sábado, 3 de junio de 2017

LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: CAPITULO 2





—¿Cuál es el resultado de tu última búsqueda por ordenador? —preguntó Pedro.


Pascual hizo un gesto de desaprobación y miró la pantalla a través de las gafas de pasta negra que llevaba veinte años utilizando.


—Basándome en los parámetros que me has dado, he encontrado media docena de posibilidades que marcan una probabilidad igual o superior al ochenta por ciento.


—Vaya, ¿nada más?


—Tenemos suerte de haber encontrado esa media docena de mujeres teniendo en cuenta tu lista de requerimientos. A ver, ¿por qué nadie con cabello negro? ¿A qué viene eso?


Pedro apretó los labios. No tenía intención alguna de explicar sus prerrequisitos y mucho menos aquél en particular.


—Bueno, si tengo que elegir entre seis, supongo que tendré que conformarme.


—¿Conformarte? —exclamó Pascual mientras hacía girar su silla rápidamente y observaba escandalizado a su sobrino—. ¿Acaso estás loco? Estás hablando de la futura señora Alfonso, ¿estás seguro de que quieres pasar por esto?


—Segurísimo.


—Es por ese accidente de coche, ¿verdad? Te ha causado mucho más que una simple pérdida de memoria, ¿verdad? Te ha cambiado. Ha cambiado tu modo de ver el mundo.


Pedro se ocultó tras una gélida fachada que siempre le ayudaba a deshacerse hasta de los más insistentes, pero que ni siquiera lograba intimidar a su tío. Maldita sea. 


Hubiera hecho cualquier cosa por evitar aquella conversación.


Sin responder, tomó entre sus manos una esfera de plata que consistía en pequeñas secciones que se entrelazaban las unas con las otras. Cada una de esas secciones llevaba grabado un símbolo matemático. Era uno de sus inventos, que aún no había sido comercializado. Lo llamaba Rumi, abreviatura de rumiar, dado que lo utilizaba siempre que necesitaba encontrar la solución a un problema, algo que ocurría con mucha frecuencia.


—No puedes evitar esta conversación, Pedro. Si quieres seguir adelante con tu plan, me merezco la verdad —insistió Pascual.


—Lo sé.


Los dedos de Pedro se movían incansablemente por encima de la superficie del Rumi, apretando y tirando de los segmentos hasta que transformó la esfera en un cilindro. En vez de resultar algo suave y bien formado, tenía un aspecto desgajado y sus símbolos se presentaban sumidos en el caos. Últimamente las formas siempre eran caóticas. 


Llevaban siéndolo más de un año, desde unos seis meses antes del accidente.


Cambió de tema con la esperanza de distraer a su tío.


—¿Estarán todas las mujeres en el simposio «Ingeniería para el Próximo Milenio»?


—Me he asegurado de ello.


—Excelente.


—Ahora, dime la verdad, muchacho. ¿Por qué estás haciendo esto?


Pedro negó con la cabeza. No estaba seguro de poder expresarlo con palabras. Trató de realizar una nueva forma con el Rumi mientras se esforzaba por explicar lo que había comprendido después de su accidente. ¿Cómo podía explicar el vacío en el que se había convertido su vida a lo largo de los últimos años? No recordaba la última vez que había sentido algo, tanto si era ira, felicidad. Algo. Lo que fuera.


A cada día que pasaba, sus sentimientos, el empuje por inventar e incluso su ambición se habían ido congelando. A cada minuto que pasaba, todo lo que lo convertía en un ser humano normal había ido desapareciendo. Arrojó el Rumi sobre la mesa frustrado por la negativa del objeto a convertirse en una forma de corte limpio y funcional.


—Es simplemente algo que necesito que tú aceptes —dijo Pedro por fin—. Por mi bien.


—Llama y cancélalo antes de que hagas algo de lo que nos arrepintamos los dos.


—No puedo. Soy el orador principal.


—¿Y qué diablos se supone que vas a decir tú sobre la ingeniería del próximo milenio? Estamos hablando de mil años, maldita sea. Es imposible predecir incluso si el ser humano seguirá existiendo dentro de mil años, con lo que más difícil resulta aún hablar del estado de la ingeniería en ese periodo de tiempo.


—Y tú dices que yo maldigo muchas veces.


—¿Y qué quieres que te diga? Se me están pegando tus malas costumbres. Pedro, hace cinco años desde la última vez que apareciste en público. No creo que sea el momento de que eso cambie.


—No he hecho ninguna aparición pública en cinco años porque no he tenido nada que merezca la pena decir en esos malditos cinco años. Cuando tenga algo que merezca la pena decir, empezaré a volver a hacer apariciones públicas. Hasta entonces, creo que puedo apañármelas en un pequeño simposio sin hacer el ridículo.


—Ahora que tu nombre está vinculado a ese pequeño simposio, como tú lo llamas, los medios de comunicación se sentirán muy interesados en él. Después de una ausencia tan larga, esperarán que tú ofrezcas algo de vital importancia. Y supongo que no tienes algo de vital importancia que decirles, ¿verdad?


—No te tienes que preocupar por lo que yo tenga que decirles, tío. Ya me inventaré algo. Lo más irónico de todo esto es que, si yo afirmo que es posible, algún idiota me creerá y lo inventará.


—Sigo esperando que me des una buena razón para explicar por qué estás haciendo esto.


Pedro le apoyó una mano en el hombro a su tío. Sabía que a Pascual le iba a costar entenderlo, pero algo tenía que cambiar. En aquel momento. Antes de que pasara la oportunidad.


—Llevo un año entero sin inventar algo de importancia.


—Lo que ocurre es que tu creatividad está bloqueada, nada más. Podemos encontrar el modo de desbloquearla sin llegar hasta ese extremo.


—No veo cómo mi creatividad puede estar bloqueada si no la tengo. Soy ingeniero.


Pascual suspiró.


—Los inventores son personas creativas, Pedro.


—Eso es una mentira y lo sabes.


—Mira, entiendo que necesites a una mujer. No me opongo a eso. Ve y… encuéntrala —susurró, sonrojándose—. Deja que la naturaleza siga su curso. Cuando lo haya hecho, tú estarás renovado y revitalizado.


—No es tan sencillo. Necesito…


¿Cómo podía explicarlo? Desde el accidente, se había dado cuenta de que necesitaba mucho más que una amante temporal. Más que una noche de pasión. Ansiaba algo permanente. Algo duradero. Algo con lo que pudiera contar. 


Alguien a quien le importara. Alguien a quien pudiera llamar si…


—Necesito más.


Su tío quedó en silencio. Entonces, asintió. Parecía haber leído entre líneas, haber comprendido por fin lo que su sobrino ansiaba aunque se mostrara reacio a aceptarlo.


—Significa que tendrás que dejar de maldecir con tanta frecuencia —bromeó Pascual—. Aunque tengo que reconocer que sería un cambio agradable.


Pedro sonrió.


—Lo intentaré.


—También significará que se va a comer mejor en esta casa —dijo Pascual algo más contento—. Y que la casa estaría limpia.


—No creo que la mujer con la que yo me case se pusiera muy contenta si supiera que la he elegido porque necesitaba un ama de llaves con derecho a roce —dijo Pedro. Se inclinó por encima del hombro de su tío y apretó un botón. La impresora se puso a trabajar y empezó a escupir una hoja tras otra de material—. Esto me lleva de nuevo a mi preocupación principal. Si me caso, tú también tendrás que soportarla. Has leído la información sobre esas mujeres. ¿Podrías tolerar que una de ellas viviera aquí permanentemente?


Pascual frunció el ceño.


—¿Es ésa la razón de que no te hayas casado antes? ¿Te preocupaba mi reacción ante el hecho de que nuestra casa se viera invadida por otra persona?


Invadida. Pedro contuvo un suspiro.


—No. No me he casado porque no he encontrado a una mujer a la que pudiera tolerar durante más de una semana.


—Y ahí es donde entra mi programa de ordenador, ¿no? He hecho todo lo que he podido para transformar el Pascual en una aplicación más personal y menos empresarial. Los parámetros son similares. Encontrar la esposa perfecta no es muy diferente a encontrar el empleado perfecto.


—Exactamente. Solo hay que introducir datos diferentes —dijo Pedro. Empezó a enumerar sus requerimientos—. Ingeniera, por lo tanto una persona racional que controla sus sentimientos. Brillante, por supuesto. No soporto a las mujeres tontas. Si fuera físicamente atractiva sería mucho mejor, pero debe de ser lógica, amable y capaz de soportar el aislamiento.


—Pensaba que hablábamos de una mujer.


—Si es ingeniera, lo más probable es que ya posea alguna de esas cualidades y, más importante aún, que encaje aquí.


—Está bien. De acuerdo —dijo Pascual—. Si estás decidido a seguir con esto, te confirmo que esa media docena de mujeres va a asistir al simposio.


—Con un poco de ayuda por tu parte.


—Eso ha sido lo más fácil.


Pascual tomó los papeles de la impresora y los examinó. Pedro vio gráficos, fotos, currículos y lo que parecían ser informes de un detective privado. Jamás se podría decir que su tío no había sido concienzudo.


—¿Y lo más difícil?


—Las mujeres son unas criaturas muy extrañas, Pedro. Tienden a tener reacciones negativas cuando un hombre las invita a tomar una taza de café y, a renglón seguido, les dice que está buscando esposa.


—Vaya… —susurró Pedro. No se le había ocurrido pensar en eso.


—Por supuesto, te podrías inventar una excusa para necesitar una esposa con tanta celeridad. Estoy seguro de que se lo creerían. Después de todo, tú eres el gran Pedro Alfonso, al menos, eso es lo que afirman todas las publicaciones científicas.


—Por el amor de…


—O también podrías escuchar al no tan gran Pascual Alfonso, que ha considerado ese pequeño detalle.


—¿Y?


—No asistes al simposio para encontrar esposa, sino para encontrar una ayudante.


—Pero si no necesito una ayudante.


—Claro que la necesitas. Al menos, eso es lo que les vas a decir a esas mujeres. Es la única manera de que accedan a que las conozcas. Cuando te decidas por alguna que creas que puedes soportar durante más de un mes, haz que se mude aquí. Trabaja con ella durante un tiempo. Consigue que se enamore de ti y luego cásate con ella. De ese modo, esa mujer no pensara que eres un tío raro. O, con un poco de suerte, cuando se dé cuenta de quién eres, será demasiado tarde. Se habrá casado contigo e incluso podría haber un Pedro Alfonso Junior de camino. Tal vez incluso sepa cocinar y limpiar —añadió Pascual mientras le colocaba el montón de papeles en las manos—. Mientras tanto, estúdiate esto. El simposio dura tres días, lo que supone que deberás conocer a dos candidatas al día. Tienes ese tiempo para regresar con una ayudante/esposa con la que los dos podamos vivir.


—¿Y si no sale bien?


Pascual se cruzó de brazos.


—Lo he estado pensando. Y aunque no quiero a una mujer desconocida andando por aquí y metiendo la nariz en donde no le llaman, me he dado cuenta de una cosa.


—¿De qué?


—Estás desperdiciando muchos conocimientos y muchas habilidades, sobrino. Tienes la obligación de compartirlos con otros. Aunque esa mujer no valga como esposa, habrás invertido en el futuro dando inspiración a otra persona o, si tienes suerte, transmitiendo tu código genético a otra generación.


—Menuda manera de exponerlo.


—No te olvides de que esto ha sido idea tuya, muchacho. Tanto si lo sabes como si no, esa etiqueta de genio que llevas por el mundo tiene un precio. Tienes una deuda con el universo.


—¿Acaso ha enviado la factura el universo? —preguntó Pedro secamente.


—Deuda que no has pagado. Por eso estás bloqueado. Has guardado celosamente tu conocimiento en vez de extenderlo por el mundo. Si este asunto de la esposa no funciona, al menos habrás transmitido tus conocimientos a una sucesora de mérito. Y eso sí que podría soportarlo yo, dado que sería temporal.


—¿Y si ella se enamora y la cosa deja de ser temporal?


Pascual entornó la mirada.


—¿Acaso crees que ella es la única que podría enamorarse? ¿Por qué no lo dos?


Pedro sabía muy bien que no podría esperar algo así. 


Dudaba que fuera capaz de volver a amar.


—Solo ella —afirmó.


—En ese caso, recuerda que me gusta cenar a las seis.





LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: CAPITULO 1






—¿Me oye, señor? ¿Nos puede decir su nombre? El dolor lo atenazaba. La cabeza. El brazo. El pecho. Algo le había ocurrido, pero no comprendía de qué se trataba. Sentía movimiento y oyó una sirena. ¿Acaso…? ¿Estaba en una ambulancia?


—Señor, ¿cuál es su nombre?


—St. Alfonso. Pe… Pe…


Las palabras se le escaparon entre los labios. Sonaban extrañas a sus oídos. Por alguna razón, le resultaba imposible coordinar la boca y la lengua lo suficientemente bien como para poder pronunciar su nombre de pila, lo que le obligó a conformarse con el diminutivo.


—Pepe Alfonso. ¿Qué…?


El hombre que le había preguntado su nombre pareció entender lo que él quería decir.


—Ha sufrido un accidente de automóvil, señor Alfonso. Está usted en una ambulancia y lo llevamos en este momento al hospital para que puedan tratarle las lesiones.


—Un momento —dijo otra voz de una mujer. Resultaba tranquilizadora—. ¿Ha dicho Alfonso? ¿Pedro Alfonso? ¿El verdadero Pedro Alfonso?


—¿Conoces a este hombre?


—He oído hablar de él. Es un famoso inventor. Robótica. Dirige una empresa llamada Sinjin. Es una especie de ermitaño. Su fortuna se calcula en miles de millones de dólares.


El hombre lanzó una maldición.


—Eso significa que si no sale adelante, adivina quién se va a llevar la culpa. Es mejor que llamemos a la supervisora y la alertemos de que tenemos a un famoso en la ambulancia. Ella querrá adelantarse al circo mediático.


Alguien hizo otra pregunta. Preguntas interminables. ¿Por qué diablos no lo dejaban en paz?


—¿Tiene alguna alergia, señor Alfonso? —insistió la voz. Siguió hablando en voz más alta—. ¿Algún problema de salud que deberíamos conocer?


—No. No me puedo mover.


—Lo hemos inmovilizado como precaución, señor Alfonso —dijo la voz tranquilizadora—. Por eso no se puede mover.


—Tiene la tensión muy baja. Tenemos que estabilizarlo. 
Señor Alfonso, ¿se acuerda de cómo ocurrió el accidente?


Por supuesto que se acordaba. Un conductor iba hablando o escribiendo un mensaje con su teléfono móvil cuando perdió el control del coche. Dios, sentía tanto dolor… Abrió un ojo. 


El mundo se mostró en un remolino de color y movimiento. 


Una fuerte luz lo obligó a cerrarlo y a apartar la cara.


—Basta ya, maldita sea —gruñó. Su voz sonó mucho más fuerte.


—Las pupilas reaccionan. Ya tiene la vía puesta. Repetid las constantes vitales. Decidle a la supervisora que vamos a necesitar a un neurólogo. A ver si puede ser Forrest. No hay que correr ningún riesgo. Señor Alfonso, ¿me oye?


Pedro volvió a soltar una maldición.


—Deje de gritar, por el amor de Dios.


—Lo llevamos a usted al Lost Valley Memorial Hospital. ¿Hay alguien a quien podamos avisar de lo que le ha ocurrido a usted?


Pascual. Su tío. Podrían llamar a su tío. Necesitarían que él les diera el número de teléfono, pero el dolor que sentía en aquellos momentos le impediría hacerlo. Trató de explicar el problema, pero parecía que, una vez más, la lengua se negaba a pronunciar las palabras.


En ese momento, Pedro se dio cuenta de que, aunque él pudiera explicarse, su tío no acudiría. No era que él no quisiera. De hecho, le desesperaría no hacerlo, pero, al igual que el impenetrable muro que impedía que Pedro les diera a sus rescatadores el número de teléfono, una barrera igual de insoldable le impediría a Pascual salir de su casa. El miedo era imposible de superar.


Entonces, comprendió que no tenía a nadie. Nadie a quien le importara si vivía o moría. Nadie que pudiera ocuparse de su tío si él no sobrevivía. Nadie que trasmitiera su legado a las generaciones posteriores. ¿Cómo había ocurrido eso? ¿Por qué había permitido él que ocurriera? ¿En qué momento se había aislado?


Había vivido en un completo aislamiento desde hacía algunos años. Se había mantenido al margen de todo vínculo emocional por el dolor que la vida solía proporcionar.


Eso significaba que moriría solo, que nadie, a excepción de los que lo respetaban en su faceta profesional, lloraría su perdida. Había deseado mantenerse apartado del resto del mundo. Anhelaba la soledad. Quería que todos lo dejaran en paz y lo había conseguido. Pero, ¿a qué precio? Por fin lo veía muy claramente. Año tras año, invierno tras invierno, una nueva capa de hielo había ido recubriendo su corazón y su alma hasta el punto de que ya no creía que pudiera calentarlo nunca más.


Hacía algún tiempo había conocido la primavera, la calidez de un día de verano y el amor de una mujer. ¿Mujer? En realidad no había sido más que una niña, una muchacha cuyo nombre había tratado de enterrar profundamente en su pensamiento para olvidarlo de una vez por todas, pero que, a pesar de sus esfuerzos, se había marcado con fuego en cada una de las fibras de su ser. Paula. Ella era la que le había demostrado de una vez por todas que los sentimientos eran un mal innecesario. ¿Y en qué se había convertido él?


—Señor Alfonso. ¿Podría darnos el nombre de alguien a quien debamos notificar lo sucedido?


—No.


Admitió la dolorosa verdad y permitió que la inconsciencia volviera a reclamarlo, que los dolorosos recuerdos lo transportaran a un lugar oscuro y nebuloso.


No había nadie.








LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: SINOPSIS





Lo primero era el matrimonio… y Pedro Alfonso tenía un plan. Usando una ecuación infalible, el brillante científico diseñó un programa para encontrar a la mujer perfecta. Pero después de una noche de pasión inesperada, descubrió que Paula Chaves era la mujer más inadecuada, así que volvió a empezar. Sin embargo, su pasión tuvo consecuencias y cuando Paula lo localizó, con la pequeña Noelia a cuestas, llenó su mundo frío y metódico de vida, color y caos. Sus negociaciones para el futuro acababan de empezar cuando Paula descubrió que él aún seguía buscando a la esposa perfecta…

viernes, 2 de junio de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO FINAL





Paula adoraba esa biblioteca. De niña, solía esconderse detrás de uno de los sillones de cuero con orejeras y ojear los viejos atlas en los que se mencionaban lugares tan exóticos como Persia, Wallachia y Travancore. Ella soñaba con las gentes que vivían allí y con el sonido de sus idiomas.


Más adelante, empezó a soñar con visitar esos lugares junto a un hombre con quien pudiera compartir su curiosidad y que la mareara de felicidad, como el globo terráqueo que hacía equilibrios frente a las ventanas con palillería.


Por supuesto, ella nunca imaginó que acunaría, en ese lugar, la cabeza de su amado en el regazo mientras le aplicaba sobre el rostro un paquete de granos de maíz congelados y le susurraba dulces palabras en francés y español.


—¿Me acabas de llamar pequeño sapo? —él abrió el ojo bueno.


—Es por todos esos bultos en tu cabeza —dijo Paula mientras intentaba no reírse. Aunque no pudo evitarlo y su risa hizo que se movieran sus piernas y presionaran más contra el chichón en la nuca de Pedro—. ¿Seguro que no quieres que te vea un médico?


—Tu madre no me dejará salir de esta casa, no ahora que, por fin, se ha convencido de que nuestro compromiso no es un engaño para vengarnos porque no se haya tomado tu carrera en serio.


—Gracias por apoyarme cuando empezó a darle vueltas otra vez a la boda en septiembre. Estoy decidida a no dejarme avasallar por ella de ahora en adelante —Paula se inclinó para besarlo dulcemente en la boca. Él intentó intensificar el beso, pero ella se lo impidió—. No. Se supone que debes descansar.


—Mañana volveremos a casa de Anibal —él cerró los ojos y sonrió—, y allí descansaremos el resto del mes.


—Me da un poco de miedo dejar que te duermas —dijo Paula mientras contemplaba el rostro que se había convertido en la imagen de su felicidad—. ¿Y si, gracias al golpe de tu cabeza, al despertar no me reconoces?


Pedro abrió el ojo sano y la expresión que ella vio en él hizo que su amor se expandiera en el pecho hasta no dejarle casi sitio para respirar.


—Entonces, volveremos a conocernos otra vez, Ricitos de Oro, porque el lobo feroz al fin ha atrapado a la preciosa niña, y no piensa dejarla marchar.





EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 27






El corazón de ella dio un brinco y golpeó fuerte contra las costillas. Por segunda vez, sus pulmones se quedaron sin aire.


Pedro no había ido a Stuttgart.


No había abandonado la casa de Anibal a la primera oportunidad para solucionar sus asuntos de negocios.


¿Cómo era posible? ¿Cómo había podido el competitivo, despiadado y frío Pedro abandonar la cosa más importante en el mundo para él?


—No te marchaste a Stuttgart —susurró ella en voz alta para asegurarse de que era cierto.


—No he vuelto a pensar en Alemania desde que me abandonaste —contestó él—. No me fui a Stuttgart porque quería estar contigo. Quiero estar contigo porque cuando estamos juntos disfruto de la vida que ya no puedo compartir con Anibal. Al final comprendí por qué había organizado todo este asunto para los samuráis, o por lo menos para mí. Yo necesitaba volver a conectar con las personas, Paula. Necesitaba comprender que soy una persona con emociones, necesidades y miedos… y… y amor. Estoy perdidamente enamorado de ti.


¡Él estaba enamorado de ella! Paula sintió cómo el estómago le caía hasta las rodillas. ¿Estaba enamorado de ella? Había dicho que tenía su corazón, pero ella estaba casi convencida de que Pedro no tenía corazón. Claro que decir que estaba enamorado de ella… Y renunciar a un negocio importante para…


Era cierto. Tenía que ser cierto.


Pedro.


Ella dio un paso al frente y él se quedó helado mientras la contemplaba con ojos serios y preocupados, como si temiera creerse lo que veía.


Ella recordó todas las dulces horas en sus brazos. Todas las conversaciones sobre películas, viajes, tonterías. Como se hiciera llamar no importaba lo más mínimo. Era el hombre, y no el nombre, de quien ella se había enamorado locamente.


Mientras daba otro paso más al frente, recordó el momento exacto en que se había dado cuenta de ello: el día que él se enfadó con Trevor, por ella.


Paula se paró y hundió los pies en la alfombra.


Pedro debió de haber sentido la renovada reticencia en su mirada. Durante un segundo, cerró los ojos, como si sufriera un dolor intenso. Después los abrió y ella pudo ver ese dolor.


Las lágrimas afloraron a los ojos de Paula.


—¿Qué sucede, Ricitos de Oro? ¿Qué hay entre tú y mis brazos? —la rigidez de su voz reflejaba su tensión—. Te amo. ¿No me crees? ¿No puedes creerte que el hombre que estuvo contigo en casa de Anibal, se llamara Matias o Pedro, era un hombre que se había enamorado de ti?


Ella negó con la cabeza y en silencio. El hecho de que Pedro no hubiera ido a Stuttgart demostraba la fortaleza de sus sentimientos. El problema, en ese momento, no era él.


—¿Qué puedo hacer? —preguntó él con voz ronca—. ¿Qué puedo hacer para que vuelvas a ser mía? Quiero casarme contigo, Paula.


—Tengo miedo —dijo ella mientras pensaba en Trevor, cuyo encuentro había despertado ese temor—. He estado comprometida en tres ocasiones. Cada una de esas ocasiones fue un error.


—Que sean cuatro, cariño —Pedro hizo una mueca—. ¿Recuerdas? Yo no soy Matias.


—Tienes razón —ella abrió los ojos de par en par y sintió de nuevo el escozor de las lágrimas—. Cuatro errores. Pedro


Pedro tenía los puños cerrados junto a su cuerpo. Ella notaba su contención.


Pedro era un hombre de acción. Su primer instinto sería el de hacerse cargo y forzar los resultados deseados por él. Pero ahí estaba, dejando que ella llegara a sus propias conclusiones. Eso le hizo amarlo aún más… y sentirse aún más insegura sobre lo que debería hacer.


—Paula, cariño —él suspiró—. Confía en ti.


—¿En mí? ¿Confiar en mí? ¿Qué clase de razonamiento es ése? Yo fui quien eligió a Trevor y a Joe, y a Jean-Paul.


—¿Y sabes qué pienso al respecto? Pienso que elegiste a los tres pensando en tus padres, y si fue así, entonces fueron los perfectos hombres equivocados, precisamente lo que tú buscabas en aquella época.


Cielo santo. Era cierto. ¿Acaso no lo había reconocido ella misma durante la cena? Habían sido los hombres perfectos para que ella se rebelara contra sus padres.


Pedro la conocía muy bien. Y aun así la amaba. ¿Cómo podía ella rechazar algo así?


Cuatro novios deberían haberle enseñado algo…


—Esta vez, Ricitos de Oro, si me permites una sugerencia, ¿por qué no eliges al hombre adecuado para ti?