miércoles, 8 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 10





Pedro oía el lejano sonido de un teléfono entre sueños. Con los ojos cerrados, metió la cabeza debajo de la almohada. 


Que contestara Arturo.


Sonó otra vez.


«Vamos, Arturo, responde», pensó, medio inconsciente.


El insistente timbre repicó de nuevo.


Molesto, levantó la cabeza y gritó el nombre de Arturo. Pero este no respondió.


No podía hacerlo, porque estaba a miles de kilómetros de distancia.


Y el teléfono que sonaba era el móvil que había dejado sobre la mesilla. Se lo había llevado por si Arturo tenía que ponerse en contacto con él caso de emergencia.


Aunque, era poco lo que Pedro podía hacer estando tan lejos.


Tenía que responder. Pedro se incorporó desoyendo las recomendaciones de su dolorida cabeza, y alcanzó el teléfono que estaba en la mesilla.


—¿Qué? —respondió secamente.


—Has tardado un montón en responder. ¿Es que no estás solo?


—¿De qué demonios hablas? —Pedro trató de sentarse, pero la resaca se lo dificultaba—. ¿Qué te ocurre?


—Nada —Arturo hizo una pausa—. ¿Qué tal van las cosas?


—Las cosas van… —dijo él, tratando de permanecer totalmente inmóvil, de mover lo menos posible todo su cuerpo, para evitar los martillazos dentro de su cráneo. ¿Por qué demonios había bebido tanto?


—¿Has visto a Paula?


¡Claro, era por eso por lo que había bebido tanto! No respondió a Artturo.


—¿Qué emergencia tienes? —le preguntó.


—Ya te lo he dicho. Ninguna. Pero no puedo dormir porque me preocupas


—Pues deja de preocuparte —le dijo Pedro entre dientes.


—No puedo —dijo Arturo—. A menos que tú me des una razón para dejar de hacerlo, como decirme que ya le has propuesto matrimonio a Paula y que te ha dicho que sí.


Había tanta esperanza en su voz que Pedro se sintió consternado.


—Supongo que eso es demasiado pedir —se respondió Arturo a sí mismo ante el silencio de Pedro—. Pero la has visto.


Lo último era una afirmación, no una pregunta.


—Sí—dijo Pedro.


—¿Se alegró de verte? —preguntó el anciano ansioso.


—Tanto que parecía querer tirarme ácido a la cara. Esto no ha sido una buena idea, Arturo.


Se hizo un breve silencio.


—No seas tan negativo. Tienes que darle tiempo —dijo Arturo finalmente.


—Ya.


—No te preocupes. Se está haciendo la dura contigo.


—Sí, ese es un modo de describirlo.


—Así que tú tienes que hacer lo mismo, hacerte inaccesible.


Pedro protestó.


—Arturo, estás loco. Estoy aquí, en un barco, ¿cómo demonios voy a hacerme inaccesible?


—Ya… —dijo Arturo mientras pensaba sobre ello.


—Arturo, esto no es una emergencia —volvió a decirle Pedro.


—Pero, entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó el hombre haciendo caso omiso a lo que Pedro le acababa de decir.


—Disfrutar del crucero.


Arturo gruñó.


—Eres un perdedor.


—¡No soy ningún perdedor! Solo estoy… estoy dándole tiempo.


—¿Para qué?


—Para que se acostumbre a tenerme cerca.


—Ya —dijo Arturo con escepticismo.


—Lo digo en serio. Yo creo que me tiene miedo.


—Sí, claro, la tienes aterrorizada.


—¡Venga, Arturo! Dame un poco de apoyo moral —dijo Pedro y trató de incorporarse. Pero, una vez más, sintió un dolor punzante en la cabeza. Volvió a recostarse.


Hubo un silencio hasta que Arturo le dijo finalmente:
—¿Quieres apoyo moral? Pues te diré que no eres tan idiota como te empeñas en parecer, pero cada vez te acercas más.


HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 9






Paula nunca llamaba a casa desde el barco. Desde el primer momento se había impuesto a sí misma no hacerlo. Era una cuestión de madurez. Era una mujer adulta y debía ser capaz de sobrevivir por sí misma.


Durante treinta años había dependido de su familia, sobre todo de su hermana mayor, Patricia. Era ella la que de le daba el apoyo moral que necesitaba siempre, un hombro sobre el que llorar. Pero eso no podía seguir siendo así.


Cuando Simone la había regañado por un cliente descontento, cuando Armand se había reído de ella, o Carlos había tratado de besarla o Yiannis de aprovecharse
ella había resuelto sus problemas sólita. Y lo había hecho bien.


Pero tener a Pedro Alfonso en el crucero era más de lo que ella podía solucionar sola.


Con los dedos temblorosos, marcó el número de su hermana. Quizás ella ni siquiera supiera que Alfonso estaba allí, pero también podía ser que supiera incluso el porqué. 


Más aún, tal vez pudiera decirle lo que podía hacer al respecto.


—¿Qué sucede, Paula? —preguntó Patricia sobresaltada nada más oír la voz de su hermana.


—Nada importante —dijo Paula.


Pero Patricia la conocía demasiado bien.


—Bien y qué eso tan poco importante. Vamos, sabes que puedes contármelo.


Paula sabía que era lo mejor que podía hacer.


Pedro.


—¿Pedro? ¿Le ha sucedido algo?


—No. Todavía.


—Pero… —Patricia parecía confusa.


—Está aquí.


—¿A qué te refieres con «aquí»? ¿Es que has vuelto a Elmer?


—No. ¡Está aquí en el barco!


Hubo un momento de atónito silencio, luego Patricia inspiró y resopló.


—¡Dios santo! —dijo finalmente.


—¡Como se le ocurra decir una sola palabra de lo de Mateo o de lo de Santiago o de lo de la subasta, lo mato!


—No lo hará.


—¿Cómo sabes que no lo hará? —dijo ella y se pasó la mano por el pelo—. ¿Para qué ha venido?


—Quizás deberías preguntárselo.


—Ya lo hice.


—¿Y qué te respondió?


—Me dijo… —hizo una pausa para recapacitar sobre cuál había sido la respuesta de él—. Me dijo que había venido a verme a mí.


—¿No dijo que había ido a fastidiarte la vida? —preguntó Patricia con cierta sorna.


—No hace falta —protestó Paula—. ¿Qué está haciendo aquí si no?


—Ha ido a verte —repitió Patricia—. Quizás te eche de menos.


—¿Es que no hay nadie más en Elmer a quien pueda molestar?


—Quizás sintiera curiosidad por saber qué hacías allí.


—Podría habérselo preguntado a Arturo.


—A lo mejor lo hizo y, al final, decidió comprobarlo por sí mismo —dijo Patricia.


—Todo son «quizás, quizás, quizás» —dijo Paula con cierta impaciencia—. En realidad sus motivos me son indiferentes, lo que importa es qué voy a hacer yo al respecto.


—Podrías lanzarte a sus brazos y besarlo —dijo Patricia—. Pero supongo que esa opción ya la has descartado.


Paula se estremeció solo de pensarlo.


—Ni hablar. Quiero mantenerme lo más lejos de Pedro Alfonso que me sea posible.


Patricia dudó una vez más.


—¿Nunca has oído que la mejor defensa es una buena ofensa?


—¿Me estás sugiriendo que sea agradable con él?


—La verdad es que pensaba que eso no hacía falta decirlo —le aseguró Patricia—. Más bien me refería a que fueras un poco más allá.


—¿Que me lance a sus brazos y lo bese? —dijo Paula no sin dificultad.


—Eso, definitivamente, lo dejaría desconcertado —se rió Patricia.


—No estoy tan segura de que sea posible desconcertar a Pedro Alfonso—dijo Paula—. Pero, en cualquier caso, gracias. Gracias por todo. Y, sobre todo, por estar siempre ahí para mí.


—¿Estás bien, Paula? —le preguntó Patricia repentinamente alarmada por su tono de voz.


—Estoy perfectamente, de verdad.


Se despidió y colgó el teléfono. Se cuadró de hombros y se dijo que podía, sin problemas, enfrentarse a Pedro Alfonso.


HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 8




Habría dado cualquier cosa por haber podido comportarse con la soltura y descaro que solía tener delante de otras mujeres! Pero con Paula eso era imposible.


Tenía que agradecer haber sido capaz de decir algo.


¡Dios, qué idiota era! Había oído su voz, se había vuelto hacia ella y se había quedado sin respiración.


Sin saber qué decir, se había quedado unos segundos observando a Paula como si fuera la primera vez que la había visto en su vida.


Y, en cierto modo, era así.


Esperaba haber visto a la Paula de siempre, la introvertida que se quedaba sentada en las fiestas porque nadie la sacaba a bailar, la que parecía estar siempre en la trastienda de la vida.


No por ello había dejado de considerarla hermosa, pero con un tipo de belleza suave, gentil, que no llamaba la atención.


¡No así!


Aquella nueva Paula era casi exótica, con grandes ojos negros y largas pestañas.


Sus suaves rizos habían sido cambiados por un corte a capas que destacaba sus encantos. Y, ¿de dónde había sacado aquellos pómulos?


Patricia había sido siempre la de los pómulos. Pero la cara de Paula siempre había sido redonda. De pronto, parecía como si la hubieran esculpido, como si algún gran artista hubiera descubierto sus encantos ocultos.


Pedro se había quedado sin palabras al verla, lo que había empeorado aún más al comprobar que ella no se alegraba en absoluto de verlo allí.


Había tenido la esperanza de que, con tanto tiempo alejada de casa, el simple hecho de ver una cara conocida hubiera sido motivo de alegría.


Pero no.


Sintió una desesperación profunda y honda en la boca del estómago. ¿Qué demonios iba a hacer?


Alrededor de él la gente se estaba divirtiendo. Se reía, hablaba. Era la primera comida de lo que prometía ser una enorme serie de ellas, donde todo el mundo estaba relajado y disfrutaba.


—¿Te mareas? —le preguntó Mary en un tono compasivo, mientras le servía langosta en el plato.


El negó con la cabeza.


—Yo siempre me siento así la primera noche —le dijo Lisa—. Tardo un par de días o tres en acostumbrare al mar. Mañana te sentirás mejor.


Pedro asintió, se metió un trozo de langosta en la boca y trató de fingir que se divertía.


—Yo creo que está así por su novia —dijo Deb.


En ese momento, se le escapó a Pedro el trozo de langosta que estaba intentado cortar.


Deb asintió en un gesto triunfal.


—He acertado —dijo—. Es ella lo que le preocupa.


—¡No me preocupa! —respondió él, mientras trataba de recuperar la langosta.


—Claro que no es eso —lo defendió Mary, como una madre protectora—. Esa chica simplemente se quedó muy sorprendida y como tenía a su jefa observándola tuvo que fingir indiferencia.


—Mientras no fuera una muestra de sus sentimientos —dijo Deb.


—¡Claro que no! —continuó Mary en nombre de Pedro. Luego se volvió y le sonrió—. Estoy segura de que se habrá alegrado mucho de verlo. ¡Yo lo habría estado! No todos los días un hombre se atraviesa medio mundo para ir en busca de la chica a la que ama.


Aquel comentario hizo que Pedro se sintiera más idiota que nunca.


—Ya reaccionará —dijo Lisa—. Solo necesita tiempo.


—¡Anímate! —le dijeron todas a coro—. Vente a ver el espectáculo con nosotras y diviértete.


—Quizás, cuando llegues a tu camarote esta noche, ella te estará esperando — dijo Lisa.


Quizás fuera así.


Pero Pedro tenía sus serias dudas y no tenía prisa por llegar a su cuarto y averiguarlo.


Decidió no ir a ver el espectáculo con Lisa, Mary y Deb. No podía quedarse sentado, estaba demasiado ansioso.


Les dio las gracias y decidió encaminarse al bar. Allí se tomaría unos cuantos whiskys y, con un poco de suerte, encontraría una mesa de billar. Podría imaginarse que estaba de vuelta en Elmer. Arturo lo sermonearía una vez más. ¡Vaya ideas que tenía el viejo!


—¿Cómo lo vas a saber si no lo intentas? A lo mejor se lanza a tus brazos.


«O me aprieta el cuello hasta estrangularme», pensó Pedro.
Suspiró y pidió un whisky.

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 7





—¿Pedro? —dijo Paula en tono incrédulo, su voz escondida entre el tumulto del público asistente.


No podía creerse que fuera él. ¿Pedro Alfonso


Paula sintió como si le acabaran de dar un puñetazo en el estómago.


Cerró los ojos un momento, convencida de que debía tratarse de una alucinación, de que el sombrero de vaquero que la había atraído como la miel a las moscas se desvanecería de un momento a otro.


«¿Un vaquero en un crucero?», había pensado ella al ver el sombrero Stetson que tantos recuerdos de su hogar le traía. 


Pero eran recuerdos de Elmer, no de Pedro.


¡Aquel no podía ser Alfonso! Sencillamente era imposible.


La boca se le secó, tenía las palmas de las manos húmedas y el corazón acelerado.


Abrió los ojos de nuevo, pero la alucinación, no solo no se había desvanecido, sino que, además, sonreía con aquella sonrisa burlona de la que había huido.


—¿Qué tal, Paula Chaves? Me alegro de verte por aquí.


—¿Es esta tu amiga? —preguntó una dulce voz femenina.


Paula miró a la rubia que iba enganchada del brazo de Pedro y que la miraba fijamente. Al otro lado, tenía otra y, por supuesto, apareció una tercera.


¡Ese era Pedro Alfonso! ¡Se embarcaba en un crucero con tres mujeres! ¡Además, su crucero!


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella furiosa.


Las tres rubias la miraron sorprendidas.


—He venido a verte, claro está.


—Sí, claro.


Si realmente estaba allí por ella, sería porque se había propuesto seguirla hasta los confines del mundo solo para humillarla.


Él sabía mejor que nadie hasta qué punto era un fracaso en todo.


Probablemente, Mateo le hubiera contando, en su momento, todos sus fallos.


¡Odiaba a Pedro Alfonso! Porque era un testigo de todos sus horrendos secretos, de todo lo que quería dejar atrás.


Pero estaba logrando construirse una nueva vida. Ya no era la chica que Mateo Williams había dejado plantada delante del altar.


No. Era Paula Chaves, un poco inocente, pero alguien que a los hombres les gustaba. Era una mujer con una vida. No una vida extraordinaria, pero iba mejorando. Había hecho amigos, había conocido a hombres. Quizás no hubiera encontrado al hombre perfecto aún, pero todo era una cuestión de tiempo.


Día a día iba logrando obtener una confianza en sí misma que la empujaba a seguir sus sueños.


Y, de pronto, Pedro se presentaba allí, y lo iba a arruinar todo.


—¿Es esta tu novia, Pedro? —volvió a preguntar una de las rubias.


—¿La de tu ciudad? —preguntó la segunda.


—¿No nos vas a presentar? —preguntó la tercera.


Pedro pareció desconcertado con tal interrogatorio, incluso se ruborizó un poco.


Pedro se ruborizó.


Pero debía de ser producto de la vergüenza que sentía ante la absurda idea de que ellas la hubieran llamado su «novia».


Jamás podría serlo.


Paula esperó una pronta negativa de él, pero no la hubo.


—Esta es… Paula —dijo rápidamente.


Todas la saludaron al unísono.


—¡Hola, Paula!


Ella parpadeó ante el inesperado entusiasmo de las mujeres. 


Pero, cuando se disponía a responder, otra voz se interpuso.


—¿Conoce a este pasajero? —dijo su jefa, Simone, con un claro gesto de desaprobación.


Paula no podía negar que así era.


—Solía trabajar conmigo —dijo Paula—. Eso es todo.


Paula sabía lo que Simone opinaba sobre que sus empleados fraternizaran con los clientes.


—¿Es peluquero? —preguntó la mujer mirando incrédula a Pedro.


—No. Trabajaba conmigo en una tienda. Otro de los empleos que tuve —no era algo que hubiera especificado en su curriculum. Y estaba segura de que a Simone no le agradaría algo tan vulgar, cuando ella tenía aires tan aristocráticos.


Simone siempre contaba que había nacido en París y su premisa principal eran la sofisticación y la elegancia con letras mayúsculas.


—¿Cree que los clientes se van a fiar de usted, si tiene un aspecto vulgar? —le había preguntado a Paula la primera semana de trabajo.


Pero, a pesar de que había pensado que necesitaba un estilista, no la habría seleccionado de no haber visto en ella un potencial.


Así que Simone había dispuesto que Stevie, el jefe de peluquería y su mejor estilista, le cortara el pelo.


—Quiero que destaques sus pómulos —le había dicho, y Stevie había optado por un pelo corto e irregular.


Y, efectivamente, había logrado destacar sus pómulos.


Luego Birgit, la maquiladora, le había enseñado cómo con un lápiz de ojos negro, algo de sombra y un poco de colorete podía llegar a estar incluso elegante.


Había llegado a habituarse a aquella nueva imagen, aún más, a sentirse casi cómoda con ella.


Pero en aquel momento, delante de Pedro Alfonso se sentía como un fraude, como una calabaza de campo tratando de pasar por algo urbano y sofisticado.


Estaba segura de que era lo que él estaba pensando.


Paula se ruborizó inevitablemente y deseó que el mar se la tragara.


—No es momento para socializar —dijo Simone—. Tiene que volver a trabajar.


Era una orden y Paula lo sabía y, aunque en aquel instante su trabajo consistía en ayudar a los pasajeros, sabía que lo que Simone le estaba diciendo era: «Al salón de belleza y basta de flirtear con los pasajeros».


¡Cuando no había nada más lejos de su intención! Pedro Alfonso era la última persona en el mundo con la que flirtearía. Pero no iba a decirlo. Simplemente iba a aprovecharse de la oportunidad que Simone le estaba dando.


—Por supuesto —le dijo alegremente a la supervisora—. Voy para allá.


Luego se volvió hacia Pedro y su harén con su mejor sonrisa de crucero.


—Bienvenidos a bordo —les dijo.