viernes, 10 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 14





El sábado por la mañana, cuando Paula se despertó, seguía triste y estaba cansada. Se había pasado el día anterior limpiando, terminando de embalar sus cosas y cumpliendo con sus obligaciones. Estaba casi muerta de cansancio.


Fuera, su pequeño utilitario estaba a rebosar. Los nuevos inquilinos del piso iban a ir a las once de la mañana con el agente inmobiliario, que iba a examinar la casa.


Paula se sentó en la cama. Él no la había llamado. Pero… ¿por qué iba a hacerlo?


Por fin, se levantó, pensando que Pedro ya se había olvidado completamente de ella. Pero así era Pedro.


Cuando el teléfono sonó, Paula descolgó el auricular automáticamente. La única persona que podía llamarla a esas horas era su madre.


—Hola, mamá.


Paula se alegró de estar sentada. Aunque, desgraciadamente, no pudo pronunciar una sola palabra más de momento.


—¿Paula? Soy Pedro. Ya sé que es muy temprano, pero como no sabía a qué hora te ibas…


«Contesta. Di algo. Grita. Cualquier cosa».


—Yo… no, todavía no. Quiero decir que… que todavía estoy en la cama.


—¿Te he despertado? Lo siento.


Paula no le sacó de su error. Prefería que pensara que su balbuceo se debía a que aún estaba medio dormida.


—No te preocupes. ¿Ocurre algo?


—No, nada escucha, creo que no te he dado las gracias como te mereces por todo lo que me has ayudado con los cachorros.


—Claro que me has dado las gracias —Paula se miró el reloj de oro, el que Pedro y su padre le habían regalado. Había dormido con él puesto.


—No, yo creo que no. En fin, se me ha ocurrido que podíamos desayunar juntos. Es decir, si no tienes otros planes.


Qué extraño. Soltando el aire que había estado reteniendo en los pulmones, Paula cerró los ojos. Sería una locura verle aquella mañana; con ello, sólo lograría sufrir más. ¿Y para qué? Una hora en compañía de Pedro, dos a lo sumo. 


Volvería a trastornarla. Lo único razonable era ponerle una excusa y decirle que no.


El silencio se prolongó.


—Paula, ¿estás ahí? —dijo Pedro por fin.


—Sí —respondió ella con calma, a pesar de que gritaba por dentro. Se comportaba como una tonta en lo que a ese hombre se refería—. De acuerdo, desayunaremos juntos.


—Estupendo. Conozco un café muy bueno no lejos de tu casa.


Pedro parecía realmente contento. Paula deseó poder verle la cara.


—¿A qué hora te vas a pasar por aquí?


Otro silencio antes de que él respondiera:
—La verdad es que estoy sentado en el coche delante de tu casa. He visto el amanecer.


Paula se quedó atónita.


—¿Por qué?


—No podía dormir.


¿Qué Pedro estaba ahí?


—Tengo que ducharme —logró decir ella.


—Está bien. No corras, no hay prisa. Tómate el tiempo que necesites.


—Tengo que entregar las llaves del piso a las once.


—Estaremos de vuelta para entonces, no te preocupes.


—¿Quieres subir y esperarme aquí? —preguntó ella con desgana, preguntándose si estaba destinada a que Pedro la viera despeinada y sin maquillar.


Pero él debió notar su reluctancia.


—No, estoy bien aquí, escuchando la radio. ¿Sabías que va a hacer un día maravilloso? Fresco, pero soleado, según el informe meteorológico.


Iba a ser el día más hermoso del mundo porque ella iba a verle por otra vez, por última vez; y también el peor porque iba a tener que repetir la despedida. Sin embargo, Pedro había pensado en ella y estaba allí.


—¿Cuándo tienes que volver a tu casa para cuidar de los cachorros?


—La señora Rothman se va a encargar de ellos. Como yo he estado en casa estos dos últimos días, ella ha accedido a venir a casa todo el fin de semana.


—Está bien, enseguida bajo.


Después de una ducha rápida y con el cabello recogido en una cola de caballo, Paula se puso unos vaqueros y una camiseta. No eran sus mejores ropas para encontrarse con el hombre al que amaba, pero era un atuendo apropiado para un desayuno informal en un café.


Pedro no estaba dentro del coche cuando salió de la casa, sino apoyado en él, mirando al río, de espaldas a ella. Paula se quedó momentáneamente sin respiración mientras contemplaba la imponente figura de cabellos de ébano enfundada en unos vaqueros y una chaqueta de cuero negro. Le amaba con locura.


Pedro se volvió mientras ella avanzaba hacia él y la sonrisa que se dibujó en su hermoso rostro le calentó el dolorido corazón.


—Hola —dijo Pedro con voz ronca—. Has tardado menos de lo que esperaba.


—Estupendo. ¿Adónde vamos exactamente? —preguntó ella cuando llegó hasta él.


—¿Exactamente? —Pedro, en tono burlón, ladeó la cabeza—. A un infame café de camioneros que descubrí un día por casualidad a unos tres kilómetros de aquí. Está un poco apartado de la carretera, pero siempre está lleno. Todos los camioneros lo recomiendan y, al parecer, ésa es toda la publicidad que el café necesita.


—¿Infame? —preguntó ella dubitativa.


—Bueno, quizá no sea infame. Lo frecuenta gente… digamos que peculiar. Pero la comida es estupenda y está todo muy limpio. ¿De acuerdo? —la sonrisa de Pedro se agrandó—. Vamos, Paula, no te preocupes, estás a salvo conmigo. Jamás dejaría que te ocurriera nada.


Paula estuvo a punto de contestarle, pero al final decidió callar. Fue por la forma como él la estaba mirando.


Entonces, Pedro le abrió la puerta del coche y, al cabo de unos segundos, se encontró sentada al lado de él oliendo el aroma de la loción para después del afeitado. Y se estremeció.


—¿Tienes frío? —preguntó Pedro, notando su temblor—. Pronto te calentarás.


Sí, no le cabía duda.


—Ha sido un bonito detalle invitarme a desayunar, Pedro —dijo ella, enorgullecida del tono ligero que había logrado poner en su voz.


—Me alegra que lo digas —contestó Pedro poniendo en marcha el coche al tiempo que se fijaba en el de ella—. ¿Estás segura de que tienes espacio para llevar todas tus cosas? No sé si así podrás conducir.


—Naturalmente que sí.


—Paula, se supone que el parabrisas posterior del coche tiene que estar despejado para que puedas ver por el cristal.


—Tengo que llevar mis cosas a Londres, ¿no?


—Bien, en ese caso, ¿por qué no dejas que te acompañe a Londres en mi coche? Podría llevarte algunas cosas.


—¿Tú? No, no, no es necesario —lo último que quería en el mundo era empezar una nueva vida con Pedro detrás de ella—. Mucha gente me ha ofrecido ayuda, pero prefiero arreglármelas yo sola.


—¿Mucha gente?


—Sí. Mis padres, mis hermanas…


—Ya, entiendo —Pedro pareció meditar lo que iba a decir—. ¿Te molesta que te haga una pregunta personal?


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—No, no me molesta. Pregunta lo que quieras.


—Ese tipo con el que has estado saliendo… En fin, ¿este traslado a Londres significa una ruptura definitiva con él? Lo que quiero saber es si hay alguna posibilidad de que vuelvas con él si se le ocurre ir a Londres a suplicarte.


—No va a hacerlo —respondió ella débilmente.


—¿Pero si lo hiciera? —insistió Pedro—. Escucha, lo que realmente quiero saber es si estás dispuesta a empezar de nuevo, a salir con otros hombres.


Paula agrandó los ojos y se humedeció los labios con la lengua. ¿Por qué Pedro le producía siempre ese efecto?


—No lo sé.


De repente, Pedro se salió de la carretera principal, tomó una secundaria y al momento aparcó en la cuneta. Sus ojos grises se habían oscurecido hasta parecer casi negros cuando se volvió a ella y, con voz ronca, le dijo:
—Paula, aunque no me creas ahora, te aseguro que con él no se acaba todo. Podría demostrártelo.


Estaba como hipnotizada cuando Pedro bajó la cabeza y, poniéndole un brazo sobre los hombros mientras con la otra mano le sujetaba la barbilla, la besó. Fue un beso profundo, prolongado y cálido, y ella sintió el deseo corriéndole por las venas. Con las manos en el pecho de Pedro, el calor y el aroma de él la envolvieron.


Pedro comenzó a besarle la mejilla, la sien, la punta de la nariz y, de nuevo, la boca. Ella abrió los labios y Pedro la penetró con la lengua lanzando un gemido. El pasado y el presente se fundieron, estaban los dos solos en un mundo de tacto, sabor y olor.


Cuando Pedro la soltó por fin, ella tardó unos momentos en poder moverse, todos sus esfuerzos concentrados en recuperar el sentido. Entonces, le vio pasarse una mano por el cabello antes de oírle decir:
—Me gustaría que saliéramos juntos, Paula. Podemos ir todo lo despacio que tú quieras, pero no niegues que hay algo entre los dos.


Paula lanzó un tembloroso suspiro. Tenía que pensar, tenía que asimilar lo que había ocurrido y el significado de esas palabras.


«Algo entre los dos». ¿Qué quería decir?


Pero sabía muy bien lo que Pedro había querido decir. No eran los protagonistas de una película de amor en la que el personaje masculino, de repente, se da cuenta de que está enamorado de esa chica en la que antes no se había fijado.


No, la realidad era distinta. Que hubiera decidido hacerse cargo de cuatro cachorros no quería decir que estuviera dispuesto a tener una relación duradera, a entregar su corazón a una mujer durante el resto de su vida. No, Pedro huía de las ataduras como de la peste.


Pedro, me marcho a Londres. No sería realista pensar que podemos salir juntos —esperaba que su voz no, hubiera manifestado el temblor de su cuerpo.


—No veo por qué no. Londres no está precisamente en las antípodas.


—No, pero…


—¿Qué? —preguntó él con voz queda.


—¿Por qué ahora? Hace un año que nos conocemos y hasta ahora nunca… nunca me has pedido que salga contigo.


—Quizá porque no he querido mezclar el placer con el trabajo.


Placer.


—Lo siento, pero no te creo. Sé sincero, Pedro. Tú nunca me te habías fijado en mí en ese sentido. Así deja que repita la pregunta. ¿Por qué ahora?


Pedro sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.


—Estás equivocada, Paula. Me había fijado en ti, «en ese sentido» como tú dices, desde el primer momento.


Paula no podía hablar, estaba atónita.


—Respecto a por qué no te había pedido que salieras conmigo hasta ahora… creo que quizá ese beso tenga algo que ver con ello —respondió Pedro misteriosamente.


Paula, confusa, se lo quedó mirando.


—Perdona, pero no te comprendo.


—Sabía que si salíamos juntos… sería importante y yo todavía no estaba preparado para una relación así —respondió Pedro con los ojos fijos en ella—. Pero ahora las circunstancias han cambiado. Yo he cambiado. Y al decirme que has terminado con ese otro hombre…


De repente, Paula se sintió como si acabaran de apuñalarla. 


Sí, acababa de comprenderlo. Pedro creía que ella estaba enamorada de otro hombre y que ese hombre era la razón de que ella se marchara de Yorkshire. A Pedro ella le gustaba, pero como él no quería complicaciones, por eso no le había dicho nada. Pero ahora era diferente. Ahora Pedro podía tener una aventura amorosa con ella porque se iba a vivir a Londres y eso significaba que la relación sería menos intensa debido a la distancia; además, como se suponía que estaba enamorada de otro, él podía ir a Londres a acostarse con ella de vez en cuando pensando quizá que le estaba haciendo un favor a la pobre chica de pueblo sola en la ciudad.


Paula respiró profundamente.


—Dejemos las cosas claras. Lo que tú estás sugiriendo es que salgamos juntos a pesar de que yo viva en Londres, ¿no?


Pedro asintió.


—Por la autopista se llega rápido.


—¿Y con cuánta frecuencia crees que nos veríamos?


—Eso dependería de ti —respondió Pedro con voz queda—. Naturalmente, como quien no quiere estar aquí eres tú, yo iría a verte a Londres.


Qué generoso. De esa manera, él podría verla cuando le apeteciera. Y si, en el futuro, empezaba a agobiarle la relación, lo único que tenía que hacer era visitarla menos.


A Paula le dieron ganas de decirle a gritos que era el hombre menos sensible y más egoísta del planeta, que prefería morir a convertirse en su entretenimiento de fin de semana y que podía irse al infierno. Pero no estaba dispuesta a perder su dignidad, por lo que se volvió y le dijo fríamente:
—Lo siento, Pedro, pero no funcionaría.


—No estoy de acuerdo.


—Perdona, pero a mí no me serviría.


—¿Es por culpa de ese hombre?


—En parte. Me temo no ser la clase de chica que se acuesta con un hombre mientras está pensando en otro.


Había pensado que aquel implícito insulto haría callar a Pedro, pero la tenacidad de él no parecía tener límites.


—Nunca he pensado que lo fueras. Hasta dónde llegaría y cómo sería nuestra relación lo decidirías tú. Al contrario de lo que puedas pensar, soy capaz de invitar a cenar a una mujer sin acabar con ella en la cama.


«Créeme, no tendrías que esperar nada». Y ése era el problema.


—Supongo que, en el fondo, lo que me pasa es que no quiero que nada me recuerde a Yorkshire, Pedro. Es así de sencillo. Necesito estar sola, que todo sea nuevo —Paula no pudo evitar un sollozo al acabar de pronunciar aquellas palabras.


—No era mi intención disgustarte, Paula —dijo Pedro con voz ronca.


Paula sacudió la cabeza.


—No lo has hecho. Estoy bien.


—Me gustaría retorcerle el pescuezo —Pedro alzó una mano y le acarició los labios, sus ojos llenos de una emoción que ella no logró descifrar—. Bueno, creo que necesitas comer algo. Y yo también.


Al instante, Pedro se distanció de ella, puso en marcha el motor del coche y reanudó el trayecto.


No tardaron mucho en llegar a una construcción de madera algo destartalada y con mesas y sillas fuera.


—Ya te había dicho que no es un sitio elegante —dijo Pedro sonriendo traviesamente.


—Creo que el calificativo que empleaste fue «infame».


—Ah, sí. Bueno, ven a ver qué te parece. No es necesario que desayunemos fuera, dentro hay sitio de sobra.


Cuando entraron, Paula vio inmediatamente que, aunque limpio, todo estaba muy viejo. Muchas de las mesas y las sillas parecían haber sido remendadas con trozos de maderos; el suelo estaba arañado y gastado; y las mesas no estaban vestidas con manteles de algodón, sino con hules.


Un hombre bajo, enjuto, con profundas arrugas en la cara y cabello gris saludó inmediatamente a Pedro.


—¡Hola, Pedro! Hoy estás de suerte, acabo de recibir unas morcillas estupendas.


Mientras Pedro la conducía a una mesa en un rincón junto a una ventana, volvió la cabeza y contestó al hombre que le había saludado:
—Estupendo, Mick. ¿Podrías traernos un par de tazas de té mientras echamos un vistazo al menú?


—Marchando.


Paula se sentó y, disimuladamente, miró al resto de los clientes del establecimiento. Casi todas las mesas estaban ocupadas y, aunque vio a gente de aspecto corriente, muchos tenían un aspecto pintoresco. Había un hombre cubierto de tatuajes de la cabeza a los pies y una pareja de los Angeles del Infierno junto a un grupo de personas vestidas de negro y rostros muy pálidos, estilo gótico. Más sorprendente aún resultaba un hombre con esmoquin al lado de una mujer llena de alhajas, ambos parecían dormidos.


Pedro notó que estaba examinando a la clientela del lugar y comentó:
—Mike tiene una clientela muy variopinta.


Antes de que ella pudiera contestar, Mick se les acercó con una sonrisa enorme y dos tazas de té, que puso en la mesa al tiempo que la miraba.


—¿No nos vas a presentar, Pedro?


—Mick, Paula. Paula, Mick.


Mick asintió.


—Encantado de conocerte, Paula.


Ella sonrió. Había algo en ese hombre que le gustó de inmediato.


—Lo mismo digo, Mick.


—Así que Pedro te ha invitado a uno de mis desayunos «bonanza», ¿eh? —preguntó Mick animadamente—. Huevos, beicon, salchichas, judías, tomates, morcillas y champiñón con tostadas?


A Paula le pareció que la estaba poniendo a prueba.


—Sí, estupendo.


—Me gusta —dijo Mick, volviéndose a Pedro—. Me alegro de que por fin hayas encontrado a una mujer de verdad.


Después, volviéndose de nuevo a Paula, añadió:
—Desde que vino aquí por primera vez, no he hecho más que insistirle en que se buscara una buena chica.


Ella parpadeó, pero el brillo travieso de los ojos de Mick la deshizo.


—¿Cómo sabes que soy una buena chica? —ella también sonrió—. A lo mejor a Pedro le gusta otra clase de chicas.


Mick negó con la cabeza.


—No, no es tan tonto como parece.


—Cuando hayáis terminado de hablar de mí, si no os importa… —interrumpió Pedro burlonamente.


—Marchando dos «bonanzas» —Mick se alejó con paso alegre.


Paula bebió un sorbo de té y luego, al alzar los ojos, vio que Pedro la estaba observando con expresión muy seria.


—¿Qué? —preguntó ella nerviosa.


—¿Hay alguien a quien no sepas tratar? —murmuró él en tono de aprobación.


Sintiéndose como si le hubieran hecho el mayor halago de su vida, Paula respondió:
—Claro que no. Soy una mujer moderna, ¿no lo sabías? Las mujeres modernas podemos enfrentarnos a cualquier situación… al contrario que los hombres.


Paula acababa de decidir que la mejor forma de tratar con Pedro, con Mick y con lo que había pasado y pudiera pasar aquella mañana era tomándoselo todo con humor.


Pedro sonrió y ella se derritió.


—Ya, las mujeres sois un milagro de la naturaleza.


—Por supuesto —pero, entonces, Paula no pudo evitar hacer una pregunta respecto al comentario de Mick—. Pedro, ¿qué ha querido decir Mick con eso de que por fin has encontrado a una mujer de verdad? Desde que has vuelto a Inglaterra has tenido varias novias.


Pedro se encogió de hombros.


—Pero no las he traído aquí —Pedro hizo una pausa—. Y tampoco las he llevado a mi casa.


Paula se aseguró a sí misma que aquello no significaba nada. No obstante, bajando la mirada a su taza de té, comentó:
—A mí sí me has llevado a tu casa.


—Sí, lo he hecho.


—¿Por qué somos amigos?


—No, no somos sólo amigos, Paula. Me gusta ser amigo tuyo; pero, al menos por mi parte, siento algo más por ti y no puedo evitarlo. Te deseo desde que te conocí.


—Físicamente —observó ella alzando los ojos para mirarle fijamente.


—Sí, no puedo evitar que me atraigas físicamente, soy un hombre. Pero… pero luego te fui conociendo.


Paula se llevó la taza de té a los labios mientras se decía que no debía perder la calma.


—Estoy muy confusa, Pedro. Decías que no querías ataduras ni responsabilidades. ¿Por qué ahora es diferente?


—¿Quizá porque haya llegado el momento de cambiar? —sugirió él.


—Así que… ¿has empezado con los cachorros esperando alcanzar mayores compromisos? ¿Es algo así?


Pedro sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.


—No exactamente. La cuestión es…


—Dos «bonanzas» —ninguno de los dos había visto a Mick acercándose y a Paula le dieron ganas de dar una patada al alegre propietario del establecimiento.


Tan pronto como Mick volvió a dejarles a solas, ella dijo:
—Estabas diciendo…


Pedro se la quedó mirando unos momentos.


—Déjalo, no tiene importancia. Tal y como están las cosas…


Paula abrió la boca para preguntarle qué quería decir, pero ajusto en ese momento Mick volvió a aparecer a su lado.


—¿Más té?


«Márchate», gritó Paula por dentro.


—No, gracias.


Pedro negó con la cabeza.


Pero Mick no era una persona de gran percepción porque, al instante siguiente, agarró una silla y se sentó a la mesa, al lado de Pedro.


—Oye, he decidido hacerte caso respecto a lo que me aconsejaste que hiciera con el negocio.


Pedro asintió.


—Estupendo.


—Creo que es un buen momento. ¿Cómo crees que debo empezar?


Paula suspiró para sí. Fin de la íntima conversación. Ahora no le quedaba más remedio que intentar comerse ese enorme desayuno cuando lo que realmente quería era echarse a llorar.


Y decidió que Mick ya no le caía bien.







SEDUCCIÓN: CAPITULO 13





Pedro estaba sentado delante de la chimenea con expresión sombría. ¿Quién era ese hombre que había cautivado a Paula? Y «cautivado» era la palabra adecuada. No podía ser ningún empleado de la empresa porque la voz se habría corrido, allí era imposible guardar secretos. Por lo tanto, tenía que ser alguien que ella había conocido en otra parte.


 ¿Un vecino? ¿Un amigo de la universidad?


Estaba claro que ella no vivía ni había vivido con él, ¿Por decisión de ella o de él? En realidad, Paula le había contado muy poco al respecto, se había mostrado muy reservada, nada propio de ella.


¿O sí era propio de ella? Ya no lo sabía. A las mujeres no habían quien las entendiera.


Paula le había dicho que no creía que a él le gustaran las mujeres y él había admitido ser escéptico al respecto. La verdad era que durante los últimos diez años su comportamiento se había visto condicionado por el miedo, así de sencillo. Hasta ahora, había creído que enamorarse le dejaría indefenso y se negaba a que le ocurriera.


La hoguera lanzó unas chispas y Pedro se estremeció a pesar de que la habitación estaba caliente.


Y por ese miedo sus relaciones eran como eran. Pero todo se pagaba en la vida. No se había dado cuenta de la clase de hombre en que se había convertido hasta que ella se lo había dicho la noche anterior. No le quedaba más remedio que reconocer los sentimientos que habían crecido y madurado en él durante los últimos doce meses. Paula. Oh, Paula. No se había dado cuenta, hasta ahora, de lo importante que ella era para él.


Por supuesto, no podía negar estar loco de celos.


La tentación de entregarse a la autocompasión era fuerte y, durante unos momentos, se rindió a ella. Después, levantó la cabeza, acabó su copa de coñac y se puso en pie.


Bien, debía reconocer que había perdido a Paula y que tenía que seguir con su vida. Se llevaban bien y, en su opinión, creía que había una cierta atracción entre los dos; sin embargo, ella le había dejado muy claro que lo único que quería de él era amistad.


¿Qué pensaría Paula del mensaje que le había dejado en el contestador automático cuando lo oyera al día siguiente por la mañana? Paula entendería su implícito significado, por supuesto; pero al menos, de esa forma, le evitaría tener que repetirle que estaba enamorada de otro. No obstante, dejaba la puerta abierta para que ella acudiera a él en el futuro si, por fin, lograba olvidar a ese hombre.


Con súbita irritación, Pedro sacudió la cabeza. No sabía qué hacer respecto a sus sentimientos. Había sido mucho más sencillo cuando tomaba lo que quería cuando quería.


Salió del cuarto de estar y se acercó al cuarto de lavar para echar un vistazo a las perritas antes de subir a acostarse. 


¿Había decidido quedarse con ellos sólo para demostrarle a Paula que estaba dispuesto a asumir responsabilidades?


No.


La respuesta fue un alivio y se dio cuenta de que aquella pregunta le había estado rondando la cabeza todo el día. 


Los cachorros eran el comienzo de una nueva vida, tanto si Paula tomaba parte en ella como si no. Estaba harto de la vida que había llevado hasta ahora. Cierto que se había sentido libre y liberado de sufrimiento, celos, dudas y preocupaciones, pero le había dejado un amargo sabor de boca.


Estaba cansado de volver a casa del trabajo por las tardes y encontrarla vacía y silenciosa. Quizá todo ello había empezado cuando su padre sufrió el infarto, cuando se dio cuenta por primera vez de que sus padres eran mortales, de que algún día le dejarían. Desde luego, ni se había planteado quedarse en Estados Unidos cuando su padre le necesitaba tanto. Y entonces… había conocido a Paula.


En cualquier caso, una etapa de su vida se había cerrado.


Y ahora, lo que le había parecido algo aterrador, le parecía deseable. Los últimos doce meses le habían hecho cambiar paulatinamente, sin que él lo notara. Enamorarse de Paula no había sido algo instantáneo, sino progresivo. Era increíble. Paula era increíble. Y ahora se alejaba de su vida y él no podía hacer nada por evitarlo.


Pedro cerró los ojos durante un momento; después, se dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras mientras se preguntaba qué iba a hacer con su vida sin ella.


jueves, 9 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 12





Secándose las lagrimas, Paula no sabía cuánto tiempo había pasado sentada en el sofá del cuarto de estar sintiéndose físicamente enferma.


¿Cómo iba a seguir viviendo con el vacío que sentía en el corazón?, pensó mirando a la ventana y viendo que ya había anochecido.


Con piernas entumecidas por permanecer en la misma posición tanto tiempo, Paula se puso en pie, fue a la cocina y se preparó una taza de café antes de ir a ver los mensajes que tenía en el contestador automático: dos de su madre, recordándole que al día siguiente la esperaban para cenar; uno de Margaret, para ver cómo estaba; y otro de Janice, preguntándole qué había pasado esa mañana.


Estiró la espalda y se masajeó el cuello en un intento por liberar la tensión. Teniendo en cuenta que sólo había dormido unas horas la noche anterior, no se sentía excesivamente cansada. Se sentía mareada, pero no cansada.


Después de darse un baño y de tomarse dos aspirinas para el dolor de cabeza, Paula se puso el pijama y se sentó delante del televisor a ver un programa que no le interesaba mientras se tomaba otra taza de café. Se obligó a comer dos galletas de chocolate, sorprendiéndose de querer sólo dos en vez de medio paquete como solía hacer.


El teléfono sonó a las once, pero ella no contestó, no quería hablar con nadie. Después, escuchó el mensaje… de Pedro:
—Debes estar ya durmiendo, pero quería que sepas que ya tengo el nombre de la cuarta perrita. Zinnia. ¿Qué te parece? El libro de jardinería que tengo dice que es una planta de la familia de las margaritas, asteraceae, con flores rojas y amarillas, como tu pelo. Me ha parecido un nombre muy apropiado.


Se hizo una pausa en el mensaje y Paula se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.


—Ah, y el libro también dice que el nombre alude a echar de menos a un amigo. Buenas noches, Paula. Que duermas bien.


—¿Qué duerma bien? —dijo Paula para sí en voz alta—. ¿Me has destrozado mental y emocionalmente y me dices que duerma bien? ¡Y me importa un bledo que el nombre de la perrita signifique echar de menos a un amigo!


La cólera que la consumió era casi palpable.


Pedro era un sinvergüenza, sin más. Furiosa, comenzó a pasearse por el cuarto de estar. Pedro mantenía las distancias con todo el mundo, los apartaba de sí sin importarle cuántos corazones destrozaba por el camino.


No, eso no era del todo verdad. Tenía relaciones con mujeres que sabían lo que podían esperar de él, Pedro no tenía la culpa de que acabaran enamorándose. Y una cosa era cierta, Pedro no tenía ni idea de lo que ella sentía por él. 


Y la había invitado a su casa porque la consideraba una amiga. ¡Una amiga!, pensó Paula amargamente.


Necesitaba un vaso de leche con cacao para ayudarla a dormir, pensó Paula con firmeza. Y quizá un par de tostadas. 


Tenía el corazón hecho trizas y quizá le esperase un futuro vacío sin marido ni hijos ni nada de lo que había soñado tener algún día, pero no iba a derrumbarse. No iba a permitírselo a sí misma. Y tampoco iba a convertirse en una amargada.


El vaso de leche con cacao y la tostada le sentaron bien. 


Después de terminar su ligera cena, fregó la taza y el plato, que iba a embalar con sus otras posesiones.


No quería marcharse, pensó conteniendo las lágrimas una vez más, pero iba a hacerlo. Aunque no definitivamente, sino un par de años quizá, el tiempo suficiente para convencerse de que Pedro jamás sería suyo.


Y cuando regresara, no lo haría a ese apartamento ni volvería a trabajar en Alfonso & Son, ni siquiera volvería al pueblo en el que había nacido. A otro pueblo próximo. Ella no era una chica de ciudad y nunca lo sería.


Enderezando los hombros, se dirigió al cuarto de baño. Allí, se lavó los dientes, negándose a mirarse al espejo, negándose a ver sus enrojecidos ojos por el llanto.


No quería ver en el espejo el reflejo de una mujer triste y perdida.


Una vez en la cama, Paula se repitió a sí misma que estaba haciendo lo que tenía que hacer, era así de sencillo.


Al cabo de unos minutos, se quedó dormida.



SEDUCCIÓN: CAPITULO 11





Paula y Pedro salieron de la casa y se dirigieron a la clínica veterinaria un par de horas más tarde con los cachorros dentro de una cesta que la señora Rothman había llevado justo cuando estaban acabando de almorzar.


Después del examen, el veterinario dijo que los cachorros estaban bien de salud, y explicó que aún eran demasiado pequeños y debían esperar dos semanas más para ponerles las vacunas. Mientras se despedían, le deseó buena suerte a Pedro.


Paula y Pedro volvieron a casa de éste cargados de cuencos para comida y bebida, artículos necesarios para que los animales durmieran cómodamente, collares, correas, cepillos, peines y comida para cachorros. Al final, el cuarto de lavar parecía una tienda de animales.


Paula miró a su alrededor, contemplando toda la parafernalia que había en la estancia, sin darse cuenta de que su expresión reflejaba lo que estaba pensando.


—No te preocupes, Paula, podré hacerme cargo de los perros.


—Yo no he dicho nada.


—No ha hecho falta —él sonrió—. Ya soy mayor, Paula. ¿O es que no lo has notado?


Sí, claro que lo había notado.


—Voy a construir una especie de corral para ellos en el jardín, tal y como el veterinario ha sugerido, con cosas para que jueguen, ¿te parece? —Pedro señaló el libro que había comprado por recomendación del veterinario—. Esta noche lo voy a leer del principio al fin.


El entusiasmo de Pedro la enterneció. Al darse cuenta de que era de suma importancia mantener una apariencia fría, ella asintió.


—Sí, vas a tener que hacerlo. Y espero que la subida de sueldo de la señora Rothman sea una buena subida de sueldo.


Pedro sonrió traviesamente.


—Enorme. Bueno, ¿cómo vamos a llamarlas? ¿Alguna idea?


—¿Vamos? ¿Los dos?


—Tú has intervenido tanto en el rescate como yo. Me gustaría que tú eligieras sus nombres.


—No. Son tus perras, Pedro.


—Y quiero que tú las pongas el nombre. A las mujeres se os dan mejor esas cosas que a los hombres. Y no te preocupes, no voy a aparecer en Londres con las perritas en los brazos pidiéndote que por favor te cases conmigo por el bien de ellas. Sólo te pido que las pongas el nombre.


Eso no tenía ninguna gracia. Pero Paula rió, como se esperaba de ella.


—Bueno, como es primavera… —Paula se quedó pensativa—. ¿Qué te parece si las ponemos nombres de flores? La pequeña podría llamarse Daisy; la más grande, Rosie; a las dos medianas podríamos llamarlas Poppy y Pansy.


Pedro la miró con horror.


—Si crees que voy a gritar Pansy en medio del campo estás en un grave error.


—¿Petunia?


—No.


—¿Primrose?


—Se parece a Rosie.


—¿Iris?


—La mejor amiga de mi madre se llama Iris, podría molestarse.


—¿Violet? —añadió Paula, pensando que se le estaban agotando los nombres.


—Es el nombre de pila de la señora Rothman. Prefiero no ofenderla, si no te importa.


—Pues ya no se me ocurre ningún otro nombre —declaró ella—. Yo he puesto nombre a tres de las cuatro, pon tú uno.


—Está bien —Pedro se apoyó en la pared, mirándola con una expresión impenetrable.


Tenía el cabello revuelto y se había echado la chaqueta de cuero negro al hombro. Estaba para comérselo.


—Bueno, si estás lista, te llevaré a tu casa ahora —dijo él con calma.


Paula sintió esas palabras como una bofetada. Pero sin perder la compostura, asintió y logró sonreír.


Pedro no habló mucho durante el trayecto y Paula se lo agradeció en secreto. Le habría resultado sumamente difícil entablar una conversación, estaba demasiado triste.


Cuando pararon delante de la casa, Paula salió del coche como una flecha, sin darle a Pedro tiempo para salir.


—No, por favor, no te molestes —le dijo cuando le vio abrir su portezuela—. Será mejor que vuelvas con los cachorros.


—¿Qué más dan unos minutos? —Pedro salió del coche y le dio a Paula el sistema de navegación por satélite que sus compañeros le habían dado como regalo de despedida—. Creo que vas a necesitar esto en Londres.


Forzando una sonrisa, Paula aceptó la caja.


—Sí, desde luego. Bueno, será mejor que me vaya a mi casa y empiece a limpiar el piso. Adiós, Pedro.


Los ojos de él empequeñecieron.


—Creía que ibas a darme la dirección de tu casa en Londres.


«Como si realmente te importara», pensó ella. Pero asintió.


—Sí, claro —mintió Paula—. Te llamaré mañana para dártela. Tengo el número de tu móvil.


—Gracias por todo lo que me has ayudado durante las últimas veinticuatro horas —dijo él con voz queda—. Te lo agradezco de verdad.


«Sí, claro que me lo agradeces. He hecho lo que me has pedido que hiciera, como una tonta. ¿Cómo no vas a agradecérmelo?»


—Va, no te preocupes, no ha sido nada.


«Por favor, vete. Si no te vas, o me derrumbo o me echo en tus brazos».


—Te llamaré para contarte cómo están los cachorros.


—Gracias.


—Cuando vengas a ver a tus padres, tienes que venir a mi casa a ver a las perritas.


—Sí, lo haré.


—Para entonces ya se me habrá ocurrido el nombre de la cuarta.


Paula asintió.


Pedro se la quedó mirando unos momentos más mientras ella se mantenía rígida y tensa.


—En fin, será mejor que deje que te vayas, ya te he entretenido más que de sobra.


«Podrías entretenerme el resto de la vida si pensara que existe la menor posibilidad de que llegue a significar algo para ti».


Entonces, Pedro bajó la cabeza y acercó la boca a la suya.


Paula se quedó inmóvil. Los labios de él eran cálidos y firmes, una caricia exploratoria que profundizó y profundizó. 


Completamente cautivada, ella no podría haberse apartado aunque su vida hubiera dependido de ello; sin embargo, se contuvo para no responder al beso, consciente de que si lo hacía estaría perdida. Pedro pensaba que ella estaba enamorada de otro; no obstante, si respondía a su beso como quería hacerlo, Pedro podría empezar a darle vueltas al asunto en su cabeza y…


Agarrando con fuerza la caja que tenía en las manos, Paula se ordenó a sí misma permanecer impasible, pero sintió que no le iba a ser posible. Al fin y al cabo, era Pedro quien la estaba besando. Y mientras abría la boca bajo la de él, se dijo a sí misma que estaba harta de pensar y razonar, que quería sentir. Aquel sería un recuerdo que llevaría consigo durante el resto de su vida.


Su salvación fue la caja que tenía en las manos, por lo que no podía rodear el cuello de Pedro y abrazarle como quería. 


Y él pareció darse cuenta de ello también porque se enderezó y sonrió débilmente.


—Lo siento, Paula.


—Tengo cosas que hacer, Pedro —murmuró ella.


—Lo sé. Adiós, Paula.


—Adiós.


Esa vez, Paula se dio media vuelta y entró en su casa.