martes, 11 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 5




—Ésa era la última caja —dijo Pedro al tiempo que cerraba el maletero del coche—. Mañana las llevaré al albergue de Marshallton.


Paula se hallaba de pie en el porche. Los rayos del sol tardío teñían de dorado su cabello castaño claro. Parecía tan pequeña, frágil y sola como un alma que errara en busca de un paraíso seguro. Pedro sintió deseos de abrir los brazos y decirle que se acercara, que podía encontrar refugio allí, con él. ¿Sí, podía ofrecerle dicho refugio, pero, lo aceptaría?


Pedro titubeó junto al coche, observándola mientras lo esperaba, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo. Las dos gatas merodeaban por entre sus tobillos y los dos perros montaban guardia a su lado. La dulce Paula, con un corazón tan grande como el cielo de Crooked Oak. Pedro nunca había conocido a nadie que amase a los animales tanto como ella.


¿Cómo iba a estar cerca de aquella mujer amable, tierna y cariñosa, sin hacerle el amor?


Pedro había evitado deliberadamente las relaciones duraderas y a las mujeres que esperaban más de lo que él podía darles. Le gustaban las mujeres... Diablos, las adoraba. Y ellas parecían sentirse atraídas hacia él como las abejas a la miel. Pedro le había comentado una vez que Benjamin atraía al bello sexo por su atractivo y su condición de estrella del béisbol. Y que Pedro atraía a las mujeres por su carácter chapado a la antigua, de caballero sureño, teñido de cierto atisbo de peligro que picaba su interés.


Paula Chaves era diferente. No se parecía en absoluto a las mujeres con las que había salido. Era callada, tímida y algo ingenua. Y despertaba en él un deseo cuya intensidad lo desconcertaba. Pedro se enorgullecía de dominar todos sus actos y sus emociones. Pero la atracción que sentía hacia Paula empezaba a minar su voluntad de hierro.


— ¿Puedo ayudarte en algo más? —preguntó, reacio a marcharse.


Ella alzó la cabeza y fijó en él la mirada. Incluso desde lejos, Pedro pudo ver la humedad de las lágrimas que empañaban sus ojos.


«Por Dios, cariño, no llores» quiso decirle. «Leonel no hubiera querido que sufrieras tanto. Y yo no soporto verte así.»


—No, ya no queda nada más que hacer. Hoy, al menos —Paula esbozó una débil sonrisa.


—Bueno, entonces me voy ya.


«No permitas que me vaya» rogó Pedro en silencio. «Pídeme que me quede. Piensa en un motivo para retenerme aquí».


Se dio media vuelta.


—Espera —Paula dio unos pasos vacilantes al frente, y luego se detuvo en el filo del porche.


El giró rápidamente la cabeza y avanzó hacia el sendero de ladrillo.


— ¿Qué sucede?


—Necesito, necesito hablar contigo —Paula entrelazó las manos ante sí, como si se esforzara por no alargar los brazos hacia él.


—Claro, cómo no —Pedro subió los escalones y se detuvo justo delante de ella. Tan sólo unos centímetros los separaban—. ¿De qué quieres hablar? —su mirada siguió la de ella, y se percató de que la señora Dobson, que vivía en la casa de enfrente, estaba barriendo el porche. Los pueblos pequeños estaban llenos de gente curiosa incapaz de no meter la nariz en los asuntos de los demás. Sin duda, la señora Dobson repararía en su presencia e informaría a sus amigas y sus vecinas. Personalmente, a Pedro le importaba un rábano lo que los demás dijeran o pensaran, pero era consciente de que a Paula sí le preocupaba. Al fin y al cabo, ella tenía que seguir viviendo y trabajando en Crooked Oak, y criaría a su hijo en el pueblo.


—Entremos —Paula retrocedió y abrió la puerta principal.


El la siguió, pero antes de entrar se giró e hizo una señal de saludo a la señora Dobson, quien le correspondió con una sonrisa.


— ¿Cómo está usted, señora Dobson? —le preguntó en voz alta.


La mujer de cabello blanco se sonrojó, pero esbozó una sonrisa afectuosa.


—Muy bien, Pedro. Celebro ver que cuidas de Paula.


—A partir de ahora, me verá mucho por aquí.


—Me alegra saberlo —respondió la señora Dobson.


Pedro entró en el vestíbulo, donde Paula lo esperaba con la cabeza gacha y los ojos tímidamente alzados.


—No he podido quitarme a las vecinas de encima desde que Leonel murió. Son algo pesadas, pero tienen buen corazón.


—Sí, lo sé. Crecí en el pueblo, ¿recuerdas?


—Cierra la puerta, por favor.


Pedro así lo hizo.


—Quieres hablar de algo en concreto?


Ella se frotó las manos repetida y nerviosamente.


—Mientras estés en Crooked Oak, finalizando el período de servicio de Leonel, necesitarás un sitio donde vivir.


—Es cierto —¿por qué lo decía? ¿Qué intentaba insinuar?—. Pienso llamar a una inmobiliaria mañana. Sofia me ha dicho que me quede en su casa todo el tiempo que necesite, pero necesito un hogar propio.


Paula lo miró insegura.


—Pedro, yo... yo... —se retiró de él. Sus pequeños hombros
empezaron a temblar. Con el corazón latiéndole en los oídos, Pedro se acercó a ella y la rodeó con sus brazos.


—No estás sola, Paula —le susurró acercando los labios a su oído—. Sé lo difícil que será para ti vivir sin Leonel, pero te prometo que me tendrás a tu lado durante todo el embarazo. Quiero ayudarte en todo lo que pueda.


Ella asintió.


—Lo sé.


Pedro siguió abrazándola con suave firmeza, y rezó por que su cuerpo no reaccionara al rozarse con la esbelta mujer que tenía abrazada.


—Los dos queríamos a Leonel y los dos lo echaremos de menos. Tengo la intención de velar por sus asuntos, y eso incluye garantizar que a su esposa no le falte de nada.


—Necesito que me prometas que no le dirás a nadie que tú eres... que Leonel no es... La gente no lo entendería.


—Creí haber dejado perfectamente claro que no voy a decirle nada a nadie —Pedro le posó un beso en la sien, y luego le frotó la mejilla con la suya. El cabello de Paula olía a sol y a flores. Notó que su cuerpo se tensaba. Dejó de abrazarla y retrocedió. Lo último que necesitaba Paula era sentir el contacto de su erección. La agarró por los hombros y le dio media vuelta para que lo mirase a la cara.


—Quiero ayudarte, hacer que todo te resulte más fácil. Nadie tiene por qué saber nada.


Paula inspiró profundamente. El temblor de cuerpo cesó, y por fin sonrió a Pedro.


—No debemos olvidar que tu estancia en Crooked Oak será sólo temporal. Tienes un trabajo y una vida hecha en otro sitio, mientras que yo lo tengo todo aquí. Nuestro único vínculo es un hijo —alzó las manos y las posó en el pecho de Pedro, sobre la suave y fría tela de su gabán—. Sé que, al haber muerto Leonel, te sientes responsable de mi hijo, pero comprendo que no puedo esperar que seas un padre para él. Leonel me dijo que no querías casarte ni tener hijos.


—No, no quiero casarme ni tener hijos —Pedro le pasó las manos por los brazos, acariciándola tiernamente—. Pero tienes razón. Me siento responsable de tu hijo —la soltó bruscamente—. Jamás tuve en cuenta esta posibilidad cuando Leonel me pidió que donara mi esperma para que pudierais ser padres.


—Lo siento, Pedro —Paula le tocó el brazo.


«No me toques» quiso gritar él. «Y no me mires con esos grandes ojos azules que me piden tanto...»


—Sí, yo también lo siento. El destino nos ha jugado una mala pasada, y tendremos que sobrellevarlo como sea.


—Quisiera poder decirte que no te necesito, pero mentiría. Te necesitaré durante los próximos meses. Si pudieras... si aceptaras...


—Dilo. Haré cualquier cosa que necesites de mí.


—Sé mi amigo. Sé el padrino de mi hijo.


—Por supuesto. Claro que sí. ¿Algo más?


—Encuentra al asesino de Leonel y entrégalo a la justicia.


—Esa será mi principal prioridad como sheriff.


—Ten cuidado, Pedro —Paula le apretó el brazo—. No podría soportar que te pasara algo.


Las palabras de Paula golpearon a Pedro en el bajo vientre con la fuerza de un martillo. Tendría que ser ciego y estúpido para no darse cuenta de que se preocupaba por él. Pero, ¿había algo más que simple preocupación por el mejor amigo de Leonel? ¿Por el padre biológico de su hijo?



****


Paula se hallaba sentada en la silenciosa quietud del estudio
mientras la oscuridad del anochecer comenzaba a proyectarse en la habitación. Lucy y Ethel permanecían acurrucadas en el respaldo del sofá, mientras que Ricky gruñía suavemente hecho un ovillo delante de la chimenea. 


Y Fred se había acomodado al lado de Paula.


Necesitaba recuperar el rumbo de su vida, hallar el modo de seguir adelante sin Leonel. Por el bien de su hijo y de su propia cordura.


Necesitaba volver al trabajo. Sólo Scooter Bellamy, su ayudante, se ocupaba del refugio para animales, y su labor era a todas luces insuficiente. Estar de nuevo con los animales, brindarles cariño y ayudarlos a encontrar nuevos hogares, ocuparía su tiempo y la distraería. Cuanto menos pensara en la situación, tanto mejor.


Pedro Alfonso formaría parte de su vida durante el año siguiente. Más le valía aceptar el hecho y verlo del mejor modo posible. Le gustase o no, necesitaba a Pedro.


Alargó la mano y descolgó el auricular del teléfono. Fred gruñó, acomodó su cuerpo regordete y enterró el hocico en la pierna de Paula.


— ¿Diga? —respondió Sofia.


—Sofia, soy Paula. ¿Está Pedro ahí?


—Sí. Acabamos de cenar. ¿Quieres hablar con él?


—Sí, por favor.


—¿Va todo bien? —Inquirió Sofia—. Te noto un poco rara.


—Todo va bien. Simplemente, necesito hablar con Pedro.


—Muy bien.


Paula esperó, con el corazón martillándole el pecho, las palmas de las manos sudorosas y la boca seca. ¿Y si estaba cometiendo un error? ¿Y si luego lamentaba haber dado un paso tan atrevido?


«Deja de darle tantas vueltas. Por una vez en tu insulsa vida, haz lo que deseas hacer.»


— ¿Sí? —dijo Pedro.


Pedro, soy Paula. Te he encontrado un sitio donde vivir.


— ¿En serio?


—Sí.


— ¿Dónde?


—En el apartamento que hay encima de mi garaje —Paula contuvo el aliento, aguardando su reacción.


—Creía que ya estaba ocupado.


—No, está vacío. La inquilina se casó el mes pasado y lo dejó libre. Aún no he tenido ocasión de volver a alquilarlo.


— ¿Estás segura? —Pedro soltó una risita—. No habrá peligro de que los vecinos murmuren, ¿verdad?


Ella se echó a reír.


—Todo Crooked Oak ha rezado por que volvieras y solucionaras lo de Leonel. No creo que nadie se extrañe si te mudas cerca de su viuda embarazada para velar por ella. Dijiste que es eso lo que deseas hacer, ¿verdad?


—Sí, Paula, quiero cuidar de ti... por Leonel.


—Entonces, ¿te instalarás en el apartamento?


—Desde luego. ¿Por qué no? Eso facilitará las cosas. Me tendrás cerca siempre que me necesites. ¿Cuándo quieres que me traslade?


— ¿Te parece bien mañana? Está amueblado. Sólo tendrás que llevarte el equipaje que hayas traído de Virginia.


—Hablaremos sobre el importe del alquiler, y...


—Es gratis —dijo Paula.


—Lo siento, pero no puedo aceptar.


—En ese caso, podrás pagármelo haciendo algún que otro trabajo en la casa...


— ¿Como cortar el césped o limpiar las persianas?


—Por ejemplo.


—Muy bien. Nos veremos mañana por la tarde —Pedro hizo una pausa y luego agregó—: ¿Qué te parece si mañana cenamos fuera? Podríamos ir a Marshallton.


— ¿Y si cenamos aquí, en casa?


—De acuerdo. Iré a cenar y después podrás enseñarme el
apartamento. ¿Te parece bien a las seis?


—Sí. Perfecto.





MI MAYOR REGALO: CAPITULO 4




Había meditado largo y tendido sobre lo que deseaba decirle, y esperaba que ella atendiera a razones y aceptara la ayuda que pretendía brindarle. Nadie del pueblo tenía por qué saber que el hijo era suyo, pero estaba decidido a garantizar que el niño o la niña disfrutara de los cuidados necesarios. Una vez concluido el período de servicio de Leonel, regresaría al FBI y reanudaría su carrera. Pero se ocuparía de su hijo, aunque fuese desde muy lejos. Visitaría Crooked Oak regularmente, y cuando el niño creciera podría pasar algunas temporadas con él en Alexandria de vez en cuando.


Pedro aparcó detrás de Paula, se apeó del coche y la ayudó a salir de la furgoneta.


— ¿Por qué no entras? Yo llevaré las cajas.


—Quiero guardar la mayoría de las cosas en el sótano —explicó ella— Ya he vaciado una de las estanterías.


Diez minutos más tarde, Pedro subió del sótano y encontró a Paula en la cocina. Había permanecido arriba mientras él guardaba las pertenencias de Leonel. Pedro sospechaba que no podía soportar ver dichas pertenencias relegadas al destierro entre aquellas cuatro paredes. Lo único que había extraído de las cajas era la foto de boda que Leonel había tenido en su mesa.


Pedro recordaba bien el día de la boda. Un precioso día de otoño. Una ceremonia sencilla con amigos y familiares. Un novio increíblemente feliz. Una novia tímida, encantadora. Y un padrino que había pensado, más de una vez, en secuestrar a aquella novia inocente.


—He hecho café, aunque me temo que es descafeinado —dijo Paula—. Te gusta tomarlo solo, ¿verdad? Sin azúcar.


—Sí, así es. Gracias —Pedro retiró una silla de la mesa y se sentó, aguardando mientras ella le servía el café en una taza roja de cerámica.


Después de llenar su propia taza, le añadió café y se sentó frente a él.


—Te agradezco que me hayas ayudado con las cajas. Me preguntaba si podrías hacerme otro favor, ya que estás aquí...


—Lo que sea. No tienes más que pedirlo.


—Se trata de la ropa de Leonel —Paula respiró hondo—. No creo que pueda soportar...


—Cómo no. Dime qué quieres que haga con ella.


—Al albergue de beneficencia de Marshallton le irá bien —Paula probó el café.


—La llevaré personalmente.


—No sé qué hacer con sus uniformes —Paula echó un vistazo al voluminoso cuerpo de Pedro—. Son demasiado pequeños para ti.


— ¿Quieres que me los lleve también?


—Sí. Por favor. Todo. Incluso su ropa interior y sus calcetines... Leonel hubiera deseado que los recibieran otras personas que puedan utilizarlos.


—Leonel era un hombre bondadoso.


—Tuve mucha suerte al tenerlo como marido.


«Te deseaba a ti» quiso decirle. «Pero te tenía demasiado miedo.
Sabía instintivamente que no era lo bastante fuerte para
relacionarme con un hombre como tú, que me devorarías sin piedad.
Me conformé con un hombre más dócil, más seguro. Un hombre que me adoraba. Tú nunca me habrías amado como me amaba Leonel. Y yo no podía esperar eternamente a un Príncipe Azul.»


—Más de una vez me dijo lo afortunado que se sentía al haberse casado contigo —Pedro colocó las manos en la mesa, con las palmas abiertas.


«Y cada vez que me hablaba de lo maravillosa que eras, yo te deseaba todavía más.»


—Lo amaba —dijo Paula con voz baja y suave.


—Estoy seguro de que sí. Y sin duda sabrás cómo te amaba él.


—Intenté ser una buena esposa.


—Lo fuiste.


—Leonel deseaba ser el marido perfecto —prosiguió ella—. Casi murió del disgusto cuando los médicos nos dijeron que... era estéril.


—Quería darte un hijo. Por eso acudió a mí.


Paula alzó la cabeza y miró a Pedro directamente a los ojos.


—No le dirás a nadie que mi hijo no es de Leonel, ¿verdad?


—No quieres que se sepa que el niño es mío, ¿me equivoco?


Ella movió la cabeza.


—No. ¿Qué pensaría la gente si se supiera? Como amigo de Leonel que eras, podemos tener una relación de amistad y podrás ser el tío favorito de mi hijo. Pero si la gente descubriera que tú eres el padre, nos vigilarían y nos criticarían...


—Voy a decírselo a Benjamin—dijo Pedro—. A nadie más.


— ¿Lo prometes?


Pedro tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no alargar los brazos por encima de la mesa y tomar sus manos pequeñas y delicadas.


—Paula, ¿por qué me tienes tanto miedo? ¿No sabes que yo jamás te haría daño? —veía miedo en sus ojos cada vez que lo miraba. ¿Acaso había algo más en aquel miedo que el deseo de que nadie supiera la verdad sobre su hijo? Y, en tal caso, ¿qué era ese algo?


—Pero puedes hacerme daño —replicó ella, con la vista clavada en su regazo y los ojos ensombrecidos por sus largas pestañas—. Si no guardas mi secreto. Nuestro secreto. Mío, tuyo y de Leonel.


—Quiero decírselo a mi hermano, pero te prometo que nadie más se enterará.


Paula tragó saliva y asintió afirmativamente.


—Muy bien. Díselo a Benjamin. Sofia ha sido mi única confidente, así que...


—Yo tampoco quería que las cosas acabaran así—Pedro apartó la taza de café, intacta, retiró la silla y se levantó—. Jamás pensé en ser padre. Lo que menos necesito en mi vida es un hijo. El plan consistía en que ese niño fuera tuyo y de Leonel. No mío.


—No te he pedido que te hagas responsable del niño —contestó Paula, con las mejillas enrojecidas por la emoción—. No espero que seas el padre de...


Pedro se golpeó la palma de la mano con el puño. Paula dio un salto.


—Maldita sea, ¿no lo comprendes? Sin Leonel, ese niño no tendrá padre a menos que yo forne parte y haga lo correcto.


—Y qué es «lo correcto»,Pedro? —Paula lo observó mientras se paseaba por la cocina. Su voluminoso y esbelto cuerpo avanzaba y retrocedía como un animal que intentase escapar de una trampa. Y así debía de verlos a ella y a su hijo... como una amenaza a su preciada libertad.


—No lo sé.


«Sí, si lo sabes», le instó una voz interior.


Lo correcto sería casarse con Paula y criar juntos al niño como una familia unida. Pero, que el cielo le ayudase, no estaba dispuesto a meter la cabeza en esa soga... por muy atractiva que le resultara Paula. Por muy decidido que estuviera a no abandonar a su hijo.


—Lo correcto es que haga cuanto esté en mi mano para cuidarte durante el embarazo, y que luego me haga económicamente responsable de mi hijo.


—Comprendo —Paula retiró la silla, se levantó y se situó frente a Pedro—. Sin duda, has pensado mucho sobre ello.


—Míralo desde el punto de vista lógico. Eres una viuda embarazada, sin padres ni hermanos que te ayuden. Al ser el mejor amigo de Leonel, nadie se extrañará de que quiera ser custodio o padrino del niño.


—Sí, tienes razón. Y sé que debería agradecerte que renuncies a un año de tu vida y hayas pedido un período de excedencia del FBI...


—No quiero tu gratitud —repuso él—, sino tu cooperación.


A Paula la ponía furiosa su fría lógica. Se mostraba tan tranquilo y sereno... Tan inmutable... Estaba segura de que no había derramado ni una sola lágrima por Leonel. Pedro no era de los que lloraban.


Jamás por mucho que sufriera.


Teresa le comentó una vez que, de sus tres hermanos, Pedro era el más amargado y resentido por haberse criado en la pobreza, sin padres. Mientras que Teresa no se acordaba de sus padres, y Benjamin sólo conservaba recuerdos vagos, Pedro y Leonardo los recordaban perfectamente. Su padre había sido borracho y jugador, y varias veces fue expulsado de distintos pueblos por las autoridades locales.


Después de que sus padres murieran en un accidente, los cuatro hermanos Alfonso se trasladaron a Crooked Oak a vivir con su abuelo paterno.


«Pedro nunca se casará ni tendrá hijos —le había dicho Teresa—. Jamás correrá el riesgo de no ser tan perfecto como padre como lo es en todo lo de- mas.»


Paula suspiró, recordando las palabras de su amiga.


—De acuerdo, Pedro. Cooperaré —extendió la mano, fingiendo sentirse tan serena y tranquila como él—. Cuidarás de mí hasta que nazca el niño y luego serás su padrino. Pero nadie, aparte de Sofia y Benjamin, ha de saber que Leonel no es el padre de mi hijo.


Lo que más deseaba Pedro en aquellos momentos era tomar la mano de Paula y atraerla hacia sí. Pero era lo último que debía hacer. Se quedó mirando la mano que ella le había ofrecido para sellar el trato.


Paula esperó, apoyándose incómodamente en un pie y en otro, hasta que él alargó la mano y estrechó la suya. En el instante en que sintió el roce de la piel de Pedro, ella notó una suerte de descarga eléctrica que recorrió todo su cuerpo. Cerró los ojos un momento y pidió a Dios las fuerzas necesarias para no sucumbir al deseo que sentía hacia aquel hombre. ¿Cómo podía albergar pensamientos tan lascivos? Leonel no llevaba muerto ni dos semanas.


Pedro sostuvo su mano y contempló sus grandes ojos azules. Debería condenarse al infierno por lo que estaba pensando... y sintiendo. Si se dejaba llevar por el deseo que lo embargaba, aterrorizaría a Paula y la ofendería tan gravemente que ella jamás lo perdonaría.


Le soltó la mano y retrocedió.


—Esta noche volveré para recoger la ropa de Leonel.


—Muy bien. Gracias.


—Si me necesitas, estaré en la oficina del sheriff esta tarde, y luego iré a casa de Benjamin y Sofia. Me quedaré con ellos temporalmente, hasta que encuentre un sitio donde vivir —Pedro se dio media vuelta, y ella lo siguió. No se detuvo hasta que hubo salido al porche. Luego se giró para mirarla brevemente, le sonrió y se despidió inclinando la cabeza.


Paula permaneció de pie en el porche, observándolo mientras se alejaba por la carretera. Unas cuantas lágrimas brotaron de sus ojos, humedeciendo sus mejillas conforme caían.


La vida era injusta. Terriblemente injusta.


Había tomado todas las precauciones posibles para que su amor por Pedro Alfonso no se convirtiera en una obsesión. 


Lo había amado desde lejos cuando era una adolescente, había fantaseado con él del mismo modo que otras jovencitas fantaseaban con los cantantes de rock. Pero él jamás se dio cuenta y, en el fondo, Paula había tenido la certeza de que era mejor así. Por mucho que adorara a Pedro, tenía miedo de la intensidad de sus sentimientos por él.


Tía Alicia siempre había insistido en que fuese una perfecta señorita.


Nada de comportamientos vulgares. Nada de pensamientos o sentimientos inmorales. La palabra «sexo» estaba prohibida en casa de su tía. Lo que sentía por Pedro debía de ser, pues, malo y pecaminoso. Y, desde luego, la aterrorizaba.


De manera que había optado por salir con chicos «seguros»... que no provocaban un revoloteo de mariposas en su estómago ni un hormigueo en las partes más íntimas de su cuerpo.


Luego, Pedro se había marchado de Crooked Oak y ella había rezado por que apareciera un Príncipe Azul que la dejara sin aliento, que la enamorase y le brindase una vida de dicha.


Finalmente, a los treinta años, había abandonado la esperanza de encontrar a dicho Príncipe Azul, y se había conformado con el dulce y protector Leonel Chaves.


Había amado a Leonel, sí. Pero sus sentimientos por él nunca la habían aterrorizado. Nunca la habían consumido hasta el extremo de la locura.


No, aquellos otros sentimientos los había reservado para Pedro Alfonso.


El hombre cuyo hijo crecía ahora en sus entrañas.