sábado, 3 de junio de 2017
LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: CAPITULO 2
—¿Cuál es el resultado de tu última búsqueda por ordenador? —preguntó Pedro.
Pascual hizo un gesto de desaprobación y miró la pantalla a través de las gafas de pasta negra que llevaba veinte años utilizando.
—Basándome en los parámetros que me has dado, he encontrado media docena de posibilidades que marcan una probabilidad igual o superior al ochenta por ciento.
—Vaya, ¿nada más?
—Tenemos suerte de haber encontrado esa media docena de mujeres teniendo en cuenta tu lista de requerimientos. A ver, ¿por qué nadie con cabello negro? ¿A qué viene eso?
Pedro apretó los labios. No tenía intención alguna de explicar sus prerrequisitos y mucho menos aquél en particular.
—Bueno, si tengo que elegir entre seis, supongo que tendré que conformarme.
—¿Conformarte? —exclamó Pascual mientras hacía girar su silla rápidamente y observaba escandalizado a su sobrino—. ¿Acaso estás loco? Estás hablando de la futura señora Alfonso, ¿estás seguro de que quieres pasar por esto?
—Segurísimo.
—Es por ese accidente de coche, ¿verdad? Te ha causado mucho más que una simple pérdida de memoria, ¿verdad? Te ha cambiado. Ha cambiado tu modo de ver el mundo.
Pedro se ocultó tras una gélida fachada que siempre le ayudaba a deshacerse hasta de los más insistentes, pero que ni siquiera lograba intimidar a su tío. Maldita sea.
Hubiera hecho cualquier cosa por evitar aquella conversación.
Sin responder, tomó entre sus manos una esfera de plata que consistía en pequeñas secciones que se entrelazaban las unas con las otras. Cada una de esas secciones llevaba grabado un símbolo matemático. Era uno de sus inventos, que aún no había sido comercializado. Lo llamaba Rumi, abreviatura de rumiar, dado que lo utilizaba siempre que necesitaba encontrar la solución a un problema, algo que ocurría con mucha frecuencia.
—No puedes evitar esta conversación, Pedro. Si quieres seguir adelante con tu plan, me merezco la verdad —insistió Pascual.
—Lo sé.
Los dedos de Pedro se movían incansablemente por encima de la superficie del Rumi, apretando y tirando de los segmentos hasta que transformó la esfera en un cilindro. En vez de resultar algo suave y bien formado, tenía un aspecto desgajado y sus símbolos se presentaban sumidos en el caos. Últimamente las formas siempre eran caóticas.
Llevaban siéndolo más de un año, desde unos seis meses antes del accidente.
Cambió de tema con la esperanza de distraer a su tío.
—¿Estarán todas las mujeres en el simposio «Ingeniería para el Próximo Milenio»?
—Me he asegurado de ello.
—Excelente.
—Ahora, dime la verdad, muchacho. ¿Por qué estás haciendo esto?
Pedro negó con la cabeza. No estaba seguro de poder expresarlo con palabras. Trató de realizar una nueva forma con el Rumi mientras se esforzaba por explicar lo que había comprendido después de su accidente. ¿Cómo podía explicar el vacío en el que se había convertido su vida a lo largo de los últimos años? No recordaba la última vez que había sentido algo, tanto si era ira, felicidad. Algo. Lo que fuera.
A cada día que pasaba, sus sentimientos, el empuje por inventar e incluso su ambición se habían ido congelando. A cada minuto que pasaba, todo lo que lo convertía en un ser humano normal había ido desapareciendo. Arrojó el Rumi sobre la mesa frustrado por la negativa del objeto a convertirse en una forma de corte limpio y funcional.
—Es simplemente algo que necesito que tú aceptes —dijo Pedro por fin—. Por mi bien.
—Llama y cancélalo antes de que hagas algo de lo que nos arrepintamos los dos.
—No puedo. Soy el orador principal.
—¿Y qué diablos se supone que vas a decir tú sobre la ingeniería del próximo milenio? Estamos hablando de mil años, maldita sea. Es imposible predecir incluso si el ser humano seguirá existiendo dentro de mil años, con lo que más difícil resulta aún hablar del estado de la ingeniería en ese periodo de tiempo.
—Y tú dices que yo maldigo muchas veces.
—¿Y qué quieres que te diga? Se me están pegando tus malas costumbres. Pedro, hace cinco años desde la última vez que apareciste en público. No creo que sea el momento de que eso cambie.
—No he hecho ninguna aparición pública en cinco años porque no he tenido nada que merezca la pena decir en esos malditos cinco años. Cuando tenga algo que merezca la pena decir, empezaré a volver a hacer apariciones públicas. Hasta entonces, creo que puedo apañármelas en un pequeño simposio sin hacer el ridículo.
—Ahora que tu nombre está vinculado a ese pequeño simposio, como tú lo llamas, los medios de comunicación se sentirán muy interesados en él. Después de una ausencia tan larga, esperarán que tú ofrezcas algo de vital importancia. Y supongo que no tienes algo de vital importancia que decirles, ¿verdad?
—No te tienes que preocupar por lo que yo tenga que decirles, tío. Ya me inventaré algo. Lo más irónico de todo esto es que, si yo afirmo que es posible, algún idiota me creerá y lo inventará.
—Sigo esperando que me des una buena razón para explicar por qué estás haciendo esto.
Pedro le apoyó una mano en el hombro a su tío. Sabía que a Pascual le iba a costar entenderlo, pero algo tenía que cambiar. En aquel momento. Antes de que pasara la oportunidad.
—Llevo un año entero sin inventar algo de importancia.
—Lo que ocurre es que tu creatividad está bloqueada, nada más. Podemos encontrar el modo de desbloquearla sin llegar hasta ese extremo.
—No veo cómo mi creatividad puede estar bloqueada si no la tengo. Soy ingeniero.
Pascual suspiró.
—Los inventores son personas creativas, Pedro.
—Eso es una mentira y lo sabes.
—Mira, entiendo que necesites a una mujer. No me opongo a eso. Ve y… encuéntrala —susurró, sonrojándose—. Deja que la naturaleza siga su curso. Cuando lo haya hecho, tú estarás renovado y revitalizado.
—No es tan sencillo. Necesito…
¿Cómo podía explicarlo? Desde el accidente, se había dado cuenta de que necesitaba mucho más que una amante temporal. Más que una noche de pasión. Ansiaba algo permanente. Algo duradero. Algo con lo que pudiera contar.
Alguien a quien le importara. Alguien a quien pudiera llamar si…
—Necesito más.
Su tío quedó en silencio. Entonces, asintió. Parecía haber leído entre líneas, haber comprendido por fin lo que su sobrino ansiaba aunque se mostrara reacio a aceptarlo.
—Significa que tendrás que dejar de maldecir con tanta frecuencia —bromeó Pascual—. Aunque tengo que reconocer que sería un cambio agradable.
Pedro sonrió.
—Lo intentaré.
—También significará que se va a comer mejor en esta casa —dijo Pascual algo más contento—. Y que la casa estaría limpia.
—No creo que la mujer con la que yo me case se pusiera muy contenta si supiera que la he elegido porque necesitaba un ama de llaves con derecho a roce —dijo Pedro. Se inclinó por encima del hombro de su tío y apretó un botón. La impresora se puso a trabajar y empezó a escupir una hoja tras otra de material—. Esto me lleva de nuevo a mi preocupación principal. Si me caso, tú también tendrás que soportarla. Has leído la información sobre esas mujeres. ¿Podrías tolerar que una de ellas viviera aquí permanentemente?
Pascual frunció el ceño.
—¿Es ésa la razón de que no te hayas casado antes? ¿Te preocupaba mi reacción ante el hecho de que nuestra casa se viera invadida por otra persona?
Invadida. Pedro contuvo un suspiro.
—No. No me he casado porque no he encontrado a una mujer a la que pudiera tolerar durante más de una semana.
—Y ahí es donde entra mi programa de ordenador, ¿no? He hecho todo lo que he podido para transformar el Pascual en una aplicación más personal y menos empresarial. Los parámetros son similares. Encontrar la esposa perfecta no es muy diferente a encontrar el empleado perfecto.
—Exactamente. Solo hay que introducir datos diferentes —dijo Pedro. Empezó a enumerar sus requerimientos—. Ingeniera, por lo tanto una persona racional que controla sus sentimientos. Brillante, por supuesto. No soporto a las mujeres tontas. Si fuera físicamente atractiva sería mucho mejor, pero debe de ser lógica, amable y capaz de soportar el aislamiento.
—Pensaba que hablábamos de una mujer.
—Si es ingeniera, lo más probable es que ya posea alguna de esas cualidades y, más importante aún, que encaje aquí.
—Está bien. De acuerdo —dijo Pascual—. Si estás decidido a seguir con esto, te confirmo que esa media docena de mujeres va a asistir al simposio.
—Con un poco de ayuda por tu parte.
—Eso ha sido lo más fácil.
Pascual tomó los papeles de la impresora y los examinó. Pedro vio gráficos, fotos, currículos y lo que parecían ser informes de un detective privado. Jamás se podría decir que su tío no había sido concienzudo.
—¿Y lo más difícil?
—Las mujeres son unas criaturas muy extrañas, Pedro. Tienden a tener reacciones negativas cuando un hombre las invita a tomar una taza de café y, a renglón seguido, les dice que está buscando esposa.
—Vaya… —susurró Pedro. No se le había ocurrido pensar en eso.
—Por supuesto, te podrías inventar una excusa para necesitar una esposa con tanta celeridad. Estoy seguro de que se lo creerían. Después de todo, tú eres el gran Pedro Alfonso, al menos, eso es lo que afirman todas las publicaciones científicas.
—Por el amor de…
—O también podrías escuchar al no tan gran Pascual Alfonso, que ha considerado ese pequeño detalle.
—¿Y?
—No asistes al simposio para encontrar esposa, sino para encontrar una ayudante.
—Pero si no necesito una ayudante.
—Claro que la necesitas. Al menos, eso es lo que les vas a decir a esas mujeres. Es la única manera de que accedan a que las conozcas. Cuando te decidas por alguna que creas que puedes soportar durante más de un mes, haz que se mude aquí. Trabaja con ella durante un tiempo. Consigue que se enamore de ti y luego cásate con ella. De ese modo, esa mujer no pensara que eres un tío raro. O, con un poco de suerte, cuando se dé cuenta de quién eres, será demasiado tarde. Se habrá casado contigo e incluso podría haber un Pedro Alfonso Junior de camino. Tal vez incluso sepa cocinar y limpiar —añadió Pascual mientras le colocaba el montón de papeles en las manos—. Mientras tanto, estúdiate esto. El simposio dura tres días, lo que supone que deberás conocer a dos candidatas al día. Tienes ese tiempo para regresar con una ayudante/esposa con la que los dos podamos vivir.
—¿Y si no sale bien?
Pascual se cruzó de brazos.
—Lo he estado pensando. Y aunque no quiero a una mujer desconocida andando por aquí y metiendo la nariz en donde no le llaman, me he dado cuenta de una cosa.
—¿De qué?
—Estás desperdiciando muchos conocimientos y muchas habilidades, sobrino. Tienes la obligación de compartirlos con otros. Aunque esa mujer no valga como esposa, habrás invertido en el futuro dando inspiración a otra persona o, si tienes suerte, transmitiendo tu código genético a otra generación.
—Menuda manera de exponerlo.
—No te olvides de que esto ha sido idea tuya, muchacho. Tanto si lo sabes como si no, esa etiqueta de genio que llevas por el mundo tiene un precio. Tienes una deuda con el universo.
—¿Acaso ha enviado la factura el universo? —preguntó Pedro secamente.
—Deuda que no has pagado. Por eso estás bloqueado. Has guardado celosamente tu conocimiento en vez de extenderlo por el mundo. Si este asunto de la esposa no funciona, al menos habrás transmitido tus conocimientos a una sucesora de mérito. Y eso sí que podría soportarlo yo, dado que sería temporal.
—¿Y si ella se enamora y la cosa deja de ser temporal?
Pascual entornó la mirada.
—¿Acaso crees que ella es la única que podría enamorarse? ¿Por qué no lo dos?
Pedro sabía muy bien que no podría esperar algo así.
Dudaba que fuera capaz de volver a amar.
—Solo ella —afirmó.
—En ese caso, recuerda que me gusta cenar a las seis.
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