miércoles, 31 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 21




Ya amanecía, pero Pedro no conseguía dormir. Era como en los viejos tiempos, en los días previos a su llegada al lago Tahoe, cuando estaba siempre desvelado.


Siempre alerta por su trabajo, para ganar dinero, para triunfar sin necesitar el respaldo de nada ni nadie.


En esos momentos, y nuevamente de noche, su mente se repartía entre dos temas. Primero elegía uno, luego el otro y después los intentaba encajar como las piezas de un puzzle. 


Su hermano, Matias, y su amante, Paula.


Pedro dejó al segundo objeto de sus pensamientos, dormido, en la cama y buscó en la bodega la caja con las fotos de la universidad, antes de dirigirse a la cocina.


Mientras preparaba un café, tomó aire y abrió la caja.


Su propio rostro lo miraba. Por duplicado. Paula había desmantelado el collage del tablón de corcho después de que él le explicara la situación entre su gemelo y él. Las fotos de Matias y Pedro estaban encima de las demás.


Sacó un puñado y las extendió sobre la mesa.


Con Matias como pareja, él siempre resultaba ganador.


Eso fue lo que dedujo de las imágenes. Los dos eran idénticos, hasta el punto de que Pedro no sabía cuál de los dos era él en la mayoría de las fotos. Ambos rostros sonreían, rebosantes de salud, de buen humor… en hermandad.


¿Había sido la magia de Anibal la que los había unido durante aquellos años?


¿Había sido un auténtico sentimiento de afinidad?


Si era auténtico, ¿cómo había podido destruirlo su padre?


No había sido el testamento de su padre, sino Matias, la causa de la destrucción. Matias había engañado a Pedro para ganar ese primer millón.


«Vuestro padre os educó para ser ganadores, y ninguno de los dos disfrutaría de una victoria lograda con malas artes».


Las palabras de Paula.


Paula.


Pedro contemplaba las fotos sobre la mesa, sin verlas. Sus pensamientos estaban ocupados por la mujer que dormía en su cama. Sin la cláusula del testamento de Anibal, él no habría pasado ni un fin de semana, y mucho menos un mes, alejado del trabajo. Cierto que salía con mujeres, siempre que alguna que mereciera la pena se cruzaba en su camino, y no tenía problema en encontrar voluntarias para acostarse con él si la urgencia era apremiante, pero nunca se había molestado en conocer realmente a ninguna mujer.


Cosas como su película favorita, cómo tomaba el café por la mañana, distinto a como lo tomaba por la noche, y la sonrisa bobalicona que ponía cada vez que lo descubría mirándola fijamente.


Él nunca se había interesado en cómo y por qué una mujer acababa con tres exnovios y ninguna alianza.


Se recostó en la silla mientras le daba vueltas a la cuestión e intentaba encajar las piezas. Paula. Matias.


Matias. Paula.


Una llamada en la puerta de la cocina lo sacó de su ensoñación. Levantó la vista de las fotos y dirigió la mirada hacia los cristales de la puerta. Su propio reflejo lo miraba.


Pedro se sobresaltó, pero la sorpresa se esfumó al abrirse la puerta y ver que era Matias, no su propio fantasma, el que entraba en la cocina.


—Hermano —dijo su gemelo—. Cuánto tiempo.


Pedro se puso en pie de un salto y se apoyó contra la mesa mientras intentaba ocultar las fotos con su cuerpo. Lo último que necesitaba era que Matias lo tomara por un blando sentimental. Tratándose de su hermano, no iba a ser tan estúpido como para revelar una debilidad como ésa.


—¿Qué demonios haces aquí?


—Se me ocurrió pasarme para ver si necesitabas algo —el gemelo se acercó a la encimera y se sirvió una taza de café. Su mirada recorrió toda la cocina—. Anibal hizo un buen trabajo, suponiendo que el exterior y esta habitación sean un reflejo de lo demás.


—Te sentirás muy cómodo aquí cuando llegue tu mes —Pedro se cruzó de brazos—. Pero hasta entonces, lárgate.


—Tú también tienes buen aspecto —Matias apoyó la espalda contra la encimera, imitando la postura de Pedro contra la mesa—. Pareces descansado.


—No hay mucho que hacer aquí salvo descansar.


—Es algo más que eso —dijo Matias—. No sé exactamente qué, pero…


—Pero supongo que tu opinión sobre mi aspecto puede excusarse por el hecho de que no nos hemos visto en… ¿cuánto tiempo?


—Bueno, nos encontramos el año pasado en ese aparcamiento junto a la Opera. Ambos teníamos entradas para…


—Wagner —contestaron los dos al unísono.


—Que Dios me ayude —sonó de nuevo al unísono.


Y, de repente, ambos sonreían.


Sus sonrisas también desaparecieron en el mismo instante, como si recordaran simultáneamente su prolongada enemistad.


—Tu cita era espectacular —Matias desvió la mirada.


—La tuya también —contestó Pedro—. La mujer con la que ibas…


Pedro se paró en seco, recordando de repente a la mujer con la que estaba en ese momento. La mujer que dormía en su cama, como un ángel, en el piso de arriba.


La prometida de Matias, Paula.


Matias y Paula, dos piezas de un puzzle que él, decididamente, no quería hacer encajar ese día.


—Ha sido divertido recuperar el tiempo perdido —con la mandíbula tensa, Pedro se dirigió a la puerta de la cocina—, pero ha llegado el momento de que te marches.


Sin embargo, la mirada de su hermano se había posado en las fotos que Pedro había ocultado. Con la taza firmemente sujeta en la mano, Matias se acercó a la mesa en lugar de a la puerta, que Pedro mantenía abierta.


—¿Qué pasó con todo esto? —su hermano tomó una de las fotos para mirarla de cerca, antes de mostrársela a Pedro—. ¿Tú y yo riendo juntos?


—Se fue al infierno, justo donde quisiera que estuvieras tú ahora mismo — contestó Pedro, con los ojos entornados, al hombre que había prometido casarse con su Paula.


No podía quitárselo de la cabeza, la imagen de ella avanzando por el pasillo de la iglesia hacia los brazos del hombre que siempre se quedaba con todo lo que Pedro deseaba. El beneplácito de su padre. La herencia familiar. La mujer que dormía arriba.


—Es hora de que te marches, Matias —repitió.


—Pedazo de burro. Por última vez, yo no te hice nada, ¿de acuerdo? Ya sé que piensas que, de algún modo, maquiné para que no pudieras ganar las propiedades Alfonso, pero no lo hice. Y fuiste tú quien rechazó la mitad.


Pedro no tenía tiempo para discutir. En su cerebro sonaba el tic-tac de un cronómetro que le recordaba que Paula podría despertar, oler el café y bajar a su encuentro.


Al encuentro de ambos.


—Márchate, Matias.


—No hasta que hayamos llegado al fondo de este asunto —su hermano parecía haber echado raíces en el suelo de la cocina—. Estoy más que harto de tus falsas acusaciones y tus amargas recriminaciones.


La ira oprimía el pecho de Pedro. ¿Falsas? ¿Amargas? ¿Cómo podía tomarse su hermano tan a la ligera su dolor? Aun así, no era el momento. No había tiempo.


Apretó los puños y señaló con la cabeza hacia la puerta.


—Te pido que te marches.


Matias negaba con la cabeza justo en el instante en que se oyó una voz femenina bajar por las escaleras.


—Me he despertado en una cama vacía. ¿Está mi hombre favorito levantado preparándome mi bebida favorita?


Cielo santo. Cada músculo del cuerpo de Pedro se tensó. 


«No. Ahora no», pensó.


Recordó su deseo de contemplar el rostro de su hermano cuando Matias se diera cuenta de que había hecho suya a Paula antes que él. Recordó lo perfecta que le parecía la situación, que no haría daño a nadie, a nadie salvo al bastardo que lo había destrozado al engañarlo años atrás.


Pero lo que nunca se había imaginado era la expresión en el rostro de Paula al descubrir lo que él había hecho. Y no quería verla en ese momento. No hasta que hubiera ideado el modo de explicárselo de forma que pareciera tener sentido, y le hiciera parecer a él menos malvado de lo que se sentía en esos momentos.


Transformado en piedra y a escasos segundos del desastre, Pedro envió un mensaje silencioso a su gemelo. Funcionaba en los viejos tiempos. Aquellos viejos tiempos en que formaban un equipo. Hermanos de verdad. A lo mejor aún funcionaba, siempre que Matias no hubiese reconocido la voz de Paula.


«Por favor, Dios mío, que Matias no haya reconocido la voz de Paula. Haz lo que te pido, hermano», apremió Pedro en silencio a su hermano. De algún modo, logró señalar de nuevo hacia la puerta de la cocina. «Por favor».


Al parecer, Matias no reconoció la voz de la mujer y, aparentemente, aún le quedaba una pizca de decencia. A Pedro le sorprendió, pero con un rápido asentimiento, Matias dejó la taza sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta.


Pedro emitió un suspiro mientras su gemelo, haciéndole la «v» de victoria con dos dedos, se dirigía hacia el descansillo.


Había logrado evitar la crisis.


Pero, de repente, la voz de Paula sonó de nuevo. Más fuerte. Más cerca.


—¿Matias? ¿Estás en la cocina?


El hermano de Pedro se quedó parado. Lentamente, se giró justo en el momento en que Paula entraba en la cocina.


Ella se paró en seco, mientras su mirada saltaba de un rostro al otro. Su expresión no indicaba que presintiera la inminente catástrofe. Al contrario, se ató la bata y extendió una mano para saludar a Matias.


—Buenos días —dijo ella con una cálida sonrisa.


Pedro seguía sin poder moverse. La catástrofe llegaría en cuestión de segundos.


—Parece que nos has pillado —continuó Paula.


Demonios. Ella no tenía ni idea.


Las manos de Matias permanecieron junto al costado. Se limitó a mirarla durante un largo y tenso momento durante el cual echó una ojeada a la bata y al camisón que se atisbaba debajo. Después, su mirada se posó en Pedro, que no llevaba puesto más que el pantalón del pijama.


—Supongo que sí os he pillado, ¿no es así? —al fin, Matias rió amargamente—. ¿Cuánto tiempo lleváis así? Mi hermano y tú, a mis espaldas…


Antes de que pudiera continuar, la parálisis de Pedro se desvaneció y se abalanzó sobre su hermano, propinándole un puñetazo en la cara. Su hermano se tambaleó, Paula gritó y la marea roja de ira que impedía la visión de Pedro amenazó con desbordarse. Antes de que Matias se golpeara en la cabeza con el armario de la cocina, Pedro lo agarró por la camisa.


—No digas ni una palabra —le espetó mientras sujetaba a su hermano—. No se ajusta a lo que hay entre Paula y yo.


—Pues así no es como lo veo yo —el ojo izquierdo de Matias empezaba a hincharse, aunque no ocultaba el fulgor de su ira—. Si de verdad existe un «Paula y tú», entonces yo soy un perfecto…


—No metas a Paula en esto —volvió a interrumpirlo Pedro con voz ronca—. Ella no… ella no sabía que era yo.


—¿Qué… qué quieres decir? —preguntó Paula.


Los puños de Pedro se cerraron en torno a la camisa de su hermano. Era incapaz de volverse hacia ella para mirarla. 


Era incapaz de decir nada más.


—Maldito pedazo de burro —dijo Matias mientras se soltaba—. ¿Qué demonios has hecho?


¿Qué demonios había hecho? De repente Pedro se dio cuenta. Había fingido ser su hermano. Día tras día. Le había hecho el amor a Paula mientras ella pensaba que se trataba de Matias. Una y otra vez.


Incluso tras haber roto el compromiso, cuando ella dijo «podemos ser una pareja normal», no dejaba de ser la cosa más sucia y rastrera que Pedro hubiera hecho en su vida.


A la fría luz de esa mañana, no había excusa posible, por tramposo y malvado que hubiera sido, y seguía siendo, Matias con él.


Sí. El villano era Pedro. El lobo depredador era en realidad Pedro.


Mientras tragaba con dificultad, se obligó a girarse y mirar a Ricitos de Oro, que tenía el rostro pálido y los ojos azules ensombrecidos por la creciente sospecha.


—¿Pedazo de burro? —ella imitó a Matias—. Dijiste que yo no sabía que eras  ¿Qué no sabía yo? ¿Qué está pasando aquí?


Pedro no le quedaba más remedio que juntar las piezas del puzzle, aunque hubiera preferido que no encajaran. De repente se dio cuenta de que había tres piezas: Matias, Paula y él mismo.


—Yo soy Pedro —confesó—. Matias me pidió que ocupara su lugar durante este mes y…


—¿Y también te pidió que te ocuparas de su prometida? —Paula se agarró la garganta con una mano.


—A mí no me metáis en esto —dijo Matias mientras sacaba un paquete de guisantes congelados del frigorífico. Al apoyarlo contra su ojo, hizo una mueca—. Yo sabía lo mismo que tú sobre los planes de mi gemelo


Paula miró a Matias y de nuevo fijó la vista en Pedro. Una expresión de horror había sustituido a la confusión que hasta entonces reflejaba su mirada.


—Tú… tú…


Pedro se le ocurrió una docena de excusas. Frases que, de alguna manera, podrían salvar la situación. Explicaciones que podrían, con suerte, absolverlo. Pero su boca se negaba a pronunciarlas.


—Me equivoqué —fueron las únicas palabras que consiguió decir.


Y fueron esas mismas palabras las que hicieron que ella huyera de su lado.




martes, 30 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 20




Pedro había llegado a acostumbrarse a los estados de ánimo de Paula. Sabía qué le hacía reír y qué le hacía suspirar. Sabía lo que quería cuando sus miradas se fundían en la mesa, la habitación o el colchón que compartían.


A él le gustaban sus estados de ánimo. Su espíritu juguetón le divertía y distraía durante la forzosa inactividad. Cuando empezaba a enfurecerse por las maquinaciones de su hermano, o cuando experimentaba un sentimiento de culpa por hacerse pasar por Matias, se distraía con la expresiva curvatura de sus labios o el hoyuelo que se formaba en la mejilla izquierda cuando reía. Su inclinación sentimental le parecía demasiado infantil, pero si contemplar una película romántica hacía que ella se fundiera en sus brazos, ¿quién iba a protestar?


Ella se había convertido en una excelente jugadora de air-hockey. Algo que no pasaría de ser una divertida distracción si Paula no le hubiera aterrorizado tras la última partida al decirle «Eres bueno para mí».


Cielo santo. Ella había dicho «Eres bueno para mí».


Pedro sabía que eso no era cierto.


No era mejor para ella que el perdedor de Trevor que la había abandonado ante el altar.


Pero Paula no lo sabía, aunque él no podía imaginarse ninguna otra razón por la que estuviera tan callada. Durante todo el camino de regreso a la casa desde Java & More, ella había sido como una estatua a su lado. Y ése no era uno de los estados de ánimo habituales de Paula.


Pedro abrió la puerta de entrada y ella pasó al interior, todavía en silencio.


¿Por qué?


Había asegurado no seguir enamorada de Trevor, pero…


—Paula—la voz de él sonaba ronca.


—¿Humm?


Se volvía loco. Justo cuando pensaba que la comprendía, de repente no era capaz de adivinar qué pasaba por su rubia cabeza. Y esa frustración le volvía loco.


En cuanto a las relaciones personales, él nunca se fijaba en el interior. Nunca le había importado demasiado.


Aun así, no podía evitar preguntarse qué pasaría por la cabeza de Paula. No podía evitar preocuparse por cómo iba a terminar todo aquello y por qué demonios se había metido en esa situación.


Ella se volvió para mirarlo con sus ojos, increíblemente, azules. Sus rubios rizos ondularon y, de repente, él pensó en esa mujer imaginaria con la que había soñado el primer día de su estancia en casa de Anibal. Había captado todas las características externas, pero no se había dado cuenta de todo lo que había en el interior. Calor. Humor. Esa refrescante sinceridad que era como un profundo soplo de aire fresco.


—¿Querías algo? —preguntó ella mientras fruncía el ceño.


—No —se apresuró a contestar.


—Muy bien. Me voy a dar un baño —y, sin más, se dirigió hacia las escaleras. «Eso está bien», pensó él. Así podría sumirse en sus preocupaciones, dudas, análisis y exámenes. Podría ver un rato la televisión. Algún programa de deporte o
una vieja película del Oeste. A Paula no le gustaban.


Así se distraería un rato y dejaría de pensar.


Se tiró en el sofá, sintiéndose mejor. Se estiró y alargó una mano hacia el mando. En unos instantes dejaría de pensar mientras recorría los canales del televisor.


Bien. Una reposición del concurso Jeopardy.


Mal. La primera categoría: rubias sexys.


¿En qué estaría pensando su rubia sexy en ese instante?
¿Por qué había estado tan callada?


Apagó el televisor y se puso en pie. Tenía que haber algún modo de concentrarse en algo que no fuera ella. De concentrarse en cualquier cosa. Pedro Alfonso sólo se obsesionaba tanto por el trabajo.


Nunca por una mujer.


Se dirigió a un extremo de la mesa del comedor y volcó el contenido de una caja que incluía las mil piezas de un puzzle. Después, empezó a colocar las piezas con los bordes rectos.


Paula seguramente se reiría de su orden metódico. Ella lo haría a lo loco, supuso él, eligiendo una pieza y revolviendo entre las novecientas noventa y nueve restantes hasta encontrar la pareja que encajara.


Ella, desde luego, lo haría a lo loco.


Pedro se frotó los ojos mientras intentaba borrar la imagen que ese pensamiento había creado en su mente. No quería pensar en ella.


En lo que estaría haciendo.


La vocecilla en su interior le recordó que ella se estaba bañando.


Demonios. Con esos recordatorios, ¿cómo iba a pensar en otra cosa?


Sólo había un modo lógico de hacer callar su mente.


Subió las escaleras de dos en dos.


El aroma floral del vapor salía por debajo de la puerta del baño principal y le atrajo como si una mano invisible tirase del cuello de su camisa. El picaporte giró en su mano sin hacer ruido.


La visión que lo recibió al otro lado de la puerta era justo lo que él deseaba… una imagen que borrara todo lo demás de su mente.


La piel desnuda y resplandeciente de Paula envuelta en burbujas.


—¿Va todo bien? —se volvió hacia él con los brazos cruzados sobre el pecho y mientras se sonrojaba.


—No —él se acercó—. Necesito…


—¿Qué? —ella frunció el ceño.


¿De qué estaba hablando? Pedro no necesitaba nada. Salvo despreocuparse.


Algo de sexo que borrara los sufrimientos de ese día.


«Eres bueno para mí».


«Por supuesto que no estoy enamorada de Trevor».


Si sabía que lo primero no era cierto, ¿cómo podía creerse lo segundo?


—¿Qué necesitas? —preguntó ella mientras reculaba dentro de la bañera a medida que él se acercaba.


Pedro aspiró nuevamente el aroma floral del agua perfumada. Casi podía saborear su piel.


Necesitaba saborear su piel con la lengua.


—Sal de ahí —agarró una toalla y la sujetó entre las manos.


Sus miradas se fundieron y fue como si una cerilla hubiese encendido un fuego entre ellos. Paula tragó con dificultad, pero él no cedió. Era imprescindible que sus cuerpos se fundieran en ese preciso instante para poder desconectar su mente.


«Eres bueno para mí».


«Por supuesto que no estoy enamorada de Trevor».


Paula apoyó una mano en el borde de la bañera y se puso en pie. El agua corría por su costado y su rosada piel desnuda estaba moteada de burbujas del tamaño de bolas de algodón.


Pedro observó, fascinado, cómo un grupo de burbujas se deslizaba por su estómago y se detenía sobre los mojados rizos de su sexo. También era rosada y rubia en esa parte, y tan atractiva que él sintió una punzada de hambre. 


Necesitaba hacerla suya.


Como si tiraran de ella, Paula levantó una pierna y salió de la bañera mientras le ofrecía un breve destello del paraíso entre sus piernas, antes de ocultarlo tras la enorme toalla de baño.


Él la rodeó con sus brazos mientras la envolvía en la toalla.


—Necesitaba un rato a solas para pensar —ella lo miró, ligeramente contrariada.


—Esa es una mala idea, nena.


—Si te pidiera que te marcharas, ¿lo harías?


—¿Me lo estás pidiendo? —él respiró su dulce, dulcísimo aroma.


La respuesta estaba en los ojos de ella, en la llama que crecía entre ambos.


Envuelta en la toalla, resultó muy sencillo levantarla en vilo y llevarla a la cama.


También resultó muy sencillo quitarle la toalla mientras las puntas mojadas de su cabello dejaban oscuros regueros sobre la almohada. Él contempló su piel enrojecida por el calor del baño y aspiró el aroma que llenó su cabeza hasta que no pudo pensar en nada que no fuera Paula, su lujuriosa piel y el calor que irradiaba su cuerpo a medida que él se acomodaba entre sus piernas.


—Aún estás vestido —susurró ella.


—Pero tú no —él lamió su ombligo.


—Pienso que… —los músculos del estómago temblaron y sus pupilas comenzaron a dilatarse.


—No lo hagas —le rogó él mientras lamía una gota de agua que descendía por uno de sus costados—. No pienses.


No era el momento de pensar. Era el momento de tocar, acariciar, saborear. Era el momento para el sexo suave y relajado.


Las manos de Matias encontraron fácilmente sus pechos. Los erectos pezones rozaban su piel mientras le besaba el cuello. Ella emitió un sonido, mezcla de protesta y súplica, y él supo exactamente cómo se sentía. Percibió todas sus sensaciones a través de los gemidos y los escalofríos. Por el modo en que su cuerpo se retorcía hacia su boca y ante el contacto.


Él percibió cada palabra sin pronunciar.


Las caderas de Paula se alzaban contra él mientras las palabras silenciosas le atronaban los oídos. Ella se frotaba contra los vaqueros, seguramente con ese delicado tejido del interior de su pelvis y, para aliviar su sufrimiento, él se separó de ella, a pesar de otro dulce y ahogado sonido de deseo. Pedro la calmó mientras besaba su estómago y, sí, el punto donde su piel había enrojecido tras frotarse contra los
pantalones. Con la lengua, él acarició las marcas sobre la piel antes de descender, encontrar el núcleo y separar sus sedosos muslos.


Ella también se sonrojaba en ese lugar, rosado e inflamado, y tan tentador que el corazón de él golpeó contra su pecho, tan fuerte que Pedro supo que había llegado el momento de abrir la puerta.


Tenía que hacerla suya allí también.


Paula dio un respingo ante la primera caricia con la lengua. 


Hundió los dedos entre los cabellos de Pedro, pero él apenas lo notó, sobrecogido por el dulce y cremoso sabor de Paula en su boca. El cuerpo de Paula emitía calor mientras él la mantenía abierta para su deleite, y su mente se apagó a medida que subía la tensión. Él lo sentía en sus manos, lo oía en sus súplicas sin aliento, lo aceleraba con el insistente martilleo de su corazón.


Se dedicó a colmar los deseos de Paula, controló la situación para que nada más interfiriese. No había molestos pensamientos, no había molestas preocupaciones, nada salvo Paula, su piel, su pasión, el grito de su orgasmo mientras con la lengua la transportaba al paraíso.


Todavía temblando, ella lo atrajo hacia sí con manos apremiantes que tiraban de su camisa y desabrochaban su bragueta. Él se hizo a un lado y buscó un condón antes de deslizarse dentro del dulce y apremiante calor de ella. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, extasiado por el exquisito placer.


Mientras empezaba a moverse cesaron los pensamientos, las recriminaciones, las dudas sobre los sentimientos o el futuro. Sí. Sí. Únicamente estaba esa sensación.


La sensación de tener a Paula en sus brazos. De estar dentro de Paula. La pieza del puzzle y su pareja.


Cuando él ya pensaba que no soportaría por más tiempo el ardiente placer de su cuerpo, Paula alzó las caderas para introducirlo más profundamente en su interior. Él se rindió al enloquecedor ritmo que habían iniciado. De repente, con una brusca sacudida de éxtasis, el placer se clavó en su cuerpo y lo arrastró.


Deseó ahogarse en ella.


Sin embargo, minutos después descubrió que, de algún modo, había sobrevivido. Paula yacía acurrucada contra su pecho, su cuerpo tan flojo como él sentía el suyo propio.


Sin embargo, ella todavía era capaz de mover un dedo que utilizaba para trazar complicados dibujos sobre el torso de él. Decidió perderse en las sensaciones, con el cerebro desconectado, tal y como había pretendido.


—¿Por qué lo hizo Anibal? —preguntó Paula mientras su aliento le hacía cosquillas en el pecho.


—¿Cómo? —Pedro frotó su mejilla contra la cabeza de ella.


—¿Por qué exigió Anibal estas estancias mensuales para los samuráis?


—¿Porque ya estamos en la treintena? —Pedro no pensó en la respuesta. Todavía no quería pensar—. A lo mejor supuso que necesitaríamos algo en este momento de nuestras vidas.


—¿Y bien? —ella apoyó las manos sobre el martilleante corazón de él y lo miró—. ¿Necesitabas algo?


—Sí —se oyó contestar él—. Te necesitaba a ti.


Esas palabras tampoco habían sido pensadas. Eran la verdad.


Maldita fuera.