viernes, 10 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 17




Paula ya estaba levantada y vestida a las siete, esperando a que su jefa llamara a la puerta. Eso era lo que le había hecho a Tracy, su ex compañera. Paula suponía que haría lo mismo con ella.


—¿Qué haces? —le había preguntado Allison medio dormida al ver que se levantaba a las seis de la mañana.


—No puedo dormir —le dijo a su amiga, y estuvo tentada de contarle lo sucedido la noche anterior. Pero no lo hizo. No quería que todo el mundo cotilleara sobre ella. Ya bastante lo harían cuando Simone la despidiera.


Así que se limitó a sentarse en la cama y a esperar, esperar, esperar.


Allison se levantó, la miró con gesto de extrañeza y, al salir, allí seguía ella, esperando.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.


Paula agarró el libro que tenía en el regazo.


—Es un libro de intriga.


Allison la miró con sorna.


—¿Y si es tan intrigante cómo es que sigues por la misma página que cuando me metí en la ducha? ¿Te vienes a desayunar?


Paula negó con la cabeza.


—Prefiero leer.


Allison se encogió de hombros.


—Como tú quieras —dijo su compañera y se marchó.
A las ocho menos diez, Simone no había aparecido por la habitación. Estaba claro que quería obligarla a ir a trabajar. Así que pensaba hacer un despido público en el salón. Paula se armó de valor y se encaminó hacia allí.


Simone ya estaba allí, hablando con dos pasajeros. En cuanto Paula entró, dirigió la mirada hacia ella.


—Necesito hablar con usted, por favor, mademoiselle Chaves —la mujer señaló su oficina con un dedo terminado en una larga y roja uña.


Así que la ejecución no iba a ser completamente pública, después de todo. Paula lo agradeció.


—Pase y cierre la puerta, mademoiselle.


Paula así lo hizo, luego respiró profundamente y se encaminó lentamente hacia el centro de la habitación.


—Sobre lo de anoche, señora Sabot, fui…


Simone la interrumpió.


—Yo soy la que habla, mademoiselle, y usted la que escucha. Hablé con su amigo —comenzó a decir Simone.


—¿Mi amigo?


—El vaquero —dijo Simone pacientemente—. Me explicó por qué estaba allí. Me dijo que la había invitado a ver unas fotos de Elmer —Paula la miró desconcertada pero no intervino. Su jefa continuó—. Supongo que sabe que no estuvo bien que entrara en el camarote de un pasajero. Recordará que ya se lo advertí.


—Sí, madame.


—Pero comprendo que echara usted de menos su casa. Es difícil estar tan lejos durante tanto tiempo.


—Sí…


—Usted es nueva en este oficio, mademoiselle Chaves. Es perfectamente normal que sienta el peso de la distancia. Pero no quiero que algo así vuelva a suceder. ¿De acuerdo?


—Yo…


—Sí —Simone respondió a su propia pregunta—. La única respuesta posible es «sí». ¿Lo entiende? Bien. Ya es hora de que se incorpore al trabajo.


Asintió bruscamente, se dio media vuelta y abrió la puerta.


Paula no se movió. Se quedó inmóvil y desconcertada. ¿No la estaba despidiendo? ¿Pedro había mentido y la había salvado de un despido? ¿Por qué lo habría hecho?


—¿A qué espera, mademoiselle? —Simone golpeó con la uña la puerta impacientemente—. Su primera clienta está esperando.


—Ya… bien —Paula se apresuró a salir. Todavía tenía trabajo.


Pero, ¿y qué pasaba con Pedro?


Durante todo el día, Paula estuvo esperando a que Pedro apareciera.


El mar estaba particularmente agitado, pero Paula permaneció firme en su puesto. El tiempo no le preocupaba, lo único que le importaba era saber cuándo Pedro iba a aparecer.


En tanto en cuanto permaneciera allí, sabía dónde localizarla.


Se pasó la mañana en la peluquería, pero Pedro no apareció y, cuando por la tarde tuvo que meterse en la sala de masajes, no pudo evitar recurrir a Allison.


—¿Te acuerdas de ese amigo mío que está en el barco? Si viene, por favor, házmelo saber.


—¿Ya no quieres que le diga que no estás? —preguntó Allison extrañada.


—No. Necesito hablar con él.


Pero pasó toda la tarde sin que él hubiera aparecido.


Paula no entendía lo que pasaba. Nadie decía las cosas que le había dicho Pedro el día anterior y luego se desvanecía en el aire.


Todo aquello llegó a hacer que se cuestionara qué era realmente lo que le había dicho la noche anterior. ¿Lo habría mal interpretado? Puede que las palabras pudieran ser confusas, pero el beso fue muy claro. ¿O no?


—No ha venido —el dijo Allison cuando salió de la sala de masajes—. Y te aseguro que es tan guapo que no podría pasar desapercibido.


—Lo sé —respondió Paula.


Y esa era una de las cosas que siempre habían hecho que le pareciera inalcanzable. Era tan guapo como Santiago Gallagher y mucho más interesante.


Pedro Alfonso podía tener a cualquier mujer que quisiera. ¡No podía quererla a ella!


Pero, una y otra vez, volvía a pensar en aquel increíble beso.


Tenía que saber qué era realmente lo que Pedro quería. Así que decidió ir a su habitación.


Al encaminarse hacia la puerta del salón de belleza, Simone la miró de un modo que pareció estar leyéndole el pensamiento.


Paula respiró profundamente y sonrió.


—¿Quieres venirte al cine después de cenar? —le preguntó Allison cuando se disponía a salir.


—No, hoy no. Tengo algo que hacer.


—Ya. ¿Vas a terminar ese libro? —preguntó Allison con sorna.


—¿Qué?


—Sí, como me imaginaba —se rió su amiga y no siguió interrogándola—. Buena suerte.


Paula reconoció que la necesitaba.


Se sentía insegura y pensó que, quizás, debía olvidarse de todo aquello y fingir que no había sucedido.


Pero le resultó imposible.


Se duchó, se quitó el uniforme y se puso unos pantalones negros con una camisa de seda roja. Había sido una de sus primeras compras de ropa después de llegar al crucero y era un atuendo que parecía imprimirle valor.


Lo iba a necesitar.


Se maquilló utilizando todos los trucos que le habían enseñado Simone, Stevie y Brigit. Allison llamaba a aquello «pintura de guerra». Paula requería de todas sus armas.


Una vez concluido su trabajo artístico se miró al espejo satisfecha.


—Ya estoy preparada —se dijo y luego pensó: ¿«O no»?
Sí, tenía que estarlo, podía hacerlo. Pero, ¿por qué no había ido él a buscarla?


Eso le preocupaba, la inquietaba, la volvía loca. Pedro siempre la había vuelto loca.


¿Hacía solo veinticuatro horas que había ido a su camarote con ánimo de reprenderlo por tratar de seducir a todas las mujeres del barco? ¡Dios santo! Se detuvo de golpe, presa de un ataque de pánico y de una repentina conciencia de su estupidez.


Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y regresar por donde había venido.


No, no podía hacer eso. Así que llegó hasta la puerta de Pedro y llamó.


Él no respondió.


Paula comenzó a moverse de un lado a otro, presa del nerviosismo. De pronto, vio a una pareja que se aproximaba.


«Por favor, que no sea Simone».


No lo era. Los saludó cuando pasaron a su lado y la pareja sonrió.


Paula volvió a llamar.


No, Pedro no estaba allí. ¿Cómo iba a estarlo? Ya era la hora de la cena y seguramente estaría en alguno de los comedores con las rubias. O, tal vez en la habitación de alguna mujer…


La puerta se abrió y apareció Pedro sin afeitar. La miró y gruñó.


—¡Maldición!


—¿Qué te pasa? —le preguntó Paula.


Él tenía un aspecto patético, con el pelo revuelto y el rostro lívido, y estaba a medio vestir.


Pedro?



—¡Vete! —trató de cerrar la puerta, pero ella puso el pie—. Maldita sea, Paula.


—¿Qué te pasa?


Él miró de un lado a otro, desesperado, se tambaleó de mala manera hasta llegar a la cama.


—Estoy mareado





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