Tres noches más tarde, después de cenar y de charlar educadamente, chocó con Pedro.
Ocurrió en el pasillo. Ella salía del baño después de un largo baño, llevaba el pelo envuelto en una toalla y se había puesto su albornoz blanco, nada más, y tenía la piel húmeda, sonrojada y le olía al aceite de baño de rosas y lavanda.
Había estado leyendo en la bañera y llevaba la novela en la mano, para seguir leyéndola en la cama. Iba con la cabeza agachada cuando chocó contra Pedro.
El libro cayó al suelo.
—¡Lo siento! —gritaron al unísono y se agacharon a la vez a por el libro.
Ambos se quedaron como hipnotizados, inclinados, sujetando el libro, mirándose, respirando con dificultad, como si hubiesen estado corriendo.
Pau sintió cómo la envolvía su calor y ambos se incorporaron a cámara lenta, sin soltar el libro. A la vez, Pedro dio un paso hacia ella y ella retrocedió, como si estuviesen bailando un vals muy lento.
Paula dio contra la pared del pasillo. Estaba atrapada por Pedro, que había puesto las manos en la pared, a ambos lados de su cabeza, y ella había dejado de respirar.
Había dejado de pensar, sólo era capaz de desear.
Lo tenía muy cerca. Tan, tan cerca… Y lo deseaba tanto…
Pedro recorrió la piel de su escote con los dedos, bajando desde la garganta hasta los pechos, haciéndola gemir.
—Pau —susurró, sonriéndole—. Sabes que sólo tienes que pedírmelo —dijo, rozando sus labios con los de él.
Luego se apartó, se dio la media vuelta y desapareció en la oscuridad del pasillo.
Sin saber cómo, Pau consiguió volver a su habitación, donde se dejó caer sobre la cama, temblando. Estaba sorprendida por la fuerza del deseo que sentía por Pedro.
Él le había dicho que sólo tenía que pedírselo, pero no iba a hacerlo. No podía hacerlo… ¿o sí? Era mucho mayor que él, estaba embarazada. ¿Cómo iba a desearla Pedro?
No pudo dejar de pensar en sus palabras. Bailaron en su cabeza como una música bella e inquietante, y alrededor de su corazón.
La tentó la idea. Pedro era muy atractivo, y ella llevaba demasiado tiempo sola.
Pero era un error. Lo era, ¿verdad?
¿O tal vez no?
Sólo con una caricia, Pedro había echado abajo su seguridad.
*****
No podía creer que le hubiese dicho eso a Paula.
Estaba loco. Tenía la cabeza fatal.
Aunque… no había estado pensando con la cabeza.
Había visto a Paula, casi desnuda y recién salida del baño.
Era toda una tentación, con la piel rosada, tan suave y caliente, los labios temblorosos.
Menos mal que había conseguido resistirse.
Tenía muchos motivos por los que no le convenía. Después de una niñez difícil, por fin era feliz con su vida. ¿Por qué estropearlo teniendo una relación con Paula y complicándose con su carrera, su ambición, su forma de vida y su embarazo?
El problema era que, a pesar de saber todo aquello, seguía deseándola.
Le había dicho que sólo tenía que pedirlo, pero menos mal que Pau no estaba tan loca como él.
Aunque…
Había visto cierta decepción en sus ojos cuando había retrocedido. Si hubiese sido un hombre dado a hacer apuestas, habría apostado que todavía cabía una oportunidad.
De pie junto a la puerta abierta de su habitación, Paula observó las llanuras que se extendían fuera mientras intentaba no echar de menos a Pedro, tarea harto difícil.
Había ido a trabajar, pero le estaba resultando imposible. No podía dejar de pensar en él.
Sin duda, debía de estar confundido y defraudado, después de que lo hubiese recibido con besos, para más tarde darle la noticia de su embarazo.
¿Cómo podía haber sido tan irresponsable? Siempre había estado orgullosa de su prudencia, pero en esos momentos sólo deseaba volver a besar a Pedro. Deseaba tener su boca en la piel. Deseaba…
«Ya es suficiente».
Enfadada consigo misma por su debilidad, se apartó de la puerta, se sentó al escritorio y se conectó a Internet. Se descargó el correo electrónico y el corazón le dio un vuelco al ver que le había escrito su prima, Isabella Casali. Por fin un mensaje de Monta Correnti.
Paula sonrió aliviada mientras lo abría. Había estado muy preocupada.
Querida Paula:
Siento no haber respondido a tus correos antes. Papá no está bien, así que yo me estoy encargando del restaurante y he estado muy ocupada, agobiada con tanto trabajo.
Espero que tanto tú como el bebé estéis bien. ¿Todavía sigues en esa granja en el interior de Australia? Debe de ser increíble. Un mundo completamente diferente.
Deja que te diga que sigo encantada con Max. Es maravilloso. Estoy tan feliz… No puedo creer que sea tan dulce conmigo. Su amor sigue pareciéndome un milagro.
Un milagro. A Paula le alegró que Isabella hubiese escogido esa palabra y se sintió muy contenta por su prima, aunque también sintió celos.
Lo siento, pero no he visto a tu madre. He estado demasiado ocupada.
Por el momento, no hemos tenido noticias de los gemelos. Como ya sabes, yo quería ir a Nueva York a verlos, pero papá no me lo ha permitido. No puedo seguir escribiendo porque tengo demasiadas cosas que hacer y hay un problema en la cocina.
Intentaré escribirte otro día. Mientras tanto, cuídate mucho.
Ciao,
Isabella
Pau suspiró aliviada. Por fin había tenido noticias de casa.
Después de tantos años en Australia, todavía pensaba en Monta Correnti como en su casa.
Deseó que hubiese bastante más armonía en su familia.
Pensó en su madre: radiante, bella, independiente, pero todavía resentida con su hermanastro Luca.
Era una pena. ¿Por qué seguía enfadada, después de tanto tiempo? ¿Por qué no podía perdonar?
Sin pensarlo, marcó el número de teléfono de su madre, pero le saltó el contestador automático. Dejó un breve mensaje:
—Estaba pensando en ti, mamá. Te quiero. Estoy bien. Por favor, llámame cuando tengas un rato. Ciao.
****
Durante los días siguientes, Paula vio muy poco a Pedro, que parecía estar bastante ocupado con el trabajo de la granja. Ella estuvo trabajando mucho también, dando algún paseo por las mañanas y descansando un poco por las tardes. Se dijo a sí misma que estaba encantada de poder centrarse por completo en los libros que había comprado.
Era bueno que Pedro tuviese trabajo. Lo mejor era que mantuviesen las distancias. Era justo lo que ella necesitaba para centrarse en su trabajo y en su bebé, las dos cosas más importantes de su vida.
Lo demás, incluido Pedro, era una distracción. Sólo habría deseado no tener que repetírselo a sí misma tantas veces a lo largo del día. Todos los días.
Veía a Pedro durante las comidas, por supuesto, y seguían cocinando por turnos. Charlaban de sus vidas, tan diferentes, y a ambos les gustaba conocerse un poco más, pero Pedro no había vuelto a intentar coquetear con ella. No había vuelto a haber besos robados, miradas brillantes ni ningún roce.
Paula todavía no podía creer que echase tanto de menos todo aquello. Pedro seguía pareciéndole muy atractivo, no podía evitarlo.
Una tarde estaba respondiendo a un correo electrónico cuando oyó los pasos de Pedro en la galería. Se quedó inmóvil, escuchando con toda su atención.
Él pasó por delante de su habitación, pero se marchó a la de él y unos segundos después Paula oyó cómo abría la ducha.
No pudo evitar imaginárselo desnudo debajo del agua.
Sintió calor por dentro. Se imaginó que le acariciaba la espalda desnuda, luego el pecho.
No consiguió volver a la realidad hasta que oyó que cerraba el grifo.
¿Cómo era posible que se le olvidase tan pronto que era una mujer de cuarenta años, embarazada, que había decidido ser madre soltera?
Pau sonrió al ver sorpresa en los ojos de Pedro.
—No hay champán, pero parecías tan satisfecho contigo mismo por haber conseguido ese salto, que he pensado que debía felicitarte.
—Bueno, muchas gracias, senadora.
Antes de que le diese tiempo a apartarse, la rodeó por la cintura, la apretó contra su cuerpo y respondió a su beso.
Pero aquel beso no fue un mero roce de labios.
Fue un beso cautivador, lento y esmerado, un beso de felicidad que encajaba a la perfección con el estado de ánimo de Pau y con la belleza y luminosidad de aquella mañana. Pedro sabía a limpio, a naturaleza, era un sabor salvaje. No se había afeitado y su barba le rozó la barbilla, pero a ella le encantó que fuese tan varonil, le encantó que su ropa tuviese un rastro de polvo y a silla de montar.
La silla cayó al suelo. Pedro la apretó más contra él y profundizó el beso. Pau sintió que el deseo crecía en ella como una flor que se abriese bajo el sol.
—Vamos dentro —murmuró Pedro, recorriendo su mandíbula a besos.
Como en un sueño, Pau permitió que la llevase hacia las escaleras. Sabía que iba a llevarla a su habitación y estaba luchando por recordar por qué no era buena idea. ¿Por qué debía resistirse a Pedro?
¿Cómo iba a hacerlo?
Estaban ya en el pasillo que daba a la habitación de Pedro cuando se dijo a sí misma que por supuesto que tenía motivos para detener aquello, y el principal era cada día más evidente.
Ya estaban en la puerta de la habitación cuando se dijo que no era sensato hacer el amor con Pedro sin que éste supiese que estaba embarazada.
—Pedro, lo siento, pero creo que no es buena idea —consiguió decirle.
—Tonterías. Es la mejor idea que has tenido desde que has llegado aquí.
—Lo siento —insistió—. Hay una buena razón por la que no puedo hacer esto y debería habértela contado.
Él frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué razón?
Ella tragó saliva.
—¿Podemos ir a hablar al salón?
—Otra charla en el salón, no.
—Por favor.
Pedro sacudió la cabeza, pero cedió por fin y se dio la vuelta para ir al salón.
—Supongo que vas a contarme cuál es el verdadero motivo por el que estás aquí.
—Sí —dijo ella, incapaz de sentarse como había hecho la noche anterior. Estaba demasiado nerviosa—. Debí habértelo contado desde el principio.
—Yo te dije que no necesitaba saberlo. No era asunto mío… hasta que decidí que quería acostarme contigo. ¿Es eso lo que vas a decirme? ¿Que tienes un buen motivo por el que no debo acostarme contigo?
Pau asintió. Su bebé era lo más importante en esos momentos. Más importante que una atracción física. El bebé lo era todo. Su futuro. Su amor. Lo mejor de su vida.
—Hay algo importante que debí haberte contado antes —empezó en voz baja.
—Habla más alto, Pau, no te oigo.
Ella se obligó a mirarlo, levantó la barbilla y dijo con orgullo:
—Estoy embarazada.
¿Embarazada?
Pedro no se habría sorprendido más si Pau le hubiese anunciado que era un vampiro.
—Pero…—intentó hablar. Se dio cuenta de que necesitaba aire, respiró y volvió a empezar—. Pero si anoche me dijiste que no había ningún hombre en tu vida.
—Y es cierto.
—Entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Te ha dejado? —preguntó, confuso.
—No, Pedro.
Pau dejó de ir y venir por el salón y se detuvo frente a la ventana.
Él deseó volver a tomarla entre sus brazos y besar sus dulces labios.
«No está disponible».
«Está embarazada».
No pudo evitar preguntarse quién la había dejado embarazada. ¿Por qué? ¿Cuándo?
¿Cómo podía haberle dicho que no había ningún hombre en su vida?
—Tiene que haber un padre.
Paula se dio la vuelta y negó con la cabeza.
—¿Dónde está?
—No lo sé.
—Por Dios santo, Paula, ¿quién es?
Ella levantó la barbilla todavía más.
—La verdad es que no sé cómo se llama. Sólo sé lo que mide, que tiene treinta y seis años, que es ingeniero y que le gusta la música clásica y salir a correr.
Pedro se quedó sin habla. Aquello no parecía tener sentido.
—Era el donante número 372 —añadió Paula.
—¿El padre de tu bebé es un donante de esperma? —preguntó sorprendido.
—Sí.
Pedro se preguntó cómo era posible que una mujer como Paula hubiese necesitado una inseminación artificial. No tenía sentido.
¿Por qué iba a querer una mujer bella y apasionada como ella escoger a un donante de semen en vez de a un amante?
—Paula, si querías un bebé, sólo tenías que haberlo dicho. Seguro que muchos hombres habrían hecho fila para satisfacerte.
«Yo, el primero».
—No fue una decisión fácil —dijo ella, mirándose las manos.
—No tiene sentido —protestó él, confundido—. ¿Cómo va a ser la mejor opción un donante anónimo?
Ella sonrió.
—No es fácil de explicar. Por eso estoy en Savannah. Para evitar preguntas, porque sé que diga lo que diga, habrá personas que no lo entenderán. No quiero que los periodistas me acosen con preguntas tontas y que saquen mi historia de contexto.
—Pero no podrás estar aquí escondida para siempre. Al final, tendrás que dar una explicación.
—Sí —Paula se cruzó de brazos y respiró hondo—. Sólo quería un poco de tiempo para acostumbrarme a mi nuevo estado y para estar segura de que el bebé va bien antes de enfrentarme a la realidad. Lo ideal sería guardar el secreto hasta que hubiese nacido.
—¿Y crees que es posible?
—Por desgracia, no voy a poder esconderme para siempre, pero estoy segura de que la gente reaccionará de manera diferente cuando tenga un bebé que enseñarles. Ahora mismo, sólo se preguntarán cómo me he quedado embarazada y la mayoría no entenderá que haya decidido tenerlo sola.
—Pau, yo no puedo prometerte que vaya a entenderlo, pero me gustaría mucho oír tu explicación.
—Por supuesto.
Paula consiguió por fin sentarse en el sillón.
Pedro se sentó también. En el lado opuesto.
En un mundo perfecto, Pau se habría quitado los zapatos y se habría sentado con las piernas cruzadas, se habría puesto cómoda para charlar con toda sinceridad.
Pero no lo hizo.
—No sé por dónde empezar. No me levanté una mañana y decidí que quería tener un bebé con un donante de esperma. Fue una idea muy meditada.
Se frotó un poco la frente, como para aclararse las ideas.
—Había estado muy centrada en mi carrera y en los problemas de los demás. Había tenido un par de historias de amor que habían salido mal y estaba acercándome a los cuarenta cuando me di cuenta de que me faltaban cosas que, en realidad, eran muy importantes para mí.
—¿Como una familia?
—Sí, una familia.
—Pero la mayoría de las mujeres la crean con una pareja.
Paula asintió.
—Ése había sido también mi sueño, encontrar primero una pareja y después tener el bebé.
—¿Pero?
Pau dudó.
—No me digas que no has encontrado a ningún hombre que pudiese ocupar el lugar de MacCallum.
—Ah, sí, encontré a uno. El problema fue que se parecía demasiado a él —sintió ganas de llorar, pero consiguió sonreír—. Estuvimos doce meses juntos y pensé que iba en serio.
Abrió la boca como si fuese a contarle algo más, pero después cambió de opinión.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Pedro?
—Claro.
—¿Por qué no te has casado?
—Yo… —se sintió incómodo. Tragó saliva—. Supongo que no he buscado mucho, pero… no he encontrado a la mujer adecuada.
—Exacto. Yo tampoco he encontrado al hombre adecuado. He escogido a un donante porque soy exigente, no porque no hubiese hombres disponibles.
Se calló unos instantes e hizo una mueca. Después de pensar unos segundos, continuó:
—Es difícil hablar de esto con un hombre, en especial después de…
—Después de habernos besado desesperadamente —continuó Pedro—. ¿Por qué me has besado, Paula? No me digas que ha sido sólo porque te has alegrado de verme.
Ella se ruborizó.
—Te había visto saltar la valla y… me he dejado llevar. Ya te he dicho que lo siento, Pedro.
Él se encogió de hombros.
—Lo cierto es que no estaba preparada para casarme con cualquiera sólo porque quería un hijo —lo miró a los ojos—. No me parecía honesto, ¿no crees?
—Supongo que no.
—Le di muchas vueltas —añadió, quitándose por fin los zapatos, como si fuese a relajarse después de haber terminado de confesar.
Pedro la vio hacerse un ovillo con la gracia de un gato en su esquina del sofá. Pensó en cómo había vuelto a casa esa mañana, decidido a volver a intentarlo con ella.
Se había sentido muy bien después de tomar la decisión y por eso había saltado la valla, y cuando Paula lo había recibido sonriendo, con un beso…
En esos momentos estaba muy seria, como si se sintiese obligada a explicarle y justificar por qué su beso había sido un error.
—Las madres solteras también pueden hacerlo muy bien. Mi madre es un gran ejemplo. Mis hermanas y yo tuvimos una niñez muy feliz. Es mejor ser criado por una buena madre soltera que crecer dentro de un mal matrimonio, de eso estoy convencida.
Pedro estaba de acuerdo en eso. Sus padres no habían sido felices juntos y él había tenido una niñez llena de peleas y discusiones.
—¿Y a tu padre también le gustó que fuese tu madre la que os criase? —preguntó.
—La verdad es que no —admitió Pau, bajando la mirada—. Aunque cuando era niña no sabía nada de mi padre. Fue después, cuando vine a vivir con él, cuando me di cuenta de lo herido y excluido que se había sentido. Por ese motivo no quise quedarme embarazada teniendo una aventura con alguien, ya que después podría tener secuelas emocionales.
Pedro pensó que en eso también tenía razón. Muchos tipos se tomaban la paternidad muy en serio.
Después de la difícil relación que él mismo había tenido con su padre, había pasado mucho tiempo pensando en la paternidad. No podía negar que algunos padres eran unos cretinos, pero la mayoría de sus amigos estaban locos por sus hijos, como él había pensado que estaría cuando le llegase el turno.
—Así que ésa es mi historia —terminó Pau, estudiándolo con la mirada—. Espero que me entiendas.
Pedro tragó saliva. Odiaba que Pau fuese a enfrentarse a la maternidad sola. Le parecía una pena, pero no era asunto suyo.
—Lo que has hecho me parece justo.
—Me alegra saber que piensas así.
—Pero eso no quiere decir que no vayas a volver a estar con un hombre durante el resto de tu vida, ¿no?
Aquello la sorprendió.
—Yo… No he hecho planes para después del nacimiento del bebé.
Él sí que había hecho planes. Había planeado hacerle el amor con suavidad y pasión.
En esos momentos, sus planes se habían ido al garete. No merecía la pena darle más vueltas al tema. Paula estaba centrada en su bebé. No quería ni necesitaba a un hombre en su vida. Y él tampoco debía querer formar parte de ella, ¿no?
¿Por qué iba a desear estar con una mujer con tantos problemas: una carrera profesional que era un quebradero de cabeza y un bebé sin padre conocido?
No, gracias.
Pedro se aclaró la garganta, deseoso de poner fin a aquella conversación.
—Si te he parecido crítico, lo siento. Tienes todo el derecho del mundo a tomar tus decisiones. Es tu vida, tu hijo.
Se levantó enseguida, se obligó a sonreír e intentó no sentirse atraído por ella.
—Seguro que estás muy ocupada —dijo mientras iba hacia la puerta—. Así que te dejaré trabajar.
Era el momento de marcharse de allí, antes de que se le ocurriese hacer una tontería.