jueves, 9 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 11





Paula y Pedro salieron de la casa y se dirigieron a la clínica veterinaria un par de horas más tarde con los cachorros dentro de una cesta que la señora Rothman había llevado justo cuando estaban acabando de almorzar.


Después del examen, el veterinario dijo que los cachorros estaban bien de salud, y explicó que aún eran demasiado pequeños y debían esperar dos semanas más para ponerles las vacunas. Mientras se despedían, le deseó buena suerte a Pedro.


Paula y Pedro volvieron a casa de éste cargados de cuencos para comida y bebida, artículos necesarios para que los animales durmieran cómodamente, collares, correas, cepillos, peines y comida para cachorros. Al final, el cuarto de lavar parecía una tienda de animales.


Paula miró a su alrededor, contemplando toda la parafernalia que había en la estancia, sin darse cuenta de que su expresión reflejaba lo que estaba pensando.


—No te preocupes, Paula, podré hacerme cargo de los perros.


—Yo no he dicho nada.


—No ha hecho falta —él sonrió—. Ya soy mayor, Paula. ¿O es que no lo has notado?


Sí, claro que lo había notado.


—Voy a construir una especie de corral para ellos en el jardín, tal y como el veterinario ha sugerido, con cosas para que jueguen, ¿te parece? —Pedro señaló el libro que había comprado por recomendación del veterinario—. Esta noche lo voy a leer del principio al fin.


El entusiasmo de Pedro la enterneció. Al darse cuenta de que era de suma importancia mantener una apariencia fría, ella asintió.


—Sí, vas a tener que hacerlo. Y espero que la subida de sueldo de la señora Rothman sea una buena subida de sueldo.


Pedro sonrió traviesamente.


—Enorme. Bueno, ¿cómo vamos a llamarlas? ¿Alguna idea?


—¿Vamos? ¿Los dos?


—Tú has intervenido tanto en el rescate como yo. Me gustaría que tú eligieras sus nombres.


—No. Son tus perras, Pedro.


—Y quiero que tú las pongas el nombre. A las mujeres se os dan mejor esas cosas que a los hombres. Y no te preocupes, no voy a aparecer en Londres con las perritas en los brazos pidiéndote que por favor te cases conmigo por el bien de ellas. Sólo te pido que las pongas el nombre.


Eso no tenía ninguna gracia. Pero Paula rió, como se esperaba de ella.


—Bueno, como es primavera… —Paula se quedó pensativa—. ¿Qué te parece si las ponemos nombres de flores? La pequeña podría llamarse Daisy; la más grande, Rosie; a las dos medianas podríamos llamarlas Poppy y Pansy.


Pedro la miró con horror.


—Si crees que voy a gritar Pansy en medio del campo estás en un grave error.


—¿Petunia?


—No.


—¿Primrose?


—Se parece a Rosie.


—¿Iris?


—La mejor amiga de mi madre se llama Iris, podría molestarse.


—¿Violet? —añadió Paula, pensando que se le estaban agotando los nombres.


—Es el nombre de pila de la señora Rothman. Prefiero no ofenderla, si no te importa.


—Pues ya no se me ocurre ningún otro nombre —declaró ella—. Yo he puesto nombre a tres de las cuatro, pon tú uno.


—Está bien —Pedro se apoyó en la pared, mirándola con una expresión impenetrable.


Tenía el cabello revuelto y se había echado la chaqueta de cuero negro al hombro. Estaba para comérselo.


—Bueno, si estás lista, te llevaré a tu casa ahora —dijo él con calma.


Paula sintió esas palabras como una bofetada. Pero sin perder la compostura, asintió y logró sonreír.


Pedro no habló mucho durante el trayecto y Paula se lo agradeció en secreto. Le habría resultado sumamente difícil entablar una conversación, estaba demasiado triste.


Cuando pararon delante de la casa, Paula salió del coche como una flecha, sin darle a Pedro tiempo para salir.


—No, por favor, no te molestes —le dijo cuando le vio abrir su portezuela—. Será mejor que vuelvas con los cachorros.


—¿Qué más dan unos minutos? —Pedro salió del coche y le dio a Paula el sistema de navegación por satélite que sus compañeros le habían dado como regalo de despedida—. Creo que vas a necesitar esto en Londres.


Forzando una sonrisa, Paula aceptó la caja.


—Sí, desde luego. Bueno, será mejor que me vaya a mi casa y empiece a limpiar el piso. Adiós, Pedro.


Los ojos de él empequeñecieron.


—Creía que ibas a darme la dirección de tu casa en Londres.


«Como si realmente te importara», pensó ella. Pero asintió.


—Sí, claro —mintió Paula—. Te llamaré mañana para dártela. Tengo el número de tu móvil.


—Gracias por todo lo que me has ayudado durante las últimas veinticuatro horas —dijo él con voz queda—. Te lo agradezco de verdad.


«Sí, claro que me lo agradeces. He hecho lo que me has pedido que hiciera, como una tonta. ¿Cómo no vas a agradecérmelo?»


—Va, no te preocupes, no ha sido nada.


«Por favor, vete. Si no te vas, o me derrumbo o me echo en tus brazos».


—Te llamaré para contarte cómo están los cachorros.


—Gracias.


—Cuando vengas a ver a tus padres, tienes que venir a mi casa a ver a las perritas.


—Sí, lo haré.


—Para entonces ya se me habrá ocurrido el nombre de la cuarta.


Paula asintió.


Pedro se la quedó mirando unos momentos más mientras ella se mantenía rígida y tensa.


—En fin, será mejor que deje que te vayas, ya te he entretenido más que de sobra.


«Podrías entretenerme el resto de la vida si pensara que existe la menor posibilidad de que llegue a significar algo para ti».


Entonces, Pedro bajó la cabeza y acercó la boca a la suya.


Paula se quedó inmóvil. Los labios de él eran cálidos y firmes, una caricia exploratoria que profundizó y profundizó. 


Completamente cautivada, ella no podría haberse apartado aunque su vida hubiera dependido de ello; sin embargo, se contuvo para no responder al beso, consciente de que si lo hacía estaría perdida. Pedro pensaba que ella estaba enamorada de otro; no obstante, si respondía a su beso como quería hacerlo, Pedro podría empezar a darle vueltas al asunto en su cabeza y…


Agarrando con fuerza la caja que tenía en las manos, Paula se ordenó a sí misma permanecer impasible, pero sintió que no le iba a ser posible. Al fin y al cabo, era Pedro quien la estaba besando. Y mientras abría la boca bajo la de él, se dijo a sí misma que estaba harta de pensar y razonar, que quería sentir. Aquel sería un recuerdo que llevaría consigo durante el resto de su vida.


Su salvación fue la caja que tenía en las manos, por lo que no podía rodear el cuello de Pedro y abrazarle como quería. 


Y él pareció darse cuenta de ello también porque se enderezó y sonrió débilmente.


—Lo siento, Paula.


—Tengo cosas que hacer, Pedro —murmuró ella.


—Lo sé. Adiós, Paula.


—Adiós.


Esa vez, Paula se dio media vuelta y entró en su casa.






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