sábado, 15 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 20





Paula había empezado a trabajar temprano para poner al día las cosas que había desatendido mientras Pedro estuvo en el hospital.


Echó un vistazo al calendario. Tendría el niño a principios de junio.


Seguramente, Pedro ni siquiera aceptaría ser padrino del pequeño, se dijo abatida. ¿Acaso lo sucedido la noche anterior no lo había cambiado todo?


Al oír que llamaban a la puerta, el corazón se le subió a la garganta.


Supo instintivamente que era Pedro.


—Adelante, por favor —dijo.


Pedro abrió la puerta levemente, se asomó al interior y esperó.


—Tenemos que... hablar. ¿Dispones de unos minutos?


—Naturalmente —Paula retiró la silla y se levantó—. Por favor, pasa.


Pedro entró en el despacho, cerró la puerta y se situó delante de ella.


Durante unos momentos, clavó la vista en el suelo, y por fin la miró.


—Voy a quedarme en casa de Benjamin y Sofia hasta que me entreguen el nuevo apartamento.


—Oh.


—Después de lo de anoche, he pensado que... Bueno, será mejor que pongamos algo de distancia entre nosotros.


No era lo que Paula deseaba, pero sí lo que había esperado.


—Si crees que es lo mejor...


—Lo sucedido fue culpa mía. Y me...


«Por favor, Dios mío, que no diga que lo lamenta.»


—Me siento culpable por haberme aprovechado de ti de esa manera. Te deseaba —siguió diciendo Pedro—. Aún te deseo... y ése es el problema. No sería justo para ti que tuviéramos una aventura. Cuando acabe el período de servicio de Leonel, volveré al FBI. Necesitas a un hombre que desee casarse contigo y ser el padre de... tu hijo.


—A ver si lo entiendo. ¿Haces todo esto por mi bien? ¿Huyes a la granja de Benjamin y Sofia para no sentir la tentación de hacerme el amor, porque no crees conveniente que tengamos un romance?


—Sí, más o menos.


— ¿Y yo no tengo voz ni voto en todo esto? —inquirió Paula.


— ¿A qué te refieres?


— ¿Y si yo no quiero que te vayas? ¿Y si deseo que vuelvas a hacerme el amor? ¿Y si deseo que tengamos una aventura?


—No lo dices en serio. ¿Qué diría la gente? No querrás que hablen de ti como si fueras una... una...


—Una mujer a la que le importa un comino lo que piensen o digan de ella.


—Paula, cariño, tú no eres de esa clase de chicas que tienen aventuras con los hombres. Eres de las que se casan.


Ella lo empujó hacia la puerta, le rodeó el cuello con los brazos y dijo:
—En primer lugar, Pedro Alfonso, no soy una chica. Soy una mujer. Y siempre te he... siempre te he deseado.


Pedro se quitó sus brazos del cuello, pero no sin antes besarla. Luego respiró hondo, alargó la mano hacia la puerta y la abrió.


—Nena, eres peligrosa.


Paula lo observó mientras se marchaba prácticamente corriendo de la oficina. No sabía si echarse a reír o a llorar. 


Estaba segura, en lo más hondo de su corazón, de que si Pedro lograba asumir el compromiso, sería un marido fiel y cariñoso, y el mejor padre del mundo. Simplemente tendría que vencer sus propios demonios internos. Igual que había hecho ella.


Pedro trató de evitarla, pero Paula aprovechó todas las ocasiones posibles para estar cerca de él, para recordarle sus sentimientos, para hacerle ver lo que se estaba perdiendo. Ya no iba a verla, pero la llamaba a diario. Eran llamadas breves, pero ella siempre hacía algún comentario personal que sabía que lo excitaría. Se estaba convirtiendo en toda una experta en la seducción telefónica.


Toda la familia Alfonso, a excepción del siempre ausente Leonardo, pasó la Navidad en la granja. Paula incluida. Pedro, naturalmente, había hecho lo posible por rehuirla, pero ella lo había sorprendido más de una vez mirándola. Y su mirada le decía que seguía deseándola tanto como siempre.


El frío viento de enero azotaba la calle donde estaba situado Sophie’s, el único restaurante italiano de Crooked Oak. Paula y Donna entraron apresuradamente y se limpiaron el barro de los zapatos en el enorme felpudo del vestíbulo.


—Una mesa para dos, por favor —pidió Donna, y luego se miró el vientre—. En la sección de no fumadores —la camarera las acompañó a un cálido rincón, al final de la sala—. Me alegra que hayamos ido al cine esta noche. Necesitaba salir un rato. Bueno, ¿sigue Pedro evitándote?


—Sí. Pero no he perdido la esperanza. Creo que cuando vea al niño y lo tenga en sus brazos, será incapaz de alejarse de nosotros.


— ¿Sabes ya si será niño? —inquirió Donna.


—Sí. Acaban de hacerme una ecografía. Y tengo incluso fotografías que lo demuestran.


Permanecieron un rato calladas, mientras la camarera les servía la comida. Justo cuando Paula tomaba el tenedor, miró hacia el otro extremo del salón, donde la camarera acomodaba a un nuevo cliente.


Estaba de espaldas a Paula, pero ella reconoció de inmediato aquellos hombros anchos y aquellas piernas esbeltas.


El corazón se le aceleró. El estómago le dio un vuelco. Pedro Alfonso estaba sentado a unos cuantos metros de ella. Sólo tenía que atravesar el salón para saludarlo. Pero no lo haría. Aún conservaba algo de orgullo.


— ¿Qué miras con tanta atención? —Donna se giró rápidamente y siguió la mirada de Paula—. Aja. ¿Sabías que Pedro iba a venir aquí esta noche?


—No. Sé que suele comer fuera, pero no sabía que vendría a Sophie’s hoy.


— ¿Quieres pedirle que se siente con nosotras?


—Creo que no.


—Está mirando hacia aquí —dijo Donna—. Nos ha visto. Sonríe y salúdalo.


Paula y Donna sonrieron y saludaron con la mano. Pedro se limitó a asentir con la cabeza.


—Va a cenar solo —observó Donna—. Me pregunto por qué no habrá venido acompañado...


—No está saliendo con nadie —contestó Paula—. Sofia me ha dicho que no lo han vuelto a ver con ninguna mujer desde aquella vez que salió con Karen Camp.


Aunque estaba deliciosa, Paula apenas probó la cena. No dejaba de lanzar miradas furtivas a Pedro, quien al parecer también tenía dificultades para concentrarse en la comida. 


Cuando la camarera coqueteó con él, Pedro la ignoró y miró directamente a Paula, como si quisiera comprobar si evidenciaba algún atisbo de celos. No fue así.


Ella se limitó a sonreírle. Frunciendo el ceño, él miró hacia otro lado y alzó la taza de café.


Tras pagar la cuenta, Paula y Donna se levantaron para marcharse, y en ese momento Pedro Alfonso se acercó a ellas.


—Buenas noches, chicas —dijo con aquel tono sureño de barítono que siempre le producía a Paula un hormigueo en el estómago.


—Hola, sheriff —dijo Donna—. ¿Ha disfrutado de su cena?


—Sí. Estaba exquisita —girándose hacia Paula, Pedro se inclinó levemente y le preguntó—: ¿Has venido en tu coche o en el de Donna?


— En el de Donna. ¿Por qué lo preguntas?


—Me preguntaba si... Bueno, ¿te importa que te acompañe a casa? Me gustaría ver las fotos de la ecografía. Sé que te la han hecho hoy.


—Cómo no —Paula miró a Donna con los ojos muy abiertos—. ¿Te importa que Pedro me lleve a casa?


—No, en absoluto. Adelante —dijo Donna.


— ¿Te apetece un café, o...? —preguntó Paula después de entrar en la casa.


—No quiero tomar nada, gracias —contestó Pedro.


Paula encendió las luces del estudio, dejó el bolso en el sofá y empezó a quitarse el abrigo. De repente, notó que tenía a Pedro detrás, y que le había posado una mano en el hombro. Ella se tensó al sentir su contacto. El le quitó el abrigo y lo colgó en el armario del vestíbulo. Paula se sentó, abrió el bolso y extrajo las láminas de la ecografía.


—Estas son las primeras fotos de nuestro hijo —dijo.


Pedro se quedó petrificado, mirando fijamente las fotografías que le ofrecía Paula.


— ¿Nuestro hijo? ¿Es un niño?


—Échales un vistazo y compruébalo por ti mismo. Si te fijas bien, verás que se distingue la cabeza y la parte que lo señala como varón.


Pedro tomó las fotografías y se sentó junto a ella en el sofá. Fue mirando las fotos, una por una, y luego repitió el proceso. Mientras tanto, Paula contuvo el aliento. ¿Le afectarían aquellas fotografías tan profundamente como a ella?


—Ojala Leonel estuviera aquí para verlas —dijo por fin Pedro devolviéndole las fotos—. Habría sido un padre estupendo. Habría llevado al niño a cazar y a pescar, y hubiese entrenado a su equipo de béisbol. Hubiera sido un buen ejemplo para el pequeño.


—Leonel hubiera sido un padre excelente para mi hijo, sí —Paula dejó las fotografías en la mesita de café—. Y fue un marido excelente. Pero ya no está con nosotros, ni tendrá la oportunidad de ser el padre de mi hijo —alargó la mano y tomó la de Pedro. Luego se la llevó al vientre—. Pero tú sí puedes ser un padre para tu hijo. Puedes ser...


Pedro retiró la mano bruscamente, agarró a Paula por los hombros y la interrumpió con una mirada abrasadora.


—Yo no puedo ser la clase de padre que habría sido Leonel. ¿No lo comprendes? Ese niño no debía ser mío. Nunca he querido tener hijos. Y sigo sin...


Paula estaba llorando. Maldición. La había hecho llorar. ¿Por qué diablos había ido a su casa? Había conseguido evitarla durante las vacaciones de Navidad. ¿Por qué había permitido que su curiosidad por la ecografía, por el sexo del niño, lo atrajera a casa de Paula?


«Porque te importa —se dijo—. Te importa Paula y te importa el niño. Su hijo. Tu hijo.»


Le recorrió los brazos con las manos, acariciándola tiernamente.


—No llores, cariño. Por favor, no llores.


Ella lo miró con ojos lagrimosos. De pronto, le tomó de nuevo la mano y la posó sobre su vientre.


—Se está moviendo —dijo—. ¿Lo notas?


De repente, Pedro se sintió como si le hubieran extraído toda la fuerza del cuerpo. Dios del cielo, aquello que se movía dentro de Paula era su hijo. Exhaló un largo y profundo suspiro.


Ella colocó la mano sobre la suya y dijo:
—Es una sensación increíble.


—Paula... yo no debería estar aquí.


—Puedes rechazar al niño —dijo ella—. Pero eso no cambia el hecho de que es tuyo.


—Cariño, yo nunca he querido...


Paula le cubrió los labios con los dedos.


—Te he echado tanto de menos... No puedo olvidar la noche en que hicimos el amor. Fue la noche más maravillosa de mi vida —se acercó a él, le rodeó el cuello con los brazos y susurró contra sus labios—: Pero con una vez no he tenido bastante. ¿Tú sí?


«Huye. Márchate ahora mismo. Te está cautivando con su hechizo, y si no te vas ahora, lo la mentará eternamente.»


Paula le acarició los labios con los suyos. El respiró hondo. Ella le desabrochó los dos primeros botones de la camisa, sin dejar de mirarlo seductoramente. El no se movió. Permaneció sentado, rígido como una estaca, temeroso incluso de respirar. Paula acabó de desabotonarle la camisa, la abrió y extendió la mano sobre su pecho.


Le pellizcó un pezón y luego el otro. A continuación, besándole el cuello, le desabrochó el cinturón y le bajó la cremallera. Cuando introdujo la mano para agarrar su miembro a través de la fina tela de los calzoncillos, Pedro le asió la muñeca.


— ¿Estás segura de que quieres hacer esto? —le preguntó.


—Nunca he estado más segura de algo en mi vida —respondió ella.


En cuanto él le soltó la muñeca, Paula siguió acariciándolo, y obtuvo como recompensa un profundo y ronco jadeo. Pero antes de que pudiera seguir, Pedro la abrazó y la besó como un hombre sediento que bebiera el agua necesaria para vivir. 


Saqueó su boca mientras la tumbaba en el sofá. Una vez que le hubo quitado la blusa y el sujetador, se recreó en sus senos, más redondos y voluminosos que la otra vez, y se situó encima de ella con cuidado de no lastimarla con su peso.


Se despojaron mutuamente de la ropa hasta que estuvieron desnudos del todo. Paula chilló de placer al sentir cómo Pedro la penetraba.


Cuando ambos hubieron alcanzado el éxtasis, él se dejó caer a su lado y los dos se quedaron agradablemente dormidos por espacio de una hora.


Pedro se despertó lentamente, notando el cálido contacto del cuerpo que tenía entre sus brazos. Paula. El miembro empezó a palpitarle.


¡La deseaba otra vez!


La despertó con un beso. Ella abrió los ojos y le sonrió.


—Puedo irme o quedarme un poco más, si quieres —dijo Pedro—. Tú decides, cariño.


Paula bajó la mano cerró los dedos en torno a su miembro.


—Quédate.



MI MAYOR REGALO: CAPITULO 19




Paula oyó a Pedro cuando salió del apartamento al día siguiente.


Desde la puerta de la cocina, observó cómo se subía en el Jeep y se alejaba por la carretera. ¿Adónde iría tan temprano? No estaba previsto que volviera a trabajar hasta el lunes siguiente.


Deseó llamarlo a gritos, preguntarle por qué no se había pasado a verla, como todas las mañanas, por qué huía de ella.


Porque eso era lo que estaba haciendo. Huir asustado.


Habían compartido algo muy especial, algo tan maravilloso que el simple hecho de recordarlo la llenaba de un cálido y hondo placer.


Por fin había dejado atrás sus miedos y había aceptado que amaba a Pedro Alfonso. Lo amaba sin reservas, con una pasión salvaje y atormentadora.


Quizá Pedro no la amaba a ella. O quizá sí, pero no estaba preparado para asumir el compromiso que ese amor entrañaba.


De lo que Paula estaba segura era de que la deseaba tanto como ella lo había deseado a él.


Decidió esperar a que regresara al apartamento. 


Adondequiera que hubiese ido, tarde o temprano tendría que volver. Y, cuando volviera, ella estaría esperándolo. Si por fin había logrado hacer acopio de valor para vencer sus miedos, era el momento de que Pedro superara también los suyos propios.


—No entiendo por qué no quisiste quedarte a desayunar en la granja —gruñó Benjamin mientras colocaba la cazadora de piel en la silla de la cafetería Dawn’s.


—No quería hablar contigo teniendo cerca a Sofia —dijo Pedro, y luego alzó la mirada hacia la camarera rubia que apareció a su lado—  Dos cafés, por favor.


Haciendo un gesto de asentimiento, la chica formó una pompa con el chicle que tenía en la boca y se alejó.


— ¿Bueno, qué sucede? —Inquirió Benjamin—. Tienes un aspecto espantoso. ¿No has dormido? ¿Acaso la cicatriz aún te molesta?


—La cicatriz está sanando perfectamente. Mi problema es mucho más serio —Pedro miró hacia la calle a través de la luna de la cafetería.


Eran las seis de la mañana y todo estaba desierto.


— ¿Más serio que una herida de bala? Debe de ser cosa de faldas. ¿Qué pasa entre Paula y tú?


—Baja la voz, ¿quieres? —Dijo Pedro agachando la cabeza—. No quiero que la gente oiga nuestra conversación. Bueno, voy a mudarme al apartamento de Grove Avenue en cuanto pueda, pero necesito un lugar donde quedarme hasta entonces. Odio pedírtelo, pero...


—Sabes que puedes quedarte con nosotros —Benjamin sonrió a la camarera, que depositó en la mesa las dos tazas de café—. Pero, ¿por qué tienes tanta prisa? Sólo faltan dos semanas para el día uno.


Pedro bajó los ojos y alzó la taza de café. Sopló el hirviente líquido y a continuación tomó un sorbo.


—Necesito alejarme de Paula. Y necesito hacerlo hoy mismo.


—Comprendo —dijo Benjamin—. Bueno, prepara tus cosas y yente a la granja cuando estés listo.


—Gracias.


— ¿Vas a hablar con Paula para decirle que te vas?


—Sí, por supuesto. Se lo debo.


— ¿Es muy serio lo que sucede entre vosotros dos?


—Muy serio.


— ¿Y seguro que es eso lo que deseas hacer? Quizá podáis resolver la situación llegando a un acuerdo.


—No


—Mmm.


—Supongo que Sofia se extrañará y empezará a hacer preguntas — dijo Pedro.


—Le pediré que no lo haga. Pero estoy seguro de que Paula le contará su versión de lo sucedido. Ya sabes, las mujeres suelen compartir esas cosas.


—Iré a la granja dentro de unas horas. Gracias de nuevo —Pedro se puso el abrigo mientras iba hacia la puerta. Se subió en el Jeep, arrancó el motor y luego golpeó el volante con ambas manos.


¡Estúpido! ¡Maldito estúpido! ¿Por qué no se había mantenido alejado de ella? ¿Por qué había tenido que hacerle el amor? Si tanto necesitaba a una mujer... ¿no podía haberse buscado a otra? ¿A otra que no lo amase?





MI MAYOR REGALO: CAPITULO 18




Cuando Pedro se despertó era casi medianoche. La luz de la luna se filtraba por entre las cortinas de las ventanas del dormitorio.


Incorporándose sobre un codo, contempló a Paula mientras dormía.


El suave resplandor lechoso iluminaba el contorno de su cuerpo, los suaves rasgos de su rostro.


Gimió y se removió ligeramente. Las sábanas se retiraron de sus senos. Pedro apretó los puños para reprimir el impulso de alargar la mano y tocarla, de acariciar aquellos pechos perfectamente redondos, aquellos pezones rosados y tentadores. Su vientre era totalmente liso, salvo por una levísima prominencia. La mano de Pedro se cernió, dubitativa, sobre dicha prominencia. Luego, como atraída por el hijo que crecía en su interior, se posó posesiva y protectoramente en el vientre de Paula.


Ella empezó a murmurar en su sueño. El contuvo el aliento. 


¿Cómo se sentiría, se preguntó, si pronunciara el nombre de Leonel?


Pero no fue el nombre de Leonel saliendo de sus labios lo que lo devolvió duramente a la realidad. No el de Leonel, sino el suyo.


—Pedro —Paula musitó su nombre en un susurro—. Oh, Pedro, te quiero.


El notó que todos los nervios de su cuerpo gritaban. Sus músculos se tensaron. Aquello era lo que más había temido, lo que había querido evitar. «Debiste darte cuenta. Debiste saber que una mujer como Paula se entregaría a un hombre a menos que lo amase. Le has hecho el amor a la viuda de tu mejor amigo, y ella se cree enamorada de ti».


Pedro salió de la cama y recogió su ropa del suelo. No quería marcharse así. Como un ladrón. Deseaba quedarse, despertarla y hacerle el amor una vez, y otra, y otra.


Pero Paula no buscaba una aventura pasajera. Deseaba y necesitaba un marido y un padre para su hijo.


«Tu hijo», le dijo atormentadoramente una voz interior.


Tras vestirse, se detuvo en la puerta y contempló a la mujer que yacía dormida. Notó que el miembro se le endurecía, y maldijo a su traicionero cuerpo por desear a una mujer sobre la que no tenía ningún derecho.


«Espera un hijo tuyo» se recordó nuevamente te da eso ningún derecho sobre ella.


No Sería así en el caso de que estuviera dispuesto a casarse con Paula y reclamar la paternidad de su hijo. Pero no tenía intención de hacerlo. Se había convencido, hacía mucho tiempo de que el matrimonio y los hijos no eran para él. No pensaba traer hijos al mundo para hacerlos desgraciados, como hizo su padre.


«Ya es demasiado tarde, ¿no te parece?» dijo. burlona, su conciencia.


«Paula va a tener un hijo tuyo que crecerá sin padre. Leonel hubiera sido el padre perfecto para él. Pero tú no. Tú serías probablemente un padre horrible.»


Miró por última vez a Paula.


—Lo siento, cariño —musitó en un susurro que se perdió en el viento del invierno. De repente lo asaltó un agudo dolor interior y se preguntó si aquella agonía volvería a abandonarlo alguna vez.


Paula retiró las gruesas cortinas observó cómo Pedro subía las escaleras del apartamento. Llevaba la camisa desabrochada y en las manos sostenía los calcetines y el cinturón. Parecía huir aterrado.


Huir de ella y de lo que acababa de ocurrir entre los dos.


Paula sabía cómo se sentía. Ella también se había pasado la vida huyendo... del amor y la pasión que siempre sintió por él.


Cuando Pedro hubo cerrado la puerta del apartamento, Paula soltó la cortina y se sentó en el sillón de orejas situado junto a la chimenea.


— ¿Qué voy a hacer? —dijo suspirando mientras sus animales la rodeaban—. Estoy enamorada de él. Pero tiene miedo de comprometerse conmigo —se cubrió el rostro con las manos—. Oh, Dios, ayúdame, por favor. Lo quiero más que a nada en el mundo. Tía Alicia tenía razón. Esta clase de amor sólo acarrea dolor a la larga.


Paula lloró hasta que se quedó dormida en el dormitorio de su tía, acompañada por sus fieles animales