miércoles, 31 de mayo de 2017
EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 21
Ya amanecía, pero Pedro no conseguía dormir. Era como en los viejos tiempos, en los días previos a su llegada al lago Tahoe, cuando estaba siempre desvelado.
Siempre alerta por su trabajo, para ganar dinero, para triunfar sin necesitar el respaldo de nada ni nadie.
En esos momentos, y nuevamente de noche, su mente se repartía entre dos temas. Primero elegía uno, luego el otro y después los intentaba encajar como las piezas de un puzzle.
Su hermano, Matias, y su amante, Paula.
Pedro dejó al segundo objeto de sus pensamientos, dormido, en la cama y buscó en la bodega la caja con las fotos de la universidad, antes de dirigirse a la cocina.
Mientras preparaba un café, tomó aire y abrió la caja.
Su propio rostro lo miraba. Por duplicado. Paula había desmantelado el collage del tablón de corcho después de que él le explicara la situación entre su gemelo y él. Las fotos de Matias y Pedro estaban encima de las demás.
Sacó un puñado y las extendió sobre la mesa.
Con Matias como pareja, él siempre resultaba ganador.
Eso fue lo que dedujo de las imágenes. Los dos eran idénticos, hasta el punto de que Pedro no sabía cuál de los dos era él en la mayoría de las fotos. Ambos rostros sonreían, rebosantes de salud, de buen humor… en hermandad.
¿Había sido la magia de Anibal la que los había unido durante aquellos años?
¿Había sido un auténtico sentimiento de afinidad?
Si era auténtico, ¿cómo había podido destruirlo su padre?
No había sido el testamento de su padre, sino Matias, la causa de la destrucción. Matias había engañado a Pedro para ganar ese primer millón.
«Vuestro padre os educó para ser ganadores, y ninguno de los dos disfrutaría de una victoria lograda con malas artes».
Las palabras de Paula.
Paula.
Pedro contemplaba las fotos sobre la mesa, sin verlas. Sus pensamientos estaban ocupados por la mujer que dormía en su cama. Sin la cláusula del testamento de Anibal, él no habría pasado ni un fin de semana, y mucho menos un mes, alejado del trabajo. Cierto que salía con mujeres, siempre que alguna que mereciera la pena se cruzaba en su camino, y no tenía problema en encontrar voluntarias para acostarse con él si la urgencia era apremiante, pero nunca se había molestado en conocer realmente a ninguna mujer.
Cosas como su película favorita, cómo tomaba el café por la mañana, distinto a como lo tomaba por la noche, y la sonrisa bobalicona que ponía cada vez que lo descubría mirándola fijamente.
Él nunca se había interesado en cómo y por qué una mujer acababa con tres exnovios y ninguna alianza.
Se recostó en la silla mientras le daba vueltas a la cuestión e intentaba encajar las piezas. Paula. Matias.
Matias. Paula.
Una llamada en la puerta de la cocina lo sacó de su ensoñación. Levantó la vista de las fotos y dirigió la mirada hacia los cristales de la puerta. Su propio reflejo lo miraba.
Pedro se sobresaltó, pero la sorpresa se esfumó al abrirse la puerta y ver que era Matias, no su propio fantasma, el que entraba en la cocina.
—Hermano —dijo su gemelo—. Cuánto tiempo.
Pedro se puso en pie de un salto y se apoyó contra la mesa mientras intentaba ocultar las fotos con su cuerpo. Lo último que necesitaba era que Matias lo tomara por un blando sentimental. Tratándose de su hermano, no iba a ser tan estúpido como para revelar una debilidad como ésa.
—¿Qué demonios haces aquí?
—Se me ocurrió pasarme para ver si necesitabas algo —el gemelo se acercó a la encimera y se sirvió una taza de café. Su mirada recorrió toda la cocina—. Anibal hizo un buen trabajo, suponiendo que el exterior y esta habitación sean un reflejo de lo demás.
—Te sentirás muy cómodo aquí cuando llegue tu mes —Pedro se cruzó de brazos—. Pero hasta entonces, lárgate.
—Tú también tienes buen aspecto —Matias apoyó la espalda contra la encimera, imitando la postura de Pedro contra la mesa—. Pareces descansado.
—No hay mucho que hacer aquí salvo descansar.
—Es algo más que eso —dijo Matias—. No sé exactamente qué, pero…
—Pero supongo que tu opinión sobre mi aspecto puede excusarse por el hecho de que no nos hemos visto en… ¿cuánto tiempo?
—Bueno, nos encontramos el año pasado en ese aparcamiento junto a la Opera. Ambos teníamos entradas para…
—Wagner —contestaron los dos al unísono.
—Que Dios me ayude —sonó de nuevo al unísono.
Y, de repente, ambos sonreían.
Sus sonrisas también desaparecieron en el mismo instante, como si recordaran simultáneamente su prolongada enemistad.
—Tu cita era espectacular —Matias desvió la mirada.
—La tuya también —contestó Pedro—. La mujer con la que ibas…
Pedro se paró en seco, recordando de repente a la mujer con la que estaba en ese momento. La mujer que dormía en su cama, como un ángel, en el piso de arriba.
La prometida de Matias, Paula.
Matias y Paula, dos piezas de un puzzle que él, decididamente, no quería hacer encajar ese día.
—Ha sido divertido recuperar el tiempo perdido —con la mandíbula tensa, Pedro se dirigió a la puerta de la cocina—, pero ha llegado el momento de que te marches.
Sin embargo, la mirada de su hermano se había posado en las fotos que Pedro había ocultado. Con la taza firmemente sujeta en la mano, Matias se acercó a la mesa en lugar de a la puerta, que Pedro mantenía abierta.
—¿Qué pasó con todo esto? —su hermano tomó una de las fotos para mirarla de cerca, antes de mostrársela a Pedro—. ¿Tú y yo riendo juntos?
—Se fue al infierno, justo donde quisiera que estuvieras tú ahora mismo — contestó Pedro, con los ojos entornados, al hombre que había prometido casarse con su Paula.
No podía quitárselo de la cabeza, la imagen de ella avanzando por el pasillo de la iglesia hacia los brazos del hombre que siempre se quedaba con todo lo que Pedro deseaba. El beneplácito de su padre. La herencia familiar. La mujer que dormía arriba.
—Es hora de que te marches, Matias —repitió.
—Pedazo de burro. Por última vez, yo no te hice nada, ¿de acuerdo? Ya sé que piensas que, de algún modo, maquiné para que no pudieras ganar las propiedades Alfonso, pero no lo hice. Y fuiste tú quien rechazó la mitad.
Pedro no tenía tiempo para discutir. En su cerebro sonaba el tic-tac de un cronómetro que le recordaba que Paula podría despertar, oler el café y bajar a su encuentro.
Al encuentro de ambos.
—Márchate, Matias.
—No hasta que hayamos llegado al fondo de este asunto —su hermano parecía haber echado raíces en el suelo de la cocina—. Estoy más que harto de tus falsas acusaciones y tus amargas recriminaciones.
La ira oprimía el pecho de Pedro. ¿Falsas? ¿Amargas? ¿Cómo podía tomarse su hermano tan a la ligera su dolor? Aun así, no era el momento. No había tiempo.
Apretó los puños y señaló con la cabeza hacia la puerta.
—Te pido que te marches.
Matias negaba con la cabeza justo en el instante en que se oyó una voz femenina bajar por las escaleras.
—Me he despertado en una cama vacía. ¿Está mi hombre favorito levantado preparándome mi bebida favorita?
Cielo santo. Cada músculo del cuerpo de Pedro se tensó.
«No. Ahora no», pensó.
Recordó su deseo de contemplar el rostro de su hermano cuando Matias se diera cuenta de que había hecho suya a Paula antes que él. Recordó lo perfecta que le parecía la situación, que no haría daño a nadie, a nadie salvo al bastardo que lo había destrozado al engañarlo años atrás.
Pero lo que nunca se había imaginado era la expresión en el rostro de Paula al descubrir lo que él había hecho. Y no quería verla en ese momento. No hasta que hubiera ideado el modo de explicárselo de forma que pareciera tener sentido, y le hiciera parecer a él menos malvado de lo que se sentía en esos momentos.
Transformado en piedra y a escasos segundos del desastre, Pedro envió un mensaje silencioso a su gemelo. Funcionaba en los viejos tiempos. Aquellos viejos tiempos en que formaban un equipo. Hermanos de verdad. A lo mejor aún funcionaba, siempre que Matias no hubiese reconocido la voz de Paula.
«Por favor, Dios mío, que Matias no haya reconocido la voz de Paula. Haz lo que te pido, hermano», apremió Pedro en silencio a su hermano. De algún modo, logró señalar de nuevo hacia la puerta de la cocina. «Por favor».
Al parecer, Matias no reconoció la voz de la mujer y, aparentemente, aún le quedaba una pizca de decencia. A Pedro le sorprendió, pero con un rápido asentimiento, Matias dejó la taza sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta.
Pedro emitió un suspiro mientras su gemelo, haciéndole la «v» de victoria con dos dedos, se dirigía hacia el descansillo.
Había logrado evitar la crisis.
Pero, de repente, la voz de Paula sonó de nuevo. Más fuerte. Más cerca.
—¿Matias? ¿Estás en la cocina?
El hermano de Pedro se quedó parado. Lentamente, se giró justo en el momento en que Paula entraba en la cocina.
Ella se paró en seco, mientras su mirada saltaba de un rostro al otro. Su expresión no indicaba que presintiera la inminente catástrofe. Al contrario, se ató la bata y extendió una mano para saludar a Matias.
—Buenos días —dijo ella con una cálida sonrisa.
Pedro seguía sin poder moverse. La catástrofe llegaría en cuestión de segundos.
—Parece que nos has pillado —continuó Paula.
Demonios. Ella no tenía ni idea.
Las manos de Matias permanecieron junto al costado. Se limitó a mirarla durante un largo y tenso momento durante el cual echó una ojeada a la bata y al camisón que se atisbaba debajo. Después, su mirada se posó en Pedro, que no llevaba puesto más que el pantalón del pijama.
—Supongo que sí os he pillado, ¿no es así? —al fin, Matias rió amargamente—. ¿Cuánto tiempo lleváis así? Mi hermano y tú, a mis espaldas…
Antes de que pudiera continuar, la parálisis de Pedro se desvaneció y se abalanzó sobre su hermano, propinándole un puñetazo en la cara. Su hermano se tambaleó, Paula gritó y la marea roja de ira que impedía la visión de Pedro amenazó con desbordarse. Antes de que Matias se golpeara en la cabeza con el armario de la cocina, Pedro lo agarró por la camisa.
—No digas ni una palabra —le espetó mientras sujetaba a su hermano—. No se ajusta a lo que hay entre Paula y yo.
—Pues así no es como lo veo yo —el ojo izquierdo de Matias empezaba a hincharse, aunque no ocultaba el fulgor de su ira—. Si de verdad existe un «Paula y tú», entonces yo soy un perfecto…
—No metas a Paula en esto —volvió a interrumpirlo Pedro con voz ronca—. Ella no… ella no sabía que era yo.
—¿Qué… qué quieres decir? —preguntó Paula.
Los puños de Pedro se cerraron en torno a la camisa de su hermano. Era incapaz de volverse hacia ella para mirarla.
Era incapaz de decir nada más.
—Maldito pedazo de burro —dijo Matias mientras se soltaba—. ¿Qué demonios has hecho?
¿Qué demonios había hecho? De repente Pedro se dio cuenta. Había fingido ser su hermano. Día tras día. Le había hecho el amor a Paula mientras ella pensaba que se trataba de Matias. Una y otra vez.
Incluso tras haber roto el compromiso, cuando ella dijo «podemos ser una pareja normal», no dejaba de ser la cosa más sucia y rastrera que Pedro hubiera hecho en su vida.
A la fría luz de esa mañana, no había excusa posible, por tramposo y malvado que hubiera sido, y seguía siendo, Matias con él.
Sí. El villano era Pedro. El lobo depredador era en realidad Pedro.
Mientras tragaba con dificultad, se obligó a girarse y mirar a Ricitos de Oro, que tenía el rostro pálido y los ojos azules ensombrecidos por la creciente sospecha.
—¿Pedazo de burro? —ella imitó a Matias—. Dijiste que yo no sabía que eras ¿Qué no sabía yo? ¿Qué está pasando aquí?
A Pedro no le quedaba más remedio que juntar las piezas del puzzle, aunque hubiera preferido que no encajaran. De repente se dio cuenta de que había tres piezas: Matias, Paula y él mismo.
—Yo soy Pedro —confesó—. Matias me pidió que ocupara su lugar durante este mes y…
—¿Y también te pidió que te ocuparas de su prometida? —Paula se agarró la garganta con una mano.
—A mí no me metáis en esto —dijo Matias mientras sacaba un paquete de guisantes congelados del frigorífico. Al apoyarlo contra su ojo, hizo una mueca—. Yo sabía lo mismo que tú sobre los planes de mi gemelo
Paula miró a Matias y de nuevo fijó la vista en Pedro. Una expresión de horror había sustituido a la confusión que hasta entonces reflejaba su mirada.
—Tú… tú…
A Pedro se le ocurrió una docena de excusas. Frases que, de alguna manera, podrían salvar la situación. Explicaciones que podrían, con suerte, absolverlo. Pero su boca se negaba a pronunciarlas.
—Me equivoqué —fueron las únicas palabras que consiguió decir.
Y fueron esas mismas palabras las que hicieron que ella huyera de su lado.
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