martes, 14 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 8





Pau no sabía mucho de la relatividad, pero no necesitaba estudiar Física para saber que el tiempo era relativo. Llevaba un buen rato caminando de un lado a otro en la sala de espera del hospital, sentándose de vez en cuando, frotándose las manos… La espera era agotadora.


¿Cuánto más podía durar la operación?


—Vendré a hablar con usted cuando terminemos —le había dicho el doctor Singh, sonriente.


De eso hacía tres horas, pero todavía no había salido del quirófano. Ya habían llamado a muchos para hablar con el médico sobre los pacientes por los que esperaban. Unos cuantos se habían marchado ya… Todos parecían ir en grupos, acompañados…


Todos menos ella. Pau deambulaba de un lado a otro y se chasqueaba los nudillos. Se mordía las uñas y rezaba. 


Cuando el móvil le sonó por fin, contestó de inmediato. Le habían dicho que la llamarían en cuanto el médico pudiera verla.


—¿Sí?


—Hola.


Era Adrian.


Pau sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.


—Hola.


—¿Estás cansada? —le preguntó Adrian—. Te dije que no te fueras sola por la noche.


—Tuve que hacerlo. La abuela está en el quirófano ahora. Tiene que salir pronto.


—Estupendo. ¿Entonces vuelves esta noche?


—¿Qué? ¡No!


—Bueno, ¿cuándo regresas?


—No lo sé —Pau movió los hombros, rígidos como piedras—. Acabo de llegar. No sé cómo está. Ni tampoco sé cuánto tiempo pasará en el hospital.


—Bueno, no puedes hacer nada por ella si está allí —dijo Adrian—. Y no puedes tomarte días y días libres. La gente depende de ti.


—Estoy haciendo una sustitución en la biblioteca. Y mi abuela también depende de mí.


—Claro —dijo Adrian—. No lo digo por nada.


—Gracias por no decirlo por nada —le dijo Pau, molesta.


—Te echo de menos.


—Oh —su enfado remitió un poco—. Yo también —sonrió.


—¿Y qué pasa con tu vestido?


—¿Qué vestido?


—El vestido que tienes que comprar para el baile de Wanamakers. El director general del banco de Adrian daba un baile una vez al año. Era un evento muy exclusivo al que solo asistía gente importante. El año anterior había sido el primero en el que Adrian había recibido una invitación, pero ese año no había ido con él. Todavía no estaban prometidos entonces. Solo hacía dos meses que se conocían, pero él se
lo había contado todo, ilusionado.
Cuando se habían prometido en enero, una de las primeras cosas que él había hecho había sido invitarla al baile.
«Este año puedes venir al baile de Wanamakers conmigo », le había dicho.


—Pau, no vas a dejarme colgado, ¿no?


—¡Claro que no! ¡Nunca haría eso!


Pero en realidad apenas había reparado en el tema del baile cuando había salido hacia Los Ángeles.


—Queda una semana para el sábado, y todavía no tienes vestido —parecía claramente preocupado.


La mayoría de los hombres hubiera dado por hecho que la mujer a la que habían invitado a un evento como ese sería capaz de elegir un traje adecuado. Pero Adrian no era uno de ellos.
—Tienes que estar muy elegante —le había dicho al mostrarle la invitación.


Y había una nota de duda en su voz cuando habían hablado del vestido. La había mirado de arriba abajo con ojos escépticos, examinando su atuendo de ese día en la biblioteca, una falda sencilla y una blusa vaporosa…


Parecía que no se fiaba mucho de su gusto para vestir, o eso había pensado Pau.


—Claro —le había dicho ella—. Será una buena excusa para comprarme un vestido nuevo.


—Iré contigo.


Y no había podido convencerle para que no fuera, por muchos argumentos que había usado. Pero no habían ido todavía. Y no era porque él no lo hubiera sugerido. Pero cada vez que se lo decía, ella no podía, y casi se alegraba de ello. No quería tener a Adrian pegado mientras iba de compras. Conseguiría un vestido, pero sola. Y sería uno con el que se sintiera cómoda, aparte de elegante. De repente vio un lado positivo a todo lo que había pasado con su abuela.


—También hay vestidos aquí —le dijo a Adrian—. Echaré un vistazo.


Hubo una larga pausa.


—Supongo que tendrás que hacerlo. No puedes posponerlo hasta que regreses. Pero, recuerda, tiene que ser muy elegante. Y que no sea negro.


—¿Por qué no?


Era difícil no llamar la atención con su estatura y con el color de su pelo, así que jamás se le había pasado por la cabeza comprar algo que no fuera negro.


—Porque no es un funeral —le dijo Adrian—. Es una ocasión alegre.


—Miraré algo de color —le prometió, pero no dijo que fuera a comprarlo.


—Te llamaré esta noche para ver qué has encontrado.


—A lo mejor no voy esta tarde, Adrian.


—¿Por qué no?


—¡Porque la abuela está en el quirófano!


—Oh, claro. Por supuesto. Bueno, mantenme informado. Tengo una reunión ahora. Hablamos luego. Te quiero.


—Yo también —dijo Pau, pero Adrian ya había colgado.


Sacó una taza de café de la máquina que estaba junto al escritorio y empezó a moverlo mientras andaba de un lado a otro. Tenía el estómago agarrotado. El sabor amargo del café la hizo hacer una mueca.


—¿Todavía sigue en el quirófano?


Pau casi tiró al suelo la taza. Se dio la vuelta rápidamente. 


Pedro, con Hernan sobre la cadera, estaba parado justo detrás.


—¿Qué estás haciendo aquí?


—Pensaba que ibas a llamar cuando saliera del quirófano. No lo hiciste, así que hemos venido para ver qué tal va. ¿Cómo estás tú? —le preguntó, como si eso fuera más importante.


—Estoy bien —le dijo ella, consciente de que no lo parecía—. No he llamado porque no me han llamado. No sé qué pasa. Y pensaba que no podías traer bebés al hospital.


—No puede entrar en la habitación de ella, pero puede quedarse aquí. Así que aquí estamos —la mirada que le lanzó la desafiaba a discutir—. ¿Tan nerviosa estás?


Pau tragó en seco.


—Estoy bien. Es que parece que no va a terminar nunca.


—Sí, así fue cuando operaron a mi padre del corazón.


Pau no se había enterado de eso. Pero él no le dio más detalles.


—¿Cuándo entró? ¿Cuánto tiempo te dijeron que les llevaría?


Pau se lo dijo todo sin reparos. Era agradable tener a alguien con quien compartir sus inquietudes en ese momento, aunque se tratara de Pedro. Caminaron a lo largo del pasillo y volvieron a la sala de espera. Mientras ella hablaba, Pedro se sirvió una taza de café y, sin preguntar, le quitó la de ella de las manos y se la rellenó.


Ella ni siquiera se había dado cuenta de que se lo había terminado ya. Le dio la taza llena.


—Gracias —dijo ella, respirando el aroma del café caliente. 


Sonrió.


—Bien —dijo Pedro.


—¿Bien? —Pau parpadeó.


—Es la primera vez que sonríes en todo el día —la miró con ojos serios por encima del borde de la taza.


Pau recordaba otras veces en las que la había mirado así. 


Esa mirada cálida, preocupada…


—¿Señorita Chaves?


Pau dio un salto y se dio la vuelta de golpe. El doctor Singh estaba entrando en la sala de espera, buscándola con la mirada.


—Yo soy Paula Chaves. ¿Mi abuela está bien?


El médico asintió y ladeó la cabeza hacia una de las salas privadas que estaban al lado de la sala de espera.


—Lo estará.


Pau trató de descifrar la expresión de su rostro, pero su cara era hermética.


¿Por qué no les enseñaban a sonreír a los médicos?


—Si me acompañan usted y su marido… —dijo con cortesía—. Se lo explicaré todo.


Pau esperaba una negativa directa de Yiannis, pero no la tuvo.


—¿Quieres entrar sola? —le preguntó en cambio—. Hernan y yo podemos esperar aquí.


—No —dijo ella.


Se había sentido sola durante toda la mañana. A lo mejor era una locura pasar por alto aquella pequeña confusión que la convertía en la esposa de Pedro Alfonso, pero, siempre y cuando los dos tuvieran las cosas claras, no pasaba nada por dejar que el médico pensara lo que quisiera.


El doctor Singh les condujo a una estancia contigua y los invitó a tomar asiento. Pedro se quedó de pie, detrás de ella, sosteniendo a Hernan y manteniéndole entretenido mientras el médico extendía unos cuantos papeles sobre la mesa.


—Su abuela evoluciona muy bien —le dijo el médico—. Está recuperándose ahora y la dejaremos allí durante un tiempo. Tenemos que ser prudentes por su edad. Pero cuando esté lista para volver a su habitación, puede ir con ella. El bebé no.


—Lo entendemos —dijo Pau rápidamente.


El médico sonrió y entonces le enseñó una de las ilustraciones.


—Con la fractura que ha tenido, hemos tenido que ponerle una prótesis. Será más estable a largo plazo. ¿Lo ve?


De repente Pau se dio cuenta de que no le estaba hablando a ella, sino a Pedro. Se puso rabiosa.


—¿Esas son ilustraciones? —preguntó Pedro, señalando los papeles que el médico había extendido sobre la mesa.


—Sí. Les voy a mostrar lo que hemos hecho.


El médico procedió a explicarles todos los detalles, pero Pau no fue capaz de prestarle atención.


No entendía bien toda esa jerga médica, pero, sobre todo, no podía concentrarse en la explicación teniendo a Pedro Alfonso justo detrás, sintiendo su aliento en la nuca…


—¿Alguna pregunta más? —la voz del médico la sacó de sus pensamientos—. ¿Señorita Chaves?


—¿Qué? ¡Oh!


De repente Pau se dio cuenta de que el médico la estaba mirando como si esperara una respuesta.


—¿Cuándo puede volver a casa? —preguntó Pedro.


—Podremos pasarla a planta dentro de tres o cuatro días. Ya veremos qué tal se desenvuelve. Pero no se irá a casa durante un tiempo. Necesitará rehabilitación. Y después, cuando le demos el alta, tendrá que seguir una terapia. Será un proceso de varias semanas.


Eso era precisamente lo que Pau se temía.


—Eso no le va a hacer mucha gracia —apuntó Pedro.


—Seguro que no. Pero es necesario para que pueda volver a andar —el médico sonrió.


—Lo hará —dijo Pedro—. Vive en un apartamento en un segundo piso.


—Ahora mismo no puede. Tendrá que trasladarse a otro sitio —recogió los papeles, los metió en una carpeta y se los entregó a Pau. Se puso en pie.


—Pero por lo menos eso será un buen incentivo para ella. Hablaré de ello con ella mañana cuando esté más clara. Si alguno de los dos puede acompañarme, mucho mejor.


—Claro —dijo Pedro.


Pau asintió de forma automática y se puso en pie.


El médico le estrechó la mano a Pedro, y después a ella.


—No se preocupen —les dijo a los dos—. Estará bien. Tiene mucha fuerza. Y tiene una familia que se preocupa por ella. Eso es importante. La recepcionista les avisará cuando la lleven a planta. Podrán verla entonces. Pero el chiquitín tendrá que quedarse fuera —le guiñó un ojo a Hernan, le alborotó el pelo y se marchó.


Pau le siguió con la mirada hasta que se perdió por una esquina, pensando que su vida estaba fuera de control.


—No puede irse a casa —dijo. Debería haberse dado cuenta. Su abuela se había roto la cadera. ¿Qué había esperado? ¿Y si ya no podía vivir sola nunca más?


—Ahora mismo no —dijo Pedro.


—Tendré que llevármela a San Francisco —dijo Pau, pensando en voz alta, intentando resolver las cosas… Su apartamento estaba en un tercer piso. A lo mejor podía alquilar una casa a pie de calle, o una residencia para mayores…


—¿Por qué? —la pregunta de Pedro interrumpió sus pensamientos.


—¡Porque no puede subir escaleras! ¿Es que no estabas escuchando?


Pedro se echó a Hernan al hombro y le lanzó una mirada sufrida.


—Estaba escuchando, pero no oí que dijera nada acerca de tener que mudarse a San Francisco. Aquí en la isla hay casas a pie de calle.


—Pero costarán una fortuna.


Balboa era un destino turístico, el sitio de moda en vacaciones.


—Ella ya está pagando un alquiler —dijo Pedro suavemente.


—Exacto. Lo más estúpido que hizo fue vender su casa —Pau lo fulminó con una mirada, aunque en realidad no fuera culpa de él.


—Relájate —le dijo Pedro, lo cual la hizo enfurecer más. La agarró del codo y la hizo salir de la salita. La condujo hacia el pasillo. Al pasar por delante de la recepcionista, sonrió.


—Eso es fácil decirlo. Ella no es tu problema —Pau chasqueó la lengua.


Ya estaban en el pasillo. Pau se detuvo y se soltó con brusquedad.


—Ella no es un problema en absoluto. Puede quedarse conmigo.


Pau se le quedó mirando.


—¿Qué?


Él se encogió de hombros.


—Yo solo tengo dos escalones hasta la puerta. Ella puede subirlos fácilmente, o puedo hacer una rampa. Y tengo un dormitorio libre.


—Ella no… —Pau empezó a decir algo, pero entonces se detuvo.


Había estado a punto de decir que la abuela nunca aceptaría algo así, pero después de pensarlo un poco, se dio cuenta de que era más probable que quisiera quedarse con él antes que mudarse a San Francisco.


—Querrá… —dijo Pedro con confianza—. Siempre y cuando no armes un lío.


—¿Yo? —Pau se puso a la defensiva de inmediato—. ¿Y por qué iba a hacer eso?


Él arqueó las cejas. Su mirada la desafiaba.


—No sé.


—Pero en caso de que lo estuvieras considerando, piénsatelo bien.


Pau le fulminó con una mirada, pero él se la sostuvo sin problemas. Al final, fue ella quien tuvo que apartar la vista primero.


—Ya veremos —murmuró—. Como bien has dicho, hay varias opciones.


—Sí, pero Maggie se pondrá nerviosa si todo está en el aire.


Molesta, Pau no tuvo más remedio que reconocer que tenía razón.


—De momento no vamos a decir nada —le dijo con firmeza—. Cuando ella se despierte y sepamos qué es lo que no quiere, habrá tiempo de sobra para tomar una decisión.


—Si tú lo dices…


—Yo lo digo —dijo Pau—. ¿Y por qué dejaste que el médico pensara que eras mi marido?


—¿Y qué importancia tiene? A él le da igual. A no ser que estés pensando en pedirle una cita —ladeó la cabeza y le lanzó una mirada especulativa.


—¡No quiero pedirle una cita! ¡Estoy prometida!


—Eso he oído. ¿Cuándo viene?


—Está muy ocupado.


—Eso dice Maggie —la mirada que Pedro le dedicó dejaba claro cuál era su opinión al respecto.


—¿Y qué más te dijo?


—No mucho —dijo él, haciendo una mueca. Hernan le estaba agarrando el pelo y rebotando contra su cadera. Miró el reloj—. ¿No necesitas que me quede hasta que te llame la recepcionista?


—Claro que no.


—Yo pensaba que sí. Muy bien. Hernan y yo nos vamos. Dile a Maggie que he venido y que me pasaré en algún momento mañana. Llámame cuando te vayas esta tarde. Tendré la cena preparada.


—¿Cena? —repitió ella, incrédula—. No tienes que…


—Sé que no. Pero quiero disponer de algo de tiempo para trabajar esta tarde. Así que después de que veas a Maggie, vuelve a casa y ocúpate de Hernan. Yo tendré lista la cena.


—Muy bien. Gracias —le dijo ella con sequedad. No había otra opción—. Te lo agradezco.


—Dale un besito a la tía Pau —se quitó a Hernan de los hombros.


Pau abrió los ojos, sorprendida. Pero, evidentemente, Hernan entendía más de lo que pensaba. Extendió los brazos hacia ella y arrugó los labios. Y, a pesar de la sorpresa, Pau sintió algo tierno en el corazón. Sonriendo, se inclinó adelante y le dio un besito al niño, primero en la boca, después en la mejilla y finalmente en la punta de la nariz.


Y entonces, de repente, sintió un beso de Pedro en la mejilla, efímero, pero abrumador, por ser tan inesperado. Se echó hacia atrás, hacia la pared. Él retrocedió, sonriente. 


Algo indescifrable se cruzó en su mirada. Pau sentía un cosquilleo en los labios y tenía las mejillas ardiendo.


—¿A qué ha venido eso?


Pedro asintió y siguió de largo en dirección a la sala de espera de la que había salido.


—Era lo que todos esperaban.


—¿Qué? ¿Quién?


Pau se dio la vuelta. La recepcionista estaba ocupada con el papeleo en su mostrador.


—¿Me besaste porque la recepcionista lo esperaba?


Pedro sacudió la cabeza, todavía sonriendo.


—No. Te besé porque quería —dijo y le dio otro beso. Se subió a Hernan a los hombros y siguió su camino—. Te veo en la cena.







FUTURO: CAPITULO 7





—¿Reunión familiar?


Pedro pudo sentir la palabra «no» formándose en su boca casi al mismo tiempo que repetía lo que su madre acababa de decirle. Pero las negativas directas no solían tener mucho éxito con Malena Alfonso, así que intentó dar unos cuantos rodeos.


—Creo que no voy a poder.


Sosteniendo el teléfono entre la oreja y el hombro, se inclinó por debajo de la mesa de la cocina para agarrar a Hernan, que no dejaba de moverse, antes de que fuera a meter los dedos en un enchufe.


—Por eso te llamo pronto, para darte más tiempo. Así puedes asegurarte de tener el fin de semana libre —su madre sonaba entusiasta y feliz, pero su voz también albergaba ese tono de advertencia que todos sus hijos podían reconocer fácilmente. Pedro, sin embargo, no se había pasado media vida esquivando sus trampas para dejarse atrapar a esas alturas. No era que no disfrutara de la compañía de su familia. Sí que lo hacía, pero de forma individual. No le gustaban las multitudes. Y toda su familia junta era precisamente eso, una multitud.


—¿Cuándo es?


Después de un intento frustrado de electrocución, Hernan estaba intentando meterle los dedos en los ojos a Pedro


Este trató de quitárselo de encima, pero Hernan se reía.


—El fin de semana del Día de la Madre. ¿Qué es ese ruido?


—Es el lavavajillas.


—Suena como un niño. Un bebé, balbuceando —su voz se alegró al instante—. ¿Pedro? ¿Hay algo que quieras decirme?


—Sí. Que no sé si puedo ir ese fin de semana.


Malena dejó escapar un gruñido de protesta.


—Escogí ese día precisamente porque tu padre va a estar aquí.


Socrates había tenido un ataque al corazón antes de Navidad, pero había vuelto a su ajetreada rutina poco después, sin perder ni un momento. Pedro sabía que su madre no estaba muy contenta con ello, pero no le había quedado más remedio que acostumbrarse.


—Y… Además, si venís todos a la reunión, será una forma de demostrarle a vuestra madre lo mucho que la queréis.


—Bueno, ya empezamos con esas.


Su madre suspiró afectadamente.


—Si prefieres verlo así…


—Te quiero.


—Sí, lo sé. Y no te gustan las aglomeraciones —dijo las palabras en un tono cantarín que le dejaba muy claro que ya lo había oído antes y que no aceptaba un «no» por respuesta—. No es una aglomeración. Son tu familia.


La aglomeración de la que no se podía librar por mucho que lo intentara.


—Y solo quieren…


—Lo mejor para mí —dijo Pedro, terminando la frase de siempre. También podría haber puesto el mismo tono de voz. 


Era casi un refrán.


—Sí.


—A lo mejor. Pero también quieren mi casa para las vacaciones de primavera. Quieren traer a amigos y pasarse todo el verano en la playa. Quieren que sea el padrino de sus hijos.


—Deberías sentirte halagado.


—Estoy encantado —le dijo él entre dientes.


Hernan le metió los dedos en la boca y entonces soltó una risotada cuando Pedro se los mordisqueó.


—¡Es un bebé! ¿De quién?


—Mío no. Nadie va a hacerte abuela. Tengo que irme. Tengo una llamada en espera.


No era una mentira. Estaba entrando otra llamada.


—Estás tratando de librarte de mí.


—Estoy tratando de hacer negocios.


—¿Con el bebé?


—Tengo que dejarte, mamá. Hablamos pronto —colgó antes de darle oportunidad de decir la última palabra.


Pero mientras atendía la llamada de un fabricante de muebles de Colorado, supo que las cosas no se iban a quedar así con su madre. Malena Alfonso quería ver a todos sus hijos casados, dándole nietos. Y con Jorge y Sofia juntos de nuevo, y esperando un bebé, él era la única asignatura pendiente.


—No es por mí, Pedro, cariño —le había dicho en Navidad, cuando había ido a casa—. Es por ti. ¡Te hará muy feliz! Serás el hombre que siempre quisiste ser.


—¿Sí? ¿Y tú eres la mujer más feliz del mundo por haberte casado con papá?


Todos los hijos de los Alfonso sabían que estar casada con Socrates Alfonso no era fácil, como tampoco lo era ser su hijo. 


Él era un hombre trabajador, pero también era exigente, inflexible.


—Tu padre es… un desafío —le había dicho su madre, reconociéndole algo de razón—. Pero hace que la vida sea más emocionante. No habría tenido la vida que he tenido sin él.


—Es verdad —le había dicho Pedro con acritud.


Al oír aquellas palabras, ella le había dado un manotazo.


—Quiero a tu padre, Pedro, y aunque no siempre es un hombre fácil, es el hombre al que siempre he querido. No cambiaría mi vida por nada en el mundo.


—Eso no es por papá. Es por esos nietos que ya empiezas a ver.


Ella se había echado a reír.


—Sí, eso también. Los nietos son una bendición, Pedro. Y los deseo para ti también.


—No, gracias. No los quiero.


—Pero los querrás.


Él había sacudido la cabeza enfáticamente.


—No tengo intención.


—Ya sabemos adónde llevan las buenas intenciones.


—¿Crees que no se puede vivir sin estar casado? —Pedro se había reído.


—Creo que aún no has encontrado a la mujer adecuada —le había dicho ella con firmeza.


Pedro recordaba haber tenido una súbita visión de cierta pelirroja de ojos verdes al oír esas palabras de su madre. Ironías de la vida… Pau era la única mujer que se había atrevido a mencionarle la palabra «matrimonio ».


—La mujer adecuada no existe…


De vuelta al presente, Pedro se sentó en el suelo, miró a los ojos a Hernan.


—No, gracias. Estoy soltero, soy feliz y quiero seguir así.


Hernan sonrió de oreja a oreja y se lanzó a los brazos de Pedro. Que su madre pensara que el mundo sería un sitio mucho mejor si todo el mundo pasaba por el altar no significaba que tuviera razón. No iba a casarse para complacerla, ni a ella ni a nadie. Le gustaba su vida tal y como era en ese momento y no quería poner en peligro su libertad. Algunas personas, como Teresa, le llamaban egoísta. 


A lo mejor lo era. Pero una familia siempre implicaba un compromiso, una exigencia que él no deseaba.


«Se llevaron tus cromos de béisbol, te robaron tu tabla de surf, se comieron tu huevo de Pascua de chocolate, te mancharon de vino el abrigo…», pensó, enumerando todos los estragos que le había causado su familia a lo largo del tiempo.


Una reunión familiar en el Día de la Madre. Las cosas no podían empeorar mucho.


—No te cases —le dijo a Hernan con contundencia—. No importa lo que te digan.


Hernan le metió un dedo en el ojo.



lunes, 13 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 6




Cuando Pau llegó al hospital cuarenta y cinco minutos más tarde, ya habían trasladado a su abuela de la cama a la camilla. Al ver entrar a su nieta, Maggie sonrió.


—Me siento como si hubiera salido de la Edad de Piedra —murmuró, levantando la mano un momento y dejándola caer al instante.


Pau se rio, pero no pudo evitar preocuparse. Su abuela, siempre tan energética y vital, estaba pálida, exhausta. 


Probablemente estaba sedada y por lo menos había sonreído un poco, pero Pau no estaba muy positiva. No obstante, decidió poner una buena banda sonora a la situación para animarse un poco. Whistle a Happy Tune empezó a sonar en su cabeza.


—La próxima vez que haya un musical, puedes presentarte al casting —le dijo Pau, gastándole una broma con los musicales que tanto le gustaban.


Le agarró la mano. Estaba mucho más fría que de costumbre y su piel parecía de papel de cebolla.


La anciana sonrió y le tocó la mejilla con suavidad. Después sacudió la cabeza.


—Creo que este año no voy a poder cantar el número principal —dijo con tristeza. Miró hacia la puerta—. ¿Dónde está Adrian?


—¿Adrian? —Pau parpadeó, sorprendida y miró por encima del hombro como si fuera a verlo en cualquier momento.


Adrian no le caía especialmente bien a la abuela… Pero Pau no sabía por qué.


—En el trabajo, supongo.


—¿No vino?


—¿Querías que viniera? —le preguntó, sorprendida.


—Claro que no —contestó Maggie—. Pero pensé que tú sí querrías que viniera.


—Yo… Bueno, por supuesto. Me hubiera gustado mucho que hubiera venido, pero no puede irse así como así.


El trabajo de Adrian era muy exigente y su jornada era muy larga.


—Además, no sabía cuándo volvería. Le dije que llamaría y que le mantendría informado, lo cual me recuerda… —dijo, mirando fijamente a su abuela—. Cuando hablamos ayer, no mencionaste a Hernan.


—Ah —dijo la abuela, cerrando los ojos—. Hernan —una sonrisa se asomó en sus labios.


Al ver esa sonrisa, Pau no pudo mantener la boca cerrada.


—¡No puedo creer que dejaras que Mariana te lo dejara aquí!


La abuela no abrió los ojos.


—Va a hablar con Dario.


—Eso he oído. Pero no es excusa.


—¿En serio? —exclamó Maggie, arqueando las cejas sin abrir los ojos—. Yo pensaba que era bastante buena.


Pau apretó los dientes. Sabía que su abuela dejaba que Mariana se saliera con la suya, pero no podía creer que aprobara su comportamiento en el fondo.


—Se aprovecha.


—Bueno, sí, pero es que…


—Ella es así —dijo Pau, terminándole la frase, todavía molesta.


Eso le decía siempre su abuela.


—Pero no significa que esté bien.


—Espero que no la pagues con Hernan.


—Claro que no.


—O con Pedro —Maggie abrió los ojos, claros, azules y penetrantes.


Pedro está bien. Hernan y él son uña y carne.


La abuela sonrió.


—Lo sabía —cruzó las manos justo por debajo del pecho y cerró los ojos.


—Para —dijo Pau—. Pareces un cadáver.


Maggie se echó a reír.


—Todavía no he llegado a eso.


—Bien —Pau tomó las dos manos de su abuela y las apretó con fuerza—. Tienes que ponerte bien. Eres todo lo que tengo —las emociones que intentaba suprimir, afloraban de repente con toda su fuerza.


—Pensaba que habías pillado bien a Arian —dijo la abuela de repente—. ¿Dónde está Hernan ahora? —añadió, sin darle tiempo a replicar.


—Con Pedro —dijo Pau en un tono tenso.


—Ah —Maggie cerró los ojos. Su voz se volvió suave y adormilada de nuevo. Sonrió, satisfecha y serena—. Deberías casarte con un hombre como él.


Pedro no está interesado en casarse con nadie —dijo Pau con contundencia.


La abuela abrió los ojos de golpe.


—¿Habéis hablado de ello?


Pau se encogió de hombros.


—Me lo mencionó de pasada.


La abuela sabía que habían salido un par de veces, pero ella nunca había compartido sus esperanzas y sueños con ella. 


Además, después de llevar años viviendo en el apartamento del garaje, debería haber sabido que él había salido un par de veces prácticamente con todas las mujeres del sur de California y que no estaba interesado en una relación seria.


—A lo mejor deberíais volver a hablar de ello.


O a lo mejor no…


—Te veo en la sala de recuperación —le dijo, inclinándose para darle un beso—. Te quiero. Y cantaré una canción alegre para ti.


Pero no iba a hablar de matrimonio con Pedro. Había ciertas conversaciones que no podían ir mejor la segunda vez.