jueves, 25 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 2




Pedro dejó a un lado la cerveza, se levantó, y siguió el sonido hasta la puerta principal. ¿Quién demonios estaría ahí fuera con ese aguacero?


Abrió la puerta de golpe. Mientras una ráfaga de viento helado llevó la lluvia hasta el interior y lo empapó, Pedro vislumbró una oscura sombra en el porche.


Intentando no tiritar, localizó un interruptor e inundó de luz el porche y toda la casa.


La oscura sombra se convirtió en una mujer.


La blusa blanca estaba pegada a su cuerpo y, los vaqueros empapados, a sus muslos.


Con una mano, intentó escurrir sus cabellos. Unos cuantos mechones se convirtieron en rizos que se adivinaban dorados.


Pedro volvió a fijarse en su ropa.


Para ser más exactos, se fijó en sus curvas, marcadas por la ropa mojada.


Sus pezones eran duras protuberancias que culminaban unos pechos espectaculares.


Incluso de frente, él podía adivinar que su trasero era bien redondo, tal y como le gustaban a él.


Ella era exactamente como le gustaban a él.


Atónito, no dejó de mirarla mientras se preguntaba qué mezcla de cerveza, lluvia e imaginación había logrado que apareciera esa visión ante su puerta.


¿Era real? Y de serlo, ¿a quién tenía que agradecer el sorprendente regalo?


—Matias —ella frunció el ceño. Sus labios también eran deliciosamente carnosos—, ¿no vas a dejar pasar a tu novia?


¿Novia? ¿Matias?


Pedro dedicó unos cuantos instantes más a contemplar a la chorreante rubia ante su puerta. Cuando una segunda ráfaga de viento y lluvia lo azotó de nuevo, pestañeó y, finalmente, se hizo a un lado para dejar entrar a la novia de su hermano.


Las preguntas se agolpaban en su mente mientras ella pasaba ante él. ¿Se trataba de una broma? ¿Un nuevo truco de su hermano? ¿De verdad tenía novia Maty? De ser así, era una sorpresa para Pedro. Pensaba que su hermano era igual de adicto al trabajo y soltero empedernido que él. 


Además, ¿desde cuándo le gustaban las rubias a Maty?


—Oye, ya sé que no me esperabas —una vez dentro y con la puerta cerrada, la rubia se encogió y se mordió nerviosamente el labio inferior—. Ha sido una especie de… impulso.


—¿En serio?


—Sí. Me monté en el coche y, antes de darme cuenta, ya estaba aquí. De repente se puso a llover y… —su voz se perdió y ella tembló mientras se miraba los pies—, y ahora estoy goteando sobre esta preciosa alfombra.


Tenía razón. Estaba tan mojada como su fantasía de la bañera y, seguramente, también estaría helada.


—Vamos a secarte y calentarte —él señaló hacia el salón con la chimenea. Intentó comportarse como un caballero, manteniendo la vista por encima de su cuello mientras ella lo precedía hacia la otra habitación, pero, qué demonios, él no era ningún caballero. De manera que confirmó lo que ya sospechaba y recorrió con la mirada el espacio entre la nuca y los talones. Ella era justo su tipo.


Salvo que era la novia de su hermano. ¿O no? Podía ser un truco…


—Mi madre me mataría si supiera que estoy aquí —parada frente a la chimenea, ella se volvió de nuevo hacia él, mientras otro torrente de palabras salían atropelladamente de su boca, evidenciando su ansiedad—. Ella diría con su típico tono de desaprobación «Paula, ¿es ésta otra de tus malas ideas?». Así lo dice ella, con mayúsculas. Otra de las Malas Ideas de Paula —una risita nerviosa se escapó de su boca antes de que lograra impedirlo con la mano.


Paula. Se llamaba Paula. No le traía ningún recuerdo, pero Pedro tampoco estaba al tanto de la vida social de Matias. 


Aunque a lo mejor debería, si su hermano iba por ahí con mujeres como las que le gustaban a Pedro. No era justo que a Matias se le permitiera tener todo lo que le gustaba a Pedro.


Ella tembló y él agarró una manta de lana que había sobre el respaldo de una silla y se la entregó.


—Supongo que te estás preguntando qué hago aquí, Matias —ella tomó la manta mientras lo miraba con sus enormes ojos azules.


—Yo no… —«soy Matias». Pero, por alguna razón, las palabras no surgieron.
Pedro se mesó los cabellos mientras ganaba algo de tiempo—. Supongo que estoy un poco sorprendido de verte.


—Todo este asunto del compromiso ha sido un poco sorprendente, ¿verdad? — ella rió de nuevo antes de volverse hacia la hoguera.


—Así es —en eso podía ser sincero—. Supongo que sí.


—Quiero decir que tampoco nos conocemos tan bien, ¿verdad? —ella continuó hablando mientras contemplaba el fuego—. De acuerdo que llevas años trabajando con mi padre en Industrias Chaves…


«Maldita sea», pensó Pedro. Era la chica de Chaves. La hija de Rafael Chaves.


Rafael Chaves, el primero en abrazar a Matias después de que engañara a Pedro privándolo de la posibilidad de conseguir los bienes de la familia Alfonso.


—… y lo cierto es que no hemos hablado mucho, ni hemos estado realmente… a solas.


¿Cómo? Pedro contemplaba los dorados rizos que empezaban a formarse. ¿Su hermano estaba prometido a una mujer con la que nunca había estado a solas? Pedro
se imaginó el motivo y, si tenía razón, significaba que Matias no había desarrollado un repentino gusto por las rubias con curvas.


Significaba que Matias había decidido fortalecer su relación con Chaves Industries. La mente de Pedro era un torbellino mientras calculaba lo que eso significaría para Eagle Wireless, la pequeña empresa de su propiedad. Con el «matrimonio», entre Chaves Industries y Alfonso Limited, Eagle tendría serias dificultades para encontrar un hueco en el mundo de la tecnología sin cable.


—No has dicho qué piensas de eso, Matias —Paula se volvió de nuevo hacia él, aferrada a la manta.


—Supongo que a algunas personas les extrañará que no hayamos… —Pedro carraspeó para ganar un poco más de tiempo. En realidad no sabía exactamente qué, o qué no, habían hecho Matias y Paula.


—¿No hayamos tenido contacto físico? —ella se lo aclaró—. ¿Ni siquiera besado como debe ser? —ella se sonrojó—. Y por supuesto, que no hayamos hecho el amor.


Mientras la miraba fijamente a los ojos, de repente Pedro se imaginó, con todo lujo de detalles, haciendo todo eso con ella. Lo veía con la pantalla de alta definición de su mente. Los dos, haciendo el amor en esa enorme bañera en la planta superior.


O sobre esa cama cubierta por una colcha mientras los rubios rizos se extendían sobre la almohada.


Los ojos de ella se oscurecieron y dio un ligero respingo. 


¿Acaso le leía la mente?


¿O acaso sentía ella la misma y fuerte atracción que sentía él? ¿Sería posible que ambos compartieran las mismas imágenes de su mente?


La rubia y curvilínea Paula, y Pedro, el gemelo mezquino.


El gemelo estafado.


Levantó una mano y acarició las mejillas de ella con los nudillos, mientras se preguntaba si su sabor sería tan dulce como su aspecto. Le tocó los labios con la punta de los dedos y vio cómo ella abría los ojos de par en par.


El mensaje de atracción entre ellos era claro. Y la confusión que percibía en ella le indicaba que nunca la había sentido por Matias.


Cuando Pedro acarició su labio inferior e introdujo ligeramente el pulgar para sentir la humedad de su boca, ella se quedó helada, atrapada entre él y la hoguera.


En el repentinamente gran silencio de la habitación, él escuchaba los jadeos, ligeros y rápidos, del aliento de ella, y vio sonrojarse sus mejillas.


Qué preciosa era.


«Y por supuesto, que no hayamos hecho el amor».


Lo había dicho claramente, y ahí era donde se había equivocado el hermano de Pedro. Si ella perteneciera a Pedro, él no habría perdido ni un segundo antes de tomarse su compromiso, incluso uno basado en el interés comercial, al pie de la letra.


Para ser sincero, no habría sido capaz de contenerse.


El pulso acelerado se marcaba en el cuello de ella, y suplicaba que él lo rozara con su boca. El cabello empezaba a secarse y desprendía el aroma de su champú, un olor floral, pero no empalagoso. Era un aroma fresco y él sintió deseos de impregnarse de él.


Al final, todo se reducía a una cosa. Deseaba a la futura esposa de su hermano.


—¿Matias? —susurró ella.


Pedro ni se inmutó ante la equivocación del nombre. En su lugar, escondió un húmedo tirabuzón tras la oreja de ella. Ante la piel de gallina que se formó en el cuello de Paula, él sonrió intentando ocultar su instinto de lobo feroz.


Pero se sentía un lobo feroz. Pagado de sí mismo, satisfecho y dispuesto a zamparse a Ricitos de Oro de un bocado.


Y después repetiría, pero tomándose tiempo para saborear cada instante.


Sus manos le acariciaban una oreja. Había mezclado los cuentos, ¿no? El lobo era el terror de Caperucita Roja, ¿no? Pero daba igual. Paula era sin duda Ricitos de Oro y Pedro no se había sentido tan voraz desde hacía mucho tiempo.


Sus miradas se fundieron y él le acarició el rostro con el pulgar.


—¿Qué estás haciendo? —ella soltó la manta, que cayó a sus pies, mientras le sujetaba la muñeca para alejar su mano del rostro.


—Nada que tú no desees.


Al parecer, Ricitos de Oro no estaba tan dispuesta a probar ese colchón de plumas como él había pensado. No pasaba nada. De todos modos él necesitaba tiempo para procesarlo todo.


Paula volvió a temblar.


—¿Por qué no te das una ducha caliente? Entrarás en calor —él la recorrió con la mirada y percibió que sus ropas seguían pegadas al cuerpo. Introdujo las manos en los bolsillos, para disimular el efecto que provocaban en él sus curvas, y carraspeó.


Eso le daría tiempo para enfriarse. Pensárselo bien. Decidir qué hacer con toda esa dinamita sexual en la habitación, sobre todo tan cerca del fuego.


Sobre todo cuando la mujer que había salido de la fantasía de su mente era la novia de su hermano.


—¿Ducharme aquí? —ella negó con la cabeza—. No, no, no. Sólo he venido para hablar y luego…


—¿Luego, qué? —la interrumpió Pedro—. ¿Volver a la tormenta? —señaló hacia la ventana y la salvaje tormenta que se vislumbraba más allá—. Eso sí que sería una Mala Idea, Paula.


—Muchas gracias por recordármelo —ella hizo una mueca.


—Que te sirva de lección, chiquilla —él rió—. Nunca me muestres tus debilidades, porque las usaré en tu contra.


—Chiquilla —ella repitió la mueca, aunque más relajada—. Tengo veintiséis años.


—Entonces, compórtate como una adulta. Sube y date una ducha caliente. Después meteremos tu ropa en la secadora. Prepararé algo de cena y entonces reflexionaremos.


—¿Reflexionaremos sobre qué? —ella entornó los ojos.


—Reflexionaremos sobre lo que nos sucederá —por  ejemplo, si ella debería saber quién era él, o si sería capaz de dejar que ella se marchara esa noche.


—De acuerdo —dijo Paula tras echar otro vistazo por la ventana y antes de inclinarse para recoger la manta.


Él se la tendió, camino de las escaleras, y aprovechó para acercarla un poco más hacia sí.


—¿Qué? —ella se sobresaltó, con los ojos muy abiertos y un temblor en sus rizos.


—No nos hemos saludado con un beso —murmuró él mientras, preso de la curiosidad, apoyaba los labios contra los de ella.


Ante el contacto, el corazón de Pedro martilleó con fuerza y el calor inundó su cuerpo, quemándolo desde la cabeza hasta la ingle.


Paula tenía los labios más suaves y mullidos que hubiera tocado él en sus treinta y un años de vida, y tras dieciocho años practicando besos. Sus músculos estaban tensos mientras levantaba las manos para sujetar el rostro de ella.


Respiró hondo un instante y entonces rozó, con la punta de la lengua, la lengua de ella.


¡Vaya!


Los dos dieron un respingo ante la dulce y ardiente explosión.


—Me… me ducharé —dijo ella, tras recuperar el aliento y mientras lo miraba sin atreverse a darle la espalda.


—De acuerdo, sube —consiguió decir él, aunque en realidad tendría que haber dicho «Corre, Ricitos de Oro, tan lejos como puedas».


Aunque, si lo intentara, él saldría corriendo tras ella.






EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 1




Lo único que faltaba en la cabaña de lujo era una mujer, muy sexy, tumbada sobre la cama con forma de trineo y cubierta por una colcha, del dormitorio principal. Ya puestos, que fuera una mujer sexy y desnuda. Rubia. Con curvas.


Con muchas curvas.


Pedro Alfonso no le interesaban los percheros con piernas. Le gustaban las mujeres hechas para el placer. Para su placer.


—¿Decía algo, señor Alfonso?


Él se sobresaltó, desvió la mirada de la decadente cama y frunció el ceño ante la cuidadora de la casa que le enseñaba lo que sería su hogar durante un mes. ¿Había pensado en voz alta? Pedro hundió las manos en los bolsillos e hizo un amago de sonrisa evasiva antes de seguir a la mujer hacia el cuarto de baño.


Decidió que se la podría calificar como atractiva. De unos veintitantos años, rubia. Pero no sería ella quien encendiera su imaginación. Mientras miraba hacia atrás, concluyó que la cama, cubierta por una colcha, y lo bastante grande como para hacerle sombra al trozo del lago Tahoe que se divisaba por la ventana, invitaba a la lujuria.


Había una chimenea de piedra junto a los pies de la cama, con una pila de leña cuidadosamente colocada en su interior y Pedro se imaginó el fuego cubriendo con sus destellos dorados el cuerpo desnudo de la mujer de sus sueños. Él recorrería esos destellos con su lengua mientras saboreaba su cálido…


—¿Señor Alfonso?


—Llámame Pedro —dijo tras volver a la realidad de una habitación congelada.


—¿Cómo? —la mujer frunció el ceño—. Este mes esperábamos a Matias Alfonso.


Pedro la miró perplejo durante unos instantes. ¿Matias?


Ah, claro, Matias, Maty. Esa lujosa y decadente cama casi había logrado que lo olvidara todo. Normalmente, Pedro Alfonso no solía olvidarse del bastardo de su hermano gemelo, Maty. Y nunca le había hecho un favor en su vida.


Salvo en esa ocasión.


Maldito Maty.


Cuando su secretaria telefoneó a la de Pedro, él habría dado lo que fuera por rechazar al tramposo y estafador hijo de perra.


—Su hermano tiene que ocuparse de un imprevisto y quiere saber si le cambiaría el mes —había dicho Elaine, como si no le extrañara lo más mínimo que dos gemelos idénticos se negaran a hablar entre ellos.


Pero, por una vez, Pedro había sido incapaz de negarse a la solicitud de su hermano.


—Lo siento. Debería habértelo aclarado desde el principio —le dijo Pedro a la mujer quien, al parecer, no se había percatado de la nota que Nicolas había dejado antes de marchar y dirigida a él—. Surgió un imprevisto y he tenido que cambiar el mes con mi hermano —el viejo truco del cambiazo entre gemelos.


—Supongo que no importa —contestó la mujer mientras señalaba al frente—. Tal y como te decía, Pedro, deberás pasar todo el mes en la cabaña para cumplir con las exigencias del testamento de Anibal. Tu amigo Nicolas estuvo aquí el mes pasado y tu hermano Matias te sustituirá en el quinto mes.



Pedro ya lo sabía. Hacía algún tiempo que los supervivientes de los «siete samuráis», tal y como se llamaban a sí mismos en la universidad, habían recibido sendas cartas. Los seis habían perdido el contacto tras la muerte de Anibal Palmer y
la graduación, pero la recepción de esas cartas les había recordado la promesa hecha poco antes de diplomarse. 


Aunque provenían de familias distinguidas y adineradas,
estaban decididos a labrarse su propio futuro. Y habían jurado hacerlo en diez años.


Sobre una mesa llena de botellas de cerveza vacías, juraron construir una cabaña a orillas del lago Tahoe y, pasados diez años, cada uno de ellos ocuparía el lugar durante un mes. Al final del séptimo mes, se juntarían todos para celebrar su
amistad y los éxitos logrados.


Pero tras la enfermedad y posterior muerte de Anibal, el sueño había muerto con él.


Aunque al parecer no había sido así para Anibal. A pesar de saber que no estaría allí con ellos, había ordenado la construcción de una cabaña junto al lago. Las cartas que había escrito a sus amigos indicaban que esperaba que cumplieran el juramento hecho años atrás.


—Y éste es el cuarto de baño principal —la mujer se hizo a un lado al llegar a una entrada con un arco.


De inmediato, la rubia de la fantasía de Pedro volvió a su mente. Su piel brillaba de nuevo a la luz del fuego mientras entraba en la bañera de porcelana rodeada de pizarra, junto a otra chimenea. Sus cabellos se oscurecían, caídos sobre sus húmedos hombros. Las burbujas del baño jugueteaban con sus rosados pezones.


—¿Estará bien aquí?


De nuevo arrancado de su seductora visión, Pedro se sobresaltó.


¡Maldita fuera! ¿Qué le sucedía?, se dijo Pedro mientras apartaba de su mente, repentinamente obsesionada con el sexo, la seductora imagen.


—Estaré bien, gracias —aunque fuera a estarlo con tres meses de adelanto, por culpa de su hermano.


—¿Algo va mal? —la mujer arqueó las cejas ante el ceño fruncido de Pedro.


—No, nada —no había motivo para sacar los trapos sucios familiares ante un extraño—. Supongo que estaba pensando en… Anibal.


—Lo siento —la mujer bajó la vista y pareció quedarse fascinada ante la visión de sus propios zapatos—. Creo… creo que éste fue un bonito gesto por su parte.


—Anibal Palmer era un hombre encantador —el mejor de los siete, pensó. El mejor con diferencia.


Pedro recordó la amplia sonrisa de Anibal, su risa contagiosa, su capacidad para persuadir al resto para que clavaran los muebles del celador al techo, o para organizar un torneo de baloncesto con fines benéficos.


Anibal había sido miembro de la pandilla de Pedro. Menudo equipo que formaban, Anibal y Pedro… y Maty.


En aquella época, Pedro y Matias habían estado en el mismo bando.


Pero en quien pensó Pedro cuando accedió a cambiarle el turno a su hermano fue en Anibal. La última voluntad del amigo fallecido había sido que pasaran un tiempo en la cabaña que había construido. Si cumplían con su voluntad, la cabaña, y veinte millones de dólares, irían a parar a la ciudad de Hunter's Landing, a orillas del lago Tahoe.


Pedro no iba a ser quien lo impidiera, sintiera lo que sintiera por su hermano.


De modo que siguió a la mujer por las demás habitaciones mientras apartaba de su mente a la fantasía rubia y pensaba en el cambio de gemelos y en cómo iba a sustituir a Matias Alfonso, el bastardo número uno. Se detuvo un instante ante las fotos enmarcadas de los samuráis que colgaban del pasillo en la segunda planta. Si realmente se hiciera pasar por Matias, tendría que mantener anudada su corbata, una sonrisa gélida y la mente alerta para sacar ventaja de cualquier situación, sin importarle nada ni nadie.


Así actuaba su hermano.


La mujer, por fin, le entregó el juego de llaves de la casa y se marchó, mientras Pedro se quedaba solo con la única compañía de sus amargos pensamientos. El lugar estaba en silencio y no había ni rastro de la presencia de Nicolas Barrister, quien había pasado allí el mes anterior, salvo por la nota que Pedro había encontrado. Pero Nicolas no se había ido muy lejos. Se había enamorado de la alcaldesa de Hunter's Landing, Carola Sanders, con quien repartía su tiempo entre la ciudad a orillas del Tahoe y las islas Barbados, donde su viejo amigo se dedicaba sin duda a mezclar los negocios con el placer.


Sin corbata ni chaqueta, Pedro se sentó junto a la ventana del salón con una cerveza que encontró en la nevera repleta de víveres. A través de los árboles se divisaba una espectacular vista del lago. No tenía el color azul claro al que debía su fama, no sólo porque ya anochecía sino también porque unos grises nubarrones se formaban sobre él.


Grises nubarrones que reflejaban el estado de ánimo de Pedro.


¿Qué demonios iba a hacer allí durante un mes entero?


Al parecer, a Nicolas le había ido bien. Su nota explicaba que no se trataba del «oscuro agujero que había esperado», y que se había entretenido metiéndose de lleno en una relación amorosa. Pedro no tenía intención de que lo atraparan, aunque si la rubia imaginaria le hiciera una visita, serviría para que el mes se pasara un poco más deprisa. Era una pena que no pudiera salir de su mente para entrar en ese salón.


Desde luego, haría que ese mes fuera más interesante.


Pero eso no sucedería, salvo que Matias hubiese invitado a alguien para que se reuniese con él allí y, aunque fuera el caso, las rubias no eran del tipo de Maty. Ser gemelos idénticos no significaba que sus gustos por las mujeres también lo fueran.


Pedro acercó una otomana a la ventana, mientras empezaban a caer las primeras gotas de lo que parecía un fuerte chaparrón de primavera. Las gotas parecían lágrimas sobre el cristal. Pedro también lloraría si la rubia imaginaria apareciera en busca de Mateo.


De todos modos, tampoco había que descartarlo del todo. 


Su hermano era capaz de organizar cualquier cosa para alterarlo. Matias no dejaba pasar ninguna oportunidad de arruinarle la vida.


Para ser justos, y a diferencia de su hermano, Pedro reconocía que había sido su padre, Samuel Sullivan Alfonso, quien había sembrado la rivalidad entre ellos. Había convertido su infancia en una sesión continua de duelos a muerte entre sus dos hijos, duelos organizados por él.


Su enemistad había disminuido en la universidad, pero poco después de la muerte de Anibal también falleció su padre, dejando tras de sí una última prueba que reavivó la competitividad entre los hermanos. El gemelo que fuera el primero en juntar un millón de dólares se quedaría con las propiedades familiares. Los dos habían iniciado, por separado, una carrera en la tecnología sin cables. Pedro lo hacía personalmente gracias a su título de ingeniero, mientras que Matias había contratado a alguien para que trabajara para él.


Para los aparatos, Matias era un manazas, pero cuando se trataba de construir un equipo triunfador, era un genio.


Y, por supuesto, había utilizado su genialidad para sobornar a un proveedor y derrotar a Pedro en la carrera. Matias había juntado su primer millón y se había quedado con todas las propiedades familiares.


Desde entonces, Pedro no le había dirigido la palabra a su hermano, aunque su empresa no iba nada mal. Era una versión más mezquina y pobre de lo que Matias construía, respaldado por la fortuna familiar. Y así era Pedro, una versión más pobre, aunque por muy poco, pero desde luego más mezquina, de Matias.


Eso era lo que le sucedía a un hombre cuando se mataba a trabajar. Y cuando estaba lleno de amargura. Pedro no podía negarlo.


La lluvia caía con fuerza y empezó a hacer frío en la 


casa. Pedro se levantó y encendió la enorme chimenea que ocupaba toda una pared. Las llamas le devolvieron a la rubia de su mente.


Cuando volviera a su piso de San Francisco, al parecer iba a tener que hacer unas cuantas llamadas. Su mujer imaginaria era una nueva fijación. Normalmente, el trabajo era su única obsesión, el trabajo y las maquinaciones para vengarse de su hermano algún día, de modo que su vida sexual era más esporádica de lo que creían los demás. Al parecer, iba a tener que ocuparse más de sus necesidades físicas.


Aunque quizás la culpa fuera de esa casa. O de la chimenea. O de esa cama.


La rubia no paraba de insinuarse. Casi podía olerla. Olía a lluvia, limpia y fresca, y él lamía las gotas de su boca, de su cuello, de su escote.


Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla. A medida que su fantasía continuaba, su corazón latía con más fuerza.


Pero no era su corazón.


Abrió los ojos y miró por la ventana, mientras intentaba averiguar si ese fuerte martilleo provenía de la lluvia o de los árboles.


O de ninguna de las dos cosas.






EXITO Y VENGANZA: SINOPSIS




Su lema era conseguir el éxito y rechazar el fracaso…


Desde que su hermano gemelo le había arrebatado la empresa familiar, Pedro Alfonso se había dedicado a dos cosas: tener éxito y vengarse. Fue entonces cuando apareció la prometida de su hermano, Paula Chaves, y le ofreció la oportunidad de lograr ambas cosas al mismo tiempo.


Un caso de confusión de identidades había hecho que Paula creyera que Pedro era en realidad su hermano. Lo que Pedro no esperaba era acabar deseando a Paula hasta el punto de no querer renunciar a ella por nada del mundo…