domingo, 29 de enero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 11




El sábado siguiente, Paula sintió una gran curiosidad al observar al sacerdote en el altar.


El actor que Pedro había encontrado, parecía un auténtico sacerdote católico. Incluso la ceremonia pareció real.


Las flores blancas, el vestido color perla que llevaba, el ramo de flores que tenía entre sus manos e incluso la voz ¿ profunda con la que Pedro había pronunciado sus votos, hacían imposible creer que aquella boda era ficticia.


—Ahora puede besar a la novia —dijo el supuesto sacerdote, interrumpiendo sus pensamientos.


Paula se quedó de piedra. ¿Acaso Pedro no le había dicho que suspendiera aquella parte de la ceremonia? No quería besarlo y menos frente a las doscientas personas que habían sido invitadas con poco tiempo de aviso para darle más credibilidad a su boda ficticia.


Pedro inclinó su cabeza hacia la de ella y Paula cerró los ojos. El roce de sus labios fue suave, posándose sobre los de ella por un instante infinitesimal. Pero fue suficiente para que su corazón comenzara a palpitar con fuerza y sintió un calor naciendo desde sus entrañas.


Luego el momento se desvaneció y Pedro dio un paso atrás. 


Ella suspiró. ¿Se sentía aliviada de que el beso hubiera durado tan poco? ¿O hubiera preferido que la besara con la pasión de la que lo creía capaz?


—Ya casi hemos terminado. Enseguida podrás relajarte —murmuró él.


¿Relajarse? En dos horas se encerraría con Pedro en una suite nupcial y al día siguiente se mudarían a la casa que había comprado cuatro días atrás. Por primera vez, tenía dudas acerca de vivir a solas con él. Al menos en casa de su padre habrían estado constantemente rodeados por gente.


Ella observó su perfil y sintió un estremecimiento al imaginar aquellos labios acariciando su piel. Su mano apretó involuntariamente el brazo de Pedro, que giró la cabeza con una expresión de desconcierto en los ojos.


Ella tragó saliva y le sonrió tímidamente, deseando que no se percatara de su reacción. Tras unos segundos, él le devolvió la sonrisa. Paula respiró tranquila; Pedro no tenía idea de cómo su presencia la aturdía.


Siempre había sido así. Después de la muerte de su madre, había creído estar enamorada de aquel hombre que tanto apoyo le había ofrecido. Había llegado a creer que el dolor los acabaría de unir para siempre. Pero no había sido amor. 


Tan sólo se había sentido atraída por un hombre casado que no había sentido el menor interés en ella. Ahora tampoco lo tendría, teniendo en cuenta todo lo que los Chaves le habían hecho pasar.


Después de firmar en un registro falso y sonreír para el fotógrafo que su padre había conseguido, comenzaron el camino de vuelta desde el altar, acompañados de la música del órgano. Paula sintió que el corazón se le encogía. Los rostros sonrientes a sus lados se volvieron borrosos y por un instante deseó que todo aquello fuera real y no una farsa ideada para atrapar a un asesino.


Al llegar a la calle, aquel sueño se desvaneció. Paula entrecerró los ojos bajo la fuerte luz del sol de verano. El ruido de los reporteros también la sorprendió. Pedro la guió rápidamente rodeándola por los hombros, mientras la prensa los seguía.


Sintió la tensión del cuerpo de Pedro mientras la protegía ante cualquier amenaza que pudiera existir en la multitud. El gesto le provocó un sentimiento de calidez y afecto.


Un automóvil negro se detuvo frente a ellos y Pedro abrió la puerta. Al menos ahora ella sabía qué se sentía al ser una novia. Pedro también lo había hecho muy bien durante la ceremonia. Claro que él ya se había casado antes. Su primer matrimonio había estado basado en el amor y ciertamente no había sido un elaborado plan para atraer a un loco y atraparlo.


Pedro la introdujo en el automóvil que conducía un empleado de Chavesco, Bob Harvey. Nunca le había gustado aquel hombre y su mirada desafiante.


Una vez que el automóvil estuvo en marcha, Pedro la miró intensamente.


—Eres una novia muy guapa —dijo él.


Paula se sintió como un árbol de Navidad que acababa de ser encendido, brillante y luminoso. Curvó sus labios y observó su cuerpo elegantemente trajeado.


—Gracias. Tú tampoco estás mal —dijo finalmente.


—El día de la boda es el día de la novia —dijo Pedro.


—Ésta no es una boda de verdad —dijo ella, sintiéndose obligada a recordárselo.


Pedro lanzó una mirada de advertencia hacia la dirección del conductor.


Paula suspiró. ¡Aún estaban actuando! Aunque el conductor no podía escuchar a través del cristal. De pronto, se reclinó sobre el pecho de Pedro.


—¿Qué estás haciendo? —preguntó Pedro, que se había puesto tenso.


—Así pareceremos unos auténticos recién casados —dijo ella apuntando su índice hacia la ventana.


Pedro soltó una maldición al ver una motocicleta junto al coche, con uno de sus ocupantes portando una cámara.


—Un beso para la foto —gritó uno de los motoristas.


Pedro tomó su teléfono móvil y dio una orden directa a alguien al otro lado de la línea. Al segundo, un automóvil se interpuso entre ellos y la motocicleta, que tuvo que hacerse a un lado.


—Ya hemos llegado —dijo ella con alivio mientras el vehículo atravesaba un gran arco que daba entrada al hotel San Lorenzo.


Por más que él tratara de fingir que Paula no estaba teniendo ningún efecto sobre él, Pedro sabía que no era así. 


Había deseado besarla en la iglesia y disfrutó sintiendo su cuerpo contra el suyo camino del coche. Ahora la observaba mientras ella se movía de mesa a mesa, hablando con parejas, dedicando sonrisas y abrazando a amigas.


Había llegado el momento de irse y poner el plan en marcha.


Durante los últimos días, cada vez que miraba los ojos verdes de Paula, una extraña sensación lo invadía. Se había acostumbrado a la soledad desde que perdiera a Lucia y no sabía cómo manejar la confusión que Paula le producía.


Una pesada mano lo tomó del hombro.


—¿Todo bien? —preguntó Arturo Pascal.


Pedro apartó sus pensamientos y asintió. Al igual que acababa de hacer él mismo, el jefe de seguridad de Chavesco había comprobado la habitación. Nada le pasaría a Paula.


Casi en contra de su voluntad, Pedro la buscó con la mirada entre los invitados. Estaba de pie, no muy lejos de él, con su vestido de novia color marfil. Aquello era un convencionalismo, puesto que después de todo, ¿qué mujer hoy en día podía lucir un vestido inmaculadamente blanco? 


Nadie esperaba que la novia llegara virgen al altar hoy en día, pensó Pedro.


Pedro cerró sus puños. Ella nunca sería su esposa. Su verdadera esposa estaba muerta y enterrada. Pedro giró sobre sí abruptamente, metiendo sus puños en los bolsillos.


—Debes estar satisfecha contigo misma. Todo salió perfectamente —dijo Roberto Chaves—. Estás tan guapa como tu madre.


Pedro deseó que el hombre se callara. No necesitaba oír lo que no había dejado de pensar. También él había reparado en el parecido entre Paula y Rosa Chaves. ¿Qué le podía decir a aquel hombre? Pedro lamentaba que Rosa Chaves hubiera muerto por culpa de un conductor borracho. 


Lamentaba que Paula hubiera pasado el infierno de haber estado atrapada con el cuerpo muerto de su madre en el coche, tras el accidente. Y lo que más lamentaba era que Rosa hubiera cambiado su asiento por el de él. Debía haber sido él quien muriera aquel día, no la madre de dos hijas adolescentes.


Observó a Paula saludando a otra pareja. El hombre se hizo a un lado, dejándola hablar con una pelirroja. Pedro se dio cuenta súbitamente de que era Catalina. Era la primera vez que las hermanas estaban juntas desde que Catalina volviera el viernes pasado.


—Alfonso... —dijo Roberto.


—Es mejor que me llames Pedro, puesto que ya somos familia —dijo Pedro con una mirada burlona.


—Cuídala bien, no quiero que le pase nada —dijo Chaves con tono frío.


Chaves quizás estaba recordando la muerte de su esposa. 


Pero Pedro no estaba dispuesto a sentir empatía por aquel bastardo y su lado humano. Era mucho más fácil ver a Chaves como un frío tirano que como un hombre que había perdido a la mujer que amaba.



***

Paul vio cómo Pedro se encaminaba hacia ella, con su habitual expresión distante. David lo detuvo, y Paula suspiró aliviada.


—¿Estás segura de que esta boda ficticia funcionará? —preguntó Cata preocupada.


Paula tuvo un deseo repentino de haber dejado a Cata al margen.


—Arturo, papá y Pedro están convencidos. Trata de discutir con alguno de los tres.


—Pedro Alfonso me da miedo —dijo Cata con su exagerada teatralidad.


—¿Por qué lo hiciste, Cata? —preguntó Paula, aprovechando la oportunidad que las palabras de su hermana le ofrecía.


La piel de su hermana palideció.


—Tuve que hacerlo. Me sentía cada vez peor, así que se lo dije a Manuel, y me convenció para que acudiera a la policía. Me dijo que no se casaría conmigo hasta que dejara el nombre de Pedro limpio —dijo Cata.


Paula sintió horror. Si no hubiese sido por Manuel, el nombre de Pedro seguiría estando manchado por una infamia. Manuel había hecho que Cata se enfrentara a las consecuencias de sus acciones. Pero se había mantenido a su lado. Paula se sintió celosa. Aquel hombre estaba enamorado de su hermana, incluyendo sus defectos.


—¿Por qué acusaste a Pedro? —preguntó Paula y los ojos de Cata se inundaron de lágrimas.


—Paula, ¿no recuerdas cómo era todo? No, supongo que no. Estabas tan ausente tras la muerte de mamá y yo tan confundida —dijo Cata con la voz quebrada.


—Tranquila —dijo Cata evitando pronunciar una respuesta irritada al tiempo que posaba su suave mano sobre el brazo de su hermana.


¿Acaso nadie había notado su propio dolor, su propia angustia?


—Lo siento. Dijiste que no sabías nada de la vida cuando tenías dieciséis años. Bueno, yo tampoco. Yo tenía quince...


—Casi dieciséis —interrumpió Paula.


—Tenía la cabeza hecha un lío —dijo Cata, sin mirar a su hermana a los ojos.


Paula frunció el ceño, queriendo saber más. Pero no quería que su hermana montara una escena, ni que se hablara luego de altercados entre ella y Catalina. Sus preguntas tendrían que esperar.








LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 10




Varias horas más tarde, después de que la policía se fuese, Pedro insistió en llevar a Paula a casa. No sabía por qué había sentido la necesidad de estar junto a ella durante el interminable interrogatorio de la policía y, menos aún, lograba comprender las emociones que había experimentado: miedo, rabia y una curiosa necesidad de proteger a Paula del mundo.


Arturo Pascal y David Matthews habían ido a ver qué había pasado, pero Roberto Chaves no había dado señales de vida. El hecho de que estuviese demasiado ocupado preparando la seguridad de una importante delegación americana y no hubiera encontrado un momento para estar con Paula, le resultaba despreciable. A pesar de las constantes llamadas de Pascal a su jefe para mantenerlo al tanto, Chaves no había hablado con su hija. El dolor y el desconcierto en los ojos de Paula enfurecieron a Pedro. Al menos, él había estado a su lado.


—Ahora entiendes por qué deberías tomarte esa amenaza en serio, ¿verdad? —dijo Pedro diez minutos más tarde, mientras Paula conducía el BMW de vuelta a casa por un camino diferente al de por la mañana.


—Está bien. Estabas en lo cierto. Pero aun así no te necesito a mi lado las veinticuatro horas del día —dijo ella.


—Princesa, eres muy afortunada —dijo Pedro.


Paula se ruborizó y presionó el acelerador.


—¡Disminuye la velocidad! —dijo él.


—¿Asustado? —dijo Paula mirándolo desafiante—. Me sorprende que me dejes conducir.


—La única razón por la que no conduzco es porque de este modo mis manos están libres para sacar el arma —respondió él.


—¿Llevas siempre el arma a mano? —preguntó ella mirándolo provocativamente.


Él no respondió y siguió mirando al frente, pero Paula vislumbró cierto sonrojo en sus mejillas.


—¿Te asusta ir de acompañante con una mujer al volante? —dijo ella.


—¿Qué italiano dejaría pasar la oportunidad de acompañar a una bonita mujer rubia en su coche deportivo? —dijo él encogiéndose de hombros.


Ella lo miró escéptica, pero sintió un cosquilleo en su estómago. Pedro pensaba que era hermosa. De pronto, el día se volvió más luminoso y el cielo más azul.



****

Cuando regresaron a la mansión, Paula se dirigió a los dormitorios y Pedro la siguió. Estaba deseando quitarse el traje y meterse en la bañera. Pero con Pedro tras sus talones, aquello era imposible a menos que pudiera deshacerse de él.


Paula respiró hondo, abrió la puerta de su dormitorio y dio media vuelta.


—Quédate donde estás —dijo ella.


—Quiero asegurarme de que todo está tranquilo —dijo él y entró en la habitación.


—He vivido aquí toda mi vida. Créeme, todo está bien —dijo ella.


—Déjame hacerlo, princesa. ¿De acuerdo? —dijo él y esbozó una sonrisa que hizo que a Paula se le acelerara el pulso.


—Espera aquí —dijo él.


Ella lo ignoró y abriéndose camino, entró en la habitación al cabo de unos segundos. Él la tomó por los hombros, haciéndola detenerse.


—Paula, no va a gustarte —dijo él.


Ella intentó avanzar, pero él la sujetó con fuerza.


—Es mi vida. Tengo derecho a ver lo que tratas de ocultarme. No soy ninguna niña y estoy cansada de que tomen decisiones por mí.


—Está bien. Pasa, pero luego no digas que no te lo advertí.


Ella entró y se detuvo en seco. La colcha estaba cubierta de manchas rojas desperdigadas por toda la cama. Había un fuerte olor a flores machacadas. En medio de la cama estaban las flores que Paula había traído cinco días atrás, totalmente destrozadas. Y en medio de ellas estaba Annabelle, amputada y con la cara aplastada.


Paula corrió hacia la cama para tomarla, como había hecho durante años, desde que su madre le regalara aquella muñeca.


—¡No la toques! —exclamó él—. La policía necesitará verlo todo intacto —dijo él suavizando su tono al tiempo que se acercaba a ella.


Después, la rodeó son sus brazos y Paula dejó caer unas lágrimas.


—Necesitas protección —dijo Pedro.


—¿Qué puedo hacer? No quiero un guardaespaldas —dijo ella, consciente de su cercanía.


Pedro dudó y entrecerró los ojos.


—Podrías casarte conmigo —dijo Pedro.


Paula lo miró sorprendida.


—¿Casarme contigo? Tienes que estar bromeando. ¿Por qué? —dijo ella.


—No es broma. De esa forma estaría contigo todo el tiempo y nunca estarías a solas.


Paula observó aquellos labios firmes. A los diecisiete años, aquella boca y su voz sensual habían despertado en ella extrañas sensaciones que no había sabido entender, deseos que la habían avergonzado. Pero no había tenido a nadie a quién preguntarle acerca de los temblores que Pedro le causaba y la ansiedad que le provocaba. La única persona a la que le hubiera podido preguntar estaba muerta.


Ahora su ídolo de juventud le estaba proponiendo matrimonio y sintió que el mundo daba vueltas. Se apartó de Pedro y éste la dejó ir.


El recuerdo le hizo sonrojarse. Años atrás, Pedro y su padre habían planeado pasar el fin de semana haciendo planes de futuro para Chavesco Security. El viernes, mientras trabajaban en el despacho de su padre, Paula había pasado la noche yendo y viniendo de la puerta, con tal de escuchar la cadencia de la voz de Pedro.


La reunión había terminado pasada la medianoche. Al dirigirse a la habitación de huéspedes en la que dormía Pedro, el corazón de Paula había estado a punto de desbocarse. Pedro le abrió la puerta y su sonrisa se había borrado al verla vistiendo tan sólo un camisón.


Al preguntarle qué quería, ella lo había ignorado y había entrado en la habitación. Después se había quitado el camisón y se había quedado en bragas. Aquello enojó a Pedro, que le dijo que era tan sólo una niña y que él era un hombre casado. Se había querido morir de la vergüenza en aquel momento. Le habría gustado encontrar un lugar donde meter la cabeza y no volver a mirarlo en cien años. Pero sacando fuerzas, había tomado el camisón y se había ido corriendo de su habitación.


Ahora, años después de aquello, le estaba pidiendo matrimonio.


—Cásate conmigo, yo solucionaré todo, ya lo verás —dijo él con tono decidido.


Ella miró sus ojos brillantes, su corazón se le salía del pecho. ¿De veras podría solucionar todo? Le estaba dando una oportunidad. Ahora, podía casarse con él y conocer al hombre en que se había convertido.


Paula se mordió los labios. Quería mucho más que ternura, quería saber qué sentiría al ser acariciada y besada por Pedro. Miró sus labios y los imaginó junto a los suyos, como solía hacer cuando era tan sólo una adolescente.


—Es demasiado tarde —dijo Paula—. No es necesario que nos casemos.


Era mejor poner fin a aquello, antes de perder la cabeza. De hecho ella misma había decidido apartar el sueño de casarse y continuar con su carrera, al contrario que las demás chicas de la universidad.


—Está bien. ¿Y un matrimonio fingido? —preguntó él.


—¿Un matrimonio fingido? —repitió incrédula, sintiendo alivio ante la insistencia de él.


—¿Por qué no? Un matrimonio a los ojos de los demás. Piénsalo. El anuncio aparecería en los periódicos y quizá eso lo intimidaría, sabiendo que tienes un hombre a tu lado. O quizá le hiciera perder los estribos, forzándolo a hacer algo desesperado y cometer algún fallo. Entonces daríamos con él —dijo Pedro acercándose a ella.


Aquello tenía sentido, por extraño que pareciese. Pero todavía tenía dudas y encontró una razón lógica por la que no funcionaría.


—Mi padre no lo permitiría, aunque sólo fuese una farsa. Mis deseos no cuentan para nada. Nada le importa a él excepto el dinero y el control —dijo ella.


—Tu padre no te quiere muerta —replicó Pedro.


Paula miró sus ojos marrones, tratando de disimular el ansia que sentía. Sin saberlo, Pedro le estaba ofreciendo hacer realidad todos sus sueños y fantasías. Una oportunidad de liberarse de la dominación de su padre y tal vez...


Su corazón comenzó a palpitar fuertemente.


—Un matrimonio ficticio. Dios sabe lo que mi padre dirá —dijo ella sintiendo un nudo de nervios en el estómago.


—Entonces no le digas que es ficticio —dijo Pedro.


—No puedo hacer eso. No puedo enfrentarme a él. No quiero mentirle.


—Entonces haz algo por llevar el control de tu vida. Cambia de trabajo, consigue otro apartamento. No tienes por qué vivir bajo su gobierno.


Ella lo miró.


¿Cómo podía explicarle que ya había tratado de mudarse antes para escapar al opresivo control que su padre tenía sobre todo lo que la rodeaba?


—Tu padre no discutirá —continuó Pedro—. Al aceptar este matrimonio, tendrá la oportunidad de resarcirme por el daño que me hizo. Mucha gente me cree culpable de un delito que no cometí. Preferirá acceder a permitir que emprenda acciones legales contra Catalina.


Paula se ruborizó y miró hacia otro lado sintiéndose culpable. ¿Alguna vez le perdonaría el haber dudado de él?


—Lo siento tanto Pedro... —dijo ella.


Sentía no haber creído en él. Si accedía a hacerse pasar por su esposa, limpiaría su reputación. No sólo le estaba proponiendo aquel matrimonio fingido para mantenerla a salvo. También él podía beneficiarse de la situación. Su mano acarició la de él antes de darse cuenta de lo que hacía.


—Créeme, odio pensar que la gente crea que eres culpable de algo que no hiciste —dijo ella.


Pedro estrechó su mano entre la suya y Paula sintió que una ráfaga de emoción recorría su cuerpo. Recordó un tiempo en el que solía sujetar su mano, cuando la presión de sus dedos alrededor de los de ella era lo único que le hacía olvidar su angustia.


Ahora Pedro la necesitaba. Para limpiar su reputación. Él había perdido mucho y ella le había concedido tan poco... 


¿Cómo podía negarse?


Los dedos de Pedro apretaron los de ella, y Paula lo miró.


—No te preocupes por tu padre. Casarte conmigo es algo lógico. Pascal y yo lo convenceremos —dijo él.


—Gracias. Eres mi héroe — dijo ella sonriendo, profundamente aliviada de que Pedro se ofreciera a tratar con Roberto Chaves, mientras una pequeña voz en su interior la acusaba de cobarde.


Los negros ojos de Pedro se posaron en ella y Paula sintió un estremecimiento. Ni siquiera estaban casados aún y le resultaba imposible controlar las emociones que le producía.


—¿No tendremos que compartir cama, no? —preguntó Paula abruptamente.


La llama en los ojos de Pedro se apagó, dejando una expresión indescifrable.


—Compartiremos esta habitación, quiero estar aquí cuando ese desaprensivo trate de volver a entrar —dijo él—. No creo que se dé por vencido fácilmente. Y es importante que parezca que compartimos el cuarto. No sabemos cómo obtiene información acerca de ti.


—¿Quieres decir que alguien le está pasando información sobre lo que hago? —preguntó Paula.


—No lo descartes. ¿Cómo pudo introducirse en tu habitación? —contestó él.


Paula ya no se sintió a salvo y sintió la necesidad de abandonar aquellos muros que tanto la oprimían.


—¿Qué pasará con Annabelle?


—La policía quizás se la lleve —respondió él.


Paula cerró sus ojos ante la imagen de la cara deshecha y el cuerpo roto de su muñeca. Aquél era el recuerdo más cercano que tenía de su madre.


—No quiero quedarme aquí después de lo que ha pasado. No podría volver a dormir en esta habitación —dijo mirándolo.


—¿Y si usas la habitación de Catalina?


—No. Si accedo a la farsa del matrimonio, quiero sacar algo para mí misma también —dijo Paula y respiró hondo.


—¿Como qué? —preguntó Pedro con ojos inquisidores.


—Libertad. Tú eres el que me llama princesa. Necesito escaparme de la torre de marfil, vivir en algún otro lugar en el que no esté bajo el control de mi padre —dijo ella.


—Estás más segura aquí —dijo Pedro, que no parecía muy contento con lo que acababa de escuchar.


—Ésa es mi condición para acceder a ese matrimonio fingido. ¿Lo tomas o lo dejas? —dijo ella desafiante, ante la mirada incrédula de Pedro.


—Princesa, no estás exactamente en una posición como para negociar —dijo él.


—Lo sé, pero lo intento —dijo Paula.


—Está bien —dijo él con fastidio—. Puedes venir a vivir al apartamento que tengo alquilado. La seguridad no es mala, y le pediré al dueño que la aumente —dijo él.


—¡No! No me voy de esta casa a otra para vivir bajo el dominio de otro hombre. Sería como saltar de una sartén con aceite hirviendo al fuego directamente. Quiero un lugar que sea mío. Completamente mío —dijo Paula imaginándose su propio hogar—. Así, cuando la farsa acabe, habré logrado por fin mi independencia.


Aprovechando que la escuchaba con atención, Paula prosiguió.


—Puedes encargarte de la seguridad del lugar al que vaya.


Pedro la miró a los ojos durante un largo y tenso momento.


—Está bien —dijo finalmente Pedro.


Al verlo asentir, Paula sintió un enorme alivio.







LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 9




Una vez en su oficina, Paula abrió su correo electrónico y comenzó a leer los mensajes, deteniéndose al llegar a uno de una dirección de correo desconocida. No parecía un virus. El motivo del mensaje decía Urgente. Observó el espacio donde solía aparecer el texto. No había nada. 


Frunció el ceño, abrió un cajón y buscó un disco compacto virgen. Guardó el archivo adjunto rápidamente en el disco y lo pasó a través del programa antivirus. Estaba limpio.


Lo abrió y enseguida dejó escapar un grito.


Concentrada en la espantosa imagen de la pantalla de su ordenador, Paula apenas escuchó los pasos. Se quedó observando su rostro colocado sobre un cuerpo completamente mutilado. Su propia cara. Su cuerpo tembló de horror y pánico. Escuchó a Martin Dunstan preguntar qué pasaba mientras se acercaba a ella.


Al instante Pedro entró en la oficina.


—Agáchate, Paula. ¡Al suelo! ¡Ahora! —dijo Pedro.


Ella obedeció, ubicándose bajo el escritorio y cubriéndose los ojos con sus manos para tratar de borrar las imágenes.


—Tú, contra la pared —dijo Pedro.


—Pero...


—No discutas. Sólo hazlo.


—No entiendes...


—No, amigo, eres tú el que no entiende. Contra la pared. ¡Ahora!


—¡Dios! Eso es un cuchillo —dijo Martin con una voz frenética que hizo que Paula sacara su cabeza de debajo del escritorio.


—Sí, así es. Ahora de frente a la pared y con las manos sobre tu cabeza —dijo Pedro.


Paula salió de abajo del escritorio, sorprendida por la imagen de Pedro cacheando a Martin. Cynthia estaba de pie a la entrada de la oficina, con una mano en la boca. Paula se alejó del escritorio.


Pedro, Martin no es una amenaza —dijo.


Pedro gruñó, terminó de cachearlo y retrocedió.


—¿Es Martin Dunstan? —preguntó Pedro.


—Sí, él es Martin Dunstan, mi jefe —dijo Paula mordiéndose un labio.


—Tu aspecto es diferente al de la foto del carné. ¿Dónde está la barba? ¿No se supone que estabas en Sydney? —preguntó Pedro frunciendo el ceño.


—Me he afeitado. Tomé un avión antes de lo planeado. Mi esposa dará a luz en estos días. Lo siento —dijo Martin acariciando su barbilla recién afeitada.


Pedro se volvió para mirar a Paula.


—¿Por qué gritaste? —preguntó Pedro a Paula con mirada fría y oscura.


Ella no necesitó responder. Pedro se acercó al ordenador y observó los gráficos sin hacer gestos. Luego tomó el teléfono del escritorio. Paula trató de sentirse molesta por la forma en que él había asumido la autoridad de la situación, pero no
encontró las fuerzas. Era un alivio tener alguien en quien apoyarse, pensó mirando los anchos hombros de Pedro.