martes, 14 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 8





Pau no sabía mucho de la relatividad, pero no necesitaba estudiar Física para saber que el tiempo era relativo. Llevaba un buen rato caminando de un lado a otro en la sala de espera del hospital, sentándose de vez en cuando, frotándose las manos… La espera era agotadora.


¿Cuánto más podía durar la operación?


—Vendré a hablar con usted cuando terminemos —le había dicho el doctor Singh, sonriente.


De eso hacía tres horas, pero todavía no había salido del quirófano. Ya habían llamado a muchos para hablar con el médico sobre los pacientes por los que esperaban. Unos cuantos se habían marchado ya… Todos parecían ir en grupos, acompañados…


Todos menos ella. Pau deambulaba de un lado a otro y se chasqueaba los nudillos. Se mordía las uñas y rezaba. 


Cuando el móvil le sonó por fin, contestó de inmediato. Le habían dicho que la llamarían en cuanto el médico pudiera verla.


—¿Sí?


—Hola.


Era Adrian.


Pau sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.


—Hola.


—¿Estás cansada? —le preguntó Adrian—. Te dije que no te fueras sola por la noche.


—Tuve que hacerlo. La abuela está en el quirófano ahora. Tiene que salir pronto.


—Estupendo. ¿Entonces vuelves esta noche?


—¿Qué? ¡No!


—Bueno, ¿cuándo regresas?


—No lo sé —Pau movió los hombros, rígidos como piedras—. Acabo de llegar. No sé cómo está. Ni tampoco sé cuánto tiempo pasará en el hospital.


—Bueno, no puedes hacer nada por ella si está allí —dijo Adrian—. Y no puedes tomarte días y días libres. La gente depende de ti.


—Estoy haciendo una sustitución en la biblioteca. Y mi abuela también depende de mí.


—Claro —dijo Adrian—. No lo digo por nada.


—Gracias por no decirlo por nada —le dijo Pau, molesta.


—Te echo de menos.


—Oh —su enfado remitió un poco—. Yo también —sonrió.


—¿Y qué pasa con tu vestido?


—¿Qué vestido?


—El vestido que tienes que comprar para el baile de Wanamakers. El director general del banco de Adrian daba un baile una vez al año. Era un evento muy exclusivo al que solo asistía gente importante. El año anterior había sido el primero en el que Adrian había recibido una invitación, pero ese año no había ido con él. Todavía no estaban prometidos entonces. Solo hacía dos meses que se conocían, pero él se
lo había contado todo, ilusionado.
Cuando se habían prometido en enero, una de las primeras cosas que él había hecho había sido invitarla al baile.
«Este año puedes venir al baile de Wanamakers conmigo », le había dicho.


—Pau, no vas a dejarme colgado, ¿no?


—¡Claro que no! ¡Nunca haría eso!


Pero en realidad apenas había reparado en el tema del baile cuando había salido hacia Los Ángeles.


—Queda una semana para el sábado, y todavía no tienes vestido —parecía claramente preocupado.


La mayoría de los hombres hubiera dado por hecho que la mujer a la que habían invitado a un evento como ese sería capaz de elegir un traje adecuado. Pero Adrian no era uno de ellos.
—Tienes que estar muy elegante —le había dicho al mostrarle la invitación.


Y había una nota de duda en su voz cuando habían hablado del vestido. La había mirado de arriba abajo con ojos escépticos, examinando su atuendo de ese día en la biblioteca, una falda sencilla y una blusa vaporosa…


Parecía que no se fiaba mucho de su gusto para vestir, o eso había pensado Pau.


—Claro —le había dicho ella—. Será una buena excusa para comprarme un vestido nuevo.


—Iré contigo.


Y no había podido convencerle para que no fuera, por muchos argumentos que había usado. Pero no habían ido todavía. Y no era porque él no lo hubiera sugerido. Pero cada vez que se lo decía, ella no podía, y casi se alegraba de ello. No quería tener a Adrian pegado mientras iba de compras. Conseguiría un vestido, pero sola. Y sería uno con el que se sintiera cómoda, aparte de elegante. De repente vio un lado positivo a todo lo que había pasado con su abuela.


—También hay vestidos aquí —le dijo a Adrian—. Echaré un vistazo.


Hubo una larga pausa.


—Supongo que tendrás que hacerlo. No puedes posponerlo hasta que regreses. Pero, recuerda, tiene que ser muy elegante. Y que no sea negro.


—¿Por qué no?


Era difícil no llamar la atención con su estatura y con el color de su pelo, así que jamás se le había pasado por la cabeza comprar algo que no fuera negro.


—Porque no es un funeral —le dijo Adrian—. Es una ocasión alegre.


—Miraré algo de color —le prometió, pero no dijo que fuera a comprarlo.


—Te llamaré esta noche para ver qué has encontrado.


—A lo mejor no voy esta tarde, Adrian.


—¿Por qué no?


—¡Porque la abuela está en el quirófano!


—Oh, claro. Por supuesto. Bueno, mantenme informado. Tengo una reunión ahora. Hablamos luego. Te quiero.


—Yo también —dijo Pau, pero Adrian ya había colgado.


Sacó una taza de café de la máquina que estaba junto al escritorio y empezó a moverlo mientras andaba de un lado a otro. Tenía el estómago agarrotado. El sabor amargo del café la hizo hacer una mueca.


—¿Todavía sigue en el quirófano?


Pau casi tiró al suelo la taza. Se dio la vuelta rápidamente. 


Pedro, con Hernan sobre la cadera, estaba parado justo detrás.


—¿Qué estás haciendo aquí?


—Pensaba que ibas a llamar cuando saliera del quirófano. No lo hiciste, así que hemos venido para ver qué tal va. ¿Cómo estás tú? —le preguntó, como si eso fuera más importante.


—Estoy bien —le dijo ella, consciente de que no lo parecía—. No he llamado porque no me han llamado. No sé qué pasa. Y pensaba que no podías traer bebés al hospital.


—No puede entrar en la habitación de ella, pero puede quedarse aquí. Así que aquí estamos —la mirada que le lanzó la desafiaba a discutir—. ¿Tan nerviosa estás?


Pau tragó en seco.


—Estoy bien. Es que parece que no va a terminar nunca.


—Sí, así fue cuando operaron a mi padre del corazón.


Pau no se había enterado de eso. Pero él no le dio más detalles.


—¿Cuándo entró? ¿Cuánto tiempo te dijeron que les llevaría?


Pau se lo dijo todo sin reparos. Era agradable tener a alguien con quien compartir sus inquietudes en ese momento, aunque se tratara de Pedro. Caminaron a lo largo del pasillo y volvieron a la sala de espera. Mientras ella hablaba, Pedro se sirvió una taza de café y, sin preguntar, le quitó la de ella de las manos y se la rellenó.


Ella ni siquiera se había dado cuenta de que se lo había terminado ya. Le dio la taza llena.


—Gracias —dijo ella, respirando el aroma del café caliente. 


Sonrió.


—Bien —dijo Pedro.


—¿Bien? —Pau parpadeó.


—Es la primera vez que sonríes en todo el día —la miró con ojos serios por encima del borde de la taza.


Pau recordaba otras veces en las que la había mirado así. 


Esa mirada cálida, preocupada…


—¿Señorita Chaves?


Pau dio un salto y se dio la vuelta de golpe. El doctor Singh estaba entrando en la sala de espera, buscándola con la mirada.


—Yo soy Paula Chaves. ¿Mi abuela está bien?


El médico asintió y ladeó la cabeza hacia una de las salas privadas que estaban al lado de la sala de espera.


—Lo estará.


Pau trató de descifrar la expresión de su rostro, pero su cara era hermética.


¿Por qué no les enseñaban a sonreír a los médicos?


—Si me acompañan usted y su marido… —dijo con cortesía—. Se lo explicaré todo.


Pau esperaba una negativa directa de Yiannis, pero no la tuvo.


—¿Quieres entrar sola? —le preguntó en cambio—. Hernan y yo podemos esperar aquí.


—No —dijo ella.


Se había sentido sola durante toda la mañana. A lo mejor era una locura pasar por alto aquella pequeña confusión que la convertía en la esposa de Pedro Alfonso, pero, siempre y cuando los dos tuvieran las cosas claras, no pasaba nada por dejar que el médico pensara lo que quisiera.


El doctor Singh les condujo a una estancia contigua y los invitó a tomar asiento. Pedro se quedó de pie, detrás de ella, sosteniendo a Hernan y manteniéndole entretenido mientras el médico extendía unos cuantos papeles sobre la mesa.


—Su abuela evoluciona muy bien —le dijo el médico—. Está recuperándose ahora y la dejaremos allí durante un tiempo. Tenemos que ser prudentes por su edad. Pero cuando esté lista para volver a su habitación, puede ir con ella. El bebé no.


—Lo entendemos —dijo Pau rápidamente.


El médico sonrió y entonces le enseñó una de las ilustraciones.


—Con la fractura que ha tenido, hemos tenido que ponerle una prótesis. Será más estable a largo plazo. ¿Lo ve?


De repente Pau se dio cuenta de que no le estaba hablando a ella, sino a Pedro. Se puso rabiosa.


—¿Esas son ilustraciones? —preguntó Pedro, señalando los papeles que el médico había extendido sobre la mesa.


—Sí. Les voy a mostrar lo que hemos hecho.


El médico procedió a explicarles todos los detalles, pero Pau no fue capaz de prestarle atención.


No entendía bien toda esa jerga médica, pero, sobre todo, no podía concentrarse en la explicación teniendo a Pedro Alfonso justo detrás, sintiendo su aliento en la nuca…


—¿Alguna pregunta más? —la voz del médico la sacó de sus pensamientos—. ¿Señorita Chaves?


—¿Qué? ¡Oh!


De repente Pau se dio cuenta de que el médico la estaba mirando como si esperara una respuesta.


—¿Cuándo puede volver a casa? —preguntó Pedro.


—Podremos pasarla a planta dentro de tres o cuatro días. Ya veremos qué tal se desenvuelve. Pero no se irá a casa durante un tiempo. Necesitará rehabilitación. Y después, cuando le demos el alta, tendrá que seguir una terapia. Será un proceso de varias semanas.


Eso era precisamente lo que Pau se temía.


—Eso no le va a hacer mucha gracia —apuntó Pedro.


—Seguro que no. Pero es necesario para que pueda volver a andar —el médico sonrió.


—Lo hará —dijo Pedro—. Vive en un apartamento en un segundo piso.


—Ahora mismo no puede. Tendrá que trasladarse a otro sitio —recogió los papeles, los metió en una carpeta y se los entregó a Pau. Se puso en pie.


—Pero por lo menos eso será un buen incentivo para ella. Hablaré de ello con ella mañana cuando esté más clara. Si alguno de los dos puede acompañarme, mucho mejor.


—Claro —dijo Pedro.


Pau asintió de forma automática y se puso en pie.


El médico le estrechó la mano a Pedro, y después a ella.


—No se preocupen —les dijo a los dos—. Estará bien. Tiene mucha fuerza. Y tiene una familia que se preocupa por ella. Eso es importante. La recepcionista les avisará cuando la lleven a planta. Podrán verla entonces. Pero el chiquitín tendrá que quedarse fuera —le guiñó un ojo a Hernan, le alborotó el pelo y se marchó.


Pau le siguió con la mirada hasta que se perdió por una esquina, pensando que su vida estaba fuera de control.


—No puede irse a casa —dijo. Debería haberse dado cuenta. Su abuela se había roto la cadera. ¿Qué había esperado? ¿Y si ya no podía vivir sola nunca más?


—Ahora mismo no —dijo Pedro.


—Tendré que llevármela a San Francisco —dijo Pau, pensando en voz alta, intentando resolver las cosas… Su apartamento estaba en un tercer piso. A lo mejor podía alquilar una casa a pie de calle, o una residencia para mayores…


—¿Por qué? —la pregunta de Pedro interrumpió sus pensamientos.


—¡Porque no puede subir escaleras! ¿Es que no estabas escuchando?


Pedro se echó a Hernan al hombro y le lanzó una mirada sufrida.


—Estaba escuchando, pero no oí que dijera nada acerca de tener que mudarse a San Francisco. Aquí en la isla hay casas a pie de calle.


—Pero costarán una fortuna.


Balboa era un destino turístico, el sitio de moda en vacaciones.


—Ella ya está pagando un alquiler —dijo Pedro suavemente.


—Exacto. Lo más estúpido que hizo fue vender su casa —Pau lo fulminó con una mirada, aunque en realidad no fuera culpa de él.


—Relájate —le dijo Pedro, lo cual la hizo enfurecer más. La agarró del codo y la hizo salir de la salita. La condujo hacia el pasillo. Al pasar por delante de la recepcionista, sonrió.


—Eso es fácil decirlo. Ella no es tu problema —Pau chasqueó la lengua.


Ya estaban en el pasillo. Pau se detuvo y se soltó con brusquedad.


—Ella no es un problema en absoluto. Puede quedarse conmigo.


Pau se le quedó mirando.


—¿Qué?


Él se encogió de hombros.


—Yo solo tengo dos escalones hasta la puerta. Ella puede subirlos fácilmente, o puedo hacer una rampa. Y tengo un dormitorio libre.


—Ella no… —Pau empezó a decir algo, pero entonces se detuvo.


Había estado a punto de decir que la abuela nunca aceptaría algo así, pero después de pensarlo un poco, se dio cuenta de que era más probable que quisiera quedarse con él antes que mudarse a San Francisco.


—Querrá… —dijo Pedro con confianza—. Siempre y cuando no armes un lío.


—¿Yo? —Pau se puso a la defensiva de inmediato—. ¿Y por qué iba a hacer eso?


Él arqueó las cejas. Su mirada la desafiaba.


—No sé.


—Pero en caso de que lo estuvieras considerando, piénsatelo bien.


Pau le fulminó con una mirada, pero él se la sostuvo sin problemas. Al final, fue ella quien tuvo que apartar la vista primero.


—Ya veremos —murmuró—. Como bien has dicho, hay varias opciones.


—Sí, pero Maggie se pondrá nerviosa si todo está en el aire.


Molesta, Pau no tuvo más remedio que reconocer que tenía razón.


—De momento no vamos a decir nada —le dijo con firmeza—. Cuando ella se despierte y sepamos qué es lo que no quiere, habrá tiempo de sobra para tomar una decisión.


—Si tú lo dices…


—Yo lo digo —dijo Pau—. ¿Y por qué dejaste que el médico pensara que eras mi marido?


—¿Y qué importancia tiene? A él le da igual. A no ser que estés pensando en pedirle una cita —ladeó la cabeza y le lanzó una mirada especulativa.


—¡No quiero pedirle una cita! ¡Estoy prometida!


—Eso he oído. ¿Cuándo viene?


—Está muy ocupado.


—Eso dice Maggie —la mirada que Pedro le dedicó dejaba claro cuál era su opinión al respecto.


—¿Y qué más te dijo?


—No mucho —dijo él, haciendo una mueca. Hernan le estaba agarrando el pelo y rebotando contra su cadera. Miró el reloj—. ¿No necesitas que me quede hasta que te llame la recepcionista?


—Claro que no.


—Yo pensaba que sí. Muy bien. Hernan y yo nos vamos. Dile a Maggie que he venido y que me pasaré en algún momento mañana. Llámame cuando te vayas esta tarde. Tendré la cena preparada.


—¿Cena? —repitió ella, incrédula—. No tienes que…


—Sé que no. Pero quiero disponer de algo de tiempo para trabajar esta tarde. Así que después de que veas a Maggie, vuelve a casa y ocúpate de Hernan. Yo tendré lista la cena.


—Muy bien. Gracias —le dijo ella con sequedad. No había otra opción—. Te lo agradezco.


—Dale un besito a la tía Pau —se quitó a Hernan de los hombros.


Pau abrió los ojos, sorprendida. Pero, evidentemente, Hernan entendía más de lo que pensaba. Extendió los brazos hacia ella y arrugó los labios. Y, a pesar de la sorpresa, Pau sintió algo tierno en el corazón. Sonriendo, se inclinó adelante y le dio un besito al niño, primero en la boca, después en la mejilla y finalmente en la punta de la nariz.


Y entonces, de repente, sintió un beso de Pedro en la mejilla, efímero, pero abrumador, por ser tan inesperado. Se echó hacia atrás, hacia la pared. Él retrocedió, sonriente. 


Algo indescifrable se cruzó en su mirada. Pau sentía un cosquilleo en los labios y tenía las mejillas ardiendo.


—¿A qué ha venido eso?


Pedro asintió y siguió de largo en dirección a la sala de espera de la que había salido.


—Era lo que todos esperaban.


—¿Qué? ¿Quién?


Pau se dio la vuelta. La recepcionista estaba ocupada con el papeleo en su mostrador.


—¿Me besaste porque la recepcionista lo esperaba?


Pedro sacudió la cabeza, todavía sonriendo.


—No. Te besé porque quería —dijo y le dio otro beso. Se subió a Hernan a los hombros y siguió su camino—. Te veo en la cena.







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