jueves, 11 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 14




Nada. Incluso las noticias eran aburridas. Estaba a punto de tirar el mando a distancia por la ventana cuando Pau apareció en la puerta, vestida con su pijama de gatos y la bata. Iba descalza y estaba muy atractiva, aunque parecía vulnerable.


Él deseó besarle los pies, meterse sus dedos en la boca y
chupárselos uno a uno.


—¿Es seguro que entre?


Él suspiró.


—Sí, pasa tranquila. Lo siento. Es sólo… Ha pasado mucho
tiempo.


Ella asintió y se sentó en la silla que había frente a él.


—No estoy siendo justa contigo, ¿verdad? No estás
acostumbrado a esto y debes de estar muy aburrido.


—Así es. No puedo hacer nada, excepto pensar en ti y
preguntarme qué hice mal.


—Nada. No hiciste nada. Ése fue el problema, Pedro. Continuaste como siempre, y me arrastraste. Y no fue suficiente.


—Era suficiente para mí. Me encantaba trabajar contigo, ver tu capacidad para organizar y solucionar las cosas. No me di cuenta de lo que tenía hasta que te perdí.


Ella suspiró.


Pedro, si quieres que esto funcione, tendrás que dejar de pasar tantas horas en la oficina, lo sabes, ¿verdad? Y sobre todo, el tiempo que pasas fuera. No es compatible con la vida familiar.


—Mi familia se las arregló. Mi padre trabajaba las mismas horas que yo.


—¡Y murió de un ataque al corazón a los cuarenta y nueve años! Sólo te faltan once años, Pedro. Tus hijas estarán empezando secundaria. Y yo seré viuda a los cuarenta y cuatro. No es algo que me apetezca demasiado.


Cielos. ¿Once años? ¿Sólo? No le extrañaba que su madre
hubiera buscado otro hombre con quien compartir su vida. 


Ahora sólo tenía sesenta y dos años y estaba muy activa. Y su marido había muerto demasiado joven.


¿Era eso lo que le esperaba a él?


—Lo hago por nosotros —dijo él.


Pero sus palabras sonaban vacías y ella negó con la cabeza.


—No. Lo haces por ti, porque puedes, porque te motiva el éxito, pero hay otras formas de tener éxito, Pedro… Hay otras cosas que puedes hacer.


—¿Como cuáles?


—¿Ser un buen padre para tus hijas? ¿Disfrutar de tu vida? Tener algún hobby, o hacer algún tipo de deporte. No sólo correr. Eso es una actividad solitaria que haces para no pensar. ¿Te apetece echar una partida de ajedrez? —preguntó ella, de pronto.


—Sí, ¿por qué no? Aunque lo más seguro es que te gane.


—Lo dudo. He estado practicando. Juego con Joaquin cuando está aquí.


«Otra vez Joaquin».


—¿Te gana?


—No muy a menudo.


Pedro sonrió y aceptó el reto.


—Tráelo —le dijo a Paula.


Oh, cielos. Ella reconocía esa mirada.


Bueno, al menos no sería aburrido. Paula sacó las fichas del
ajedrez, abrió la mesa de café, convirtiéndola en tablero, se guardó un peón blanco y uno negro en cada puño y se los mostró a Pedro.


—La derecha —dijo él.


Ella abrió la mano derecha y suspiró.


—Está bien, tú empiezas —dijo ella, y le dio las fichas blancas.


A partir de ahí, todo fue de mal en peor, porque le costaba mucho concentrarse.


—¡Jaque!


Ella miró el tablero con incredulidad. ¿Qué diablos le había
pasado?


Movió la reina, él se comió su alfil y repitió:
—¡Jaque!


¿Otra vez? Ella miró el tablero, consciente de que Pedro tenía las manos entre las rodillas, la espalda recta y el rostro demasiado cerca de ella.


—¿Estás seguro de que quieres hacer eso? —miró el tablero, murmuró unas palabras y se apoyó en el respaldo—. Está bien.


—Ay, cariño —dijo él, moviendo su última ficha—. Me temo que ya sabes que es jaque mate.


—¡Maldita sea! —exclamó Paula—. Se me había olvidado lo
bueno que eras.


—Lo tomaré como un cumplido —dijo él con una sonrisa.


Después, colocó las fichas de nuevo.


—Oh, no —dijo ella, riéndose—. Esta noche no. Estoy cansada y no puedo concentrarme. Mañana echaremos otra partida. En serio, es hora de irse a la cama —lo miró a los ojos—. Pedro, ¿por qué no te acuestas temprano?


—¿Para estar a unos metros de ti y pensar en ti? No creo. Ha pasado más de un año, Pau. Eso es mucho tiempo.


Y entonces, a Paula se le ocurrió que durante ese año él podía haberse liado con otra mujer. O con varias. ¿Y quería saberlo?


Sí.


—¿Has tenido…? ¿Ha habido…? —se calló, incapaz de
pronunciar las palabras.


Pero Pedro la entendió y suspiró con cara de incredulidad.


—¿De veras piensas eso de mí? Paula, estamos casados. Puede que no haya sido el mejor marido, pero cumplo mis votos. No he mirado, ni tocado, ni pensado en otra mujer desde que te conocí. Y, desde que me dejaste, he pensado un poco más. Así que perdóname por no querer ir arriba a acostarme a pocos metros de ti.


Ella se sonrojó, se puso en pie y se dirigió a la puerta.


—Lo siento. No quería ser tan insensible. Y por si sirve de algo, yo también te he echado de menos.


—¡Pau! ¡Paula, espera!


Paula se detuvo y él se acercó para estrecharla entre sus brazos.


—Lo siento. Estoy de mal humor porque te echo de menos. En estos momentos me siento como un león enjaulado, y lo pago con quien tengo a mano. Y resulta que eres tú. Y es una estupidez, porque lo único que quiero es abrazarte…


Y, sin decir nada más, la abrazó contra su pecho y apoyó la
cabeza en la de ella. Paula podía escuchar el latido de su corazón y sentir la tensión que emanaba de su cuerpo, pero sabía que él no la besaría, ni la tocaría, ni haría nada que ella no quisiera, porque la amaba.


—Oh, Pedro —suspiró ella, abrazándolo también—. Siento que sea tan difícil.


—No tiene por qué serlo. Podrías regresar conmigo.


—Eso ya lo hemos hablado —le recordó, y se soltó de su
abrazo—. No voy a regresar hasta que me demuestres que has cambiado. Y, hasta el momento, no lo has hecho.


—Está bien. Mañana iremos a Londres, pasaremos por la oficina para que haga unas llamadas y vea qué puedo hacer. Y también me gustaría pasar a ver a mi madre.


¡Su madre! ¡Por supuesto! Ella la echaba de menos.


Linda Alfonso era la mujer más parecida a una madre que tenía en aquellos momentos, y sabía que ella apoyaría la idea de que Pedro trabajara menos horas. Después de todo, había perdido a su marido demasiado joven y no querría que a su hijo le pasara lo mismo.


Además, adoraba a los bebés.


—¿Se lo has contado ya?


—No. ¿Cómo iba a hacerlo? No tengo teléfono —dijo Pedro con ironía.


—Podías haber utilizado el teléfono fijo para eso.


—Pero no tengo su número.


—Deberías saberte el número de tu madre —lo regañó.


Él se encogió de hombros.


—¿Por qué? Lo tengo en mi teléfono. Lo único, es que ya no
tengo mi teléfono, porque me lo han confiscado.


—Te lo daría si creyera que puedo confiar en ti —replicó ella.


—Será mejor que lo guardes —repuso Pedro, y la besó en los labios—. Vete a la cama, Pau. Te veré por la mañana y
conseguiremos solucionarlo.


Si ella pudiera creerlo...







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