martes, 30 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 20




Pedro había llegado a acostumbrarse a los estados de ánimo de Paula. Sabía qué le hacía reír y qué le hacía suspirar. Sabía lo que quería cuando sus miradas se fundían en la mesa, la habitación o el colchón que compartían.


A él le gustaban sus estados de ánimo. Su espíritu juguetón le divertía y distraía durante la forzosa inactividad. Cuando empezaba a enfurecerse por las maquinaciones de su hermano, o cuando experimentaba un sentimiento de culpa por hacerse pasar por Matias, se distraía con la expresiva curvatura de sus labios o el hoyuelo que se formaba en la mejilla izquierda cuando reía. Su inclinación sentimental le parecía demasiado infantil, pero si contemplar una película romántica hacía que ella se fundiera en sus brazos, ¿quién iba a protestar?


Ella se había convertido en una excelente jugadora de air-hockey. Algo que no pasaría de ser una divertida distracción si Paula no le hubiera aterrorizado tras la última partida al decirle «Eres bueno para mí».


Cielo santo. Ella había dicho «Eres bueno para mí».


Pedro sabía que eso no era cierto.


No era mejor para ella que el perdedor de Trevor que la había abandonado ante el altar.


Pero Paula no lo sabía, aunque él no podía imaginarse ninguna otra razón por la que estuviera tan callada. Durante todo el camino de regreso a la casa desde Java & More, ella había sido como una estatua a su lado. Y ése no era uno de los estados de ánimo habituales de Paula.


Pedro abrió la puerta de entrada y ella pasó al interior, todavía en silencio.


¿Por qué?


Había asegurado no seguir enamorada de Trevor, pero…


—Paula—la voz de él sonaba ronca.


—¿Humm?


Se volvía loco. Justo cuando pensaba que la comprendía, de repente no era capaz de adivinar qué pasaba por su rubia cabeza. Y esa frustración le volvía loco.


En cuanto a las relaciones personales, él nunca se fijaba en el interior. Nunca le había importado demasiado.


Aun así, no podía evitar preguntarse qué pasaría por la cabeza de Paula. No podía evitar preocuparse por cómo iba a terminar todo aquello y por qué demonios se había metido en esa situación.


Ella se volvió para mirarlo con sus ojos, increíblemente, azules. Sus rubios rizos ondularon y, de repente, él pensó en esa mujer imaginaria con la que había soñado el primer día de su estancia en casa de Anibal. Había captado todas las características externas, pero no se había dado cuenta de todo lo que había en el interior. Calor. Humor. Esa refrescante sinceridad que era como un profundo soplo de aire fresco.


—¿Querías algo? —preguntó ella mientras fruncía el ceño.


—No —se apresuró a contestar.


—Muy bien. Me voy a dar un baño —y, sin más, se dirigió hacia las escaleras. «Eso está bien», pensó él. Así podría sumirse en sus preocupaciones, dudas, análisis y exámenes. Podría ver un rato la televisión. Algún programa de deporte o
una vieja película del Oeste. A Paula no le gustaban.


Así se distraería un rato y dejaría de pensar.


Se tiró en el sofá, sintiéndose mejor. Se estiró y alargó una mano hacia el mando. En unos instantes dejaría de pensar mientras recorría los canales del televisor.


Bien. Una reposición del concurso Jeopardy.


Mal. La primera categoría: rubias sexys.


¿En qué estaría pensando su rubia sexy en ese instante?
¿Por qué había estado tan callada?


Apagó el televisor y se puso en pie. Tenía que haber algún modo de concentrarse en algo que no fuera ella. De concentrarse en cualquier cosa. Pedro Alfonso sólo se obsesionaba tanto por el trabajo.


Nunca por una mujer.


Se dirigió a un extremo de la mesa del comedor y volcó el contenido de una caja que incluía las mil piezas de un puzzle. Después, empezó a colocar las piezas con los bordes rectos.


Paula seguramente se reiría de su orden metódico. Ella lo haría a lo loco, supuso él, eligiendo una pieza y revolviendo entre las novecientas noventa y nueve restantes hasta encontrar la pareja que encajara.


Ella, desde luego, lo haría a lo loco.


Pedro se frotó los ojos mientras intentaba borrar la imagen que ese pensamiento había creado en su mente. No quería pensar en ella.


En lo que estaría haciendo.


La vocecilla en su interior le recordó que ella se estaba bañando.


Demonios. Con esos recordatorios, ¿cómo iba a pensar en otra cosa?


Sólo había un modo lógico de hacer callar su mente.


Subió las escaleras de dos en dos.


El aroma floral del vapor salía por debajo de la puerta del baño principal y le atrajo como si una mano invisible tirase del cuello de su camisa. El picaporte giró en su mano sin hacer ruido.


La visión que lo recibió al otro lado de la puerta era justo lo que él deseaba… una imagen que borrara todo lo demás de su mente.


La piel desnuda y resplandeciente de Paula envuelta en burbujas.


—¿Va todo bien? —se volvió hacia él con los brazos cruzados sobre el pecho y mientras se sonrojaba.


—No —él se acercó—. Necesito…


—¿Qué? —ella frunció el ceño.


¿De qué estaba hablando? Pedro no necesitaba nada. Salvo despreocuparse.


Algo de sexo que borrara los sufrimientos de ese día.


«Eres bueno para mí».


«Por supuesto que no estoy enamorada de Trevor».


Si sabía que lo primero no era cierto, ¿cómo podía creerse lo segundo?


—¿Qué necesitas? —preguntó ella mientras reculaba dentro de la bañera a medida que él se acercaba.


Pedro aspiró nuevamente el aroma floral del agua perfumada. Casi podía saborear su piel.


Necesitaba saborear su piel con la lengua.


—Sal de ahí —agarró una toalla y la sujetó entre las manos.


Sus miradas se fundieron y fue como si una cerilla hubiese encendido un fuego entre ellos. Paula tragó con dificultad, pero él no cedió. Era imprescindible que sus cuerpos se fundieran en ese preciso instante para poder desconectar su mente.


«Eres bueno para mí».


«Por supuesto que no estoy enamorada de Trevor».


Paula apoyó una mano en el borde de la bañera y se puso en pie. El agua corría por su costado y su rosada piel desnuda estaba moteada de burbujas del tamaño de bolas de algodón.


Pedro observó, fascinado, cómo un grupo de burbujas se deslizaba por su estómago y se detenía sobre los mojados rizos de su sexo. También era rosada y rubia en esa parte, y tan atractiva que él sintió una punzada de hambre. 


Necesitaba hacerla suya.


Como si tiraran de ella, Paula levantó una pierna y salió de la bañera mientras le ofrecía un breve destello del paraíso entre sus piernas, antes de ocultarlo tras la enorme toalla de baño.


Él la rodeó con sus brazos mientras la envolvía en la toalla.


—Necesitaba un rato a solas para pensar —ella lo miró, ligeramente contrariada.


—Esa es una mala idea, nena.


—Si te pidiera que te marcharas, ¿lo harías?


—¿Me lo estás pidiendo? —él respiró su dulce, dulcísimo aroma.


La respuesta estaba en los ojos de ella, en la llama que crecía entre ambos.


Envuelta en la toalla, resultó muy sencillo levantarla en vilo y llevarla a la cama.


También resultó muy sencillo quitarle la toalla mientras las puntas mojadas de su cabello dejaban oscuros regueros sobre la almohada. Él contempló su piel enrojecida por el calor del baño y aspiró el aroma que llenó su cabeza hasta que no pudo pensar en nada que no fuera Paula, su lujuriosa piel y el calor que irradiaba su cuerpo a medida que él se acomodaba entre sus piernas.


—Aún estás vestido —susurró ella.


—Pero tú no —él lamió su ombligo.


—Pienso que… —los músculos del estómago temblaron y sus pupilas comenzaron a dilatarse.


—No lo hagas —le rogó él mientras lamía una gota de agua que descendía por uno de sus costados—. No pienses.


No era el momento de pensar. Era el momento de tocar, acariciar, saborear. Era el momento para el sexo suave y relajado.


Las manos de Matias encontraron fácilmente sus pechos. Los erectos pezones rozaban su piel mientras le besaba el cuello. Ella emitió un sonido, mezcla de protesta y súplica, y él supo exactamente cómo se sentía. Percibió todas sus sensaciones a través de los gemidos y los escalofríos. Por el modo en que su cuerpo se retorcía hacia su boca y ante el contacto.


Él percibió cada palabra sin pronunciar.


Las caderas de Paula se alzaban contra él mientras las palabras silenciosas le atronaban los oídos. Ella se frotaba contra los vaqueros, seguramente con ese delicado tejido del interior de su pelvis y, para aliviar su sufrimiento, él se separó de ella, a pesar de otro dulce y ahogado sonido de deseo. Pedro la calmó mientras besaba su estómago y, sí, el punto donde su piel había enrojecido tras frotarse contra los
pantalones. Con la lengua, él acarició las marcas sobre la piel antes de descender, encontrar el núcleo y separar sus sedosos muslos.


Ella también se sonrojaba en ese lugar, rosado e inflamado, y tan tentador que el corazón de él golpeó contra su pecho, tan fuerte que Pedro supo que había llegado el momento de abrir la puerta.


Tenía que hacerla suya allí también.


Paula dio un respingo ante la primera caricia con la lengua. 


Hundió los dedos entre los cabellos de Pedro, pero él apenas lo notó, sobrecogido por el dulce y cremoso sabor de Paula en su boca. El cuerpo de Paula emitía calor mientras él la mantenía abierta para su deleite, y su mente se apagó a medida que subía la tensión. Él lo sentía en sus manos, lo oía en sus súplicas sin aliento, lo aceleraba con el insistente martilleo de su corazón.


Se dedicó a colmar los deseos de Paula, controló la situación para que nada más interfiriese. No había molestos pensamientos, no había molestas preocupaciones, nada salvo Paula, su piel, su pasión, el grito de su orgasmo mientras con la lengua la transportaba al paraíso.


Todavía temblando, ella lo atrajo hacia sí con manos apremiantes que tiraban de su camisa y desabrochaban su bragueta. Él se hizo a un lado y buscó un condón antes de deslizarse dentro del dulce y apremiante calor de ella. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, extasiado por el exquisito placer.


Mientras empezaba a moverse cesaron los pensamientos, las recriminaciones, las dudas sobre los sentimientos o el futuro. Sí. Sí. Únicamente estaba esa sensación.


La sensación de tener a Paula en sus brazos. De estar dentro de Paula. La pieza del puzzle y su pareja.


Cuando él ya pensaba que no soportaría por más tiempo el ardiente placer de su cuerpo, Paula alzó las caderas para introducirlo más profundamente en su interior. Él se rindió al enloquecedor ritmo que habían iniciado. De repente, con una brusca sacudida de éxtasis, el placer se clavó en su cuerpo y lo arrastró.


Deseó ahogarse en ella.


Sin embargo, minutos después descubrió que, de algún modo, había sobrevivido. Paula yacía acurrucada contra su pecho, su cuerpo tan flojo como él sentía el suyo propio.


Sin embargo, ella todavía era capaz de mover un dedo que utilizaba para trazar complicados dibujos sobre el torso de él. Decidió perderse en las sensaciones, con el cerebro desconectado, tal y como había pretendido.


—¿Por qué lo hizo Anibal? —preguntó Paula mientras su aliento le hacía cosquillas en el pecho.


—¿Cómo? —Pedro frotó su mejilla contra la cabeza de ella.


—¿Por qué exigió Anibal estas estancias mensuales para los samuráis?


—¿Porque ya estamos en la treintena? —Pedro no pensó en la respuesta. Todavía no quería pensar—. A lo mejor supuso que necesitaríamos algo en este momento de nuestras vidas.


—¿Y bien? —ella apoyó las manos sobre el martilleante corazón de él y lo miró—. ¿Necesitabas algo?


—Sí —se oyó contestar él—. Te necesitaba a ti.


Esas palabras tampoco habían sido pensadas. Eran la verdad.


Maldita fuera.




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