lunes, 15 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 28





—Pues ésa es mi intención. Y si no es lo que tú quieres, lo
comprenderé. Necesito un buen equipo en la sede, y no sé si va a ser factible recolocar a todo el equipo en el campo, así que, de momento, estoy haciendo un sondeo.


Andrea y Samuel permanecieron en silencio.


—Lo siento —dijo él, al ver su cara de asombro—. Es una locura. Olvidadlo.


—No, no quiero olvidarlo —dijo Samuel—. No tenemos por qué estar en Londres. De hecho, Dana ha estado hablando de marcharnos de la ciudad. Lo habríamos hecho antes de no ser porque mi trabajo estaba aquí. Lo que propones podría estar bien. A mí me valdría.


«Genial», pensó Pedro, y miró a Andrea.


—¿Algún comentario?


—Yo no puedo irme. Mi hija está a punto de dar a luz y necesita que yo esté cerca. Es discapacitada, y no es fácil.


—¿Y vive en Londres?


—Sí. Bueno, a las afueras. Su marido es piloto en el aeropuerto de Stansted. Viven cerca de Stratford.


—¿Y contemplarían la posibilidad de mudarse? Stansted está a una hora del pueblo, o menos. ¿Cuarenta minutos? Y me aseguraría de que recibierais una buena compensación. Lo que sea necesario, Andrea. Si quiero trasladar toda la empresa, y teniendo en cuenta que quiero formar algo mucho más manejable para todos nosotros, necesitaré que las personas clave estén a mi lado.


—Sólo llevo contigo seis meses, Pedro. ¿Cómo puedo ser una persona clave?


—No te lo imaginas —dijo él—. No es fácil trabajar conmigo.


—Ya me he dado cuenta.


Pedro miró el reloj.


—Tengo que irme. ¿Pensaréis en ello? Y si creéis que puede
interesaros, haremos una reunión con el resto del equipo. Ah, y no quiero que Paula se entere de esto hasta que tenga algo concreto que contarle.


—¿Cómo podemos contactar contigo?


—Tengo un teléfono móvil nuevo. Lo he comprado de camino aquí. Y si pudieras conseguirme un ordenador portátil con toda mi información, sería estupendo. Voy a llamar a Gerry a Nueva York.


—Eso, ¿qué pasará con Nueva York? —preguntó Andrea.


—Te lo diré cuando hable con Gerry.


—Él no puede mudarse a Suffolk.


—No… Pero puede comprar parte de la empresa. Lleva años hablando de ello.


Ambos lo miraron como si fuera un bicho raro.


—Hablas en serio, ¿verdad? —preguntó Samuel. Pedro asintió y se puso en pie.


—Oh, sí. En mi vida he hablado tan en serio.


Por la tarde, Paula quedó con un arquitecto para que le hiciera los planos y el presupuesto de la reforma del establo. 


En cuanto lo tuviera, le contaría el plan a Pedro.


Si es que llegaba a casa.


Era tarde. Muy tarde. Casi las diez…


Aprovechando que las niñas estaban dormidas, decidió darse una ducha antes de que llegara. Se quitó la ropa y se metió bajo el agua caliente.


—¿Pau?


No había rastro de ella, pero las luces estaban encendidas y se oía correr el agua en el baño del piso de arriba.


Estaba en la ducha.


Pedro subió por las escaleras, se quitó la ropa y, aprovechando que ella estaba de espaldas, se metió en la ducha y la agarró por la cintura.


Ella gritó y comenzó a reír. Él le dio la vuelta y empezó a besarla bajo el chorro de agua.


—Me has asustado —dijo ella, separándose para tomar aire.


—Lo siento —se echó champú en la mano y comenzó a
masajearle el cuero cabelludo.


—Oh, es estupendo —dijo ella, y apoyó la frente en su torso.


Cuando le aclaró el cabello, ella sonrió y le dio el bote de gel.


—No pares.


Él arqueó una ceja, se echó un poco de gel en la mano y
comenzó a enjabonarle el cuerpo. Los pechos, el vientre, la
entrepierna…


—¡Pedro!


—Shh. Ven aquí —dijo él, y la tomó en brazos para colocarla
sobre su miembro erecto—. Oh, Pau.


La besó, se apoyó en la pared y comenzó a moverse.


—¡Pedro!


—Tranquila, te tengo bien sujeta —dijo él y, al notar que Paula estaba llegando al orgasmo, gimió y se dejó llevar.




PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 27







—¿Andrea?


—Hola, Paula, me temo que Pedro tiene que venir a la oficina lo antes posible. Hay un problema que sólo él puede solucionar.


—Vaya. Está bien. Le diré que vaya. ¿Quieres hablar con él?
¿No? Muy bien, entonces le daré el mensaje —colgó el teléfono y se dirigió a Pedro, que estaba a su lado—. Andrea quiere que vayas. Al parecer, hay un problema que sólo tú puedes solucionar.


—¿Puedo ir?


Ella fingió resignación, pero estaba encantada. Quería llamar a Joaquin sin que Pedro se enterara, así que…


—Creo que debes ir. Vamos, vete y acaba con ello de una vez.


—Eres un encanto. Y lo siento.


Se despidió con un beso y se marchó enseguida. Paula aprovechó para llamar a Joaquin.


—Hola, ¡creo que tengo que darte la enhorabuena!


—Ah, Juana te lo ha contado. Sí… Y gracias.


—¿Estás contento?


—Sí. Se llama Ryan, y es arquitecto. Quiere que vaya a vivir con él.


—¡Joaquin! Me alegro mucho por ti —le dijo—. Murphy te echará de menos, pero no te preocupes, me quedaré con él. Y así podrás verlo cuando quieras.


—¡Estupendo!


—Joaquin, quería preguntarte una cosa. Mi marido ha vuelto a aparecer en mi vida y estamos buscando la manera de seguir adelante. Nos gustaría encontrar una casa por aquí y se me había ocurrido que si nos vendieras la tuya, él podría montar la oficina en uno de los establos.


—Sí.


—¿Qué?


—Que sí, que te venderé la casa. Por supuesto que sí.


—¿De veras?


—De veras. Y me alegro de que volváis a estar juntos. Es
evidente que lo quieres.


—Oh, Joaquin, gracias. No puedes imaginarte lo que esto significa para mí. Llamaré a alguna agencia inmobiliaria para que nos la tasen.


—No te molestes. Tengo un amigo que tiene una. Él conoce la casa y nos podrá decir un precio justo. Si a ti te parece bien, lo llamaré.


—Claro, por supuesto. Dímelo en cuanto hayas hablado con él. Y si Pedro contesta el teléfono, no se lo digas, ¿de acuerdo? Quiero que sea una sorpresa.


Joaquin se rió.


—Muy bien. ¿Cómo están las niñas?


—Preciosas. Ya están intentando andar. Tengo que dejarte, que Eva se quiere salir del parque. Hablamos pronto. Besos.


—Besos, y cuídate.


Paula tomó a las niñas en brazos y las llevó al salón.


Les puso un montón de juguetes en el suelo y se sentó en el sofá, para llamar a Juana y contarle las novedades.









domingo, 14 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 26




No había nada.


Él separó la silla del escritorio, miró a la pantalla con frustración y se preguntó qué diablos iba a hacer para encontrar una casa en la que pudieran vivir todos y solucionar el tema.


Pero no estaba seguro de poder solucionarlo. Necesitaba hablar seriamente con su equipo antes de hacer ningún cambio, pero entretanto… El teléfono sonó.


—Alfonso al habla.


—¿Hola? ¿Quién es?


—Soy Pedro Alfonso. ¿Puedo ayudarlo?


—Probablemente no. ¿Puedo hablar con Paula, por favor?


—Lo siento, no está. Estoy cuidando a las niñas. Soy… Soy su marido.


—Soy Joaquin Blake. Ella me está cuidando la casa.


—Sí. Sí, lo sé. Mira, regresará a la una, si quieres hablar con ella. Ha ido a tomar café con Juana.


—Ah. Ya. Bueno, en ese caso probablemente ya lo sabrá, pero la llamaba para decirle que no voy a regresar. Bueno, no creo. Tengo motivos personales y… Bueno, he conocido a alguien y voy a quedarme a vivir aquí, así que necesito hablar de la casa con ella. Y del perro.


—¿Imagino que no querrás venderme la casa?


—¿A ti?


—Sí… Para Paula. Nosotros... estamos tratando de ver si
podemos… si hay una manera de…


—¿A ella le parece bien?


—Oh, tenemos unas normas —dijo con ironía—. En estos
momentos estamos con la lucha de «no mantener contacto con la oficina». Pero yo no puedo dejar de trabajar, y he estado mirando si hay algún sitio por aquí donde pudiera compartir una oficina con mi equipo, y una casa con mi familia, para así poder pasar la mayor parte del tiempo con ellas. No he encontrado nada.


—¿Y crees que podrías hacer eso en mi casa?


—Suponiendo que me den los permisos para reformar el establo.


—Supongo que sí —dijo Joaquin—. No les gusta que los establos se transformen en viviendas, pero son más flexibles si se trata de una empresa o un negocio. Y si es para un negocio de uso personal, es probable que sean muy colaboradores. De hecho, yo también había hecho un proyecto. Probablemente todavía lo tengan en el archivo.
Podrías echarle un vistazo.


—¿Eso significa que a lo mejor te planteas vendérmela?


—No lo sé —dijo el hombre—. Tengo un pequeño problema.
Tendría que comprobar que mi actual inquilina estaría contenta con su nuevo casero, así que tendré que hablar con ella.


—Oh, creo que sí estaría contenta. Me ha dicho que no quiere mudarse, y yo sé que le encanta vivir aquí. Además, está el tema del perro.


—Sí.


Pedro sonrió pensativo.


—Adoramos a Murphy, ¿verdad, amigo? —dijo Pedro, acariciando las orejas del can.


—¿Está ahí contigo?


—Siempre está a mi lado. Está tumbado sobre mi pie.


—¿Y os lo quedaríais?


—Creo que Paula me mataría antes de permitir que le pasara algo al perro. Y, además, me hace compañía cuando salgo a correr.


—Eso le encanta. Siempre iba conmigo.


—Entonces, ¿lo pensarás?


—Tendremos que buscar un precio justo. ¿Podrías ocuparte de eso y llamar a un par de inmobiliarias para que hagan una tasación?


Pedro apuntó los nombres que él le dio y dijo:
—Déjame tu teléfono también —lo anotó junto a los otros
números—. ¿Puedes hacerme un favor, Joaquin? ¿Podrías mantener esto en secreto durante unos días? Sólo para darme tiempo de ver si funcionaría.


—Si te quedas el perro, el precio es negociable.


Él se rió.


—Joaquin, nos quedaremos el perro pase lo que pase. No puedo imaginar estar sin él, y me gusta la idea de que haya un perro cuando yo no esté. Quiero hablar con los urbanistas para asegurarme de que es factible, pero no quiero que Paula se haga esperanzas.


—Muy bien, pero he de decirte que anoche hablé con Pablo, así que es posible que Juana le haya contado a Paula que voy a quedarme aquí.


—De acuerdo. Ya me inventaré algo. ¿Quieres que te llame
cuando regrese?


—Sí, por favor. Y dale un abrazo a Murphy de mi parte.


—Lo haré.


Diez minutos más tarde, Pedro tenía una respuesta no oficial de los urbanistas, y todo indicaba que sus planes eran factibles. Llamó a Andrea desde el despacho y le dijo:
—Tenemos que hacer una reunión esta misma tarde. Y quiero que Samuel asista.


—Esto es para ella. Estoy tratando de encontrar la manera de que podamos estar juntos y, en cierto modo, eso depende de vosotros. Llámala y dile que tengo que ir al despacho a solucionar un problema muy importante. Invéntate algo. No me importa, pero no le digas de qué se trata. Quiero que sea una sorpresa.






PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 25




—¡Cuéntamelo todo! He estado muy preocupada por ti.


—No, sólo quieres que te cotillee —bromeó Paula, sentándose con un café con leche y un trozo de tarta de chocolate.


—Bueno, por supuesto que sí —dijo Juana, y le robó una
cucharada de tarta con la cucharilla del café—. Mmm. Riquísima.


Paula probó un trocito también.


—¿Y bien? —preguntó Juana.


—No lo sé. A veces creo que todo va bien, y otras…
Bueno, hace algunas trampas.


—¿Trampas?


—Sí. Pusimos unas normas. Dos semanas sin llamadas de
teléfono, acceso a Internet, viajes a Londres ni trabajo nocturno. La mayor parte del tiempo ha estado bien. Pero trató de recuperar su teléfono. Llamó desde el mío. Supongo que para encontrarlo cuando sonara, pero yo lo tenía en silencio bajo mi almohada y lo pillé.


—Vaya.


—Sí. Y el fin de semana estuvimos buscando una casa para mí en Internet. A Pedro no le hace mucha gracia que viva en casa de otro hombre, y quiere comprarme una —se encogió de hombros—. Pero no hemos encontrado ninguna que nos haya gustado por aquí. Él dice que estará en Londres, y yo quiero estar cerca de mis amigos. Y ése es el problema, claro. No vivirá aquí. No puede, y menos trabajando tantas horas… Y yo no regresaré a Londres hasta que esté completamente segura de que él va en serio con todo esto. Se parece un poco a un régimen estricto. Se puede seguir durante unos días, pero después siempre hay algo que lo estropea.


—Como la tarta de chocolate —dijo Juana, mirándola con deseo.


Paula empujó el plato hacia ella y le dio el tenedor.


—Como la tarta de chocolate, o como una oportunidad
maravillosa para comprar algo durante una crisis en el mercado financiero. Eso bastaría para que se fuera, lo sé. Y no sé si podría soportarlo. No quiero ser madre soltera, pero preferiría eso que estar cambiando de sitio continuamente.


—¿Y se lo has dicho?


—Sí, pero ¿qué puedo hacer?


Juana se encogió de hombros, tomó otro pedacito de tarta y se la devolvió.


—Mándame al cuerno si quieres, pero ¿de veras necesita
trabajar? Para vivir, me refiero. ¿Para ganar dinero?


—No. Por supuesto que no. No necesitaría trabajar nunca más. Pero se volvería loco. Es un adicto a la adrenalina. No podría vivir sin el toma y daca.


—Hablando de eso… —dijo Juana con un brillo especial en la mirada—. Tienes cara de haber hecho el amor. ¿Deduzco que esa parte de la reconciliación ha ido bien?


Paula sintió que se ponía colorada.


—Eso no es asunto tuyo —le dijo a su amiga.


—Eso es un sí. ¡Me alegro!


—¿Por qué?


—¡Porque es el hombre más sexy del mundo! No me
malinterpretes, adoro a Pablo, pero Pedro es un hombre muy sexy y sería una lástima…


—Eso es parte del problema, por supuesto. Si no estuviera
estupendo y no hiciera el amor de maravilla, sería más fácil dejarlo.


—Pero no quieres dejarlo —dijo Juana—. Sólo quieres vivir con él en un sitio que no esté cerca del aeropuerto, para que no pueda marcharse. Tienes que encontrar la manera de que se quede contigo.


—¿Y cómo puedo hacer eso?


—¿Qué te parece si él trasladara su oficina aquí?


—¿Qué?


—Ya lo has oído. Mucha gente lo hace. O podría trabajar desde casa.


—Si pudiera trabajar desde casa, no estaría en Nueva York o  en Tokio todo el rato.


—Ah, pero hay una gran diferencia entre querer y poder. Él puede trabajar desde casa, lo que pasa es que hasta ahora no ha querido hacerlo. Ésa es la clave. ¿Vas a comer más tarta?


—Deberías haberte pedido una porción —dijo ella, dándole el plato otra vez.


—No, estoy a dieta.


—Ya, claro. Entonces, ¿crees que debería encontrar una manera de que se quede en el país?


—Mmm. Aparte de esposarlo a la cama, que también es otra
opción.


Ella se rió.


—Eres incorregible. Me encantaría verte otra vez —dijo—. Si no tuviera que mudarme enseguida. ¿Sabes que Joaquin regresa dentro de un mes y que tengo que encontrar otro sitio donde vivir?


—No —dijo Juana.


—Pues sí.


—No, no es cierto. Ha conocido a alguien. ¿No te lo ha dicho? A un chico de Chicago que tiene quince años menos que él y quiere que se mude a vivir allí para siempre. Pero está confuso.


—¿Respecto al chico?


—No. Sobre Murphy. Si no fuera por el perro, lo haría. Pero ya sabes cómo lo adora. Y a la casita también.


—Y si se queda allí, ¿qué piensa hacer con la casa?


Juana se encogió de hombros.


—Venderla, supongo. No lo sé. No he hablado con él, fue Pablo quien contestó la llamada mientras yo estaba en el baño. Es todo lo que sé. Era muy tarde, probablemente por eso no te llamó. ¿Por qué no lo llamas?


—Puede —dijo ella—. Puede que lo haga. ¿Cuántas horas hay de diferencia con Chicago? ¿Seis?


—Algo así.


—Así que cuando llegue a casa, serán las siete de la mañana allí. Un poco pronto.


—Y a lo mejor quieres hablarlo con Pedro.


—O no. A lo mejor prefiero presentarme con una solución
concreta y ver qué dice. Es fácil hablar con él, en teoría, pero quizá consiga una respuesta más sincera si se ve obligado a tomar una decisión. Si veo que se siente acorralado, sabré que no funcionará.


«Por favor, que no sea así».