sábado, 20 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 10





La casa parecía otra sin Juana. Su presencia había sido una barrera entre Pedro y ella, pero ahora, solos en el hostal, la ausencia de su hija los obligaba a estar más tiempo juntos.


Pero ya le había contado suficientes cosas esa tarde, y no sería adecuado tomarse más confianzas. Por muy solitaria que le pareciera la casa sin su hija. Por muy tentadora que fuera la presencia de Pedro.


Paula sacó una bandeja del horno. Era la propietaria de un hostal preparando la cena para un cliente, nada más, se decía a sí misma.


Entonces, ¿por qué le parecía una cita?


Porque después de dos días ella había permitido que fuera así.


Se había saltado la norma de no confraternizar con los clientes, algo que no hacía nunca. Le había contado cosas personales. Había sido un alivio hacerlo, sí, pero no debía volver a pasar. No podía mostrarse tan vulnerable con él ni con nadie.


Suspirando, se concentró en preparar una ensalada César. 


Cocinar la relajaba. Había aprendido de su madre siendo muy pequeña, y cuando se quedó huérfana, era la única tarea que la consolaba. Seguía siendo así.


Pedro entró en la cocina entonces, y Paula se preguntó en un momento de fantasía, cómo sería si la tomase por la cintura. Cómo sería sentir el consuelo tangible de sus manos… Pero no debía hacerse esas preguntas.


Parecía recién levantado porque tenía la camiseta arrugada y estaba un poco despeinado. Y más atractivo que nunca.


—Huele muy bien.


—He pensado que esta noche podríamos cenar en el salón, viendo una película. Los filetes están casi hechos, pero si no te importa llevar la ensalada a la mesa…


—No, claro.


Cuando entró en el salón unos minutos después, le sorprendió de nuevo, la sensación de intimidad. Había comido con los clientes en alguna ocasión, pero nunca había experimentado esa sensación de… Proximidad. Con Pedro, el salón parecía más pequeño, más familiar.


Sería mentira decir que se había esforzado tanto con aquella cena sólo por un cliente. La verdad era que quería impresionarlo, hacer algo especial. Quizá porque había sido tan agradable con Juana, o quizá porque la había escuchado aquella tarde. O porque estaba cansada de estar sola.


Mientras servía la ensalada, Pedro abrió una botella de vino blanco.


—Gracias —sonrió Paula tomando una copa.


—Gracias a ti —dijo él—. Todo tiene un aspecto estupendo.


—Es mi obligación.


—Ya, claro. Pero tengo la impresión de que llevas demasiado tiempo haciendo cosas por obligación… —comentó Pedro entonces—. Especialmente después de lo que me has contado esta tarde.


Paula apartó la mirada. ¿Tan transparente era? No le había contado mucho sobre su vida, sólo los hechos básicos. Pero lo que decía era verdad: Se había dedicado por completo a Juana. Eso era mucho más fácil que arriesgarse otra vez con un hombre.


—Me gusta lo que hago.


—¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo sólo por ti misma o por capricho?


No se acordaba y la desconcertó que Pedro fuese tan perceptivo.


—Me encanta mi trabajo. Me hace feliz.


—No me refiero a tu trabajo —dijo él tomando su mano—. Pero sea esto tu trabajo o no, gracias por hacerme sentir como en casa.


—De nada… —murmuró Paula.


Sus ojos azul verdoso la mantenían cautiva por encima de la luz de la vela.


—Y por confiar en mí esta tarde. Quiero pensar que quizá nos estamos haciendo amigos.


Ella apartó la mano, nerviosa.


—No suelo hacer amistad con los clientes, Pedro.


Él pareció pensarlo un momento, pero luego una sonrisa iluminó su cara, como si supiera que lo había dicho porque eso era exactamente lo que debía decir.


—Sí, bueno, pero yo soy especial.


Sí, era especial, desde luego. Diferente. Pero decírselo no sería sensato.


—No dejes que se te suba a la cabeza. Y gracias por ser tan amable conmigo. No tengo mucha gente a la que contarle mis cosas.


—De nada. Bueno, ¿hay algo más que deba saber sobre Paula Chaves? —sonrió Pedro, untando mantequilla en el pan.


—Te he contado todos los detalles interesantes. Soy una persona muy aburrida.


—Sí, seguro… —rio él—. El último adjetivo que yo usaría para describirte sería «aburrida».


—¿Qué quieres saber de mí, si pongo almidón en la colada? —bromeó Paula—. ¿Si tengo un huerto de lechugas?


—Si eso es importante para ti…


—No le pongo almidón a la colada y tengo algunas lechugas y tomates en el jardín, pero nada más.


—¿Lo ves? No ha sido tan difícil, ¿no?


—No, parece que no.


Comieron en silencio durante unos minutos, y luego Pedro volvió a levantar la mirada.


—Estoy más interesado en saber cómo te convertiste en la persona que eres. Y por qué elegiste abrir un hostal.


Paula tragó saliva.


—¿Quieres conocer la historia de Paula Chaves? Sólo te la recomiendo si tienes problemas para dormir.


—¿Por qué haces eso? —Pedro dejó el tenedor en el plato—. ¿Por qué te desdeñas a ti misma de esa forma?


—Yo no…


—Si no me interesara saberlo, no lo habría preguntado.


Paula se puso colorada. No tenía la menor intención de hablar sobre el dolor y la decepción que intentaba mantener escondidos. O contarle las tristes razones por las que decidió abrir un hostal. Lo que le había revelado era todo lo que iba a saber sobre su vida. Había llegado el momento de detener aquel interrogatorio. Empezaba a sentir la necesidad de contarle cosas y no quería que fuera así.


—¿Te apetece un postre? Hay pastel de calabaza con crema de caramelo.


—Lo siento, me estoy metiendo donde no me llaman… —suspiró Pedro.


—Te agradezco mucho que me escucharas esta tarde cuando estaba disgustada, pero los detalles de mi vida son… Algo muy personal. Y sé que tú respetarás eso.


—Sí, claro. Si es lo que quieres…


Pedro se levantó para ayudar a limpiar la mesa, dejando los platos sucios sobre la encimera.


—¿Paula?


—¿Sí?


Estaba a dos metros de ella, pero ni una sola palabra salió de su boca. Paula se fijó en los músculos que se marcaban bajo su camiseta, preguntándose cómo sería pasar las manos por aquel torso desnudo, por sus anchos hombros…


Entonces, de repente, Pedro dio dos pasos adelante, tomó su cara entre las manos y la besó.


Sorprendida, lo primero que notó fue que sus labios sabían ligeramente al vino blanco que habían tomado durante la cena. Paula cerró los ojos al sentir la fuerza de su brazo en la cintura, apretándola contra su duro cuerpo.


Y era maravilloso. Fuerte, vibrante, apasionado, joven, lleno de vida… Suspirando, pasó las manos por su poderosa espalda, mientras Pedro seguía besándola en la boca, en el cuello, en la garganta, haciendo que se le doblaran las rodillas.


Pero enseguida levantó la cabeza, asustada por la intensidad de su mirada, y más asustada de que en sus propios ojos él viera un reflejo de esa intensidad.


Deseaba a un hombre al que apenas conocía. Lo deseaba de la manera más básica que una mujer podía desear a un hombre.


Nerviosa, se apartó, deteniéndose sólo cuando su espalda chocó contra la encimera. Los dos respiraban agitadamente. Y todo por un beso, unos segundos durante los cuales sus cuerpos se habían rozado.


—Llevo todo el día queriendo hacerlo.


Esas palabras, pronunciadas en voz baja, la hicieron sentir un escalofrío.


Paula apartó la mirada, avergonzada. Había dejado a un lado sus deseos durante tanto tiempo, que casi se había olvidado de que existieran. Se había conformado con la mirada de algún hombre de vez en cuando. Pero nunca, desde la muerte de Tomas, se había comportado de esa manera.


—Yo… El postre… —no sabía lo que estaba diciendo, lo único que quería era que se la tragase la tierra.


—No, ahora mismo no —sonrió Pedro.


—¿Café?


—Paula, ¿quieres que te pida disculpas? No quiero hacerlo, pero…


«Yo tampoco quiero que lo hagas, pero tengo que poner distancia entre los dos de alguna forma».


—Sería lo más apropiado —contestó, levantando la barbilla.


¿A quién quería engañar? Pedro no la había obligado a besarlo. Podría haberse apartado, pero no lo había hecho.


—Lo siento —dijo él entonces—. Siento que seas tan guapa que haya tenido que besarte.


¡Vaya, hombre…!


No podía ser. Aquello no podía ser.


—Nos conocemos desde hace sólo dos días, Pedro. Eres un cliente en mi hostal y… Quizá deberías recordar eso.


La estrategia podría haber funcionado si no le hubiese temblado la voz. Pero le había temblado, y sin saber qué hacer, se dio la vuelta y salió de la cocina.


Pedro no era el único que debía recordarlo







viernes, 19 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 9





Estaba sacando las llaves de la camioneta cuando él la sujetó del brazo.


—¿Por qué no dejas que conduzca yo?


Paula, de nuevo, pensó que era demasiado guapo. Su estatura no la intimidaba, al contrario, la atraía aún más. 


Nunca antes le había gustado un policía; había algo en ellos que le resultaba aterrador. Quizá fuera por su pasado o quizá por saber que ponían en peligro sus vidas constantemente, pero nunca se había sentido atraída por ese tipo de hombre.


Con Pedro, sin embargo, sentía una constante curiosidad. Intuía que ocultaba algo, y se preguntaba qué podría ser. Y le gustaría saber qué le importaba de verdad a Pedro Alfonso.


—¿Quieres conducir mi vieja camioneta? ¿Por qué?


Él rio, y ese sonido tan masculino hizo que se le doblaran las rodillas.


—Es una cosa de hombres. Me resulta raro que tú me lleves a todas partes.


—No me molesta. Considéralo parte de tus vacaciones. Además, me gusta conducir… —murmuró ella sin mirarlo.


—Despedirte de Juana no te ha sentado bien, ¿verdad?
¿Cuándo fue la última vez que alguien la miró con esa cara de preocupación? Paula se sentía tan aliviada, que estuvo a punto de dejarse caer sobre la puerta de la camioneta. Pero eso era ridículo.


—No me gusta despedirme de ella, no.


—Estás pálida como una muerta. ¿Tanto te duele decirle adiós a tu hija?


Ella tragó saliva. Cada vez que se despedía de Juana se ponía enferma, pero no quería que Pedro lo supiera.


—He perdido a mucha gente en mi vida, y decirle adiós a mi hija… —Paula respiró profundamente—. Siempre despierta una sensación de pánico. Pero se me pasará.


—Entonces relájate y deja que conduzca yo. Sólo por esta vez —sonrió Pedro—. Además, no debes preocuparte. Juana es una buena chica.


No diría lo mismo si supiera que la habían detenido el año anterior por posesión de drogas. Pero entonces… Gabriel no debía de haberle contado nada, pensó, aliviada.


Paula le dio las llaves de la camioneta, suspirando.


—¿Quieres contármelo? —le preguntó él, mientras salían del aparcamiento.


¿Quería hablar de ello?, se preguntó a sí misma. No estaba segura. Quizá estuviera bien hablar con alguien que no la conociera, que no la viese como «la viuda que no volvió a casarse».


—Estoy bien, de verdad. Lo que pasa es que… No puedo protegerla cuando no está en casa. Tiene dieciocho años, y sé que está mejor en Edmonton, pero…


—Todas las madres se preocupan, es normal —sonrió Pedro—. Pero tengo la impresión de que hay algo más que eso…


Paula miró por la ventanilla. Su relación con Juana era complicada. Había sido muy fácil cuando era niña y la vida era más sencilla. Ahora Juana se había hecho mayor, y quería su independencia. No entendía su obsesión por el orden o que le impusiera una hora para volver a casa, y se peleaban todo el tiempo. Pero Pedro no sabía eso, y no podría entender por qué la afectaba tanto que su hija le diera un abrazo.


—Juana y yo no estamos de acuerdo en muchas cosas. Pero hoy… Hoy ha sido diferente.


—¿Por qué?


—Porque… Ella estaba muy cariñosa. Hemos estado hablando de las vacaciones de verano y todo eso, pero…


—¿Pero qué?


—No sé, me ha parecido una despedida definitiva. Como si hubiéramos hecho las paces por fin. Y eso me asusta mucho.


—No lo entiendo.


Paula dejó escapar un suspiro.


—Es lógico. Es una idea muy fatalista, pero yo soy así.


Pedro soltó una carcajada.


—Veo que le das muchas vueltas a las cosas.


Ella se relajó un poco al oírlo reír. Había dejado de confiarle sus cuitas a sus amigos mucho tiempo atrás. Lo último que quería era aburrirlos con sus problemas y sus miedos. Tenía un negocio y había criado sola a su hija. La mayoría de ellos no entendía por qué seguía tan angustiada. Además, quería que la gente olvidase los problemas de Juana y hablar de ello no ayudaba en absoluto. Pero con Pedro sí podía hablar porque sólo estaba allí de paso.


—Tengo hambre. Vamos a parar en la tienda.


—¿Qué tienda?


—Ésa de ahí… —contestó Paula, señalando con el dedo—. Me gustaría comprar algo especial para la cena.


Pedro detuvo la camioneta y corrió a abrirle la puerta. Pero cuando abrió, Paula estaba mirándolo con una expresión de sorpresa que lo conmovió, y su corazón empezó a latir locamente, la misma sensación que había experimentado por la mañana mientras ella le ataba el arnés de los esquíes.


Cuantas más cosas sabía sobre ella, más fácil era entender que no lo había tenido fácil en la vida, y mientras iba encajando las piezas, comprendía por qué la había afectado tanto despedirse de Juana.


Pedro, yo…


Tenía los ojos muy azules, del color del Atlántico en un día soleado, pensó él. Y los labios entreabiertos. En un momento de locura, se le ocurrió que debería besarla para ver qué pasaba. Para comprobar si el deseo que sentía por ella era real o imaginado.


Pero eso no sería apropiado, de modo que esperó mientras Paula se aclaraba la garganta.


—Iba a preguntarte si querías alquilar una película para después de cenar. Hay un videoclub en Sundre, cerca de aquí.


Él iba a necesitar algo para pasar el tiempo, y sobretodo, para no pensar en lo guapa que era. Estarían solos, de noche, y después de cenar les quedarían largas horas por delante. Y estarían engañándose a sí mismos si quisieran mantener la mentira de que sólo eran propietaria y cliente. 


Había algo entre ellos, no sabía bien qué. Ver una película sería una manera de contener el absurdo deseo de tomarla entre sus brazos.


—Eso estaría bien.


Paula dejó escapar un suspiro, y Pedro tuvo que contenerse para no besarla. Porque sería un error, especialmente frente a la tienda, delante de todo el mundo. Él sabía bien cómo eran los pueblos pequeños. ¿Y cómo iba a besar a una mujer a la que había mentido menos de una hora antes?


Porque su relación con Gabriel no era mera coincidencia.


—¿Paula?


—¿Sí?


—¿Qué tenemos de cena?


Ella sonrió y Pedro se dio cuenta de que eso era lo que había estado esperando. La sonrisa de Paula se llevaba el frío del ambiente, reemplazándolo por otra cosa.


Se sentía mejor que en mucho tiempo, y en lugar de analizar la sensación, decidió disfrutarla.


—Vamos dentro y te enterarás —contestó, saltando de la camioneta.


Con película o sin ella, Pedro empezaba a temer que haría falta algo más que un DVD para que dejase de pensar en Paula Chaves.







IRRESISTIBLE: CAPITULO 8





El restaurante estaba casi vacío, y Paula se quedó sorprendida al ver a Pedro sentado con Gabriel Simms, el jefe de policía de Mountain Haven. Gabriel no era mala persona, pero sabía cosas… Cosas que ella prefería que Pedro no supiera.


Aunque era natural que dos miembros del cuerpo de policía quedasen para hablar, pensó luego.


Los ojos de Pedro se iluminaron al verla, y Paula tuvo que sonreír. No debería admitirlo, pero entre ellos había cierto magnetismo, cierta atracción. Una sensación tan inesperada, como poco familiar. Aunque no lo lamentaba; era una distracción ahora que Juana había vuelto a Edmonton. No le gustaba nada volver sola a casa, porque le recordaba cómo sería su futuro cuando Juana se hubiera ido para hacer su vida.


—¿Juana se ha ido ya?


—Sí… —suspiró ella, tragando saliva.


Decirle adiós le rompía el corazón porque temía no volver a verla. Sabía que era un miedo irracional, pero su corazón no parecía entenderlo. Y que Juana estuviera en una ciudad extraña, donde no podía vigilarla, la asustaba más de lo que quería reconocer.


Pero no dijo nada porque Pedro no tenía por qué saberlo, y además, no estaba solo.


—Paula, te presento a Gabriel Simms.


—Nos conocemos —dijo ella, ofreciéndole su mano.


—Encantado de verte, Paula. Pedro me dice que lo tratas muy bien.


—Es mi único cliente en este momento.


En otras circunstancias, Gabriel Simms, un hombre de su edad y bastante atractivo, podría haberle gustado. Pero se habían conocido el verano anterior en circunstancias que prefería olvidar.


—¿Y vosotros dos de qué os conocéis? —preguntó Paula.


—Gabriel y yo estuvimos juntos en una conferencia en Toronto hace un par de años —explicó Pedro.


Los dos hombres intercambiaron una mirada, y ella tuvo que disimular su aprensión. Qué extraña coincidencia que se hubieran vuelto a encontrar allí, en un pueblo tan pequeño.


¿Qué le habría contado Gabriel sobre ella, sobre Jen? ¿Qué pensaría Pedro?


Gabriel Simms era, en parte, la razón por la que Paula había insistido en que Juana se fuera a estudiar a Edmonton, y aunque sabía que debería estarle agradecida, su presencia era un amargo recordatorio de cuánto se habían separado su hija y ella.


—Siéntate, Paula. Toma un café con nosotros —la invitó Pedro.


—No… Iba a tomar algo, pero la verdad es que no tengo hambre. Y acabo de recordar que tengo que comprar cosas para la cena.


—Entonces, me voy contigo —dijo él inmediatamente, sacando la cartera—. Encantado de volver a verte, Gabriel.


—Llámame la próxima vez que vengas por el pueblo. Podríamos echar una partida de billar.


—Muy bien. Lo haré.


—Me alegro de verte, Paula.


—Lo mismo digo… —murmuró ella, aunque no era verdad.
¿Le habría contado algo a Pedro?









IRRESISTIBLE: CAPITULO 7






A la mañana siguiente hacía tanto frío, que Paula tuvo que soplarse los dedos para sujetar la llave. Tardó un momento, porque la cerradura estaba oxidada por el agua y la falta de uso, pero por fin logró abrir la puerta del cobertizo.


—Entra si te atreves —le dijo, con una sonrisa.


—¿No te conté que había estado en los marines?


—¿Y qué?


—¿Después de eso crees que me da miedo un simple cobertizo? —rio Pedro.


—¿No te dan miedo las arañas?


Él soltó una carcajada.


—Sí consiguen atravesar esta parka merecen darme un picotazo.


Pedro tuvo que agachar la cabeza para entrar en el cobertizo mientras Paula esperaba en la puerta. Su sentido del humor era una sorpresa muy agradable.


—¿Encuentras algo que te guste?


—Sí, espera un momento.


Oyó ruido en el interior, y al acercarse para mirar, vio que él estaba inclinado y la postura destacaba un trasero más que tentador. Aquel hombre empezaba a resultar irresistible, pero tenía que mantener la cabeza sobre los hombros.


—¡Allá van!


Paula se apartó cuando unas botas negras de esquí aparecieron volando por la puerta. Luego apareció Pedro, con telarañas en la parka.


—Ya te dije que había arañas.


—No importa, nos hemos hecho amigos.


Tenía en una mano un par de esquíes de travesía, y en la otra los dos bastones.


—¿Te has probado las botas?


—A ver… Son del cuarenta y tres. Supongo que me quedarán bien.


—No sé cómo te apetece salir a dar un paseo. Con este viento, debe de haber casi diez grados bajo cero.


—Así te dejaré en paz un rato.


Paula sonrió.


—Los clientes del hostal Mountain Haven no tienen que dejar en paz a su propietaria.


—Eso lo dices ahora, pero te advierto que soy horrible cuando me aburro. Insoportable.


En realidad, sería más fácil para ella si Pedro no estuviera en el hostal las veinticuatro horas del día. Nunca había tenido esa sensación de intimidad con un cliente, y le resultaba muy… Inquietante.


—No puedo enganchar esto —dijo él.


Paula se inclinó para mostrarle cómo enganchar las botas en el arnés, y al hacerlo, Pedro se inclinó también. Estaban demasiado cerca, su cuerpo bloqueando el viento, dándole calor. Cada vez que estaban juntos experimentaba una sensación extraña. Era un hombre guapísimo, alto, fuerte… Y encantador. ¿Cómo iba a inmunizarse contra él?


—Creo que ya está. A ver, intenta caminar.


Pedro dio un par de pasos adelante… Y cayó de bruces al suelo.


—¿Necesitas ayuda? —rio Paula.


—¿Ayuda de una pequeñaja como tú? —preguntó él desde el suelo, cubierto de nieve—. Venga, ríete. Seguro que tú tampoco puedes tenerte de pie.


La verdad era que sí podía hacerlo. Solía hacer esquí de travesía… Hasta que conoció a Tomas y se quedó embarazada de Juana. Pero ese primer invierno habían ido a dar muchos paseos con los niños.


Paula se volvió para cerrar la puerta del cobertizo. No había sabido apreciar lo que tenía, y cuando quiso darse cuenta, Tomas había muerto y estaba sola otra vez, responsable de un adolescente y una niña pequeña.


—Gracias por los esquíes —dijo Pedro—. Tiene que ser divertido ir a dar un paseo deslizándose con esto.


—Puedes dejarlos en el porche cuando termines.


—¿Paula?


Ella levantó la mirada.


—¿Sí?


—¿Seguro que no te importa que los use? No quiero recordarte cosas que te duelan.


—No pasa nada. Ahí guardados no le sirven a nadie, no te preocupes —Paula intentó sonreír—. Voy a hacer la comida y luego tengo que llevar a Juana a la estación de autobuses.


—Vas a echarla de menos.


—Sí, claro. Aunque nos peleamos mucho —Paula sacudió la cabeza—. Pero creo que está mejor donde está.


Lo último que Juana necesitaba, era volver a casa por el momento. Se aburriría, y tarde o temprano, querría volver a salir con los mismos amigos de antes.


Había podido sacarla del apuro la primera vez, pero si había una segunda, no sería lo mismo, y aunque se sentía sola sin ella, sabía que había tomado la mejor decisión para su hija.


—Tiene que volver a Edmonton, así que voy a hacer lo que hacen todas las madres: Forrarla de comida.


Paula intentó sonreír, pero no le salió.


—Puede que creas que Juana no te lo agradece, pero así es. Y cuando sea mayor seguramente te lo dirá.


Ella tenía sus dudas.


—¿Tú te llevas bien con tus padres?


—Sí, muy bien —contestó él—. Mi madre habría preferido que eligiera una profesión segura como mis hermanos, pero… En fin, la pobre se preocupa mucho por mí. Pero incluso cuando estaba en el extranjero con los marines, me mandaba paquetes de comida. Lo único malo de vivir en Florida es que ellos viven en el norte, así que no nos vemos muy a menudo.


—Parece que tuviste una infancia estupenda.


—Yo diría que una infancia normal.


Paula tragó saliva. Pedro nunca entendería su vida. Él tenía hermanos, padres, una familia. La única familia que ella había conocido eran Miguel y Juana.


—¿Y tú? ¿Dónde están tus padres?


Paula subió al porche y apoyó los esquíes en la pared.


—En un panteón, al lado de mi marido —respondió antes de abrir la puerta.