Varias horas más tarde, después de que la policía se fuese, Pedro insistió en llevar a Paula a casa. No sabía por qué había sentido la necesidad de estar junto a ella durante el interminable interrogatorio de la policía y, menos aún, lograba comprender las emociones que había experimentado: miedo, rabia y una curiosa necesidad de proteger a Paula del mundo.
Arturo Pascal y David Matthews habían ido a ver qué había pasado, pero Roberto Chaves no había dado señales de vida. El hecho de que estuviese demasiado ocupado preparando la seguridad de una importante delegación americana y no hubiera encontrado un momento para estar con Paula, le resultaba despreciable. A pesar de las constantes llamadas de Pascal a su jefe para mantenerlo al tanto, Chaves no había hablado con su hija. El dolor y el desconcierto en los ojos de Paula enfurecieron a Pedro. Al menos, él había estado a su lado.
—Ahora entiendes por qué deberías tomarte esa amenaza en serio, ¿verdad? —dijo Pedro diez minutos más tarde, mientras Paula conducía el BMW de vuelta a casa por un camino diferente al de por la mañana.
—Está bien. Estabas en lo cierto. Pero aun así no te necesito a mi lado las veinticuatro horas del día —dijo ella.
—Princesa, eres muy afortunada —dijo Pedro.
Paula se ruborizó y presionó el acelerador.
—¡Disminuye la velocidad! —dijo él.
—¿Asustado? —dijo Paula mirándolo desafiante—. Me sorprende que me dejes conducir.
—La única razón por la que no conduzco es porque de este modo mis manos están libres para sacar el arma —respondió él.
—¿Llevas siempre el arma a mano? —preguntó ella mirándolo provocativamente.
Él no respondió y siguió mirando al frente, pero Paula vislumbró cierto sonrojo en sus mejillas.
—¿Te asusta ir de acompañante con una mujer al volante? —dijo ella.
—¿Qué italiano dejaría pasar la oportunidad de acompañar a una bonita mujer rubia en su coche deportivo? —dijo él encogiéndose de hombros.
Ella lo miró escéptica, pero sintió un cosquilleo en su estómago. Pedro pensaba que era hermosa. De pronto, el día se volvió más luminoso y el cielo más azul.
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Cuando regresaron a la mansión, Paula se dirigió a los dormitorios y Pedro la siguió. Estaba deseando quitarse el traje y meterse en la bañera. Pero con Pedro tras sus talones, aquello era imposible a menos que pudiera deshacerse de él.
Paula respiró hondo, abrió la puerta de su dormitorio y dio media vuelta.
—Quédate donde estás —dijo ella.
—Quiero asegurarme de que todo está tranquilo —dijo él y entró en la habitación.
—He vivido aquí toda mi vida. Créeme, todo está bien —dijo ella.
—Déjame hacerlo, princesa. ¿De acuerdo? —dijo él y esbozó una sonrisa que hizo que a Paula se le acelerara el pulso.
—Espera aquí —dijo él.
Ella lo ignoró y abriéndose camino, entró en la habitación al cabo de unos segundos. Él la tomó por los hombros, haciéndola detenerse.
—Paula, no va a gustarte —dijo él.
Ella intentó avanzar, pero él la sujetó con fuerza.
—Es mi vida. Tengo derecho a ver lo que tratas de ocultarme. No soy ninguna niña y estoy cansada de que tomen decisiones por mí.
—Está bien. Pasa, pero luego no digas que no te lo advertí.
Ella entró y se detuvo en seco. La colcha estaba cubierta de manchas rojas desperdigadas por toda la cama. Había un fuerte olor a flores machacadas. En medio de la cama estaban las flores que Paula había traído cinco días atrás, totalmente destrozadas. Y en medio de ellas estaba Annabelle, amputada y con la cara aplastada.
Paula corrió hacia la cama para tomarla, como había hecho durante años, desde que su madre le regalara aquella muñeca.
—¡No la toques! —exclamó él—. La policía necesitará verlo todo intacto —dijo él suavizando su tono al tiempo que se acercaba a ella.
Después, la rodeó son sus brazos y Paula dejó caer unas lágrimas.
—Necesitas protección —dijo Pedro.
—¿Qué puedo hacer? No quiero un guardaespaldas —dijo ella, consciente de su cercanía.
Pedro dudó y entrecerró los ojos.
—Podrías casarte conmigo —dijo Pedro.
Paula lo miró sorprendida.
—¿Casarme contigo? Tienes que estar bromeando. ¿Por qué? —dijo ella.
—No es broma. De esa forma estaría contigo todo el tiempo y nunca estarías a solas.
Paula observó aquellos labios firmes. A los diecisiete años, aquella boca y su voz sensual habían despertado en ella extrañas sensaciones que no había sabido entender, deseos que la habían avergonzado. Pero no había tenido a nadie a quién preguntarle acerca de los temblores que Pedro le causaba y la ansiedad que le provocaba. La única persona a la que le hubiera podido preguntar estaba muerta.
Ahora su ídolo de juventud le estaba proponiendo matrimonio y sintió que el mundo daba vueltas. Se apartó de Pedro y éste la dejó ir.
El recuerdo le hizo sonrojarse. Años atrás, Pedro y su padre habían planeado pasar el fin de semana haciendo planes de futuro para Chavesco Security. El viernes, mientras trabajaban en el despacho de su padre, Paula había pasado la noche yendo y viniendo de la puerta, con tal de escuchar la cadencia de la voz de Pedro.
La reunión había terminado pasada la medianoche. Al dirigirse a la habitación de huéspedes en la que dormía Pedro, el corazón de Paula había estado a punto de desbocarse. Pedro le abrió la puerta y su sonrisa se había borrado al verla vistiendo tan sólo un camisón.
Al preguntarle qué quería, ella lo había ignorado y había entrado en la habitación. Después se había quitado el camisón y se había quedado en bragas. Aquello enojó a Pedro, que le dijo que era tan sólo una niña y que él era un hombre casado. Se había querido morir de la vergüenza en aquel momento. Le habría gustado encontrar un lugar donde meter la cabeza y no volver a mirarlo en cien años. Pero sacando fuerzas, había tomado el camisón y se había ido corriendo de su habitación.
Ahora, años después de aquello, le estaba pidiendo matrimonio.
—Cásate conmigo, yo solucionaré todo, ya lo verás —dijo él con tono decidido.
Ella miró sus ojos brillantes, su corazón se le salía del pecho. ¿De veras podría solucionar todo? Le estaba dando una oportunidad. Ahora, podía casarse con él y conocer al hombre en que se había convertido.
Paula se mordió los labios. Quería mucho más que ternura, quería saber qué sentiría al ser acariciada y besada por Pedro. Miró sus labios y los imaginó junto a los suyos, como solía hacer cuando era tan sólo una adolescente.
—Es demasiado tarde —dijo Paula—. No es necesario que nos casemos.
Era mejor poner fin a aquello, antes de perder la cabeza. De hecho ella misma había decidido apartar el sueño de casarse y continuar con su carrera, al contrario que las demás chicas de la universidad.
—Está bien. ¿Y un matrimonio fingido? —preguntó él.
—¿Un matrimonio fingido? —repitió incrédula, sintiendo alivio ante la insistencia de él.
—¿Por qué no? Un matrimonio a los ojos de los demás. Piénsalo. El anuncio aparecería en los periódicos y quizá eso lo intimidaría, sabiendo que tienes un hombre a tu lado. O quizá le hiciera perder los estribos, forzándolo a hacer algo desesperado y cometer algún fallo. Entonces daríamos con él —dijo Pedro acercándose a ella.
Aquello tenía sentido, por extraño que pareciese. Pero todavía tenía dudas y encontró una razón lógica por la que no funcionaría.
—Mi padre no lo permitiría, aunque sólo fuese una farsa. Mis deseos no cuentan para nada. Nada le importa a él excepto el dinero y el control —dijo ella.
—Tu padre no te quiere muerta —replicó Pedro.
Paula miró sus ojos marrones, tratando de disimular el ansia que sentía. Sin saberlo, Pedro le estaba ofreciendo hacer realidad todos sus sueños y fantasías. Una oportunidad de liberarse de la dominación de su padre y tal vez...
Su corazón comenzó a palpitar fuertemente.
—Un matrimonio ficticio. Dios sabe lo que mi padre dirá —dijo ella sintiendo un nudo de nervios en el estómago.
—Entonces no le digas que es ficticio —dijo Pedro.
—No puedo hacer eso. No puedo enfrentarme a él. No quiero mentirle.
—Entonces haz algo por llevar el control de tu vida. Cambia de trabajo, consigue otro apartamento. No tienes por qué vivir bajo su gobierno.
Ella lo miró.
¿Cómo podía explicarle que ya había tratado de mudarse antes para escapar al opresivo control que su padre tenía sobre todo lo que la rodeaba?
—Tu padre no discutirá —continuó Pedro—. Al aceptar este matrimonio, tendrá la oportunidad de resarcirme por el daño que me hizo. Mucha gente me cree culpable de un delito que no cometí. Preferirá acceder a permitir que emprenda acciones legales contra Catalina.
Paula se ruborizó y miró hacia otro lado sintiéndose culpable. ¿Alguna vez le perdonaría el haber dudado de él?
—Lo siento tanto Pedro... —dijo ella.
Sentía no haber creído en él. Si accedía a hacerse pasar por su esposa, limpiaría su reputación. No sólo le estaba proponiendo aquel matrimonio fingido para mantenerla a salvo. También él podía beneficiarse de la situación. Su mano acarició la de él antes de darse cuenta de lo que hacía.
—Créeme, odio pensar que la gente crea que eres culpable de algo que no hiciste —dijo ella.
Pedro estrechó su mano entre la suya y Paula sintió que una ráfaga de emoción recorría su cuerpo. Recordó un tiempo en el que solía sujetar su mano, cuando la presión de sus dedos alrededor de los de ella era lo único que le hacía olvidar su angustia.
Ahora Pedro la necesitaba. Para limpiar su reputación. Él había perdido mucho y ella le había concedido tan poco...
¿Cómo podía negarse?
Los dedos de Pedro apretaron los de ella, y Paula lo miró.
—No te preocupes por tu padre. Casarte conmigo es algo lógico. Pascal y yo lo convenceremos —dijo él.
—Gracias. Eres mi héroe — dijo ella sonriendo, profundamente aliviada de que Pedro se ofreciera a tratar con Roberto Chaves, mientras una pequeña voz en su interior la acusaba de cobarde.
Los negros ojos de Pedro se posaron en ella y Paula sintió un estremecimiento. Ni siquiera estaban casados aún y le resultaba imposible controlar las emociones que le producía.
—¿No tendremos que compartir cama, no? —preguntó Paula abruptamente.
La llama en los ojos de Pedro se apagó, dejando una expresión indescifrable.
—Compartiremos esta habitación, quiero estar aquí cuando ese desaprensivo trate de volver a entrar —dijo él—. No creo que se dé por vencido fácilmente. Y es importante que parezca que compartimos el cuarto. No sabemos cómo obtiene información acerca de ti.
—¿Quieres decir que alguien le está pasando información sobre lo que hago? —preguntó Paula.
—No lo descartes. ¿Cómo pudo introducirse en tu habitación? —contestó él.
Paula ya no se sintió a salvo y sintió la necesidad de abandonar aquellos muros que tanto la oprimían.
—¿Qué pasará con Annabelle?
—La policía quizás se la lleve —respondió él.
Paula cerró sus ojos ante la imagen de la cara deshecha y el cuerpo roto de su muñeca. Aquél era el recuerdo más cercano que tenía de su madre.
—No quiero quedarme aquí después de lo que ha pasado. No podría volver a dormir en esta habitación —dijo mirándolo.
—¿Y si usas la habitación de Catalina?
—No. Si accedo a la farsa del matrimonio, quiero sacar algo para mí misma también —dijo Paula y respiró hondo.
—¿Como qué? —preguntó Pedro con ojos inquisidores.
—Libertad. Tú eres el que me llama princesa. Necesito escaparme de la torre de marfil, vivir en algún otro lugar en el que no esté bajo el control de mi padre —dijo ella.
—Estás más segura aquí —dijo Pedro, que no parecía muy contento con lo que acababa de escuchar.
—Ésa es mi condición para acceder a ese matrimonio fingido. ¿Lo tomas o lo dejas? —dijo ella desafiante, ante la mirada incrédula de Pedro.
—Princesa, no estás exactamente en una posición como para negociar —dijo él.
—Lo sé, pero lo intento —dijo Paula.
—Está bien —dijo él con fastidio—. Puedes venir a vivir al apartamento que tengo alquilado. La seguridad no es mala, y le pediré al dueño que la aumente —dijo él.
—¡No! No me voy de esta casa a otra para vivir bajo el dominio de otro hombre. Sería como saltar de una sartén con aceite hirviendo al fuego directamente. Quiero un lugar que sea mío. Completamente mío —dijo Paula imaginándose su propio hogar—. Así, cuando la farsa acabe, habré logrado por fin mi independencia.
Aprovechando que la escuchaba con atención, Paula prosiguió.
—Puedes encargarte de la seguridad del lugar al que vaya.
Pedro la miró a los ojos durante un largo y tenso momento.
—Está bien —dijo finalmente Pedro.
Al verlo asentir, Paula sintió un enorme alivio.