lunes, 13 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 28





Arturo estaba sentado en su mecedora y observaba a Pedro que tenía un vaso de whisky en la mano.


Tenía en el regazo el álbum de fotos que le había dado Paula. Lo había mirado una y otra vez y no dejaba de asentir satisfecho.


—Te dije que funcionaría y funcionó.


—Pero no fue fácil —respondió Pedro. No le había contado los malos momentos, quizás porque él prefería no recordarlos.


Se sentó y apoyó el vaso sobre la hebilla de su cinturón. La copa que se estaba tomando era parte del regalo que él le había hecho a Arturo. Puede que hubiera anticipado que necesitarían algo así para relajarse juntos.


Hacía dos semanas que, Paula y él habían regresado, y apenas si había tenido tiempo para darse un respiro. Seguía trabajando para Arturo y, por las tardes, entrenaba caballos para Taggart Jones. Pero cada segundo de su tiempo libre Paula lo requería para cuestiones relacionadas con la boda.


—¿Qué más me da a mí que la cena sea sentados o tipo bufé, o que las invitaciones vayan en un papel o en otro?


Arturo le dio un sorbo a su propio whisky y suspiró.


—Se va a casar contigo, ¿no? Pues vale la pena cualquier sacrificio.


—Pero me voy a tener que poner un chaqué —protestó Pedro.


Paula no le había dado otra opción. Quería que las cosas fueran perfectas y adecuadas. Iría con un vestido blanco y vestiría a sus damas de honor con vestidos largos.


Arturo sería el acompañante de Pedro, y había propuesto a Santiago Gallagher como su padrino de boda.


—¡No puedes hacer eso! Santiago lo convertirá todo en un circo.


—No necesariamente. Con no decírselo a nadie, todo solucionado.


—Esto es Elmer. Todo el mundo se enterará.


—Pero Santiago no es nadie especial aquí. No permitiremos que los medios de comunicación se enteren.


—Eso es definitivo —Pedro dudaba que a los medios pudiera interesarles que él se fuera a casar con Paula Chaves .


A la única persona que le importaba era a él.


La quería desesperadamente, quería que ella fuera feliz y esa era la única razón de que soportara aquello.


Las dos últimas semanas habían sido una auténtica locura. 


Paula no había parado ni un segundo.


Pedro había querido celebrar su compromiso llevándosela a casa y encerrándose con ella.


—No podemos hacer eso —le había dicho ella.


—¿Por qué?


—Porque esto es Elmer y todo el mundo se enterará.


—Ya lo saben.


Pero Paula había sido completamente firme al respecto. No estaba dispuesta a darles motivos a las moralistas de la ciudad para que la criticaran.


—¿Qué iba a pensar Arturo?


—Arturo pensaría que está muy bien.


Arturo se estiró en su mecedora y le dio un sorbo a su whisky.


—No se qué demonios estás haciendo aquí. ¿Por qué no te vas a casa de Paula?


—Porque si voy para allá, me dará una lista de cosas que hacer.


—Lo que significa que está dispuesta a seguir adelante con todo lo que está montando.


—Sinceramente, espero que recobre la razón de un momento a otro —dijo Pedro.


—Deberías haberte casado con ella en el barco.


—Se lo sugerí, pero me dijo que no.


—Deberías haberle echado el lazo y haberla llevado ante el capitán.


—¡Ahora me lo dices!


—Bueno, no puedo estar siempre en todo —respondió Arturo.






HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 27





Arturo y la madre de Paula fueron al aeropuerto a recogerles.


—¿Es verdad? —les preguntó Juliana al acercarse a ellos—. Me ha dicho Arturo que vais a casaros.


Parecía desconfiar de la información que le había dado el anciano.


Pero Paula, rápidamente, le tendió la mano a su madre y le mostró el anillo.


—¡Cariño, es maravilloso! —la abrazó con fuerza y extendió el otro brazo para incorporar a Pedro en el expresivo gesto.


Pedro hizo una mueca de vergüenza y placer al mismo tiempo.


La mujer se encaminó hacia Arturo y le dio un sonoro beso en la mejilla.


—¡Eres un demonio! —le dijo al viejo—. No tenía ni idea de nada de esto.


—Ya te dije que funcionaría —le recordó Arturo a Pedro.


Pedro hizo una mueca.


—Podría haberlo hecho yo solo.


—Sí, claro, ¿en qué siglo? —protestó Arturo—. ¡Yo no voy a vivir eternamente! Ya la velocidad que ibais tendría que haberlo hecho para veros juntos.


—Ya —dijo Pedro secamente—. Así que todo fue idea tuya.


—Quizás no todo —dijo el anciano—. A mí jamás se me habría ocurrido comprar un anillo como ese. De vez en cuando, también tú tienes buenas ideas — rodeó a Paula con su brazo—. Me alegro mucho de teneros aquí.


—Yo también me alegro de estar de vuelta —respondió Paula.


—He hecho un apetitoso guiso —dijo Juliana—. Vendréis todos a comer a casa.Os podéis quedar con Walter y conmigo si queréis.


Se refería a su nueva casa, la que Walter había construido en su rancho, para poder dejarle la antigua a Analia, su hija, y su marido, Charlie


—Gracias, pero prefiero quedarme en la ciudad —dijo Paula—. En la casa grande. Espero que a Patricia no le importe.


Se trataba de una pequeña mansión de dos pisos, estilo Victoriano, que pertenecía a su hermana y en la que habían vivido todos juntos, hasta que tanto Juliana como Payticia se habían casado.


Santiago y ella se habían trasladado al rancho de aquel tras la boda.


—Seguro que no tiene problema alguno —le aseguró Juliana—. Estoy segura de que prefiere que la ocupe alguien. Según tengo entendido estaba pensando en venderla.


—¿Sí? Quizás podríamos comprarla nosotros —le dijo Paula a Pedro—. Está cerca de la tienda de Arturo. Si vas a trabajar allí, te podría venir bien. Yo volvería a abrir el salón de belleza.


—Yo quería construirme un lugar junto a Ray y Julia —respondió Pedro mientras recogía las maletas—. Quería dedicarme a entrenar caballos.


—Bueno, ya lo hablaremos —dijo Paula feliz—. Ahora tenemos otras cosas de las que preocuparnos. Por ejemplo, de la boda.


—Por cierto, respecto a la boda… —Julia miró a su hija algo preocupada. Paula sabía que su madre estaba recordando lo sucedido con Mateo.


—Pensé que, quizás, os habríais casado en el barco —dijo Arturo.


—No —dijo Paula—. Yo quería casarme aquí. Y esta vez, todo será perfecto.


—Sí —afirmó Pedro sonriente—. Aunque ya le dije que yo me habría casado en cualquier sitio.


—Pero teníamos que hacerlo aquí. No podíamos casarnos sin Arturo y sin la familia —dijo Paula.


—Bueno, yo habría podido hacerlo —confesó Pedro—. A mí me daba lo mismo.


—A mí no —dijo Paula.


Había soñado con aquella boda durante años.



domingo, 12 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 26





—No es más que un romance de barco —dijo Simone mirando a Paula fijamente—. Eso es todo.


—No, no lo es —protestó Paula—. Además, no lo he conocido en el barco. Es mi amigo desde hace años.


—A pesar de todo, los romances de barco no duran.


—El nuestro sí —insistió Paula—. ¡Nos vamos a casar! Ya hemos fijado la fecha.


Simone la miró con dudas. En su dedo brillaba el solitario de diamante que le había dado Pedro al pedirle que se casara con ella.


Ella se había quedado atónita al ver la cajita de terciopelo negro saliendo de su bolsillo.


—¿De dónde has sacado…? —ella lo había mirado atónita.


—Tú no eres la única que se ha ido de compras —le había dicho él con una amplia sonrisa.


Así que, mientras ella se había dedicado a comprar álbumes de fotos y cámaras desechables, Pedro había estado comprando un diamante.


—Me han dicho que lo puedo devolver si no te gusta… o si me dices que no.


—Me encanta —había respondido ella. Era un elegante anillo de oro blanco con una hermosa piedra en el centro. Muy tradicional, perfecto.


Simone miró el diamante y suspiró.


—Los romances de barco no duran —insistió una vez más—. Y si dejas el trabajo antes de los seis meses, ya no podrás volver.


—Yo no quiero volver —respondió Paula—. No quiero hacer esto durante el resto de mi vida. Solo quería viajar, conocer gente…


—Encontrar un hombre —dijo Simone.


Paula se ruborizó.


—Pues sí —admitió—. Pero jamás habría pensado que sería Pedro.


Pero era él y tenía el anillo en su dedo para probarlo.


—Nos casaremos el día tres de octubre —le dijo a Simone.


Pedro había sugerido que lo hicieran en el barco, pero a Paula no le había parecido una buena idea.


—Yo quiero casarme en Elmer —eso la resarciría por la decepción de su fallida boda con Mateo.


—¿Estás segura?


Ella le había respondido que sí con absoluta firmeza, tanta como la que tenía con Simone.


—Yo me quiero ir a casa. No me importa no poder volver. ¡No voy a hacerlo!


—Eso dicen todas —respondió Simone—. Y dos meses después…


Paula ignoró su comentario. Indudablemente, Simone estaba acostumbrada a tratar con jóvenes que creían haber encontrado al hombre de sus sueños y se convertía en una pesadilla.


Pero ella no era una de esas mujeres.


Pedro tampoco era como aquellos hombres.


No era lo mismo.


Así que regresaban a casa.







HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 25





Paul había soñado con largos paseos a la luz de la luna, cenas en una idílica terraza y cientos de lugares en los que ella y el hombre de sus sueños pudieran comprometerse de por vida.


Pero lo que jamás habría esperaba era que eso sucediera de verdad.


Al día siguiente navegaron durante todo el día y Paula, por supuesto, tuvo que trabajar, mientras la única obligación de Pedro era estarse alejado de Simone.


—No quiero que ni tan siquiera te vea —le advirtió—. Prefiero que no sospeche que algo ha ocurrido.


Pedro sonrió.


—No tiene más que mirarte para saber que algo ha ocurrido —dijo él lleno de satisfacción.


Paula se ruborizó y, al mirarse en el espejo se dio cuenta de que Pedro tenía razón.


Sus ojos brillaban intensamente, su boca aparecía satisfecha por un sinfín de besos y toda ella resplandecía.


Era embarazoso y maravilloso al mismo tiempo.


—No quiero que vayas al salón —insistió ella en un tono severo.


La sonrisa de Pedro se hizo picara.


—Yo tampoco quiero ir allí —la tomó en sus brazos amorosamente—. Lo que yo quiero es estar aquí contigo.


—¡Compórtate! —ella se apartó y negó con el dedo.


Él agarró la yema y la acarició suavemente, provocándole un escalofrío.


—Tú no quieres que me comporte —dijo él.


—Lo que yo quiera no importa mucho aquí —dijo Paula firmemente—. Trabajo en el barco.


—Pero mañana tienes el día libre.


—A menos que Stevie siga enfermo —respondió Paula.


—Stevie no se pondrá enfermo. No se atreverá.


No se atrevió. Allí estaba a primera hora de la mañana con un aspecto saludable cuando Paula fue a ver si la necesitaban.


Había temido que Simone aprovechara la ocasión para advertirle que no pasara el día con Pedro, pues obviamente debía saber que algo sucedía. Pero estaba ocupada y ni siquiera levantó la mirada.


—Diviértete —le dijo Stevie.


—Lo haré —respondió Paula y se apresuró a ir al encuentro de Pedro.


Pasaron el día en la zona holandesa de St. Maarten. Las calles de Philipsburg, la ciudad portuaria, estaban llenas de turistas. Hacía calor, mucho calor. Pero eso no importaba. 


Iban juntos, de la mano, sus cuerpos tocándose sensualmente.


Pedro le compró un sombrero de paja para protegerla del sol y ella insistió en regalarle unas bermudas y unas sandalias.


—¿Qué tienen de malo mis vaqueros y mis botas?


—Nada. Pero aquí hace mucho calor. Además, me gusta verte las piernas.


Pedro se ruborizó.


—¡Se supone que tú no dices ese tipo de cosas!


Paula soltó una carcajada. Era verdad, le encantaba mirarle las piernas. Y, por fin, tenía la libertad de hacerlo.


Se había pasado años sin atreverse a mirar a Pedro, pero ya no había ningún impedimento.


Por eso, se había levantado a primera hora de la mañana y se había resistido a dormirse otra vez. Se había quedado allí, observándolo y había concluido que, sin lugar a dudas, era un hombre tremendamente hermoso.


Después de un largo paseo, se dirigieron a la playa, donde disfrutaron de las olas y del sol.


A la hora de la comida eligieron uno de los numerosos restaurantes que ofrecía la zona y, después de un opíparo banquete Pedro le propuso volver al barco.


—Todavía no —dijo ella. El día era demasiado perfecto, demasiado hermoso y quería disfrutarlo.


Después de comer, dieron una vuelta y visitaron las innumerables tiendas en las que se vendía de todo, desde diamantes a Rolex, pasando por caracolas marinas y estúpidas camisetas.


Paula quería comprar algunos regalos, especialmente para Arturo.


—Se lo debemos —dijo ella—. Necesitamos encontrar el regalo perfecto.


Pedro protestó.


—Tú buscas y yo te espero tomándome una cerveza —le dijo.


Incluso en un día de cuento de hadas era mucho pedir que la acompañara de compras.


—De acuerdo. Nos veremos en el bar dentro de una hora.


—Bien —dijo él y cruzó la calle.


Ella no dejaba de mirarlo. Estaba tan estupendo con los pantalones cortos como lo estaba con los vaqueros.


Aunque, su mejor atuendo era la ausencia de él. Recordó con deleite su cuerpo desnudo y se sorprendió de lo cómoda que se sentía pensando en él en aquellos términos. Era como si todo el deseo que había tenido constreñido durante años saliera a borbotones al encontrar su foco.


De pronto sintió la tentación de correr tras él y decirle que sí, que quería volver al barco. Pero necesitaba conseguir algo para Arturo. Se lo debían.


Fue duro encontrar un regalo para un hombre de noventa años que tenía todo cuanto necesitaba. Acabó concluyendo que lo que más le podría interesar sería compartir aquel crucero con ellos. Así que optó por un álbum de fotos y algunas cámaras desechables para poder tomar instantáneas de los lugares que visitaran.


Ansiosa por volver con Pedro, se encaminó hacia el bar antes de haber encontrado todos los regalos. No podía esperar.


Al llegar, se lo encontró tomando una cerveza con las tres rubias del barco. Al verlo rodeado de mujeres, Paula se sintió extraña. Sin embargo, en el momento en que él la vio, se levantó sin dilación y se encaminó hacia ella con una complacida sonrisa en el rostro.


—No tenías por qué dejarlas —dijo Paula rápidamente en cuanto se acercó.


Él la tomó de la mano y salieron a la calle.


—Mejor así —respondió él.


Estaba anocheciendo y tendrían que regresar al embarcadero en cuestión de una hora.


—¿Qué tal si nos vamos a los acantilados de Cupecoy? —sugirió Paula.


Más de una vez había soñado con ir allí con ese hombre perfecto que algún día habría de encontrar.


Pedro sonrió.


—Suena bien.


Se hicieron fotos delante del bar, primero por separado y luego juntos.


—Quiero hacerle a Arturo un álbum con imágenes de lo que compartamos en este viaje.


—De algunas cosas, no de todas —dijo Pedro.


Paula sonrió.


—No, no de todas.


De camino hacia el acantilado tomaron fotos de los demás lugares en los que habían estado.


Luego, subieron en taxi hacia la parte alta y Pedro le dijo al conductor que volviera en media hora.


El lugar era tan idílico como ella había soñado, con el sol tiñendo el paisaje de tonos morados, naranjas y rosados. La brisa agitaba el pelo de Paula y acariciaba sus mejillas tostadas por el sol.


—¿No es precioso?


—Sí —dijo él, pero no miraba el paisaje, sino a ella.


Le tomó una mano y se la acercó. La besó, un beso cálido, persuasivo, sugerente. Paula respondió con la misma intensidad. Lo amaba y quería que aquel instante durara siempre.


Pedro rompió el beso y se apartó ligeramente.


Paula abrió los ojos y lo miró alarmada.


—¿Pedro?


Su rostro estaba solo a unos centímetros del de ella. Su mirada era intensa.


—Te quiero —le dijo—. Cásate conmigo.


Paula sabía cuál era la respuesta que quería darle.


—Sí —le susurró, abrazándolo con fuerza y besándolo—. ¡Sí!