viernes, 5 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 25




—Lo siento de veras.


—No lo sientas. Era encantadora. Ambas lo son, y no fue tan duro, ¿no crees?


—Pero van a regresar con las fotos —dijo ella—. Esto puede durar para siempre.


—No creo —dijo él.


—Tienes razón —sonrió ella—. Esa mujer tenía razón. Eres un hombre bueno, Pedro Alfonso. Amable.


—Y sucio —dijo él—. Voy a ducharme y después quiero beber algo que no sea té. Y comer.


Paula hizo una especie de reverencia y sonrió.


—Enseguida —contestó. Se dirigió a la cocina y recogió los platos del té.


Después empezó a cocinar unos filetes de salmón, patatas, y ensalada. Más tarde, puso la mesa.


Pobre Pedro. Paula no podía creer que hubiera llevado a la señora Jessop en brazos hasta el piso de arriba.


Sonrió y regresó a la cocina para vigilar el salmón y, cuando se volvió, vio que Pedro la estaba mirando con cara de curiosidad.


—Bueno, ¿y qué es eso de poner una fuente? —preguntó él.



******


Sembraron las verduras después de cenar, a pesar de que él se había puesto ropa limpia, porque Pedro decía que ella no podría manejar la herramienta de jardín, embarazada de siete meses.


—¿Y dónde queréis poner la fuente? —preguntó él.


Ella señaló hacia la pared que estaba detrás de él.


—Allí. Bueno, eso es lo que dijo Georgia. Mi cocina está ahí, así que dijo que no habrá problema para obtener agua y electricidad.


—¿Eso dijo?


—Sí.


—¿Y qué tipo de fuente es? Ya que estoy seguro de que la voy a pagar yo.


Ella se encogió de hombros.


—Georgia dijo que tendrías que elegirla tú.


—Un detalle por su parte.


Paula se mordió el labio inferior.


—No le eches la culpa a ella. Fue idea mía. El sonido del agua es relajante.


—Hace que me entren ganas de ir al baño.


Ella se rió.


—Eso también, pero es relajante. Pensamos que podría ser un sitio tranquilo para relajarse. Un sitio productivo, tranquilo, y adecuado para ir cuando las cosas nos desbordan.


—Ahora me desbordan y no veo que me ayude demasiado —masculló él, y continuó regando las plantas recién sembradas. Después, dio un paso atrás y las miró—. Bien. Quiero tomar otra copa de vino. Tengo que hacer unas llamadas y después me iré a dormir. ¿Y tú?


—Estoy cansada —confesó ella.


Pedro ya lo sabía. Por eso iba a marcharse, para que ella pudiera retirarse a su apartamento y acostarse temprano.


Se despidió de ella en la puerta, entró en su estudio y miró la foto de Kate. Ella no habría comprendido por qué le había enseñado la casa a la señora Jessop. Ni para qué iban a sembrar lechugas y habichuelas. Y probablemente, habría desechado la idea de la fuente. La señora Jessop, probablemente también.


Metió la foto en el triturador de papel e inmediatamente se sintió mejor



****


Paula estaba agotada.


Había pasado el día ayudando a Emilia con el jardín, preparando el pastel, y planchando un montón de camisas y pantalones de Pedro. Después, había ido al pueblo a comprar los plantones para la huerta, había atendido a la señora Jessop y a su hija, y después de la cena habían sembrado las verduras.


Estaba a punto de meterse en la cama cuando se percató de que Pebbles no estaba por ningún sitio. Su plato de comida estaba intacto, su bandeja de excrementos también.


Paula buscó por el apartamento y miró en el jardín. Después fue al estudio de Pedro y llamó a la puerta.


—Hola —dijo él al abrir—. ¿Qué ocurre?


—No encuentro a la gata. Me preguntaba si estaría aquí contigo.


Él negó con la cabeza.


—¿Cuándo la viste por última vez?


—No lo sé. Antes. Esta mañana estaba en el jardín con Emilia y conmigo. No la he visto desde entonces.


—¿Has abierto la verja lateral mientras estaba abierta la verja principal?


—No. La verja principal estaba cerrada.


—Pero a lo mejor ha ido a la parte delantera del jardín y se ha quedado allí encerrada. Ahora la verja lateral está cerrada. Vamos a ver.


Buscaron por la casa y después salieron al jardín para echar un vistazo. Miraron bajo los arbustos y detrás de los cubos.


Y entonces, Paula levantó la vista y, al ver que Pedro la estaba mirando, lo comprendió. Ella se llevó la mano al pecho y le preguntó:
—¿Dónde está?


—Bajo el viejo lilo —dijo él—. Se suele tumbar allí, al sol. Lo sé porque puedo verlo desde mi estudio. Le encanta ir allí por la tarde.


—Muéstramelo —dijo ella, inundada por la pena de una nueva pérdida.


Él la agarró del brazo y la llevó hasta el lilo. Bajo el arbusto estaba su gata, acurrucada como si estuviera dormida.


Paula se arrodilló y la acarició, pero estaba fría, sin vida.


—Oh, Pedro, no puedo soportarlo otra vez —dijo ella, cubriéndose la boca para contener el llanto.


Él se arrodilló a su lado y le acarició los brazos mientras ella lloraba.


Finalmente, Paula dejó de llorar y él la miró con preocupación.


—¿Estás bien?


Ella asintió.


—Es sólo que… No sé. Es la única mascota que he tenido y Bernardo era el único padre que he tenido y ni siquiera lloré su pérdida, y mi hija nunca conocerá a su padre, y todo eso es demasiado…


Comenzó a llorar de nuevo y él la abrazó contra su pecho y esperó a que llorara por Jaime, y por Bernardo, y por la pobre gatita.


—Lo siento mucho —dijo él por fin.


Ella se secó las lágrimas y buscó un pañuelo. Él se adelantó y le dio uno de su bolsillo.


—¿Podemos enterrarla? —preguntó Paula.


Él asintió.


—Por supuesto. Iré a por una azada.


Pedro se marchó y regresó minutos más tarde con una caja de zapatos llena de papel higiénico y la azada y, mientras ella miraba, metió a la gata en la caja, la cubrió con el papel y la tapó antes de comenzar a cavar.


No tardaron demasiado, y cuando terminaron, Paula se puso en pie y observó el pequeño montón de tierra removida bajo el arbusto.


—¿Te encuentras bien? —preguntó él.


Ella asintió.


Estaba muy cansada y triste, pero se había sentido peor otras veces.


—Estoy bien.


Pedro la tomó entre los brazos, la miró un instante y la besó en los labios.


Fue un beso suave, como la caricia de una pluma, pero Paula notó que su cuerpo reaccionaba.


Entonces, él la miró a los ojos y suspiró.


—Vamos. Estás demasiado cansada como para lidiar con esto. Volvamos a casa y te prepararé algo de beber. Después te acostarás.


Una vez en el salón, Pedro puso agua a calentar y se marchó. Paula se percató de que estaba en su cocina limpiando los utensilios de la gata y no pudo contener las lágrimas.


Cuando Pedro regresó se acuclilló frente a ella y le secó las lágrimas.


—Vamos —le dijo. La guió hasta su habitación y la dejó frente al baño—. Prepárate para irte a dormir. Regresaré en seguida con una bebida caliente.


Y la dejó allí, mirándose en el espejo con los ojos enrojecidos. Paula se cepilló los dientes y se puso el camisón que Georgia le había prestado, y cuando salió de nuevo a la habitación, Pedro estaba sentado en su cama, pensativo.


—¿Estás bien?


—¿Tengo buen aspecto? —preguntó ella.


Él negó con la cabeza.


Ella retiró la colcha y se metió en la cama.


—Quédate conmigo —le pidió—. Sé que debo de parecerme a la madre de Matusalén y que probablemente sea la última persona del mundo con la que te apetece estar, pero no creo que esta noche pueda pasarla sola.


—Oh, Paula —Pedro suspiró y le acarició la mejilla—. No te pareces a la madre de Matusalén. No pareces lo bastante mayor como para ser la madre de nadie, y es más, creo que eres preciosa, pero esta noche no necesitas esto.


Cielos, su rechazo le hacía mucho daño. Ella lo miró a los ojos y trató de sonreír.


—Está bien. No tienes que ser amable. Vete a la cama, Pedro. Estaré bien. Y gracias por lo de la gata, y todo lo demás.


—No estoy siendo amable —dijo él sin moverse—. Trato de ser justo contigo. No soy lo que necesitas, Paula. Y ahora no eres capaz de juzgar con claridad.


—¿Te he pedido que te quedes para siempre? —dijo ella, y por un momento pensó que él se marcharía.


Sin embargo, Pedro se puso en pie y se quitó los vaqueros y la camiseta. Estaba descalzo, como siempre, y se había dejado puesta la ropa interior. Apagó la luz, se acostó junto a ella y la abrazó.


—Duerme —le dijo—. Hablaremos más tarde.


¿Quería que durmiera? ¿Estaba loco?


Pero el calor de su cuerpo y el ritmo constante del latido de su corazón, la tranquilizaron, y ella se quedó dormida con sus brazos alrededor del cuerpo, sintiéndose más segura de lo que se había sentido en su vida.





CENICIENTA: CAPITULO 24





Era sorprendente.


En dos días Emilia había transformado la parte del jardín que quedaba en la zona trasera del apartamento de Paula en un pequeño patio. Había planeado una zona de hierbas aromáticas en el centro, rodeada de unos caminitos de gravilla, y una zona para el huerto. Incluso quedaba espacio para un banco, desde el que podrían ver el mar. Emilia había cavado la tierra, la había abonado y la había dejado lista para sembrar.


Paula fue al vivero con la bicicleta y compró plantones de habichuelas, lechugas, calabacines y cebollas para plantarlas al día siguiente.


Al llegar a la verja de entrada a la casa vio a dos mujeres que miraban hacia el interior.


—¿Puedo ayudarlas? —preguntó ella, y se bajó de la bicicleta.


—Oh, no —dijo una de ellas—. Sólo estamos mirando. Yo solía vivir aquí con mi marido pero, cuando murió, yo no podía cuidar de todo y tuve que abandonar.
Era muy caro, y con el incendio… Me preguntaba qué habrían hecho, pero no es asunto mío. Tengo que olvidarlo, pero después de setenta y cinco años no es fácil — añadió con una risita.


—¿Le apetece verla? —preguntó Paula al ver su expresión de nostalgia.


—Oh, no, no queremos molestarla, ¿verdad, mamá? —dijo la mujer más joven.


Su madre seguía mirando a través de la valla e Paula no pudo contenerse.


—No es ninguna molestia —marcó la contraseña para abrir la puerta y las dejó pasar.


—Entonces, ¿vive aquí? —preguntó la hija.


—Sí… Bueno, más o menos. Soy el ama de llaves. Pero al dueño no le importará —dijo con seguridad, y confió en que así fuera.



******



Pedro estaba agotado.


Había estado todo el día trabajando en la reforma del hotel, subiendo y bajando escaleras y solucionando problemas. Entretanto, también había estado buscando el testamento, pero no había tenido éxito.


Quería darse una ducha, cambiarse de ropa y tomarse una copa de vino en el jardín.


Lo que no quería era llegar a su casa y encontrarse con Paula, sentada en la mesa del comedor, tomando el té con dos extrañas. Él se detuvo en la puerta y ella lo miró y dijo:
Pedro, llegas justo a tiempo. Tráete un plato y una taza y siéntate con nosotras. Ésta es la señora Jessop. Solía vivir aquí. Su marido construyó la casa original. Y ella es su hija, la señora Gray.


Él respiró hondo y se acercó a ellas mirando a Paula fijamente durante un momento. Después, les dedicó una sonrisa a ambas mujeres.


—Señora Jessop, me alegro de conocerla —le estrechó la mano y, al ver la mirada de alguien que había tenido mucho y lo había perdido todo, se le pasó el enfado.


—Espero que no le importe que estemos aquí —dijo la mujer—. No queríamos entrar, pero Paula nos aseguró que no le importaría. Nos ha encantado ver la casa. Le pedí a mi hija Joan que me trajera aquí para que pudiera verla por fuera, pero no imaginé que podría verla por dentro.


Él tampoco. Sin embargo, de pronto se alegraba de que Paula las hubiera invitado a entrar.


—No me importa en absoluto. Me encanta tener la posibilidad de hablar con usted. Si hubiera sabido que su marido construyó la casa original habría hablado antes con usted.


—Oh, sí. La construyó para nosotros, justo después de casarnos en 1934.


—¿1934? ¡Eso fue hace tres cuartos de siglo!


—Lo que probablemente explica por qué me siento como si tuviera noventa y seis años —dijo ella con una sonrisa.


Él la miró.


—Santo cielo. Espero tener tan buen aspecto como usted cuando triplique mi edad —dijo Pedro con una sonrisa.


Ella le dio una palmadita en la mano y se rió.


—No es necesario que diga cumplidos, ya sabe.


—Oh, yo considero que hay que decir lo que es cierto —contestó él.


—Me cae bien, jovencito. Y me gusta su casa. A mi marido le habría encantado verla. No teníamos dinero para construir algo así, pero a él le habría encantado hacerlo. Y todavía tiene la gran extensión de césped. Nadie comprendía por qué no plantábamos nada en medio. ¿Y para qué íbamos a hacerlo si así quedaba precioso?


—Estoy completamente de acuerdo —se volvió hacia su hija y le dedicó una sonrisa—. Siento haberla ignorado. Soy Pedro —le dijo, y le estrechó la mano—. Debe de tener montones de recuerdos de su infancia.


—Oh, sí. Lo pasaba de maravilla en la playa… En aquel entonces la playa era preciosa, pero la costa cambia continuamente. Hemos visto el jardín y el mar está mucho más cerca de lo que solía estar.


—Es cierto, pero ha sido estupendo verlo otra vez. Hacía años que no caminaba hasta el final del jardín. Desde que Tomas murió en 1990. La hierba había crecido mucho y yo no podía pagar un jardinero.


—Debió de ser muy duro vivir aquí sin él —dijo Paula.


—Lo fue. Y le habría decepcionado por no cuidar de la casa. Pero usted ha mantenido el lugar, Pedro. A él le habría encantado.


Pedro sonrió complacido.


—Gracias. Es lo más bonito que me han dicho respecto a la casa.


—Es la verdad. Ha hecho una casa preciosa. Es un hombre agradable, Pedro Alfonso. Un buen hombre. Debería haber más arquitectos como usted.


Él se percató de que Paula lo estaba mirando, ofreciéndole una taza de café y un pedazo de pastel. Al probar el pastel, miró a Paula de nuevo.


—Pastel de zanahoria. Es saludable —dijo ella, y sonrió un instante.


—Está muy bueno —admitió Pedro—. Gracias.


—Es un placer. Lo hice para Emilia… Estuvimos preparando el patio.


—¿El patio?


—Ya sabe, el jardincito que hay detrás del apartamento de Paula —dijo la señora Jessop con una sonrisa—. Es donde Tom plantaba la huerta y donde crecían las mejores habichuelas. Paula va a sembrarlas mañana. Y la fuente quedará muy bien.


—Sí.


¿Una fuente? Él sabía que iban a poner un huerto, pero ¿un patio con una fuente? ¿Y habichuelas? ¿Todo junto? Eso le enseñaría a no hacer caso a su diseñadora de jardines y a su ama de llaves. Tomó otro bocado de pastel y se contuvo para no sonreír.


—Tengo muchas fotos de la casa cuando estaba en construcción —dijo Joan—. Las estaba viendo con mis nietos cuando se produjo el incendio, así que se salvaron.
De hecho, salvamos muchas cosas.


—Pero la casa no.


La señora Jessop negó con la cabeza.


—No importa. No podría vivir aquí sola, era mucho trabajo. Hizo su función y, si le soy sincera, me alegro de que ya no esté. Fue nuestra casa. Y no me habría gustado que otra persona viviera en ella. La esencia de Tom estaba muy presente.


Pedro lo comprendía bien. No podía concebir la idea de vender su casa en un futuro. ¿Por eso había construido una casa tan grande? Paula se lo había preguntado un día y él no le había dicho la verdad, quizá porque no sabía la respuesta. Pero lo había hecho porque confiaba que, en un futuro, encontrara una mujer con la que formar una familia.


¿Una mujer como Paula?


Él tragó saliva y la señora Jessop le agarró la mano y le dio una palmadita.


—Lo conseguirá —le dijo, como si le hubiera leído el pensamiento.


Pedro la miró a los ojos y sonrió.


—Ya lo veremos. ¿Paula le ha mostrado la casa?


—Oh, no. Eso sería demasiado. Nos ha mostrado su apartamento y el jardín. No quisimos que nos enseñara nada más.


—¿Les apetece que le haga un tour?


—Me encantaría, pero no puedo subir escaleras.


Él la miró y decidió que no podía pesar más que la gata de Paula.


—¿Y si la llevo en brazos?


La mujer soltó una risita.


—Cielos. Han pasado muchos años desde que un hombre me subiera en brazos por las escaleras.


—Señora Jessop —le dijo guiñándole un ojo—, ¿quiere venir a ver mi casa?


Ella se rió y le dio una palmadita en la mejilla.


—Sabe, jovencito, creo que me encantaría.