servicio de catering para todo el fin de semana.


‐Muy bien. Imagino que saldremos desde aquí.


‐Sí, pero comprueba que los dos coches tengan el depósito lleno y estén en el garaje de la oficina el viernes por la mañana.


Después de darle una lista de instrucciones, Pedro le dijo que podía irse y, una vez solo, se echó hacia atrás en el sillón, mirando por la ventana desde la que se veía el puerto de la ciudad de Auckland, que incluso a media semana estaba lleno de yates. Y; en aquel momento, envidiaba la libertad de sus propietarios.


Pedro se levantó del asiento para dirigirse al despacho de Paula. Ella tenía el teléfono apoyado entre el cuello y el hombro mientras tecleaba algo en el ordenador. Apoyándose en el quicio de la puerta, se quedó mirándola.


‐Este fin de semana, sí. No, no estoy disponible, tengo un asunto urgente de trabajo.


Evidentemente, estaba diciéndole a Ling que no podía verlo ese fin de semana. Sabía que debería sentirse satisfecho, pero en realidad era una victoria pírrica.


‐Dije que te daría tu dinero la semana que viene... sí, ya sé que me he retrasado, pero te doy mi palabra de que lo tendrás cuando vuelva... ‐ entonces giró la cabeza y se quedó callada al ver a Pedro en la puerta‐. No puedo hablar ahora. Te llamaré el lunes por la noche.


Paula colgó el teléfono y levantó la barbilla para mirado.


‐¿Querías algo?


‐Sí, que no te pongas ese traje tan ancho ni las lentillas ‐dijo él entonces‐. Quiero que este fin de semana seas la auténtica Paula. De hecho... ‐ Pedro metió la mano en el bolsillo del pantalón para sacar una tarjeta de crédito‐ cómprate algo decente para este fin de semana.


Ella miró la tarjeta, que había caído sobre su mesa.


‐¿Te preocupa que no tenga nada que ponerme?


‐A juzgar por lo que te pones para venir a la oficina, sí, me preocupa. Imagino que el vestido que llevabas anoche te lo compró Ling y, sencillamente, yo me ofrezco a hacer lo mismo.


Paula se irguió un poco más, si eso era posible. Pero no dejó de mirado a los ojos mientras tomaba la tarjeta.


‐Gracias ‐le dijo, con tal rabia que Pedro deseó haber manejado el asunto de otra manera‐. No te preocupes, no te defraudaré.


Después, se levantó del sillón para acercarse al armario donde guardaba el bolso y metió allí la tarjeta. Pero mientras volvía a su escritorio Pedro notó que estaba temblando.


‐¿Te importaría decirme en calidad de qué voy a ir contigo este fin de semana para que creas necesario comprarme ropa?


Lo había preguntado con un tono seco que dejaba bien claro lo enfadada que estaba en ese momento. Y, sin embargo, Pedro se tomó su tiempo para responder:
‐En calidad de acompañante, Paula. Mi acompañante.





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