sábado, 11 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 20






Había tenido un sueño realmente extraño. Paula y él dormían juntos, se tocaban.


Ella le acariciaba el pelo, incluso lo había besado antes de que se quedaran dormidos…


Se despertó confuso y desorientado, enredado entre las sábanas, tratando de recordar con más precisión el sueño.


Pronto se dio cuenta de que ya no estaba mareado, de que las luces ya no se balanceaban y de que había un vaso en la mesilla.


Entonces pensó que, quizás, no hubiera sido un sueño.
Paula había estado allí.


Se dio la vuelta y extendió el brazo. El otro lado de la cama estaba vacío, pero la almohada estaba aplastada contra el cabecero y la colcha estaba revuelta.


Posó la cabeza sobre la almohada e inhaló con fuerza. Era el aroma suave y refrescante de Paula. Ella había estado allí.


Pero se había marchado.


¿Por qué?


Recordó vagamente que le había acariciado la cara y le había dicho con una amplia sonrisa:
—Voy a ver si mi jefa me necesita. Enseguida vuelvo.


¿Cuánto tiempo hacía de aquello? No sabía qué hora era, pero, a través del ojo de buey se veía un sol intenso. Debía de ser tarde. Y no había regresado. ¿Por qué?


¿Se lo habría pensado dos veces? ¿Habría hecho algo imperdonable mientras estaba dormido?


Trató de recordar, y todo cuanto le vino a la memoria le resultó embarazoso.


Había estado toda la noche enfermo, vomitando. Pero ella había permanecido a su lado.


Podría haberse ido después de haberle traído aquella bebida. No lo había hecho. Se había quedado a su lado y le había pedido que pusiera la cabeza sobre su regazo.


Algo más tarde, se había despertado y la había visto tumbada a su lado.


Estaban los dos dulcemente abrazados.


Se había pasado diez años imaginando lo que sería estar en la cama con Paula Chaves, ¡y jamás había supuesto algo así!


Y, sin embargo, había sido algo hermoso, algo honesto y real, algo que no había experimentado con ninguna otra mujer. Paula era la primera con la que se había limitado a dormir en el estricto sentido de la palabra.


Se incorporó lentamente temeroso de que su cabeza le jugara una mala pasada.


No ocurrió. La habitación ya no se movía, su estómago no estaba revuelto. Tenía mal sabor de boca, pero eso tenía solución. Se lavaría los dientes, se daría una ducha y se
vestiría.


Después, se iría a buscar a Paula Chaves. Tenían que hablar.



***


—¿Cómo que tengo que trabajar? —preguntó Paula.


Simone sonrió y continuó con firmeza.


—Lo siento —le dijo—. Stevie está enfermo y Allison no puede hacerlo todo ella sola. Stevie tenía un montón de cortes de pelo para esta mañana y una serie de masajes para la tarde. Es una suerte que tú también estés cualificada para ello.


—Pero…


No había «peros» posibles. Sustituir a alguien cuando se ponía enfermo era parte de su trabajo.


Pero Paula tenía otros planes.


Después de dejar a Pedro, se había encaminado a su habitación, se había dado una ducha rápida, se había puesto el uniforme y había subido a ver a Simone, confiando en que pronto podría volver con Pedro, pues era su día libre. 


Necesitaba hablar con él.


—Así que empiezas ahora —no era una pregunta, sino una orden—. Tu primera clienta está aquí.


Paula suspiró, respiró profundamente y se puso su mejor sonrisa de crucero, con la esperanza de que Pedro entendiera por qué no regresaba.


Allison no dejaba de mirarla con un gesto interrogante.


—Te eché de menos anoche —le dijo en una afirmación que en realidad significaba: «¿Dónde te metiste?»


Paula se limitó a sonreír y a asentir.


—Sí.


Allison insistió.


—¿Qué estuviste haciendo?


—Nada —respondió Paula. Y era la verdad. ¡Había estado en la cama con Pedro Alfonso y no había sucedido nada! Aún…


Solo de pensar en lo que podrían hacer le provocaba sudores fríos y sofocos.


Pero tenía que reconocer que lo sucedido entre ellos había sido realmente hermoso.


Estar allí, tendida con él, acariciándolo, había convertido la pasada noche en la más memorable de su vida. Lo que, sin duda, venía a demostrar cuan pobre y carente de emociones había sido su existencia en general.


Allison seguía mirándola expectante. Pero Paula no dijo nada más.


Se centró en su trabajo, mientras su primera clienta le contaba cómo iba a pasar el día en tierra, en una isla privada que el crucero alquilaba para disfrute de sus pajeros, y que Paula ya había visitado.


Pero no se podía centrar en nada de lo que la mujer decía, pues no paraba de pensar en Pedro.


¿Estaría dormido aún? ¿Qué pensaría al despertarse? ¿Recordaría que ella había estado allí? 


Ella jamás lo olvidaría.


No habían tenido ocasión de hablar, solo se habían tocado. Pero, lo cierto era que no habían necesitado palabras.


No obstante, aún le resultaba difícil entender todo aquello, creerse lo que estaba ocurriendo.


¿Y si ella estaba equivocada?


Recapituló una y otra vez lo sucedido para cerciorarse de que no eran imaginaciones suyas.


—¡Te he dicho que solo me cortaras las puntas! —dijo indignada la mujer a la que estaba atendiendo.


—¡Oh! Ya… es que tengo, tengo que igualar esta zona —se justificó, sin poder evitar ruborizarse.


Trató de concentrarse, pues no estaba bien que dejara calvas a las pasajeras del barco.


Simone la miró a través del cristal de su oficina con aquel rigor implacable.


Paula hizo acopio de todas sus armas.


—¿Ha pensado alguna vez optar por un pelo más corto y a capas? Eso le destacaría los pómulos, así.


La mujer volvió la cabeza para verse desde otro ángulo.


—Podría ser interesante —dijo, cambiando su gesto arisco.


—Creo que le favorecería.


—De acuerdo —dijo la clienta.


Paula sonrió y comenzó a cortar, decidida a no pensar en Pedro por un momento.


Pero, apenas si acaba de tomar aquella determinación, cuando lo vio por el espejo.


—¡Oh! —se sobresaltó y dio un tijeretazo que, por fortuna, no tuvo consecuencias nefastas—. Lo siento —farfulló a la mujer que la miraba atónita y furiosa, y se volvió hacia Pedro—. ¿Qué estás haciendo aquí?


Allí estaba él, afeitado, vestido y mucho más guapo de lo que lo recordaba.


Aunque estaba un poco pálido aún, su mirada brillante y su gesto expresivo compensaban todo lo demás. Lo veía más atractivo que nunca


A juzgar por el gesto de su clienta, Paula no era la única que lo pensaba.


También lo miraron las dos mujeres que estaban esperando, Allison y, por desgracia, Simone.


—Me dijiste que volverías —le dijo él.


—Lo iba a hacer. Pero Stevie está enfermo y he tenido que sustituirlo.


—Necesitamos hablar —no era consciente de que todas las miradas se centraban en él. Paula tampoco veía a nadie más.


Hasta que, de pronto, vio de reojo que Simone se levantaba y se disponía a salir de su cubículo.


—No podemos hablar ahora —dijo Paula.


—¿Por qué?


—Por mi jefa.


—¡Vaya, el «amigo»! —dijo Simone. Le lanzó una sonrisa glacial a su empleada y arqueó sus cejas perfectas—. Creía que ya habíamos hablado.


—Así es. Pero ahora necesito hablar con Paula.


—Paula está trabajando. ¿Quiere que le dé una cita?


—No, él solo…


—Sí. Quiero una cita con Paula —dijo firmemente.


Simone lo miró fijamente durante unos segundos. Luego, abrió lentamente el libro de citas.


—Lo siento, pero Paula no tiene ni un minuto libre. ¿Quiere una cita con Allison?


—No.


—Pues, entonces, no puede ser. Ahora, si nos disculpa —Simone le indicó a Pedro con un gesto el camino de salida.


Pedro se tensó y permaneció impasible y estático ante ella.


Paula inspiró convencida de que estaba a punto de ocurrir un desastre. Lo mismo debieron pensar Allison y las clientas presentes a juzgar por sus gestos.


Pero después de unos largos segundos, Pedro se encogió de hombros y asintió.


—Por supuesto —dijo él encaminándose hacia la puerta. Pero antes de salir, se giró hacia Paula—. Volveré.


Paula se preguntó si él regresaría hecho una furia o no. Con Pedro Alfonso nunca se sabía.


Trabajó el resto de la mañana bajo la estricta mirada de Simone, hasta que por la tarde pudo refugiarse en la sala de masajes.


Allí le resultó más fácil concentrarse en sus propios pensamientos y soñar con Pedro sin peligro de cortarle a nadie una oreja.


Después de una larga sesión, le llegó el turno a su última clienta. Llamó a Marguerite para que la hiciera pasar y miró en su lista de quién se trataba.


—Lo mejor para el final —se dijo al ver que era Gloria Campanella, una saludable y rica viuda de ochenta y cinco años que se pasaba gran parte del año haciendo cruceros de un puerto a otro en busca de no se sabía qué.


—Va en busca de la mejor cura para la soledad —decía Armand—. La pareja perfecta.


Era una mujer vestida siempre de un modo impecable y con un Martini en la mano. Stevie era el que la peinaba y le daba los masajes, el único que sabía llevarla y encandilarla. Con el resto usaba su lengua bífida y todo el mundo sabía que era mejor no llevarle la contraria.


La puerta se abrió y Pedro entró.


Paula lo miró atónita.


—¿Qué estás…?


—No podía esperar.


—Pero… ¿y la señora Campanella? ¡La señora Campanella se va a poner furiosa y Simone también!


—Simone no tiene por qué enterarse.


Claro que se enteraría.


—La señora Campanella…


—La señora Campanella ha cambiado de opinión.


—¿Qué? ¡Nunca lo hace!


—Esta vez sí. La he chantajeado.


—¡No puede ser!


Pedro asintió, perfectamente serio.


—No estaba realmente muy interesada en que tú le dieras un masaje —dijo él—. Prefería a ese tal Stevie.


—Ya, pero…


—La invité a un Martini y escuché la historia de su vida. Es una mujer solitaria y le gustan los hombres, especialmente los vaqueros.


A Paula le resultaba difícil imaginarse a la pequeña e inmaculada señora


Campanella, que siempre le recordaba a un boceto de los diseños originales de Félix Diamante, junto a Pedro vestido con sus vaqueros y su camisa.


—Pero no me puedo creer…


—Está muy ocupada planeando su viaje a Elmer —le dijo Pedro—. Le dije que, si me dejaba, le concertaría una cita con un vaquero de noventa años.


Paula se quedó boquiabierta.


—¿Arturo? —¿con Gloria Campanella? Eso era increíble.


—Era lo mínimo que Arturo podía hacer por una buena causa.


—¿Qué causa?


—Nosotros.


Ellos. Allí estaban al fin, cara a cara. Pedro Alfonso y Paula Chaves, no mucho menos extraño que Arturo Gilliam y Gloria Campanella.


Sus miradas se encontraron. Paula se humedeció los labios nerviosamente.


—¿Realmente…. realmente has venido al crucero por mí?


—Sí —dijo Pedro—. Así es.


—Pero yo pensé… —se detuvo y recapacitó sobre lo que iba a decir, sobre lo que había creído durante todos aquellos años. Agitó la cabeza de un lado a otro—. Pesé que no podías soportarme.


Pedro la miró perplejo.


—¿Qué?


—Cuando Mateo te trajo con él aquel día para decirme que se iba contigo, ni siquiera me miraste. No querías tener nada que ver conmigo —le dijo.


Pedro apartó la mirada.


—No podía —se metió las manos en los bolsillos y miró por la ventana.


—¿No podías? ¿Qué no podías?


—Mirarte.


Ella lo observó confusa.


—¿Por qué?


Alzó los ojos.


—Porque eras la chica de Mateo


—¿Qué?


Pedro se encogió de hombros y se alejó de ella.


—Ya me has oído.


—¿Tanto importaba eso? —preguntó Paula tratando de entender lo que intentaba decirle.


—Se supone que no debía querer a la novia de mi amigo —dijo Pedro.


Ella abrió la boca y luego la cerró incapaz de decir nada.





HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 19





—Bébete esto.


—No —dijo él.


—Sí —insistió ella. Pedro protestó.


—Vete.


—No. Estoy intentando ayudarte.


—Pues pégame un tiro.


—Lo siento, pero no tengo ninguna pistola a mano. Bébete esto. Te aseguro que te ayudará. Vamos.


Pedro se volvió hacia ella sin poder fijar la vista.


—Si me lo tomó, lo vomitaré.


Ella lo estaba mirando con aquellos maravillosos ojos azules.


—No, no lo vomitarás.


Él cerró los ojos.


—Tenemos que hablar, Pedro —dijo ella con una voz suave y dulce, llena de preocupación—. Sobre lo que ocurrió anoche.


—Yo no… —no pudo explicar nada. No era el momento. Seguramente jamás lo sería


Ella tragó saliva, dudó.


—¿No hablabas en serio?


Algo en su voz lo intranquilizó. Parecía nerviosa, con un toque de aprensión.


Abrió los ojos y la miró. Su gesto era serio y expresivo. Lo que estaba a punto de oír parecía muy importante para ella.


—Sí, sí hablaba en serio.


Paula sonrió y él sintió que el sol lo iluminaba todo. Era aquella sonrisa de ángel, dulce y alegre. La había visto antes, cuando Paula tenía un bebé en brazos, cuando había ido a ver a Arturo al hospital, cuando había besado a su madre recién casada ante el altar.


Ella le acarició suavemente el pelo y le pasó los dedos sobre las mejillas calientes.


—Venga, Pedro, tómate esto. Te sentirás mejor —le ofreció el vaso.


Él lo aceptó y se lo bebió como pudo. Luego se lo devolvió y se tumbó de nuevo.


—¿Satisfecha? —le preguntó.


Paula sonrió.


—¿Satisfecha? —repitió en otro tono interrogativo—. Pues no, todavía no.



viernes, 10 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 18





Para Pedro aquello era peor que estar muerto. Al menos muerto, no habría sentido aquellas terribles náuseas.


¡Barcos! ¿A quién se le había ocurrido inventarlos? Si Dios hubiera querido que el hombre navegara, habría hecho el mar plano. ¿Cómo se las arreglaba la gente para vivir así?


¿Y por qué demonios había ido él allí?


Por Paula. Había ido a ganarse a Paula. Arturo había pensado que sería una buena idea. Pedro quería matarlo.


Había estado dando vueltas en la cama durante horas y no había tenido ni un solo pensamiento realmente racional desde la medianoche. Le preocupaba lo que Paula habría pensado de lo sucedido.


Tendría que ir a buscarla para explicarle lo que le había contado a su jefa, para decirle que no quería que la despidieran. También para asegurarle que no se quería aprovechar de ella, porque estaba seguro de que esa era la conclusión que habría sacado de aquel beso.


Y, mientras trataba de encontrar qué decir, había empezado a sentirse mal. No sabía si había sido cuando el suelo había comenzado a separarse de sus pies, o cuando las luces habían iniciado aquel inesperado balanceo.


Se había tumbado esperando que el mareo cesara, pero no lo había hecho.


A la mañana siguiente la camarera que había entrado a hacerle la habitación le había preguntado si quería algo para calmar el mareo.


La sola idea de meter una sustancia en su estómago se había hecho insoportable y había respondido que no.


—Llame cuando necesite algo —le había dicho la mujer.


«¿También para organizar mi funeral?», había pensado él. Era la única cosa que se le había hecho apetecible en aquel momento.


No había conseguido levantarse de la cama en todo el día.


Las rubias habían ido a buscarlo para comer y cenar. Pero no había podido ir.


—Se supone que preparan algo que ayuda contra el mareo —dijo Deb—. ¿Quieres que te lo traigamos?


—No —había respondido él una vez más


Una hora más tarde, alguien había vuelto a llamar a la puerta. Suponiendo que sería Deb de nuevo, no había abierto. Pero ella había insistido. No parecía dispuesta a
marcharse.


—Ya voy —dijo, decidido a decirle cualquier cosa para que lo dejara tranquilo.


Pero al abrir la puerta había visto horrorizado que se trataba de Paula. No había tenido reflejos suficientes para cerrarle la puerta.


Lo más que había podido hacer había sido encaminarse hacia la cama y allí estaba en aquel instante.


—¿Cuánto tiempo llevas así?


—Demasiado.


—¿Has tomado algo?


—No.


—Pues deberías. Te vas a poner mucho peor si no lo haces. Te traeré algo.


Él trató de negar con la cabeza, pero fue un error garrafal. 


Corrió al baño y cerró la puerta a toda prisa. Un hombre necesitaba un poco de intimidad para cosas así.


—Enseguida regreso —dijo Paula desde fuera.


Pedro trató hacer acopio de fuerzas para salir y cerrar la puerta con llave, de modo que no pudiera volver a entrar, pero no fue capaz.



HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 17




Paula ya estaba levantada y vestida a las siete, esperando a que su jefa llamara a la puerta. Eso era lo que le había hecho a Tracy, su ex compañera. Paula suponía que haría lo mismo con ella.


—¿Qué haces? —le había preguntado Allison medio dormida al ver que se levantaba a las seis de la mañana.


—No puedo dormir —le dijo a su amiga, y estuvo tentada de contarle lo sucedido la noche anterior. Pero no lo hizo. No quería que todo el mundo cotilleara sobre ella. Ya bastante lo harían cuando Simone la despidiera.


Así que se limitó a sentarse en la cama y a esperar, esperar, esperar.


Allison se levantó, la miró con gesto de extrañeza y, al salir, allí seguía ella, esperando.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.


Paula agarró el libro que tenía en el regazo.


—Es un libro de intriga.


Allison la miró con sorna.


—¿Y si es tan intrigante cómo es que sigues por la misma página que cuando me metí en la ducha? ¿Te vienes a desayunar?


Paula negó con la cabeza.


—Prefiero leer.


Allison se encogió de hombros.


—Como tú quieras —dijo su compañera y se marchó.
A las ocho menos diez, Simone no había aparecido por la habitación. Estaba claro que quería obligarla a ir a trabajar. Así que pensaba hacer un despido público en el salón. Paula se armó de valor y se encaminó hacia allí.


Simone ya estaba allí, hablando con dos pasajeros. En cuanto Paula entró, dirigió la mirada hacia ella.


—Necesito hablar con usted, por favor, mademoiselle Chaves —la mujer señaló su oficina con un dedo terminado en una larga y roja uña.


Así que la ejecución no iba a ser completamente pública, después de todo. Paula lo agradeció.


—Pase y cierre la puerta, mademoiselle.


Paula así lo hizo, luego respiró profundamente y se encaminó lentamente hacia el centro de la habitación.


—Sobre lo de anoche, señora Sabot, fui…


Simone la interrumpió.


—Yo soy la que habla, mademoiselle, y usted la que escucha. Hablé con su amigo —comenzó a decir Simone.


—¿Mi amigo?


—El vaquero —dijo Simone pacientemente—. Me explicó por qué estaba allí. Me dijo que la había invitado a ver unas fotos de Elmer —Paula la miró desconcertada pero no intervino. Su jefa continuó—. Supongo que sabe que no estuvo bien que entrara en el camarote de un pasajero. Recordará que ya se lo advertí.


—Sí, madame.


—Pero comprendo que echara usted de menos su casa. Es difícil estar tan lejos durante tanto tiempo.


—Sí…


—Usted es nueva en este oficio, mademoiselle Chaves. Es perfectamente normal que sienta el peso de la distancia. Pero no quiero que algo así vuelva a suceder. ¿De acuerdo?


—Yo…


—Sí —Simone respondió a su propia pregunta—. La única respuesta posible es «sí». ¿Lo entiende? Bien. Ya es hora de que se incorpore al trabajo.


Asintió bruscamente, se dio media vuelta y abrió la puerta.


Paula no se movió. Se quedó inmóvil y desconcertada. ¿No la estaba despidiendo? ¿Pedro había mentido y la había salvado de un despido? ¿Por qué lo habría hecho?


—¿A qué espera, mademoiselle? —Simone golpeó con la uña la puerta impacientemente—. Su primera clienta está esperando.


—Ya… bien —Paula se apresuró a salir. Todavía tenía trabajo.


Pero, ¿y qué pasaba con Pedro?


Durante todo el día, Paula estuvo esperando a que Pedro apareciera.


El mar estaba particularmente agitado, pero Paula permaneció firme en su puesto. El tiempo no le preocupaba, lo único que le importaba era saber cuándo Pedro iba a aparecer.


En tanto en cuanto permaneciera allí, sabía dónde localizarla.


Se pasó la mañana en la peluquería, pero Pedro no apareció y, cuando por la tarde tuvo que meterse en la sala de masajes, no pudo evitar recurrir a Allison.


—¿Te acuerdas de ese amigo mío que está en el barco? Si viene, por favor, házmelo saber.


—¿Ya no quieres que le diga que no estás? —preguntó Allison extrañada.


—No. Necesito hablar con él.


Pero pasó toda la tarde sin que él hubiera aparecido.


Paula no entendía lo que pasaba. Nadie decía las cosas que le había dicho Pedro el día anterior y luego se desvanecía en el aire.


Todo aquello llegó a hacer que se cuestionara qué era realmente lo que le había dicho la noche anterior. ¿Lo habría mal interpretado? Puede que las palabras pudieran ser confusas, pero el beso fue muy claro. ¿O no?


—No ha venido —el dijo Allison cuando salió de la sala de masajes—. Y te aseguro que es tan guapo que no podría pasar desapercibido.


—Lo sé —respondió Paula.


Y esa era una de las cosas que siempre habían hecho que le pareciera inalcanzable. Era tan guapo como Santiago Gallagher y mucho más interesante.


Pedro Alfonso podía tener a cualquier mujer que quisiera. ¡No podía quererla a ella!


Pero, una y otra vez, volvía a pensar en aquel increíble beso.


Tenía que saber qué era realmente lo que Pedro quería. Así que decidió ir a su habitación.


Al encaminarse hacia la puerta del salón de belleza, Simone la miró de un modo que pareció estar leyéndole el pensamiento.


Paula respiró profundamente y sonrió.


—¿Quieres venirte al cine después de cenar? —le preguntó Allison cuando se disponía a salir.


—No, hoy no. Tengo algo que hacer.


—Ya. ¿Vas a terminar ese libro? —preguntó Allison con sorna.


—¿Qué?


—Sí, como me imaginaba —se rió su amiga y no siguió interrogándola—. Buena suerte.


Paula reconoció que la necesitaba.


Se sentía insegura y pensó que, quizás, debía olvidarse de todo aquello y fingir que no había sucedido.


Pero le resultó imposible.


Se duchó, se quitó el uniforme y se puso unos pantalones negros con una camisa de seda roja. Había sido una de sus primeras compras de ropa después de llegar al crucero y era un atuendo que parecía imprimirle valor.


Lo iba a necesitar.


Se maquilló utilizando todos los trucos que le habían enseñado Simone, Stevie y Brigit. Allison llamaba a aquello «pintura de guerra». Paula requería de todas sus armas.


Una vez concluido su trabajo artístico se miró al espejo satisfecha.


—Ya estoy preparada —se dijo y luego pensó: ¿«O no»?
Sí, tenía que estarlo, podía hacerlo. Pero, ¿por qué no había ido él a buscarla?


Eso le preocupaba, la inquietaba, la volvía loca. Pedro siempre la había vuelto loca.


¿Hacía solo veinticuatro horas que había ido a su camarote con ánimo de reprenderlo por tratar de seducir a todas las mujeres del barco? ¡Dios santo! Se detuvo de golpe, presa de un ataque de pánico y de una repentina conciencia de su estupidez.


Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y regresar por donde había venido.


No, no podía hacer eso. Así que llegó hasta la puerta de Pedro y llamó.


Él no respondió.


Paula comenzó a moverse de un lado a otro, presa del nerviosismo. De pronto, vio a una pareja que se aproximaba.


«Por favor, que no sea Simone».


No lo era. Los saludó cuando pasaron a su lado y la pareja sonrió.


Paula volvió a llamar.


No, Pedro no estaba allí. ¿Cómo iba a estarlo? Ya era la hora de la cena y seguramente estaría en alguno de los comedores con las rubias. O, tal vez en la habitación de alguna mujer…


La puerta se abrió y apareció Pedro sin afeitar. La miró y gruñó.


—¡Maldición!


—¿Qué te pasa? —le preguntó Paula.


Él tenía un aspecto patético, con el pelo revuelto y el rostro lívido, y estaba a medio vestir.


Pedro?



—¡Vete! —trató de cerrar la puerta, pero ella puso el pie—. Maldita sea, Paula.


—¿Qué te pasa?


Él miró de un lado a otro, desesperado, se tambaleó de mala manera hasta llegar a la cama.


—Estoy mareado