viernes, 12 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 17




No tenía por qué haberse preocupado.


Nada más ver a Paula y a las niñas, Linda Alfonso se cubrió la boca con la mano y rompió a llorar.


—Oh, Paula, cariño… ¡Oh, mi niña! —y sin decir nada más, se acercó a ella y la abrazó con fuerza.


Paula la abrazó conteniendo las lágrimas y, después, cuando se separaron, Linda comenzó a decir cosas a las pequeñas y abrazó a Pedro con fuerza.


—Pasad… Pasad. ¿Raul? Mira, es Pedro, y ha venido con Paula y…


Comenzó a llorar de nuevo.


—¿Paula?


Raul, la pareja de Linda, la miró un instante antes de darle un beso en la mejilla.


—Me alegro de volver a verte. Y veo que has estado ocupada.


—Un poco —contestó—. Siento habéroslo comunicado así. Pero parece que hoy es un día importante para ellas.


Porque Pedro había decidido vender la empresa a Yashimoto aquella misma mañana. Así que la había tomado en serio y pensaba dar los pasos necesarios para cambiar las cosas.


Pedro se ocupó de las niñas y entró en la casa. Su madre no
dejaba de llorar, y Raul ayudó a Paula a sacar las sillitas del
coche para meterlas en la casa, para que las niñas pudieran comer en ellas.


—Me alegro de que estés aquí —dijo él, mientras cerraba la
puerta de la casa—. Linda te ha echado mucho de menos, y Pedro ha estado… Bueno, «difícil» no llega ni a describirlo.


Ella negó con la cabeza.


—Lo siento.


—No. No te preocupes por mí. Pero es posible que Linda sí se merezca una explicación, cuando puedas dársela, y… supongo que es algo entre Pedro y tú. Pero es estupendo verte otra vez, y ver que él vuelve a sonreír. Y que es padre. Eso es algo que no imaginábamos que llegaríamos a ver.


—No. Nadie lo imaginaba.


Al menos, no mientras estuviera con ella, y con los problemas médicos. Pero al parecer, los milagros existían, y a ella le habían ocurrido dos. O tres, si era cierto que Pedro estaba dispuesto a cambiar de vida. Paula no estaba segura de ello, pero el tiempo lo diría.


Siguió a Raul hasta el salón y encontró a Linda sentada en el
suelo, con la espalda apoyada en el sofá.


Ana estaba gateando por encima de ella y Eva se dirigía a la planta que había en un rincón.


—Eso no es buena idea —dijo ella, y le retiró los dedos de las patas del macetero antes de que se lo tirara encima—. Vamos a tener que encerrarte, jovencita. Ven a decirle hola a tu abuela.


La giró y, agarrándola de las manos, la ayudó a caminar.


—Va a echar a andar muy pronto —dijo Linda—. Igual que PedroFue una pesadilla. Y con ella no será muy distinto —añadió, agarrando a Ana, que estaba trepando por sus piernas para llegar al sofá—. ¿Cómo diablos puedes ocuparte de las dos?


Paula soltó una carcajada.


—Oh, no tengo ni idea. Cada día es peor. Cuando estuvieron en la UVI y yo acababa de tener la cesárea, pensé que no podía haber algo más complicado…


—¿Te hicieron la cesárea?


Pedro estaba asombrado, y ella se dio cuenta de que no le había contado nada del parto.


—Sí —dijo ella—. Dijeron que era necesario, y más cuando sólo estaba de treinta y tres semanas —al ver su cara de susto, añadió—: Pero no pasa nada, estamos bien —le aseguró.


—Deberías haberme llamado —dijo Linda—. Habría ido a
ayudarte.


—¿Para que se lo dijeras a Pedro?


Ella tragó saliva y se mordió el labio inferior.


—Lo siento, no es asunto mío.


—No es por ti —dijo Paula—. Teníamos problemas.


—Tú tenías problemas. Yo estaba demasiado atrapado en mi vida como para darme cuenta —dijo él—. Paula me dijo ayer que sólo tengo once años menos que papá cuando murió. Y no quiero ir por el mismo camino.


—Bien —dijo Linda, con los ojos llenos de lágrimas—. Tu padre era un buen hombre, pero no sabía cuándo parar, y yo he estado muy preocupada por ti, Pedro. A lo mejor esto era lo que necesitabas para hacerte entrar en razón.


—Esperemos que sea así —dijo Paula—. Linda, tengo que
calentarles la comida a las niñas. Empezarán a gritar de un
momento a otro. Han tenido una larga mañana.


—Por supuesto. Ven a la cocina. Ellos pueden cuidarlas un ratito.


Linda puso la pava en el fuego y metió la comida de las niñas en el microondas. Después, se volvió para abrazar a Paula.


—Te he echado mucho de menos —le dijo, antes de soltarla—. Comprendo que no pudieras ponerte en contacto conmigo si no querías hablar con Pedro, pero te he echado de menos.


—Yo también —le aseguró Paula, con un nudo en la garganta—. Me habría venido bien tener una madre cerca mientras estaba en el hospital. Juana estuvo conmigo, pero ella acababa de tener a su bebé, y lo tenía complicado.


—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo Linda, después de
mirarla un instante—. ¿Por qué no le dijiste que estabas
embarazada? ¿Por Debbie?


—¿Debbie? ¿Quién es Debbie?


—¿No te lo ha dicho? —preguntó Linda, confundida.


—No conozco a nadie que se llame Debbie. ¿Quién es? No me digas que él ha tenido una relación…


—¡No! Santo cielo, no se trata de nada parecido. Oh, cielos… — se cubrió la boca con la mano y miró a Paula—. Lo siento, no debería haber dicho nada. No soy yo quien debe contártelo. Tendrás que preguntárselo a Pedro. Oh, cielos, no puedo creer que no te lo haya contado.


—¿Tiene algo que ver con el hecho de que no quisiera tener
hijos? —preguntó Paula, pero Linda negó con la cabeza y levantó la mano.


—No, no puedo contártelo. Lo siento. Tendrás que hablar con Pedro, pero… Hazlo con cuidado. En aquel momento… No, tendrás que preguntárselo tú, no puedo decir nada más —sacó los tarros de comida y sonrió—. Vamos a darles de comer a las pequeñas. Nunca pensé que sería abuela, y no pienso perderme ni un minuto.


Pasaron una tarde estupenda.


Después de comer salieron a dar un paseo a Hampstead Heath.


—Teníamos que haber traído a Murphy —dijo Pedro.


Paula se rió.


—No creo. Está mejor en casa. Se habría revolcado en el barro, y la casa de tu madre no está hecha para tener perros, con esa moqueta de color claro que tiene.


—Está bien —dijo él—. Quizá tengas razón.


—Por supuesto que tengo razón. Yo… —lo miró pensativa.


—¿Siempre tienes razón? —dijo él.


Ella negó con la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas.


—Lo siento.


—Eh, ahora no. Que hoy hemos pasado un día feliz.


Él le tendió la mano y ella se la agarró, preguntándose si Pedro no estaría fingiendo para complacer a su madre.


El carrito se quedó atascado y Pedro tuvo que ayudar a Raul a levantarlo. Entonces, Linda rodeó a su hijo con el brazo y comenzó a hablar con él. Paula se quedó con Raul y con los bebés.


—Tiene mejor aspecto.


—Le hacía falta. El lunes, cuando apareció, estaba muy
demacrado. Me quedé asombrada. Me había convencido a mí misma de que a él no le importaba…


—¿Que no le importabas? —Raul soltó una carcajada— Oh,
no. Claro que le importabas. Nunca había visto a un hombre tan atormentado. Estaba destrozado porque no podía encontrarte. Creo que era cierto que pensaba que estabas muerta.


Oh, cielos. Ella cerró los ojos un instante y se tropezó, pero
Raul la agarró del brazo y se lo apretó para tranquilizarla.


—Solucionaréis vuestros problemas —dijo él—. Dale tiempo.


Paula le había dado dos semanas, y ya casi había pasado un tercio de ellas. Era jueves, y él llevaba allí desde el lunes. 


Así que quedaban diez días. ¿Sería suficiente para convencerse de que él había cambiado? ¿O para que él supiera qué era lo que había decidido?


No lo sabía. Pero Yashimoto desaparecería enseguida y se
acabarían los viajes a Tokio. Si pudiera hacer lo mismo con Nueva York, y sólo tuviera que preocuparse por los negocios que tenía en el Reino Unido, entonces, quizá, todo saliera bien.


Pero entretanto, tenía que encontrar la manera de preguntarle acerca de Debbie y, hasta que no supiera quién era y qué significaba para él, no tendría ni idea de qué futuro la esperaba.


Sólo sabía que, según lo que había dicho Linda, Debbie era muy importante para él.


Si al menos supiera qué era lo que iba a preguntarle…










PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 16




Andrea era maravillosa.


Eficiente, inteligente y muy mayor para Pedro, en caso de que a Paula le preocupara. Aquella mañana, Andrea miró a ambos y sonrió.


—Bien —le dijo a Pedro—. Por fin pareces una persona.
Necesitabas un descanso.


—Me estoy volviendo loco —dijo él, pero Andrea sonrió y se
volvió hacia Paula.


—¿Se porta bien?


—Más o menos. Siempre intenta robarme el teléfono.


—Es implacable. Deberías saberlo.


—Pero no es un juego.


—No. Y creo que él lo sabe. Si no, no estaría aquí contigo. Ahora, si me lo prestas un rato, hay varias cosas que tiene que solucionar. Después, te lo devolveré.


—Puedes pasar —le dijo él—. Para que veas qué estamos
haciendo.


—Estaremos bien aquí fuera —contestó Paula, y se sentó en su antiguo despacho con las niñas. Miró a su alrededor. Nada había cambiado, excepto ella. Y al parecer, había cambiado muchísimo, a juzgar por la expresión del hombre que asomó la cabeza por la puerta.


—Huy, lo siento. Estaba buscando a Andrea.


Ella sonrió.


—Hola, Samuel —le dijo.


—¿Paula?


—Sí, soy yo.


Samuel soltó una carcajada.


—Bueno… ¿Cómo estás? Pensé…


—He estado muy ocupada —dijo ella.


Él miró a las niñas y se rió.


—Ya lo veo. Asombroso. No tenía ni idea.


«Ni Pedro tampoco», pensó ella, pero no estaba dispuesta a hablar sobre su vida privada con uno de los empleados de Pedro. Ni aunque en su día hubiera sido un buen amigo de ella y uno de los hombres de confianza de Pedro.


—¿Cómo está Yashimoto?


—Impresionado. ¿Sabes que Pedro va a venderle la empresa otra vez?


—¿Ah, sí?


—Al parecer, sí. No podía creérmelo. Ha luchado tanto para
sacarla adelante y ahora va a dejarla sin más.
Aun así, está en mucho mejor estado, y Yashimoto hará un buen trabajo con los consejos de Pedro, así que está contento. Pero es a Pedro a quien no comprendo. Pensé que lo sabrías todo acerca de esto, puesto que estuviste tan implicada en montarlo todo.


Ella negó con la cabeza.


—Pedro y yo no hablamos de negocios.


—No. Es buena idea no llevarse trabajo a casa. No parece Pedropero los bebés cambian a las personas. ¿Sabes que nosotros hemos tenido un niño?


Paula sonrió.


—No, no lo sabía. Enhorabuena… Y asegúrate de que lo ves
todo lo necesario.


—Lo haré. Entretanto, será mejor que me una a la reunión.


—Creo que están en el despacho de Pedro.


—Adiós. Y ha sido un placer volver a verte.


Samuel cerró la puerta y la dejó allí, tratando de asimilar lo que él le había contado.


¿Cuándo había decidido Pedro venderle la empresa a Yashimoto?


¿El día anterior? ¿Ese mismo día? O mucho antes, y simplemente no se lo había contado porque ya no hablaban de trabajo.


No tenía ni idea, pero se había quedado de piedra.


¿Eso significaba que la iba a tomar en serio y que recortaría el tiempo de implicación laboral? ¿O era algo que ya estaba
proyectado? Ella necesitaba saberlo, porque la diferencia era
importante. No quería pensar que él estaba dispuesto a hacer grandes cambios cuando, en realidad, lo único que había hecho era seguir sus planes.


Lo descubriría más tarde. Entretanto, tenía cosas mejores de las que preocuparse, porque pronto volvería ver a su suegra y reconocía que se sentía inquieta.







jueves, 11 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 15




—Será mejor que haga algunas llamadas —dijo él al día
siguiente, mientras desayunaban—. Primero a Andrea.


—¿Y a tu madre?


—Sí. A ella también. Pero primero solucionaré los asuntos
laborales.


—Iré por tu teléfono —dijo ella, y corrió al piso de arriba. Nada más regresar, se lo entregó—. Parece que tienes varias llamadas perdidas.


Él miró la pantalla y suspiró resignado.


—Tengo que ocuparme de algunas de ellas.


—No lo dudo. Tienes una hora —dijo Paula, antes de tomar a las niñas en brazos para llevarlas arriba y bañarlas—. Hoy vais a conocer a vuestra abuela —les dijo con una sonrisa—. Os va a adorar.


Pero Paula se percató de que, quizás, con ella se mostrara un poco distante después de haber estado todo un año sin contacto.


—¡Eva, no! —exclamó y agarró a la niña antes de que se cayera hacia atrás—. ¿Cuándo has aprendido a ponerte de pie? Vas a ser una pilla, ¿no? 


Eva se rió y, agarrándose a la colcha de la cama, se puso otra vez en pie.


—Vas a ser un problema —dijo Paula, y se percató de que Ana había salido gateando de la habitación hacia las escaleras—. ¡Ana! —la llamó, y salió corriendo a buscarla, pero se encontró con Pedro sentado en el escalón de arriba sujetando a su hija en brazos.


—Creo que necesitas una valla para la escalera —dijo él.


Paula asintió.


—Sí. He comprado una, pero no puedo montarla. No es
suficientemente ancha. Tengo que buscar otra.


—Yo lo solucionaré —dijo él. Se puso en pie, levantó a Ana en el aire y le hizo una pedorreta en la tripa.


Cielos. ¿Pedro haciendo pedorretas? Quizá, después de todo, hubiera esperanzas…



PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 14




Nada. Incluso las noticias eran aburridas. Estaba a punto de tirar el mando a distancia por la ventana cuando Pau apareció en la puerta, vestida con su pijama de gatos y la bata. Iba descalza y estaba muy atractiva, aunque parecía vulnerable.


Él deseó besarle los pies, meterse sus dedos en la boca y
chupárselos uno a uno.


—¿Es seguro que entre?


Él suspiró.


—Sí, pasa tranquila. Lo siento. Es sólo… Ha pasado mucho
tiempo.


Ella asintió y se sentó en la silla que había frente a él.


—No estoy siendo justa contigo, ¿verdad? No estás
acostumbrado a esto y debes de estar muy aburrido.


—Así es. No puedo hacer nada, excepto pensar en ti y
preguntarme qué hice mal.


—Nada. No hiciste nada. Ése fue el problema, Pedro. Continuaste como siempre, y me arrastraste. Y no fue suficiente.


—Era suficiente para mí. Me encantaba trabajar contigo, ver tu capacidad para organizar y solucionar las cosas. No me di cuenta de lo que tenía hasta que te perdí.


Ella suspiró.


Pedro, si quieres que esto funcione, tendrás que dejar de pasar tantas horas en la oficina, lo sabes, ¿verdad? Y sobre todo, el tiempo que pasas fuera. No es compatible con la vida familiar.


—Mi familia se las arregló. Mi padre trabajaba las mismas horas que yo.


—¡Y murió de un ataque al corazón a los cuarenta y nueve años! Sólo te faltan once años, Pedro. Tus hijas estarán empezando secundaria. Y yo seré viuda a los cuarenta y cuatro. No es algo que me apetezca demasiado.


Cielos. ¿Once años? ¿Sólo? No le extrañaba que su madre
hubiera buscado otro hombre con quien compartir su vida. 


Ahora sólo tenía sesenta y dos años y estaba muy activa. Y su marido había muerto demasiado joven.


¿Era eso lo que le esperaba a él?


—Lo hago por nosotros —dijo él.


Pero sus palabras sonaban vacías y ella negó con la cabeza.


—No. Lo haces por ti, porque puedes, porque te motiva el éxito, pero hay otras formas de tener éxito, Pedro… Hay otras cosas que puedes hacer.


—¿Como cuáles?


—¿Ser un buen padre para tus hijas? ¿Disfrutar de tu vida? Tener algún hobby, o hacer algún tipo de deporte. No sólo correr. Eso es una actividad solitaria que haces para no pensar. ¿Te apetece echar una partida de ajedrez? —preguntó ella, de pronto.


—Sí, ¿por qué no? Aunque lo más seguro es que te gane.


—Lo dudo. He estado practicando. Juego con Joaquin cuando está aquí.


«Otra vez Joaquin».


—¿Te gana?


—No muy a menudo.


Pedro sonrió y aceptó el reto.


—Tráelo —le dijo a Paula.


Oh, cielos. Ella reconocía esa mirada.


Bueno, al menos no sería aburrido. Paula sacó las fichas del
ajedrez, abrió la mesa de café, convirtiéndola en tablero, se guardó un peón blanco y uno negro en cada puño y se los mostró a Pedro.


—La derecha —dijo él.


Ella abrió la mano derecha y suspiró.


—Está bien, tú empiezas —dijo ella, y le dio las fichas blancas.


A partir de ahí, todo fue de mal en peor, porque le costaba mucho concentrarse.


—¡Jaque!


Ella miró el tablero con incredulidad. ¿Qué diablos le había
pasado?


Movió la reina, él se comió su alfil y repitió:
—¡Jaque!


¿Otra vez? Ella miró el tablero, consciente de que Pedro tenía las manos entre las rodillas, la espalda recta y el rostro demasiado cerca de ella.


—¿Estás seguro de que quieres hacer eso? —miró el tablero, murmuró unas palabras y se apoyó en el respaldo—. Está bien.


—Ay, cariño —dijo él, moviendo su última ficha—. Me temo que ya sabes que es jaque mate.


—¡Maldita sea! —exclamó Paula—. Se me había olvidado lo
bueno que eras.


—Lo tomaré como un cumplido —dijo él con una sonrisa.


Después, colocó las fichas de nuevo.


—Oh, no —dijo ella, riéndose—. Esta noche no. Estoy cansada y no puedo concentrarme. Mañana echaremos otra partida. En serio, es hora de irse a la cama —lo miró a los ojos—. Pedro, ¿por qué no te acuestas temprano?


—¿Para estar a unos metros de ti y pensar en ti? No creo. Ha pasado más de un año, Pau. Eso es mucho tiempo.


Y entonces, a Paula se le ocurrió que durante ese año él podía haberse liado con otra mujer. O con varias. ¿Y quería saberlo?


Sí.


—¿Has tenido…? ¿Ha habido…? —se calló, incapaz de
pronunciar las palabras.


Pero Pedro la entendió y suspiró con cara de incredulidad.


—¿De veras piensas eso de mí? Paula, estamos casados. Puede que no haya sido el mejor marido, pero cumplo mis votos. No he mirado, ni tocado, ni pensado en otra mujer desde que te conocí. Y, desde que me dejaste, he pensado un poco más. Así que perdóname por no querer ir arriba a acostarme a pocos metros de ti.


Ella se sonrojó, se puso en pie y se dirigió a la puerta.


—Lo siento. No quería ser tan insensible. Y por si sirve de algo, yo también te he echado de menos.


—¡Pau! ¡Paula, espera!


Paula se detuvo y él se acercó para estrecharla entre sus brazos.


—Lo siento. Estoy de mal humor porque te echo de menos. En estos momentos me siento como un león enjaulado, y lo pago con quien tengo a mano. Y resulta que eres tú. Y es una estupidez, porque lo único que quiero es abrazarte…


Y, sin decir nada más, la abrazó contra su pecho y apoyó la
cabeza en la de ella. Paula podía escuchar el latido de su corazón y sentir la tensión que emanaba de su cuerpo, pero sabía que él no la besaría, ni la tocaría, ni haría nada que ella no quisiera, porque la amaba.


—Oh, Pedro —suspiró ella, abrazándolo también—. Siento que sea tan difícil.


—No tiene por qué serlo. Podrías regresar conmigo.


—Eso ya lo hemos hablado —le recordó, y se soltó de su
abrazo—. No voy a regresar hasta que me demuestres que has cambiado. Y, hasta el momento, no lo has hecho.


—Está bien. Mañana iremos a Londres, pasaremos por la oficina para que haga unas llamadas y vea qué puedo hacer. Y también me gustaría pasar a ver a mi madre.


¡Su madre! ¡Por supuesto! Ella la echaba de menos.


Linda Alfonso era la mujer más parecida a una madre que tenía en aquellos momentos, y sabía que ella apoyaría la idea de que Pedro trabajara menos horas. Después de todo, había perdido a su marido demasiado joven y no querría que a su hijo le pasara lo mismo.


Además, adoraba a los bebés.


—¿Se lo has contado ya?


—No. ¿Cómo iba a hacerlo? No tengo teléfono —dijo Pedro con ironía.


—Podías haber utilizado el teléfono fijo para eso.


—Pero no tengo su número.


—Deberías saberte el número de tu madre —lo regañó.


Él se encogió de hombros.


—¿Por qué? Lo tengo en mi teléfono. Lo único, es que ya no
tengo mi teléfono, porque me lo han confiscado.


—Te lo daría si creyera que puedo confiar en ti —replicó ella.


—Será mejor que lo guardes —repuso Pedro, y la besó en los labios—. Vete a la cama, Pau. Te veré por la mañana y
conseguiremos solucionarlo.


Si ella pudiera creerlo...