jueves, 25 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 2




Pedro dejó a un lado la cerveza, se levantó, y siguió el sonido hasta la puerta principal. ¿Quién demonios estaría ahí fuera con ese aguacero?


Abrió la puerta de golpe. Mientras una ráfaga de viento helado llevó la lluvia hasta el interior y lo empapó, Pedro vislumbró una oscura sombra en el porche.


Intentando no tiritar, localizó un interruptor e inundó de luz el porche y toda la casa.


La oscura sombra se convirtió en una mujer.


La blusa blanca estaba pegada a su cuerpo y, los vaqueros empapados, a sus muslos.


Con una mano, intentó escurrir sus cabellos. Unos cuantos mechones se convirtieron en rizos que se adivinaban dorados.


Pedro volvió a fijarse en su ropa.


Para ser más exactos, se fijó en sus curvas, marcadas por la ropa mojada.


Sus pezones eran duras protuberancias que culminaban unos pechos espectaculares.


Incluso de frente, él podía adivinar que su trasero era bien redondo, tal y como le gustaban a él.


Ella era exactamente como le gustaban a él.


Atónito, no dejó de mirarla mientras se preguntaba qué mezcla de cerveza, lluvia e imaginación había logrado que apareciera esa visión ante su puerta.


¿Era real? Y de serlo, ¿a quién tenía que agradecer el sorprendente regalo?


—Matias —ella frunció el ceño. Sus labios también eran deliciosamente carnosos—, ¿no vas a dejar pasar a tu novia?


¿Novia? ¿Matias?


Pedro dedicó unos cuantos instantes más a contemplar a la chorreante rubia ante su puerta. Cuando una segunda ráfaga de viento y lluvia lo azotó de nuevo, pestañeó y, finalmente, se hizo a un lado para dejar entrar a la novia de su hermano.


Las preguntas se agolpaban en su mente mientras ella pasaba ante él. ¿Se trataba de una broma? ¿Un nuevo truco de su hermano? ¿De verdad tenía novia Maty? De ser así, era una sorpresa para Pedro. Pensaba que su hermano era igual de adicto al trabajo y soltero empedernido que él. 


Además, ¿desde cuándo le gustaban las rubias a Maty?


—Oye, ya sé que no me esperabas —una vez dentro y con la puerta cerrada, la rubia se encogió y se mordió nerviosamente el labio inferior—. Ha sido una especie de… impulso.


—¿En serio?


—Sí. Me monté en el coche y, antes de darme cuenta, ya estaba aquí. De repente se puso a llover y… —su voz se perdió y ella tembló mientras se miraba los pies—, y ahora estoy goteando sobre esta preciosa alfombra.


Tenía razón. Estaba tan mojada como su fantasía de la bañera y, seguramente, también estaría helada.


—Vamos a secarte y calentarte —él señaló hacia el salón con la chimenea. Intentó comportarse como un caballero, manteniendo la vista por encima de su cuello mientras ella lo precedía hacia la otra habitación, pero, qué demonios, él no era ningún caballero. De manera que confirmó lo que ya sospechaba y recorrió con la mirada el espacio entre la nuca y los talones. Ella era justo su tipo.


Salvo que era la novia de su hermano. ¿O no? Podía ser un truco…


—Mi madre me mataría si supiera que estoy aquí —parada frente a la chimenea, ella se volvió de nuevo hacia él, mientras otro torrente de palabras salían atropelladamente de su boca, evidenciando su ansiedad—. Ella diría con su típico tono de desaprobación «Paula, ¿es ésta otra de tus malas ideas?». Así lo dice ella, con mayúsculas. Otra de las Malas Ideas de Paula —una risita nerviosa se escapó de su boca antes de que lograra impedirlo con la mano.


Paula. Se llamaba Paula. No le traía ningún recuerdo, pero Pedro tampoco estaba al tanto de la vida social de Matias. 


Aunque a lo mejor debería, si su hermano iba por ahí con mujeres como las que le gustaban a Pedro. No era justo que a Matias se le permitiera tener todo lo que le gustaba a Pedro.


Ella tembló y él agarró una manta de lana que había sobre el respaldo de una silla y se la entregó.


—Supongo que te estás preguntando qué hago aquí, Matias —ella tomó la manta mientras lo miraba con sus enormes ojos azules.


—Yo no… —«soy Matias». Pero, por alguna razón, las palabras no surgieron.
Pedro se mesó los cabellos mientras ganaba algo de tiempo—. Supongo que estoy un poco sorprendido de verte.


—Todo este asunto del compromiso ha sido un poco sorprendente, ¿verdad? — ella rió de nuevo antes de volverse hacia la hoguera.


—Así es —en eso podía ser sincero—. Supongo que sí.


—Quiero decir que tampoco nos conocemos tan bien, ¿verdad? —ella continuó hablando mientras contemplaba el fuego—. De acuerdo que llevas años trabajando con mi padre en Industrias Chaves…


«Maldita sea», pensó Pedro. Era la chica de Chaves. La hija de Rafael Chaves.


Rafael Chaves, el primero en abrazar a Matias después de que engañara a Pedro privándolo de la posibilidad de conseguir los bienes de la familia Alfonso.


—… y lo cierto es que no hemos hablado mucho, ni hemos estado realmente… a solas.


¿Cómo? Pedro contemplaba los dorados rizos que empezaban a formarse. ¿Su hermano estaba prometido a una mujer con la que nunca había estado a solas? Pedro
se imaginó el motivo y, si tenía razón, significaba que Matias no había desarrollado un repentino gusto por las rubias con curvas.


Significaba que Matias había decidido fortalecer su relación con Chaves Industries. La mente de Pedro era un torbellino mientras calculaba lo que eso significaría para Eagle Wireless, la pequeña empresa de su propiedad. Con el «matrimonio», entre Chaves Industries y Alfonso Limited, Eagle tendría serias dificultades para encontrar un hueco en el mundo de la tecnología sin cable.


—No has dicho qué piensas de eso, Matias —Paula se volvió de nuevo hacia él, aferrada a la manta.


—Supongo que a algunas personas les extrañará que no hayamos… —Pedro carraspeó para ganar un poco más de tiempo. En realidad no sabía exactamente qué, o qué no, habían hecho Matias y Paula.


—¿No hayamos tenido contacto físico? —ella se lo aclaró—. ¿Ni siquiera besado como debe ser? —ella se sonrojó—. Y por supuesto, que no hayamos hecho el amor.


Mientras la miraba fijamente a los ojos, de repente Pedro se imaginó, con todo lujo de detalles, haciendo todo eso con ella. Lo veía con la pantalla de alta definición de su mente. Los dos, haciendo el amor en esa enorme bañera en la planta superior.


O sobre esa cama cubierta por una colcha mientras los rubios rizos se extendían sobre la almohada.


Los ojos de ella se oscurecieron y dio un ligero respingo. 


¿Acaso le leía la mente?


¿O acaso sentía ella la misma y fuerte atracción que sentía él? ¿Sería posible que ambos compartieran las mismas imágenes de su mente?


La rubia y curvilínea Paula, y Pedro, el gemelo mezquino.


El gemelo estafado.


Levantó una mano y acarició las mejillas de ella con los nudillos, mientras se preguntaba si su sabor sería tan dulce como su aspecto. Le tocó los labios con la punta de los dedos y vio cómo ella abría los ojos de par en par.


El mensaje de atracción entre ellos era claro. Y la confusión que percibía en ella le indicaba que nunca la había sentido por Matias.


Cuando Pedro acarició su labio inferior e introdujo ligeramente el pulgar para sentir la humedad de su boca, ella se quedó helada, atrapada entre él y la hoguera.


En el repentinamente gran silencio de la habitación, él escuchaba los jadeos, ligeros y rápidos, del aliento de ella, y vio sonrojarse sus mejillas.


Qué preciosa era.


«Y por supuesto, que no hayamos hecho el amor».


Lo había dicho claramente, y ahí era donde se había equivocado el hermano de Pedro. Si ella perteneciera a Pedro, él no habría perdido ni un segundo antes de tomarse su compromiso, incluso uno basado en el interés comercial, al pie de la letra.


Para ser sincero, no habría sido capaz de contenerse.


El pulso acelerado se marcaba en el cuello de ella, y suplicaba que él lo rozara con su boca. El cabello empezaba a secarse y desprendía el aroma de su champú, un olor floral, pero no empalagoso. Era un aroma fresco y él sintió deseos de impregnarse de él.


Al final, todo se reducía a una cosa. Deseaba a la futura esposa de su hermano.


—¿Matias? —susurró ella.


Pedro ni se inmutó ante la equivocación del nombre. En su lugar, escondió un húmedo tirabuzón tras la oreja de ella. Ante la piel de gallina que se formó en el cuello de Paula, él sonrió intentando ocultar su instinto de lobo feroz.


Pero se sentía un lobo feroz. Pagado de sí mismo, satisfecho y dispuesto a zamparse a Ricitos de Oro de un bocado.


Y después repetiría, pero tomándose tiempo para saborear cada instante.


Sus manos le acariciaban una oreja. Había mezclado los cuentos, ¿no? El lobo era el terror de Caperucita Roja, ¿no? Pero daba igual. Paula era sin duda Ricitos de Oro y Pedro no se había sentido tan voraz desde hacía mucho tiempo.


Sus miradas se fundieron y él le acarició el rostro con el pulgar.


—¿Qué estás haciendo? —ella soltó la manta, que cayó a sus pies, mientras le sujetaba la muñeca para alejar su mano del rostro.


—Nada que tú no desees.


Al parecer, Ricitos de Oro no estaba tan dispuesta a probar ese colchón de plumas como él había pensado. No pasaba nada. De todos modos él necesitaba tiempo para procesarlo todo.


Paula volvió a temblar.


—¿Por qué no te das una ducha caliente? Entrarás en calor —él la recorrió con la mirada y percibió que sus ropas seguían pegadas al cuerpo. Introdujo las manos en los bolsillos, para disimular el efecto que provocaban en él sus curvas, y carraspeó.


Eso le daría tiempo para enfriarse. Pensárselo bien. Decidir qué hacer con toda esa dinamita sexual en la habitación, sobre todo tan cerca del fuego.


Sobre todo cuando la mujer que había salido de la fantasía de su mente era la novia de su hermano.


—¿Ducharme aquí? —ella negó con la cabeza—. No, no, no. Sólo he venido para hablar y luego…


—¿Luego, qué? —la interrumpió Pedro—. ¿Volver a la tormenta? —señaló hacia la ventana y la salvaje tormenta que se vislumbraba más allá—. Eso sí que sería una Mala Idea, Paula.


—Muchas gracias por recordármelo —ella hizo una mueca.


—Que te sirva de lección, chiquilla —él rió—. Nunca me muestres tus debilidades, porque las usaré en tu contra.


—Chiquilla —ella repitió la mueca, aunque más relajada—. Tengo veintiséis años.


—Entonces, compórtate como una adulta. Sube y date una ducha caliente. Después meteremos tu ropa en la secadora. Prepararé algo de cena y entonces reflexionaremos.


—¿Reflexionaremos sobre qué? —ella entornó los ojos.


—Reflexionaremos sobre lo que nos sucederá —por  ejemplo, si ella debería saber quién era él, o si sería capaz de dejar que ella se marchara esa noche.


—De acuerdo —dijo Paula tras echar otro vistazo por la ventana y antes de inclinarse para recoger la manta.


Él se la tendió, camino de las escaleras, y aprovechó para acercarla un poco más hacia sí.


—¿Qué? —ella se sobresaltó, con los ojos muy abiertos y un temblor en sus rizos.


—No nos hemos saludado con un beso —murmuró él mientras, preso de la curiosidad, apoyaba los labios contra los de ella.


Ante el contacto, el corazón de Pedro martilleó con fuerza y el calor inundó su cuerpo, quemándolo desde la cabeza hasta la ingle.


Paula tenía los labios más suaves y mullidos que hubiera tocado él en sus treinta y un años de vida, y tras dieciocho años practicando besos. Sus músculos estaban tensos mientras levantaba las manos para sujetar el rostro de ella.


Respiró hondo un instante y entonces rozó, con la punta de la lengua, la lengua de ella.


¡Vaya!


Los dos dieron un respingo ante la dulce y ardiente explosión.


—Me… me ducharé —dijo ella, tras recuperar el aliento y mientras lo miraba sin atreverse a darle la espalda.


—De acuerdo, sube —consiguió decir él, aunque en realidad tendría que haber dicho «Corre, Ricitos de Oro, tan lejos como puedas».


Aunque, si lo intentara, él saldría corriendo tras ella.






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