miércoles, 15 de febrero de 2017
FUTURO: CAPITULO 12
—¿QUÉ PASA? —le preguntó Pedro—. ¿Dónde está Hernan?
Pau, con los brazos cruzados sobre el pecho, sacudió la cabeza sin más. Tenía los ojos enormes y el pelo le caía por toda la cara.
—No para de llorar —le dijo, pálida como la leche.
Parecía que la que iba a empezar a llorar en ese momento era ella misma.
Pedro respiró aliviado.
—Parará —le dijo con confianza. Pero incluso mientras trataba de tranquilizarla, comprendió su desesperación. Él mismo la había sentido la noche anterior.
—Lo he intentado todo. Le he dado biberones, comida. Lo he tomado en brazos, le he mecido, le he dado palmaditas en la espalda. Pero sigue gritando.
—¿Desde que te fuiste? —le preguntó Pedro.
—No. Cuando fui a acostarle. Deja de mirarme así. ¡Yo no he hecho nada!
No tenía que hacerlo. Solo tenía que estar allí parada y él no podía evitar mirarla así. Pero no tenía bolsillos para meter las manos y tenía miedo de que su debilidad por ella fuera demasiado evidente. Imaginándose que el que llamaba a la puerta debía de ser Milos, había ido a abrir en calzoncillos; unos boxers que podían traicionarle en cualquier momento si no se ponía unos shorts rápidamente.
—Sube. Estaré ahí en un minuto.
Pau no le discutió la idea.
—Gracias —le dijo, sonriendo —dio media vuelta y corrió de vuelta a la casa del garaje.
Pedro volvió a entrar en su habitación y se puso unos vaqueros y una sudadera. Podía oír llorar a Hernan antes de llegar a la mitad del patio. Era el mismo llanto sin consuelo que había oído la noche anterior. Subió las escaleras rápidamente y abrió la puerta de par en par. Ella estaba caminando por toda la habitación, con Hernan en brazos, intentando consolarle. Para ser un niño tan pequeño, tenía unos pulmones poderosos. Pedro podía ver su rostro contraído, ojos cerrados, por encima del hombro de Pau. Y entonces el pequeño los abrió de nuevo y dejó de llorar al ver a Pedro. El silencio repentino del niño la hizo darse
la vuelta de repente hacia la puerta.
—Oh, muy bien —dijo ella, en un tono a medio camino entre la exasperación y el alivio—. Con solo mirarte se calla.
Pero justo cuando Pedro estaba a punto de sonreír y hacer su rutina de arrullo, el rostro de Hernan se contrajo de nuevo y empezó a llorar de nuevo.
—¿Cuándo empezó?
Pau sacudió la cabeza.
—Primero le di un baño y le leí un par de cuentos. Bueno, ya sabes… —se encogió de hombros—. Más que nada trató de comerse los libros en vez de escucharme. Pero conseguí leerle algo. Después le di un biberón y se quedó dormido. Entonces pensé que todo estaba bien. Todo estaba bien —insistió ella—. Y después, como una hora más tarde, se despertó. Primero solo estaba intranquilo, pero después empezó a llorar. Y a gritar. Así.
—Anoche también lloró.
—No estaba llorando cuando te desperté. Estaba dormido.
—Sobre mi pecho.
Ella miró en esa dirección.
—¿El pecho es algo significativo?
Pedro se encogió de hombros.
—Funcionó.
—Así que crees que, si me tumbó con él y le pongo sobre mi pecho…
—Yo lo haré —le dijo Pedro bruscamente y le quitó al bebé de los brazos—. Shh —le dijo a Hernan, meciéndole—. Todo está bien.
Era evidente que Hernan no estaba muy de acuerdo, pero el cambio repentino a los brazos de Pedro le distrajo un momento. El pequeño miró a Pedro con ojos de sorpresa y después pareció reconocerle. Después le agarró la mano y empezó a mordisquearle los dedos.
—Oh —exclamó Pedro, tratando de apartarse, pero cuando Hernan se enfurruñó y soltó otro quejido, volvió a darle la mano para que siguiera mordisqueándole los dedos. Al sentirle las encías, se topó con un par de dientes frontales, no muy afilados todavía.
El bebé empezó a lamerse los dientes con fuerza.
—Le están saliendo los dientes —dijo Pedro. —¿Maggie tiene brandy?
—¿Quieres una copa ahora?
—No es para mí. Es para él.
—¡No puedes darle brandy! —Pau le miraba como si se hubiera vuelto loco.
—No le voy a dar una copa. Mi madre solía frotarles las encías a los niños con un poquito de brandy. Así se le adormecen.
Pau le miró con ojos escépticos.
—Mariana nos llevaría a juicio por algo así.
—Y nosotros podríamos llevarla a juicio por abandonar a su hijo —le dijo Pedro—. ¿Quién dejó al niño aquí tirado para irse a Alemania?
—Lo dejó con la abuela.
—Y Maggie lo dejó conmigo. Y contigo. Así que… ¿Tiene brandy o no?
—No. Pero ahora que dices lo de los dientes —fue a la cocina y empezó a rebuscar en las estanterías. De repente se dio la vuelta y le mostró una botella marrón oscuro.
—¿Qué es eso?
—Es el remedio de la abuela. Extracto de vainilla —dijo, desenroscando la tapa mientras hablaba—. Espero que funcione.
Pedro también lo esperaba. Probablemente era algo parecido a lo del brandy.
—Ponlo en un bol —le dijo Pedro.
Ella hizo lo que le pedía. Pedro metió un dedo y lo introdujo en la boca de Hernan de nuevo. Le untó las encías con el ungüento. Hernan abrió mucho los ojos. Tosió un poco y entonces siguió mordisqueando los dedos de Pedro, aplastándolos contra sus encías.
—¿Mejor? —le preguntó al bebé.
Hernan resopló. Se recostó contra el pecho de Pedro y puso la cabeza sobre su hombro.
—Yo lo llevo —dijo ella.
Pedro sacudió la cabeza. No quería tener más visiones de Pau, con un bebé en brazos.
—Está bien —empezó a caminar por el salón lentamente con Hernan contra su pecho.
El pequeño seguía mordiéndole los dedos. No lloraba. El llanto se había transformado en unos quejidos suaves.
—Se le están cerrando los ojos. A lo mejor se va a dormir —dijo Pedro después de que Pedro le hubiera dado un par de vueltas a la habitación.
—Eso espero —dijo Pedro, pero siguió andando para asegurarse.
—Creo que está dormido —dijo Pau—. Se le está cayendo la cabeza.
El niño la tenía acurrucada contra su hombro. Ella tenía razón. Hernan se estaba convirtiendo en un peso muerto.
Parecía que estaba dormido.
—Bueno —dijo Pau—. Gracias.
Pedro dejó escapar un gruñido.
—Fue idea tuya.
—Estoy seguro de que el brandy hubiera funcionado —le dijo ella—. Pero ya sabes lo que dicen los médicos. Y si Mariana se entera…
—Mariana no está. No tiene nada de qué quejarse.
—Pero lo haría —apuntó Pau—. Si yo lo hiciera, se quejaría.
—No os lleváis muy bien, ¿verdad?
Pau asintió.
—Siempre me ha tenido… mucho resentimiento. Cuando me mudé a vivir con la abuela y con Walter, no podía ni verme. Aunque ella sí tuviera padres, y los míos hubieran muerto, siempre estuvo… No sé… Celosa, supongo. Quería todo lo que yo tenía. Como tú… —Pau se detuvo abruptamente y cerró la boca.
—¿Cómo…? —Pedro arqueó las cejas.
—No importa. Está profundamente dormido. Mira.
Pedro no lo hizo.
—¿Como yo?
Pau abrió la boca y entonces volvió a apretar los labios.
—Tampoco es que hubiera supuesto una gran diferencia —dijo finalmente.
—Yo nunca he estado interesado en Mariana —señaló Pedro.
No obstante, sí que recordaba que Mariana se le había acercado bastante en otra época.
—No tiene importancia, ¿verdad? —le dijo ella. Había un reto en su mirada.
—No quería hacerte daño —dijo Pedro, suspirando.
—Lo sé —dijo ella en un tono cortante—. Solo me estabas diciendo la verdad. Y ya está. Lo acepto. He pasado página —levantó la mano y exhibió su ostentoso anillo de compromiso ante él, por si no captaba el mensaje.
Pero Pedro sí que lo captó. Se puso tenso.
—Y has hecho… lo que quiera que sea que hagas, así que… Ya que Hernan se ha dormido, podemos acostarle, ¿no?
Parecía tan exhausta como molesta. Una vez más, Pedro sintió la necesidad imperiosa de estrecharla entre sus brazos. Pero ya tenía a alguien en los brazos.
—Claro. Vamos.
—Gracias —Pau le abrió la puerta para que pudiera poner a Hernan en su cunita.
Pedro lo hizo con facilidad y entonces dio media vuelta. La cama de Maggie estaba entre ellos, sin hacer, con las sábanas revueltas, porque Pau ya había estado durmiendo en ella.
Pau le miró desde el otro lado. Sus miradas se encontraron y todos los recuerdos de ella en la cama cayeron sobre él como una ola gigante. Pau, desenfrenada en sus brazos, temblorosa después del fragor de la pasión, clavándole las uñas en la espalda, enredando la lengua con la suya… Pero no solo la recordaba en la cama… También había otros recuerdos… Podía verla acurrucada contra su cuerpo, piernas entrelazadas, la mejilla sobre su pecho, su propia barbilla apoyada sobre una melena pelirroja y rebelde.
Pau apartó la vista.
—Enhorabuena —le dijo—. Lo has hecho —dio media vuelta y salió de la habitación.
Pedro se le quedó mirando. ¿Qué había hecho? No lo suficiente. Pero no iba a hacerlo… Ella estaba prometida, se iba a casar con otro hombre. Haciendo una mueca, tocó esas sábanas revueltas un instante y fue tras ella. Esperaba que ella le ofreciera una copa de vino, que le invitara a sentarse en el sofá, que le diera una oportunidad para relajarse un poco y celebrar que Hernan se había dormido por fin. Con eso se conformaba. Pero ella se fue directamente hacia la puerta de entrada y la abrió para él.
—Gracias, Pedro —le dijo rápidamente—. Buenas noches.
Él no podía esconder su sorpresa. Y ella no escondió su impaciencia por echarle de allí lo antes posible. Abrió la puerta un poco más, como si él se fuera a ir antes así.
Pedro aflojó el paso, cruzó la habitación lentamente. Se detuvo justo delante de ella; estaban a unos centímetros de distancia. Él bajó la vista, la miró… Su piel parecía más pálida que nunca bajo las pecas de su rostro. Su pecho caía y subía con cada respiración.
—Buenas noches, Pedro —dijo ella entre dientes.
No le estaba mirando. Sus ojos miraban más allá del hombro izquierdo de él.
—Todavía no.
Ella levantó la vista nerviosamente.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que me merezco un premio.
—¿Quieres una cucharada de extracto de vainilla?
Él sonrió. Y entonces, lentamente, observándola sin pestañear, sacudió la cabeza.
—No. Quiero esto.
Esa tarde, cuando la había besado, había sido algo impulsivo, instantáneo y espontáneo. Una prueba… Pero había sido demasiado poco. Quería más.
Y lo buscó. Tomó lo que quería, la tomó a ella. Y se tomó su tiempo, probando su sabor, moviendo su boca sobre la de ella, convenciéndola, abriéndole los labios…
Se preguntaba si ella le rechazaría, pero no lo hizo. Su boca sabía a miel y a azúcar… Era seductora, arrolladora.
Su boca se entreabrió. ¿Era sorpresa? ¿Era una bienvenida? ¿Ambas cosas? Pedro la oyó contener el aliento. Sintió cómo le temblaban los labios. Todo su cuerpo parecía estremecerse.
Pero en realidad ella no se movía. Estaba quieta. No le echaba de allí, pero tampoco le invitaba a entrar. No le devolvió el abrazo cuando la rodeó con sus brazos. En vez de eso, se quedó inmóvil, casi rígida. Y mientras la besaba, podía sentir la tensión que manaba de su cuerpo.
—¿Pau?
Ella cerró los ojos un momento. Los abrió de nuevo y le miró directamente a los ojos, sin pestañear ni una vez. Se soltó de él.
—Creo que esto es recompensa suficiente.
—Pau…
—Buenas noches, Pedro —le dijo, en un tono serio, inflexible. Pero sus mejillas la delataban. Y también su voz, quebrada.
No le era indiferente, por mucho que quisiera fingir lo contrario.
Pedro esbozó una sonrisa maliciosa.
—Que duermas bien, Pau.
FUTURO: CAPITULO 11
Tino’s estaba lleno de gente. Incluso en un día entre semana, el ruido era ensordecedor. El local estaba abarrotado y la gente bebía sin parar. Milos se abrió paso entre la multitud, dirigiéndose hacia la barra.
—Yo buscó las cervezas.
Pedro le dejó ir. Se apoyó contra la pared, justo al lado de la puerta, y metió las manos en los bolsillos. En otra época solía pasar casi todas las noches allí, o en algún otro de los garitos de moda de la ciudad. Entró por fin y se preguntó si aguantaría siquiera a que Milos regresara con las bebidas.
Miró a su alrededor… La misma vieja historia de siempre… Las chicas, exhibiéndose, y los chicos al acecho… De repente entendió por qué le gustaba más quedarse en su tienda, con la sierra y la lija, haciendo muebles. Se sentía viejo. Y también molesto. Milos se abría camino entre la gente, cervezas en mano, e iba directo hacia una chica que no parecía mucho mayor que Hernan… Pedro apretó los dientes. No por la chica, sino por Milos. Llevaba toda la tarde enfadado, desde el mismo momento en que había abierto la puerta y se había encontrado con su querido primo.
—Hola —Milos le había dicho—. ¿Me recuerdas?
Pedro hubiera querido decir que no.
—La tía Malena me dijo que te había enviado un correo —le había dicho Milos al ver que él no reaccionaba—. Bueno, supongo que puedo dormir en una esquina por aquí —había añadido, al ver que Pedro no tenía intención de invitarle a pasar.
Se había tentado de hacerlo. No quería dejar a nadie en la calle, pero lo que no soportaba era que su familia siempre diera por hecho que podía presentarse en su casa cuando quisiera. Era por eso que no quería más familia. No necesitaba más gente haciéndole la vida imposible. Además, esa noche tenía otros planes. Se suponía que iba a cenar con Pau.
Habían cenado juntos, pero esa no había sido la velada que había imaginado. Ella se había pasado todo el tiempo hablando con Milos. Y su primo se había pasado toda la comida flirteando con ella. Y entonces Milos la había invitado a salir…
Pedro había sentido ganas de agarrar a su primo por el cuello, pero no quería pensar en los motivos que le habían hecho sentir eso. Ella estaba prometida. No podía salir con nadie, y mucho menos con su primo mujeriego.
Encogió los hombros, trató de estirarse un poco contra la pared. El sitio estaba repleto de chicas guapas. Una de ellas, parada cerca de la barra, era pelirroja, igual que Pau, aunque tenía el cabello un poco más oscuro. Y había otras dos que tenían las mismas piernas largas, la misma figura esbelta… Pero no hacía más que recordar cómo la había visto la noche anterior, en camiseta y braguitas… Recordaba cómo había reaccionado su propio cuerpo, cómo reaccionaba cada vez que estaba cerca de Paula Chaves.
Irritado, se apartó de la pared. Milos se había parado a mitad de camino y le había dado una de las cervezas a la chica.
De repente Pedro sintió una mano suave sobre el brazo. Se dio la vuelta. Era una morena sonriente que batía las pestañas sin cesar.
—Hola, soy Marnie. ¿Estás de paso por aquí?
—Algo así —dijo Pedro.
—Yo también —se acercó más y se rozó un poco contra él—. Vámonos de aquí —sugirió, mirándole con unos ojos azules luminosos.
—Gracias, pero tengo que irme —sin mirar atrás, dio media vuelta y salió por la puerta.
Volvió a pie a la casa, caminando por la acera que daba a la orilla del mar. Todo estaba tranquilo, en silencio… Nada que ver con el bullicio de las calles comerciales. Podía oír las olas rompiendo contra la costa y a lo lejos podía ver una boya, flotando en el agua. Se oía el ruido de los motores de uno de los últimos aviones que despegaban del aeropuerto de John Wayne esa tarde. Había dado ese paseo con muchas mujeres. Pero en el silencio de la noche solo los recuerdos de una de ellas le acompañaban. Y esos recuerdos le ponían nervioso, ansioso… Se fue a casa y se puso a trabajar en la estantería de libros para el abogado.
Trató de perderse en el trabajo… Al final se rindió y se fue a la cama. Se acostó boca arriba y cerró los ojos para no mirar por la ventana hacia el apartamento del garaje. Trató de no pensar en la mujer que estaba allí… El reloj marcó la una de la madrugada. La una se convirtió en las dos. Y aún seguía despierto. De repente oyó unos golpecitos sigilosos en la puerta de atrás. Seguramente Tino’s había cerrado ya y Milos debía de haber olvidado la llave.
Pedro soltó el aliento, contó hasta tres y se levantó de la cama. Encendió la luz y abrió la puerta de par en par.
—Siento molestarte —dijo Pau.
FUTURO: CAPITULO 10
Debería haberse negado a lo de la cena. Aunque fuera capaz de esconder sus sentimientos, cenar con Pedro, incluso en compañía de un bebé saltarín, era justamente lo que no necesitaba.
A lo mejor podía fingir que le dolía la cabeza, recoger a Hernan y salir corriendo; huir a la casa de la abuela y comerse lo que tuviera en la nevera. Sí. Eso podía funcionar.
No quería someterse a esa situación tan incómoda, esa tortura… Respiró hondo una vez más para sacar fuerzas y bajó del coche. Atravesó la puerta exterior y se dirigió hacia la puerta trasera de la casa. Llamó con energía y entonces trató de aparentar que sí tenía un dolor de cabeza cuando Pedro abrió.
No. No era Pedro el que acababa de abrir… Era otro hombre guapísimo, un poco más alto que Pedro, un poco más joven.
Debía de tener unos veinticinco años, como ella… Tenía el pelo negro, húmedo… Su sonrisa era despampanante.
Estaba sin camisa y llevaba unos pantalones cortos con la cintura demasiado baja… Aquellos ojos de color verde-gris la observaban con curiosidad.
—Tú debes de ser Pau —dijo el joven, abriendo más la puerta e invitándola a entrar—. Soy Milos. Alfonso —añadió.
Pau no había tenido la más mínima duda ni por un instante.
El parecido era extraordinario.
—El primo de Pedro —añadió el muchacho, estrechándole la mano de forma efusiva.
No la soltaba. La estaba llevando hacia la cocina.
—Pedro está cambiando al bebé. ¿Tú eres la tía de Hernan?
—Eh, sí. Supongo que sí. Su madre es mi prima… Por así decir.
Milos sonrió y asintió.
—Sí. Las familias son así. ¿Te apetece una cerveza? O… —abrió la nevera y echó un vistazo dentro—. ¿Un té helado? Estoy seguro de que debe de tener vino en algún sitio.
—Un té helado está bien —dijo Pau y, en cuanto lo dijo, se dio cuenta de que había desaprovechado la oportunidad de decir que tenía un dolor de cabeza.
Milos le sirvió el té helado en un vaso, se lo dio en la mano y entonces abrió una botella de cerveza para él.
—¿Quieres una cerveza, Pepe? —gritó.
No hubo respuesta inmediata, pero unos segundos más tarde, Pedro entró en la habitación con Hernan colgado de un brazo. Era evidente que había estado en la playa.
Todavía llevaba unos pantalones cortos y una camiseta con el cuello roto. Tenía el pelo húmedo y de punta. El corazón traicionero de Pau se aceleró.
—Has conocido a Milos —dijo Pedro en un tono de pocos amigos.
—Sí —dijo Pau—. Lo siento. Habría recogido antes de Hernan, pero no sabía que tenías visita.
—Yo tampoco.
—Oye —dijo Milos—. Neely te llamó para decirte que venía.
—Pero no por eso estabas invitado.
Milos se encogió de hombros.
—Puedes venir a mi casa cuando quieras —le dijo, abriendo otra cerveza y ofreciéndosela a Pedro.
—Sí, claro. Puedo quedarme en algún arrecife de coral contigo. No, gracias.
Pau escuchaba aquella conversación malhumorada con interés y envidia. Pedro, no obstante, cambió de tema bruscamente.
—¿Cómo está Maggie?
—Eh… está bien —dijo Pau, redirigiendo sus pensamientos—. Por lo menos eso me dicen —añadió—. Está muy pálida. Muy… pequeña… Nunca creí que fuera tan pequeña.
—Pues yo sí —dijo Pedro—. Pero sé lo que quieres decir —siguió adelante—. Parece más grande de lo que es en realidad. Es una fuerza de la naturaleza.
—Sí.
—Qué pena que no la conozca. Y probablemente no la conoceré esta vez, pues solo voy a estar unos días.
—Demasiados —dijo Pedro, bebiendo un sorbo de cerveza.
—Está enfadado porque no recibió el mensaje del buzón de voz en el que le decían que yo venía. No se le da muy bien lo de la hospitalidad —Milos sonrió.
—Porque no soy nada hospitalario.
—Su madre sí que lo es. Le dijo a Seb y a Neely, mis cuñados, que Pepe estaría encantado de acogerme en su casa. Voy hacia el sur —le explicó a Pau—. Llevo dos años trabajando en una clínica en una de las islas.
—Es un charlatán —dijo Pedro.
—Soy médico. Acabo de terminar mi residencia en otorrinolaringología.
Pau abrió los ojos. ¿Médico? Parecía tan joven…
—No hay nada de que impresionarse —dijo Pedro—. Se va a la playa, a cocerse al sol, a hacer surf y a ligar con chicas.
—Eso también —dijo Milos, sin darse por ofendido en absoluto—. Solo está celoso porque a él no se le ocurrió.
—Es que lo de diseccionar ranas no me gustó nada —Pedro habló con contundencia—. Eso puso fin a todas mis aspiraciones médicas. Toma, sujeta a Hernan mientras pongo los filetes.
Antes de que Pau pudiera decir nada, se encontró con Hernan en los brazos. Pedro abrió la nevera. Hernan se puso nervioso de inmediato. Pero cuando Pau logró sonreír y empezó a hablarle, su expresión se volvió risueña de nuevo.
Y ella también se sintió mejor. Se hubiera asustado mucho si el niño se hubiera echado a llorar, pero no lo hizo. De hecho, parecía que le había caído bien. Se retorció en sus brazos, le tocó la mejilla y balbuceó algo en el lenguaje de los bebés.
—¿Qué ha sido eso? —le preguntó Pau al niño.
—Quiere salir y ver cómo se hacen los filetes —dijo Pedro—. Vamos.
Pau salió detrás de él.
—Gracias. Debería irme a casa —le dijo—. Tú tienes compañía y Hernan y yo estaremos bien.
—Te he comprado un filete —dijo Pedro sin más.
Estaba poniendo tres piezas sobre la parrilla, así que Pau no tuvo más remedio que abandonar el plan de marcharse. Iban a comer en una mesa del patio situado entre la casa de Pedro y el garaje. El pequeño jardín estaba lleno de las flores de la abuela. Pau recordó todos esos años que había pasado allí, jugando, bajo la atenta mirada de Maggie. En ese momento era ella la que miraba mientras Hernan jugaba y se metía cosas en la boca.
—¡Oh, Hernan, no! —exclamó y le sacó la primera ramita de la boca. Después le sacó una piedra y algunas astillas de madera que sin duda provenían de algún proyecto de Pedro. Tomó al niño en brazos y lo distrajo un poco, jugando con él y tratando de no mirar al hombre que estaba asando filetes al otro lado del patio. Milos puso la mesa y conversó un rato con ella. Le preguntó por su trabajo en San Francisco y la hizo hablar de esas marionetas de tela que hacía y también de las obras de arte que vendía. Pedro no dijo ni una palabra, pero Pau sospechaba que estaba escuchando atentamente, así que trató de dejar bien claro que estaba muy contenta en San Francisco.
Cuando la carne y las mazorcas de maíz estuvieron listas, Pedro volvió a entrar en la casa y sacó una tarrina de ensalada de col y otra de ensalada de patatas. Después subió a la casa de la abuela y bajó la sillita plegable de Hernan.
—Lo siento. Yo podría haberlo hecho —le dijo Pau.
Él se encogió de hombros.
—Estabas ocupada —fijó la silla a la mesa, recogió a Hernan del suelo y lo sentó en ella—. Vamos a comer.
Comieron en silencio. Milos era el único que hablaba. Hernan se untaba el pelo con mantequilla… Pau estaba sentada enfrente de Pedro, recordando la última vez que había comido allí. Habían cenado con su abuela. Pedro había asado salmón esa noche. Y al terminar de comer, se había sentado enfrente de ella y le había rozado la pantorrilla con un pie, descalzo, por debajo de la mesa.
Pau había dado un pequeño salto y entonces se había sonrojado violentamente.
—¿Te ha mordido algo? —le había preguntado la abuela.
—No… No. Quiero decir, sí.
Pedro había sonreído y se había puesto a hablar con la abuela como si nada, como si aquello no hubiera tenido nada que ver con él. Después la abuela había subido a su apartamento, pero Pau se había quedado un rato más.
—Para ayudar a Pedro con los platos —le había dicho a Maggie—. A lo mejor voy a dar un paseo después.
Su abuela no era tonta. Había visto esas miradas que se habían lanzado durante toda la cena, pero no había querido estropearles la diversión. No obstante, Pau casi deseaba que lo hubiera hecho, pero no podía echarle la culpa de su propio error. Un error que no volvería a cometer…
Miró a Pedro con disimulo y se lo encontró mirándola. Apartó la vista rápidamente y echó atrás las piernas, por debajo de la silla. Después se volvió hacia Milos y le preguntó por la escuela de medicina. Este estaba encantado de hablar. Se relajó en su silla, bebiendo cerveza, y contestó a todas sus preguntas. Era evidente que estaba muy contento de acaparar toda su atención. No le quitaba la vista de encima.
Ambos ignoraban a Pedro por completo. Y él, por su parte, bien podría no haber estado allí. Comía tranquilamente sin decir ni una palabra.
El sol empezó a ponerse. El jardín ya estaba en sombras y era difícil ver la expresión de Pedro. Pero aunque no pudiera ver adónde miraban sus ojos, Pau podía sentirlos sobre la piel.
Se frotó el anillo que llevaba puesto.
—Vaya pedrusco —exclamó Milos. ¿Significa algo? —preguntó, sonriente.
Pau le habló de Adrian. Trató de no dar demasiadas explicaciones, pero sentía que tenía que dejarle bien claro a Pedro que estaba enamorada de otro hombre. Milos escuchaba con atención, sonreía…
—No está aquí, ¿no?
—Está aquí —Pau parpadeó y entonces se tocó el corazón.
—Pues tráetelo —Milos asintió y estiró los brazos por encima de la cabeza.
—¿Qué?
—Había pensado que podíamos salir un rato. Tiene que haber vida nocturna por aquí —miró a Pedro.
Este se encogió de hombros con indiferencia. Milos le miró durante unos segundos y entonces se escurrió hasta el final de la silla.
—Claro que la hay —añadió con seguridad y se puso en pie. Miró a Pau—. Vente conmigo —le dijo, invitándola—. Sálvame de las tigresas de Balboa. Pepe puede quedarse con el niño.
—Gracias —dijo Pau—. Pero tengo que cuidar de Hernan.
—Pedro es un canguro genial —dijo Milos, insistiendo—. Cuidó de mí cuando era niño.
—Y todavía lo hago.
—¿Estás segura…? —Milos se rio, pero no dejó de mirar a Pau ni un segundo.
—Muy segura. Pero, gracias —Pau asintió, sin mirar a Pedro.
—Qué pena —dijo Milos, recogiendo platos y condimentos.
—Gracias por la cena. Tengo que llevarme a Hernan a la cama, pero primero os ayudo con los platos —Pau también se puso en pie y empezó a ayudarle a recoger.
Eran las primeras palabras que le había dirigido a Pedro desde antes de la cena. Él levantó la vista hacia ella y entonces se puso en pie lentamente. Pau sintió que se le cortaba el aliento. Sus miradas se encontraron.
—Déjalo. Hernan tiene que acostarse —mientras hablaba, quitó a Hernan de la silla, lo tomó en brazos y lo llevó a la casa.
Una vez allí, le lavó la cara, las manos y el pelo. Pau fue detrás en silencio, llevando los últimos platos.
—Ponlos en la mesa. Yo me ocupo —dijo Pedro, mientras secaba a Hernan. Después le hizo cosquillas y muecas—. Te veo mañana, chiquitín —hizo una pausa y entonces, de repente, puso al niño en los brazos de Pau—. Buenas noches.
No podría haberle dejado más claro que la estaba echando de allí. Un momento después le abrió la puerta y esperó a que saliera. Pau agarró a Hernan con tanta fuerza que el niño empezó a retorcerse y soltó un gritito de protesta. Pau aflojó los brazos de inmediato.
—Buenas noches, entonces —dijo en un tono de pocos amigos y pasó por delante de él sin siquiera mirarle a la cara. No necesitaba mirarle. Él estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo al pasar—. Gracias por la cena —añadió.
Nadie podría decir que había olvidado sus modales. Iba por la mitad del patio cuando la puerta se cerró. Un segundo después oyó que Pedro le decía algo a Milos.
—Podemos ir a Tino’s si quieres conocer mujeres —le dijo, gritando.
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