domingo, 14 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 25




—¡Cuéntamelo todo! He estado muy preocupada por ti.


—No, sólo quieres que te cotillee —bromeó Paula, sentándose con un café con leche y un trozo de tarta de chocolate.


—Bueno, por supuesto que sí —dijo Juana, y le robó una
cucharada de tarta con la cucharilla del café—. Mmm. Riquísima.


Paula probó un trocito también.


—¿Y bien? —preguntó Juana.


—No lo sé. A veces creo que todo va bien, y otras…
Bueno, hace algunas trampas.


—¿Trampas?


—Sí. Pusimos unas normas. Dos semanas sin llamadas de
teléfono, acceso a Internet, viajes a Londres ni trabajo nocturno. La mayor parte del tiempo ha estado bien. Pero trató de recuperar su teléfono. Llamó desde el mío. Supongo que para encontrarlo cuando sonara, pero yo lo tenía en silencio bajo mi almohada y lo pillé.


—Vaya.


—Sí. Y el fin de semana estuvimos buscando una casa para mí en Internet. A Pedro no le hace mucha gracia que viva en casa de otro hombre, y quiere comprarme una —se encogió de hombros—. Pero no hemos encontrado ninguna que nos haya gustado por aquí. Él dice que estará en Londres, y yo quiero estar cerca de mis amigos. Y ése es el problema, claro. No vivirá aquí. No puede, y menos trabajando tantas horas… Y yo no regresaré a Londres hasta que esté completamente segura de que él va en serio con todo esto. Se parece un poco a un régimen estricto. Se puede seguir durante unos días, pero después siempre hay algo que lo estropea.


—Como la tarta de chocolate —dijo Juana, mirándola con deseo.


Paula empujó el plato hacia ella y le dio el tenedor.


—Como la tarta de chocolate, o como una oportunidad
maravillosa para comprar algo durante una crisis en el mercado financiero. Eso bastaría para que se fuera, lo sé. Y no sé si podría soportarlo. No quiero ser madre soltera, pero preferiría eso que estar cambiando de sitio continuamente.


—¿Y se lo has dicho?


—Sí, pero ¿qué puedo hacer?


Juana se encogió de hombros, tomó otro pedacito de tarta y se la devolvió.


—Mándame al cuerno si quieres, pero ¿de veras necesita
trabajar? Para vivir, me refiero. ¿Para ganar dinero?


—No. Por supuesto que no. No necesitaría trabajar nunca más. Pero se volvería loco. Es un adicto a la adrenalina. No podría vivir sin el toma y daca.


—Hablando de eso… —dijo Juana con un brillo especial en la mirada—. Tienes cara de haber hecho el amor. ¿Deduzco que esa parte de la reconciliación ha ido bien?


Paula sintió que se ponía colorada.


—Eso no es asunto tuyo —le dijo a su amiga.


—Eso es un sí. ¡Me alegro!


—¿Por qué?


—¡Porque es el hombre más sexy del mundo! No me
malinterpretes, adoro a Pablo, pero Pedro es un hombre muy sexy y sería una lástima…


—Eso es parte del problema, por supuesto. Si no estuviera
estupendo y no hiciera el amor de maravilla, sería más fácil dejarlo.


—Pero no quieres dejarlo —dijo Juana—. Sólo quieres vivir con él en un sitio que no esté cerca del aeropuerto, para que no pueda marcharse. Tienes que encontrar la manera de que se quede contigo.


—¿Y cómo puedo hacer eso?


—¿Qué te parece si él trasladara su oficina aquí?


—¿Qué?


—Ya lo has oído. Mucha gente lo hace. O podría trabajar desde casa.


—Si pudiera trabajar desde casa, no estaría en Nueva York o  en Tokio todo el rato.


—Ah, pero hay una gran diferencia entre querer y poder. Él puede trabajar desde casa, lo que pasa es que hasta ahora no ha querido hacerlo. Ésa es la clave. ¿Vas a comer más tarta?


—Deberías haberte pedido una porción —dijo ella, dándole el plato otra vez.


—No, estoy a dieta.


—Ya, claro. Entonces, ¿crees que debería encontrar una manera de que se quede en el país?


—Mmm. Aparte de esposarlo a la cama, que también es otra
opción.


Ella se rió.


—Eres incorregible. Me encantaría verte otra vez —dijo—. Si no tuviera que mudarme enseguida. ¿Sabes que Joaquin regresa dentro de un mes y que tengo que encontrar otro sitio donde vivir?


—No —dijo Juana.


—Pues sí.


—No, no es cierto. Ha conocido a alguien. ¿No te lo ha dicho? A un chico de Chicago que tiene quince años menos que él y quiere que se mude a vivir allí para siempre. Pero está confuso.


—¿Respecto al chico?


—No. Sobre Murphy. Si no fuera por el perro, lo haría. Pero ya sabes cómo lo adora. Y a la casita también.


—Y si se queda allí, ¿qué piensa hacer con la casa?


Juana se encogió de hombros.


—Venderla, supongo. No lo sé. No he hablado con él, fue Pablo quien contestó la llamada mientras yo estaba en el baño. Es todo lo que sé. Era muy tarde, probablemente por eso no te llamó. ¿Por qué no lo llamas?


—Puede —dijo ella—. Puede que lo haga. ¿Cuántas horas hay de diferencia con Chicago? ¿Seis?


—Algo así.


—Así que cuando llegue a casa, serán las siete de la mañana allí. Un poco pronto.


—Y a lo mejor quieres hablarlo con Pedro.


—O no. A lo mejor prefiero presentarme con una solución
concreta y ver qué dice. Es fácil hablar con él, en teoría, pero quizá consiga una respuesta más sincera si se ve obligado a tomar una decisión. Si veo que se siente acorralado, sabré que no funcionará.


«Por favor, que no sea así».






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