Algo lo despertó.
Pedro tardó un minuto en saber dónde estaba y en darse cuanta de que estaba solo. De pronto oyó el ruido otra vez.
Un gemido, ahogado por el viento y la distancia, pero que provocaba que aflorara su instinto protector a pesar de que estuviera dormido. Se dirigió al salón y vio que la puerta del jardín estaba abierta.
Paula estaba arrodillada junto al lilo, llorando.
Era injusto. ¿Cuánto más tendría que soportar? Él no sabía si acercarse o no.
«No», pensó. Ella había esperado hasta quedarse a solas.
Debía respetarla.
Pedro la observó hasta que ella se puso en pie y se dirigió al final del jardín, para sentarse en los escalones con vistas al mar. Parecía tan triste que él no pudo soportarlo más y se acercó a ella, sentándose a su lado. Al principio, ella no dijo nada. Después, lo miró y sonrió con tristeza.
—Lo siento —le dijo—. Sé que esto es patético, pero últimamente ya he tenido bastante y lo de la gata ha sido la gota que colmó el vaso. Era muy linda y voy a echarla mucho de menos.
—Por supuesto que la vas a echar de menos, y nada es patético. Creo que has sido muy valiente —la rodeó por los hombros y la estrechó contra su cuerpo.
Ella apoyó la cabeza en su hombro, haciéndole cosquillas en la oreja con el cabello.
Él le acarició el pelo y se lo retiró del rostro. Era suave como la seda. Precioso.
Ella levantó la cabeza y lo miró, bajo la luz de la luna. De pronto, sintió como si todo hubiera cambiado, e incluso parecía que el mar estuviera conteniendo la respiración.
Paula le acarició el rostro y él volvió la cabeza, la besó en la palma de la mano y la miró a los ojos.
—¿Paula?
Había hablado tan bajito que no estaba seguro de que lo hubiera oído. Ella le acarició el cabello y lo atrajo hacia sí para que la besara en los labios.
—Oh, Paula —murmuró él, y sujetándole el rostro la besó de nuevo, una y otra vez, hasta que el ardor se apoderó de ambos.
Pedro se puso en pie y la ayudó a levantarse. La guió hasta su dormitorio y dejó la puerta abierta para que pudieran oír el mar. Entonces, la abrazó y la besó con delicadeza, sujetándole los hombros con las manos y mirándola a los ojos. Ella se puso de puntillas y lo besó también.
Pedro deslizó las manos por sus brazos hasta que sus dedos se entrelazaron.
—¿Estás segura? —preguntó él para cerciorarse.
—Bastante segura —dijo ella.
—Tendrás que decirme qué tengo que hacer. Nunca he hecho el amor con una mujer embarazada.
Ella se rió.
—Te lo diré cuando lo descubra. ¿Quieres llamar a un amigo?
Él se rió.
—Estoy seguro de que nos las arreglaremos —empezó a quitarle el camisón.
Ella levantó los brazos para ayudarlo. Pedro dejó la prenda en el suelo y le acarició la suave curvatura de su vientre.
—Eres preciosa —dijo él—. Tengo miedo de hacerte daño.
—No me harás daño. Se supone que es bueno para mi.
—¿De veras? —sonrió—. ¿Cómo las vitaminas y cosas así?
—Algo así —ella le bajó los pantalones.
Pedro terminó de quitárselos y permitió que lo mirara.
—Guau —dijo ella, acariciándole los costados antes de colocar la mano sobre su corazón—. Supongo que no puedo decirte que eres precioso, ¿verdad?
Él soltó una carcajada y la abrazó, disfrutando al sentir su cuerpo de mujer contra el suyo. Sintió que un fuerte deseo recorría su cuerpo y, con la respiración entrecortada, la besó de manera apasionada.
*****
Paula se sentía de maravilla.
Nunca se había sentido tan querida, tan mimada, ni tan deseada. Entre los brazos de Pedro se sentía estupendamente. Se movió para poder verlo mejor, tumbado a su lado, con un brazo por encima de la cabeza y una rodilla doblada hacia ella.
Tenía un cuerpo estupendo. Fuerte y musculoso, con una pizca de vello sobre el torso que continuaba hasta su impresionante…
—¿Siempre observas a la gente mientras duerme?
Ella se rió avergonzada y tiró de la colcha para cubrir sus cuerpos.
—Normalmente estoy sola —señaló.
Pedro se volvió para besarla.
—Yo también —le dijo—. Bueno, durante un tiempo.
Ella le acarició el torso y le dijo:
—Háblame de Kate.
Él se quedó inmóvil.
—No hay nada que decir. No quiero pensar en ella.
—Pero acabas de hacerlo. Cuando dijiste que habías estado solo durante un tiempo, ella apareció en tu cabeza.
—Vas a insistir hasta que te lo cuente, ¿verdad? —dijo él.
—Probablemente —admitió ella, acariciándole la mejilla.
Él suspiró con fuerza y se colocó boca arriba otra vez, atrayéndola contra el lateral de su cuerpo.
—Éramos pareja. Trabajamos juntos durante tres años en varios proyectos y durante dieciocho meses ella se estuvo acostando con otro miembro del equipo.
Paula se incorporó sobre un codo y lo miró.
—Oh, cielos. ¿Y tú trabajabas con los dos? ¿No deseaste matarlo?
—A ella.
—¿A ella?
—A ella. Angie. ¿Y cómo se compite con algo así? Si se trata de otro hombre, uno juega al mismo nivel. Se tiene un coche mejor, más ingresos… Lo que sea. ¿Pero con una mujer? ¿Por dónde se empieza?
—¿Y por dónde empezaste? —preguntó ella.
—Me fui. Vendí, me mudé y regresé aquí.
—Y no se lo contaste a nadie.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque les he preguntado por Kate y no sabían nada. Emilia dijo que tenías que contarlo tú, y que me deseaba suerte porque nadie había conseguido que lo hicieras —lo acarició—. Es una faena. Acostarse con los dos y no decírtelo. Mentirte de esa manera, durante años. Terrible. No me extraña que huyeras.
—No huí. Me fui despacio. Y ella trató de seguirme y yo le dije que se fuera al infierno. Y después, su novia la dejó.
—¿Y por qué no os contó lo que sentía? ¿Por qué fingía?
Él se encogió de hombros.
—Su padre era pastor en una iglesia. Que viviera conmigo ya era bastante malo. Vivir con una mujer habría supuesto el fin. No podía decírselo. Y supongo que la coartada le servía.
—Así que ¿te utilizó de coartada?
—Supongo que sí.
—Es una locura.
—Sí. Pero bueno, ya está superado.
Paula no pensaba que fuera cierto. Él le había dicho que no era lo que ella necesitaba. Y eso significaba que no se consideraba lo bastante bueno.
¿Por el daño que le habían hecho?
Además, él debía de haber amado a Kate.
*****
Al día siguiente, como era fin de semana y Pedro no tenía que trabajar, fueron a comprar ropa para el bebé. Ella le dijo que era demasiado pronto, pero él insistió.
—Nunca se sabe cuándo puede nacer —dijo él, y la convenció.
Compraron todo tipo de cosas. Un carrito, una cuna, y ropa. No para el bebé, ya que Georgia y Emilia le habían dejado todo tipo de prendas. Compraron ropa interior para ella.
Sujetadores, como uno que le había prestado Georgia, y algunas bragas.
«Algo bonito para que Pedro pueda quitármelo», pensó ella, y se sonrojó.
—Si estás pensando lo mismo que yo, podrían detenernos —le murmuró Pedro al oído, provocando que ella se sonrojara aún más.
—Basta —dijo ella.
Ambos empezaron a reírse tontamente y tuvieron que salir de la tienda para que no les llamaran la atención. Entraron en otra tienda y ella se compró varias prendas de ropa interior. Paula protestó por el precio, pero él sonrió con picardía y dijo que eran cosas para él, y no para ella, y ella bromeó acerca de lo ridículo que se vería con esas prendas puestas.
Era un día fabuloso. Comieron frente al mar y dieron un paseo por la playa, donde contemplaron la polémica escultura con forma de vieiras que había hecho Maggi Hambling's.
—Me encanta —dijo ella, acariciando el metal.
—Y a mí. Hay mucha gente que la odia, o a quienes no les gusta dónde está situada. Dicen que cambia el paisaje de la playa, pero a mí me encanta. Es fluida. Y bonita.
Continuaron hasta las marismas y después regresaron al coche para volver a casa.
«Casa», pensó Paula. Era curioso cómo se había
acostumbrado a esa palabra.
Al salir del coche, Pedro le entregó la bolsa de ropa interior mirándola con brillo en los ojos, y después estuvieron entretenidos un buen rato.
Salieron a cenar al restaurante chico en el que habían comprado comida para llevar la primera noche, una semana antes, y después se sentaron en el mismo banco, agarrados de la mano. Paula se sorprendía al pensar que sólo había pasado una semana.
Y tenía la sensación de que llevaban juntos una eternidad.
—Lo siento de veras.
—No lo sientas. Era encantadora. Ambas lo son, y no fue tan duro, ¿no crees?
—Pero van a regresar con las fotos —dijo ella—. Esto puede durar para siempre.
—No creo —dijo él.
—Tienes razón —sonrió ella—. Esa mujer tenía razón. Eres un hombre bueno, Pedro Alfonso. Amable.
—Y sucio —dijo él—. Voy a ducharme y después quiero beber algo que no sea té. Y comer.
Paula hizo una especie de reverencia y sonrió.
—Enseguida —contestó. Se dirigió a la cocina y recogió los platos del té.
Después empezó a cocinar unos filetes de salmón, patatas, y ensalada. Más tarde, puso la mesa.
Pobre Pedro. Paula no podía creer que hubiera llevado a la señora Jessop en brazos hasta el piso de arriba.
Sonrió y regresó a la cocina para vigilar el salmón y, cuando se volvió, vio que Pedro la estaba mirando con cara de curiosidad.
—Bueno, ¿y qué es eso de poner una fuente? —preguntó él.
******
Sembraron las verduras después de cenar, a pesar de que él se había puesto ropa limpia, porque Pedro decía que ella no podría manejar la herramienta de jardín, embarazada de siete meses.
—¿Y dónde queréis poner la fuente? —preguntó él.
Ella señaló hacia la pared que estaba detrás de él.
—Allí. Bueno, eso es lo que dijo Georgia. Mi cocina está ahí, así que dijo que no habrá problema para obtener agua y electricidad.
—¿Eso dijo?
—Sí.
—¿Y qué tipo de fuente es? Ya que estoy seguro de que la voy a pagar yo.
Ella se encogió de hombros.
—Georgia dijo que tendrías que elegirla tú.
—Un detalle por su parte.
Paula se mordió el labio inferior.
—No le eches la culpa a ella. Fue idea mía. El sonido del agua es relajante.
—Hace que me entren ganas de ir al baño.
Ella se rió.
—Eso también, pero es relajante. Pensamos que podría ser un sitio tranquilo para relajarse. Un sitio productivo, tranquilo, y adecuado para ir cuando las cosas nos desbordan.
—Ahora me desbordan y no veo que me ayude demasiado —masculló él, y continuó regando las plantas recién sembradas. Después, dio un paso atrás y las miró—. Bien. Quiero tomar otra copa de vino. Tengo que hacer unas llamadas y después me iré a dormir. ¿Y tú?
—Estoy cansada —confesó ella.
Pedro ya lo sabía. Por eso iba a marcharse, para que ella pudiera retirarse a su apartamento y acostarse temprano.
Se despidió de ella en la puerta, entró en su estudio y miró la foto de Kate. Ella no habría comprendido por qué le había enseñado la casa a la señora Jessop. Ni para qué iban a sembrar lechugas y habichuelas. Y probablemente, habría desechado la idea de la fuente. La señora Jessop, probablemente también.
Metió la foto en el triturador de papel e inmediatamente se sintió mejor
****
Paula estaba agotada.
Había pasado el día ayudando a Emilia con el jardín, preparando el pastel, y planchando un montón de camisas y pantalones de Pedro. Después, había ido al pueblo a comprar los plantones para la huerta, había atendido a la señora Jessop y a su hija, y después de la cena habían sembrado las verduras.
Estaba a punto de meterse en la cama cuando se percató de que Pebbles no estaba por ningún sitio. Su plato de comida estaba intacto, su bandeja de excrementos también.
Paula buscó por el apartamento y miró en el jardín. Después fue al estudio de Pedro y llamó a la puerta.
—Hola —dijo él al abrir—. ¿Qué ocurre?
—No encuentro a la gata. Me preguntaba si estaría aquí contigo.
Él negó con la cabeza.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—No lo sé. Antes. Esta mañana estaba en el jardín con Emilia y conmigo. No la he visto desde entonces.
—¿Has abierto la verja lateral mientras estaba abierta la verja principal?
—No. La verja principal estaba cerrada.
—Pero a lo mejor ha ido a la parte delantera del jardín y se ha quedado allí encerrada. Ahora la verja lateral está cerrada. Vamos a ver.
Buscaron por la casa y después salieron al jardín para echar un vistazo. Miraron bajo los arbustos y detrás de los cubos.
Y entonces, Paula levantó la vista y, al ver que Pedro la estaba mirando, lo comprendió. Ella se llevó la mano al pecho y le preguntó:
—¿Dónde está?
—Bajo el viejo lilo —dijo él—. Se suele tumbar allí, al sol. Lo sé porque puedo verlo desde mi estudio. Le encanta ir allí por la tarde.
—Muéstramelo —dijo ella, inundada por la pena de una nueva pérdida.
Él la agarró del brazo y la llevó hasta el lilo. Bajo el arbusto estaba su gata, acurrucada como si estuviera dormida.
Paula se arrodilló y la acarició, pero estaba fría, sin vida.
—Oh, Pedro, no puedo soportarlo otra vez —dijo ella, cubriéndose la boca para contener el llanto.
Él se arrodilló a su lado y le acarició los brazos mientras ella lloraba.
Finalmente, Paula dejó de llorar y él la miró con preocupación.
—¿Estás bien?
Ella asintió.
—Es sólo que… No sé. Es la única mascota que he tenido y Bernardo era el único padre que he tenido y ni siquiera lloré su pérdida, y mi hija nunca conocerá a su padre, y todo eso es demasiado…
Comenzó a llorar de nuevo y él la abrazó contra su pecho y esperó a que llorara por Jaime, y por Bernardo, y por la pobre gatita.
—Lo siento mucho —dijo él por fin.
Ella se secó las lágrimas y buscó un pañuelo. Él se adelantó y le dio uno de su bolsillo.
—¿Podemos enterrarla? —preguntó Paula.
Él asintió.
—Por supuesto. Iré a por una azada.
Pedro se marchó y regresó minutos más tarde con una caja de zapatos llena de papel higiénico y la azada y, mientras ella miraba, metió a la gata en la caja, la cubrió con el papel y la tapó antes de comenzar a cavar.
No tardaron demasiado, y cuando terminaron, Paula se puso en pie y observó el pequeño montón de tierra removida bajo el arbusto.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él.
Ella asintió.
Estaba muy cansada y triste, pero se había sentido peor otras veces.
—Estoy bien.
Pedro la tomó entre los brazos, la miró un instante y la besó en los labios.
Fue un beso suave, como la caricia de una pluma, pero Paula notó que su cuerpo reaccionaba.
Entonces, él la miró a los ojos y suspiró.
—Vamos. Estás demasiado cansada como para lidiar con esto. Volvamos a casa y te prepararé algo de beber. Después te acostarás.
Una vez en el salón, Pedro puso agua a calentar y se marchó. Paula se percató de que estaba en su cocina limpiando los utensilios de la gata y no pudo contener las lágrimas.
Cuando Pedro regresó se acuclilló frente a ella y le secó las lágrimas.
—Vamos —le dijo. La guió hasta su habitación y la dejó frente al baño—. Prepárate para irte a dormir. Regresaré en seguida con una bebida caliente.
Y la dejó allí, mirándose en el espejo con los ojos enrojecidos. Paula se cepilló los dientes y se puso el camisón que Georgia le había prestado, y cuando salió de nuevo a la habitación, Pedro estaba sentado en su cama, pensativo.
—¿Estás bien?
—¿Tengo buen aspecto? —preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
Ella retiró la colcha y se metió en la cama.
—Quédate conmigo —le pidió—. Sé que debo de parecerme a la madre de Matusalén y que probablemente sea la última persona del mundo con la que te apetece estar, pero no creo que esta noche pueda pasarla sola.
—Oh, Paula —Pedro suspiró y le acarició la mejilla—. No te pareces a la madre de Matusalén. No pareces lo bastante mayor como para ser la madre de nadie, y es más, creo que eres preciosa, pero esta noche no necesitas esto.
Cielos, su rechazo le hacía mucho daño. Ella lo miró a los ojos y trató de sonreír.
—Está bien. No tienes que ser amable. Vete a la cama, Pedro. Estaré bien. Y gracias por lo de la gata, y todo lo demás.
—No estoy siendo amable —dijo él sin moverse—. Trato de ser justo contigo. No soy lo que necesitas, Paula. Y ahora no eres capaz de juzgar con claridad.
—¿Te he pedido que te quedes para siempre? —dijo ella, y por un momento pensó que él se marcharía.
Sin embargo, Pedro se puso en pie y se quitó los vaqueros y la camiseta. Estaba descalzo, como siempre, y se había dejado puesta la ropa interior. Apagó la luz, se acostó junto a ella y la abrazó.
—Duerme —le dijo—. Hablaremos más tarde.
¿Quería que durmiera? ¿Estaba loco?
Pero el calor de su cuerpo y el ritmo constante del latido de su corazón, la tranquilizaron, y ella se quedó dormida con sus brazos alrededor del cuerpo, sintiéndose más segura de lo que se había sentido en su vida.