jueves, 25 de mayo de 2017
EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 1
Lo único que faltaba en la cabaña de lujo era una mujer, muy sexy, tumbada sobre la cama con forma de trineo y cubierta por una colcha, del dormitorio principal. Ya puestos, que fuera una mujer sexy y desnuda. Rubia. Con curvas.
Con muchas curvas.
A Pedro Alfonso no le interesaban los percheros con piernas. Le gustaban las mujeres hechas para el placer. Para su placer.
—¿Decía algo, señor Alfonso?
Él se sobresaltó, desvió la mirada de la decadente cama y frunció el ceño ante la cuidadora de la casa que le enseñaba lo que sería su hogar durante un mes. ¿Había pensado en voz alta? Pedro hundió las manos en los bolsillos e hizo un amago de sonrisa evasiva antes de seguir a la mujer hacia el cuarto de baño.
Decidió que se la podría calificar como atractiva. De unos veintitantos años, rubia. Pero no sería ella quien encendiera su imaginación. Mientras miraba hacia atrás, concluyó que la cama, cubierta por una colcha, y lo bastante grande como para hacerle sombra al trozo del lago Tahoe que se divisaba por la ventana, invitaba a la lujuria.
Había una chimenea de piedra junto a los pies de la cama, con una pila de leña cuidadosamente colocada en su interior y Pedro se imaginó el fuego cubriendo con sus destellos dorados el cuerpo desnudo de la mujer de sus sueños. Él recorrería esos destellos con su lengua mientras saboreaba su cálido…
—¿Señor Alfonso?
—Llámame Pedro —dijo tras volver a la realidad de una habitación congelada.
—¿Cómo? —la mujer frunció el ceño—. Este mes esperábamos a Matias Alfonso.
Pedro la miró perplejo durante unos instantes. ¿Matias?
Ah, claro, Matias, Maty. Esa lujosa y decadente cama casi había logrado que lo olvidara todo. Normalmente, Pedro Alfonso no solía olvidarse del bastardo de su hermano gemelo, Maty. Y nunca le había hecho un favor en su vida.
Salvo en esa ocasión.
Maldito Maty.
Cuando su secretaria telefoneó a la de Pedro, él habría dado lo que fuera por rechazar al tramposo y estafador hijo de perra.
—Su hermano tiene que ocuparse de un imprevisto y quiere saber si le cambiaría el mes —había dicho Elaine, como si no le extrañara lo más mínimo que dos gemelos idénticos se negaran a hablar entre ellos.
Pero, por una vez, Pedro había sido incapaz de negarse a la solicitud de su hermano.
—Lo siento. Debería habértelo aclarado desde el principio —le dijo Pedro a la mujer quien, al parecer, no se había percatado de la nota que Nicolas había dejado antes de marchar y dirigida a él—. Surgió un imprevisto y he tenido que cambiar el mes con mi hermano —el viejo truco del cambiazo entre gemelos.
—Supongo que no importa —contestó la mujer mientras señalaba al frente—. Tal y como te decía, Pedro, deberás pasar todo el mes en la cabaña para cumplir con las exigencias del testamento de Anibal. Tu amigo Nicolas estuvo aquí el mes pasado y tu hermano Matias te sustituirá en el quinto mes.
Pedro ya lo sabía. Hacía algún tiempo que los supervivientes de los «siete samuráis», tal y como se llamaban a sí mismos en la universidad, habían recibido sendas cartas. Los seis habían perdido el contacto tras la muerte de Anibal Palmer y
la graduación, pero la recepción de esas cartas les había recordado la promesa hecha poco antes de diplomarse.
Aunque provenían de familias distinguidas y adineradas,
estaban decididos a labrarse su propio futuro. Y habían jurado hacerlo en diez años.
Sobre una mesa llena de botellas de cerveza vacías, juraron construir una cabaña a orillas del lago Tahoe y, pasados diez años, cada uno de ellos ocuparía el lugar durante un mes. Al final del séptimo mes, se juntarían todos para celebrar su
amistad y los éxitos logrados.
Pero tras la enfermedad y posterior muerte de Anibal, el sueño había muerto con él.
Aunque al parecer no había sido así para Anibal. A pesar de saber que no estaría allí con ellos, había ordenado la construcción de una cabaña junto al lago. Las cartas que había escrito a sus amigos indicaban que esperaba que cumplieran el juramento hecho años atrás.
—Y éste es el cuarto de baño principal —la mujer se hizo a un lado al llegar a una entrada con un arco.
De inmediato, la rubia de la fantasía de Pedro volvió a su mente. Su piel brillaba de nuevo a la luz del fuego mientras entraba en la bañera de porcelana rodeada de pizarra, junto a otra chimenea. Sus cabellos se oscurecían, caídos sobre sus húmedos hombros. Las burbujas del baño jugueteaban con sus rosados pezones.
—¿Estará bien aquí?
De nuevo arrancado de su seductora visión, Pedro se sobresaltó.
¡Maldita fuera! ¿Qué le sucedía?, se dijo Pedro mientras apartaba de su mente, repentinamente obsesionada con el sexo, la seductora imagen.
—Estaré bien, gracias —aunque fuera a estarlo con tres meses de adelanto, por culpa de su hermano.
—¿Algo va mal? —la mujer arqueó las cejas ante el ceño fruncido de Pedro.
—No, nada —no había motivo para sacar los trapos sucios familiares ante un extraño—. Supongo que estaba pensando en… Anibal.
—Lo siento —la mujer bajó la vista y pareció quedarse fascinada ante la visión de sus propios zapatos—. Creo… creo que éste fue un bonito gesto por su parte.
—Anibal Palmer era un hombre encantador —el mejor de los siete, pensó. El mejor con diferencia.
Pedro recordó la amplia sonrisa de Anibal, su risa contagiosa, su capacidad para persuadir al resto para que clavaran los muebles del celador al techo, o para organizar un torneo de baloncesto con fines benéficos.
Anibal había sido miembro de la pandilla de Pedro. Menudo equipo que formaban, Anibal y Pedro… y Maty.
En aquella época, Pedro y Matias habían estado en el mismo bando.
Pero en quien pensó Pedro cuando accedió a cambiarle el turno a su hermano fue en Anibal. La última voluntad del amigo fallecido había sido que pasaran un tiempo en la cabaña que había construido. Si cumplían con su voluntad, la cabaña, y veinte millones de dólares, irían a parar a la ciudad de Hunter's Landing, a orillas del lago Tahoe.
Pedro no iba a ser quien lo impidiera, sintiera lo que sintiera por su hermano.
De modo que siguió a la mujer por las demás habitaciones mientras apartaba de su mente a la fantasía rubia y pensaba en el cambio de gemelos y en cómo iba a sustituir a Matias Alfonso, el bastardo número uno. Se detuvo un instante ante las fotos enmarcadas de los samuráis que colgaban del pasillo en la segunda planta. Si realmente se hiciera pasar por Matias, tendría que mantener anudada su corbata, una sonrisa gélida y la mente alerta para sacar ventaja de cualquier situación, sin importarle nada ni nadie.
Así actuaba su hermano.
La mujer, por fin, le entregó el juego de llaves de la casa y se marchó, mientras Pedro se quedaba solo con la única compañía de sus amargos pensamientos. El lugar estaba en silencio y no había ni rastro de la presencia de Nicolas Barrister, quien había pasado allí el mes anterior, salvo por la nota que Pedro había encontrado. Pero Nicolas no se había ido muy lejos. Se había enamorado de la alcaldesa de Hunter's Landing, Carola Sanders, con quien repartía su tiempo entre la ciudad a orillas del Tahoe y las islas Barbados, donde su viejo amigo se dedicaba sin duda a mezclar los negocios con el placer.
Sin corbata ni chaqueta, Pedro se sentó junto a la ventana del salón con una cerveza que encontró en la nevera repleta de víveres. A través de los árboles se divisaba una espectacular vista del lago. No tenía el color azul claro al que debía su fama, no sólo porque ya anochecía sino también porque unos grises nubarrones se formaban sobre él.
Grises nubarrones que reflejaban el estado de ánimo de Pedro.
¿Qué demonios iba a hacer allí durante un mes entero?
Al parecer, a Nicolas le había ido bien. Su nota explicaba que no se trataba del «oscuro agujero que había esperado», y que se había entretenido metiéndose de lleno en una relación amorosa. Pedro no tenía intención de que lo atraparan, aunque si la rubia imaginaria le hiciera una visita, serviría para que el mes se pasara un poco más deprisa. Era una pena que no pudiera salir de su mente para entrar en ese salón.
Desde luego, haría que ese mes fuera más interesante.
Pero eso no sucedería, salvo que Matias hubiese invitado a alguien para que se reuniese con él allí y, aunque fuera el caso, las rubias no eran del tipo de Maty. Ser gemelos idénticos no significaba que sus gustos por las mujeres también lo fueran.
Pedro acercó una otomana a la ventana, mientras empezaban a caer las primeras gotas de lo que parecía un fuerte chaparrón de primavera. Las gotas parecían lágrimas sobre el cristal. Pedro también lloraría si la rubia imaginaria apareciera en busca de Mateo.
De todos modos, tampoco había que descartarlo del todo.
Su hermano era capaz de organizar cualquier cosa para alterarlo. Matias no dejaba pasar ninguna oportunidad de arruinarle la vida.
Para ser justos, y a diferencia de su hermano, Pedro reconocía que había sido su padre, Samuel Sullivan Alfonso, quien había sembrado la rivalidad entre ellos. Había convertido su infancia en una sesión continua de duelos a muerte entre sus dos hijos, duelos organizados por él.
Su enemistad había disminuido en la universidad, pero poco después de la muerte de Anibal también falleció su padre, dejando tras de sí una última prueba que reavivó la competitividad entre los hermanos. El gemelo que fuera el primero en juntar un millón de dólares se quedaría con las propiedades familiares. Los dos habían iniciado, por separado, una carrera en la tecnología sin cables. Pedro lo hacía personalmente gracias a su título de ingeniero, mientras que Matias había contratado a alguien para que trabajara para él.
Para los aparatos, Matias era un manazas, pero cuando se trataba de construir un equipo triunfador, era un genio.
Y, por supuesto, había utilizado su genialidad para sobornar a un proveedor y derrotar a Pedro en la carrera. Matias había juntado su primer millón y se había quedado con todas las propiedades familiares.
Desde entonces, Pedro no le había dirigido la palabra a su hermano, aunque su empresa no iba nada mal. Era una versión más mezquina y pobre de lo que Matias construía, respaldado por la fortuna familiar. Y así era Pedro, una versión más pobre, aunque por muy poco, pero desde luego más mezquina, de Matias.
Eso era lo que le sucedía a un hombre cuando se mataba a trabajar. Y cuando estaba lleno de amargura. Pedro no podía negarlo.
La lluvia caía con fuerza y empezó a hacer frío en la
casa. Pedro se levantó y encendió la enorme chimenea que ocupaba toda una pared. Las llamas le devolvieron a la rubia de su mente.
Cuando volviera a su piso de San Francisco, al parecer iba a tener que hacer unas cuantas llamadas. Su mujer imaginaria era una nueva fijación. Normalmente, el trabajo era su única obsesión, el trabajo y las maquinaciones para vengarse de su hermano algún día, de modo que su vida sexual era más esporádica de lo que creían los demás. Al parecer, iba a tener que ocuparse más de sus necesidades físicas.
Aunque quizás la culpa fuera de esa casa. O de la chimenea. O de esa cama.
La rubia no paraba de insinuarse. Casi podía olerla. Olía a lluvia, limpia y fresca, y él lamía las gotas de su boca, de su cuello, de su escote.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla. A medida que su fantasía continuaba, su corazón latía con más fuerza.
Pero no era su corazón.
Abrió los ojos y miró por la ventana, mientras intentaba averiguar si ese fuerte martilleo provenía de la lluvia o de los árboles.
O de ninguna de las dos cosas.
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