jueves, 26 de enero de 2017
UN SECRETO: CAPITULO 34
Una vez Pierre se hubo marchado, se comieron el postre y se dirigieron al salón. Paula se sentó en un sillón, se quitó las sandalias y se apretó los dedos de los pies.
—¿Te duelen los pies? —le preguntó Pedro mientras la observaba.
—En realidad, no.
Pero él se los agarró y los colocó sobre el apoyabrazos del sillón.
—Túmbate y relájate.
—Estoy muy llena —dijo ella, cerrando los ojos.
Suspiró e, incapaz de soportar por más tiempo el silencio que se había apoderado de la situación, levantó los párpados para ver qué estaba haciendo él.
Pedro estaba de pie a su lado y la miraba con una extraña expresión reflejada en la cara.
—¿Qué piensas? —preguntó ella.
Él vaciló.
—Dímelo —exigió saber Paula.
—Estaba pensando en todas las mañanas que me he despertado y me he quedado mirando cómo dormías, en la manera en la que apartas las colchas con las piernas, en cómo duermes con la mano bajo tu mejilla…
—¿Me has estado estudiando mientras dormía? —preguntó ella, impresionada.
—Frecuentemente.
—¿Por qué? —quiso saber Paula, que siempre había pensado que él no le prestaba ninguna atención.
—Siempre pareces tan tranquila cuando duermes, estás tan guapa… Me hacía sentir placer, algo que llevar conmigo durante todo el día.
—No lo sabía…
—He echado de menos esos minutos cada mañana —confesó Pedro.
—No lo sabía —repitió ella—. Aunque recuerdo que a veces me despertaba con el sonido de la puerta cerrándose detrás de ti cuando te marchabas del ático.
—Era duro marcharse sin darte un beso de despedida.
—Debiste haberme besado.
—Siempre parecías tan tranquila que no quería despertarte.
—Bueno, puedes compensarlo si me besas ahora.
Él se acercó y posó los labios sobre los de ella. La besó con delicadeza y sintió cómo se le aceleraba el pulso, como siempre le ocurría cuando se acercaba a aquella mujer. Le acarició un hombro, la atrajo hacia sí y la besó más profundamente.
Paula sintió cómo las emociones le invadían el corazón, unas emociones dulces y fuertes al mismo tiempo. Él introdujo la lengua en su boca y con la mano le acarició la garganta, los pechos… y se detuvo en su tripa.
Dejó la mano allí, inmóvil.
Entonces rompió el beso y levantó la cabeza.
—Llevas puesta demasiada ropa.
—Quizá.
—En esta ocasión te la voy a quitar yo. No vas a esconder nada ante mí. Y esta vez no sólo voy a mirar, sino que también voy a tocar.
Antes de que ella pudiera protestar, la tomó en brazos y la subió a la planta superior del ático. Cuando la dejó sobre la enorme cama de su habitación, Paula ya no tenía ganas de quejarse. Pedro se arrodilló sobre las colchas y ella pudo ver que su cara reflejaba una expresión sensual, un poder apasionado que provocó que el corazón le latiera apresuradamente.
Le quitó la falda con un solo movimiento, así como la camiseta plateada que llevaba. La despojó del sujetador y de las braguitas con la misma implacable eficiencia.
Paula se sintió tímida durante un momento al verse allí tumbada, desnuda, mientras él estaba todavía vestido.
—He sido un tonto —dijo Pedro con mucha delicadeza—. He tenido conmigo durante todo este tiempo la mayor joya de todas. Y casi la pierdo.
—Oh, Pedro.
—Te amo, Pau. Siento no haberme dado cuenta antes de lo que significabas para mí, de lo que valías. Te compensaré por ello, te lo prometo. Si me lo permites.
—Todo lo que siempre he querido de ti era tu amor —contestó ella, tendiéndole los brazos.
Entonces Pedro se quitó la ropa y Paula no pudo evitar admirar la belleza de su cuerpo desnudo. Se tumbó a su lado y su potente erección era la prueba fehaciente de lo mucho que la deseaba.
Pero cuando le acarició la cara, los pechos, el vientre, lo hizo con mucha delicadeza. Siguió con los labios el rastro de sus manos.
—Eres mía… Me gustan tus curvas, tus pechos hinchados, tu voluptuosidad. Es muy sexy. No me puedo creer que no me diera cuenta antes de que estabas embarazada —comentó él.
Entonces bajó las manos y Paula gimió al sentir cómo le acariciaba el húmedo centro de su feminidad. Se estremeció cuando la acarició más intensamente.
—¡Oh, Dios mío!
Los dedos de Pedro se movieron con más fluidez al verse lubricados por el calor del cuerpo de Paula, que se sintió invadida por una oleada de placer y gimió el nombre de él en alto.
Inmediatamente Pedro se colocó sobre ella y Paula sintió cómo se derretía al ver lo cuidadoso que estaba siendo.
Cuando la penetró con su sexo, fue una sensación completamente diferente a todas las veces anteriores. La pasión todavía estaba allí y las oleadas de placer comenzaron de nuevo. Ella se sintió protegida y valorada, se sintió muy especial.
Después, él no pudo apartar las manos de su cuerpo. Le acarició el pelo, los pechos y, como guiado por una fuerza que no podía controlar, volvió a tocarle el vientre.
—Todavía no me lo puedo creer —dijo con una gran ternura reflejada en los ojos.
—¡Estás contento por los bebés! —exclamó ella al mirarlo.
—Y orgulloso —contestó Pedro, sonriendo—. No puedo esperar para decirle al mundo entero que estás embarazada.
—Espera un momento… —le pidió ella, que nunca habría imaginado aquello.
—Te casarás conmigo, ¿verdad, Pau? —dijo Pedro, con cierto tono de desesperación en la voz.
Paula apenas podía digerir todo aquello. La emoción la estaba desbordando.
—No respondas ahora. Piénsalo y contéstame la noche de la Exposición para que así tengas tiempo de asimilarlo.
UN SECRETO: CAPITULO 33
Aquella noche, Pedro insistió en ir a buscar a Paula a su apartamento para salir a cenar.
—Para celebrarlo —le dijo con firmeza cuando ella comenzó a protestar.
Pero mientras la ayudaba a subir a su coche, se dijo a sí mismo que era mucho más que eso. No quería perderla de vista, no le iba a dar la oportunidad de desaparecer, de llevarse de nuevo la alegría de su vida.
Cuando introdujo el coche en el aparcamiento de su edificio, oyó cómo ella se quedaba sin aliento.
—¿Vamos a tu ático? Pensaba que íbamos a cenar fuera.
—No te preocupes, no vas a tener que cocinar —contestó él, sonriendo irónicamente—. He pedido la cena a Le Marquis.
Su comentario tuvo el efecto deseado. Sorprendida, Paula rió.
—¿Le Marquis reparte a domicilio?
—En realidad, no —contestó Pedro, apagando el motor de su coche—. Han enviado a un chef para hacer que sea toda una experiencia Le Marquis.
—¿Va a venir un chef a tu ático? No debías haberte molestado tanto —dijo ella, mirándolo con sus bonitos ojos marrones, que reflejaban una leve incertidumbre.
—Pensé que en vez de salir a cenar fuera, preferirías relajarte un poco —comentó él—. Así que sube al ático, siéntate con los pies en alto y disfruta. No hay presión.
—¿No hay presión?
—No voy a tratar de seducirte.
—¡Oh! —exclamó Paula con algo parecido a la decepción reflejándose en sus expresivas facciones.
Pedro salió del coche y se acercó a abrir la puerta del acompañante.
Aquella noche no iba a tratar sobre sexo, sino sobre Paula.
Quería demostrarle lo especial que era.
Las puertas francesas del salón del ático estaban abiertas para que así entrara la calidez de aquella noche. Un chef francés estaba dándole los últimos toques al primer plato: una magistral combinación de lechuga, salmón ahumado y pepinillos. Al acercarse ellos a la mesa, el chef tomó la pashmina que llevaba Paula mientras Pedro separaba una silla para ella.
Una vez estuvieron sentados, el chef, que se presentó a sí mismo como Pierre, les dijo las opciones que tenían de segundos. Paula se decidió por el filete de pollo
con crema Roquefort y Pedro eligió boeuf Bourguignon.
Entonces Pierre se dirigió a la cocina y les dejó a solas.
Durante unos segundos el silencio se apoderó de la situación.
—¿Qué piensas realmente de los bebés? —preguntó por fin Paula.
—Estoy aturdido. Nunca me había visto como padre. Y menos como padre de gemelos.
Pero en aquel momento la posibilidad de casarse con Paula y la idea de convertirse en padre de dos miniaturas de carne y hueso, hijos de ella y de él, lo intrigaba tanto que quería convencerla de que se casara con él. Mejor antes que después. No quería perderse ni un momento de aquella experiencia tan impresionante.
—¿Estás enfadado? —quiso saber ella.
—¿Por qué debería estar enfadado?
—¿Por qué me quedé embarazada?
—Hacen falta dos personas para ello —contestó él, sonriendo.
—¿No se te ha pasado por la mente que yo quisiera atraparte para que te casaras conmigo?
—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Piensas que tal vez yo te esté echando la culpa? ¿Qué estoy pensando que lo hiciste a propósito? —dijo Pedro, negando con la cabeza—. No lo pienso.
Paula suspiró y él la miró con intensidad.
—¿Qué es lo que te preocupa, Pau?
—No estoy segura de si lo comprenderías.
—Dilo. Podemos solucionarlo juntos. ¿Te preocupa que los bebés vayan a minar tu salud? ¿Qué vayas a perder tu identidad? No te preocupes por eso. Si quieres trabajar, podemos encontrar una salida. Sé lo importante que es tu carrera para ti.
—Es extraño —contestó Paula—. Siempre pensé que mi trabajo lo era todo para mí, pero hace un par de meses algo cambió. De repente me di cuenta de que podía abandonar Alfonso Diamonds, mi carrera, y que ello no cambiaría mi personalidad ni mis creencias.
—¿Te refieres a cuando descubriste que estabas embarazada?
—Eso fue parte de ello —respondió ella, mirándolo a los ojos—. Pero no todo. ¿Recuerdas que nos peleamos porque yo quería que pasáramos juntos las Navidades?
—Pau, no tenemos que hablar sobre rencillas del pasado. Hoy no. Vamos a celebrar lo del bebé… quiero decir lo de los bebés —se corrigió Pedro a sí mismo.
—Tengo que decirte una cosa —insistió ella—. Quería pasar aquellas vacaciones contigo porque necesitaba que me demostraras que nuestra relación tenía algún futuro.
Pedro acercó una mano por encima de la mesa y la posó sobre la de ella.
—Lo siento. Fui un egoísta.
—Pero yo no comprendí lo importante que era para ti pasar tiempo con tu padre en Byron Bay. No lo entendía. Me sentí herida al ver que nunca me invitabas a compartir las celebraciones de tu familia. Pensé que te avergonzabas de mí.
—Nunca me avergoncé de ti. Pero no quería que nadie supiera que estaba teniendo una aventura con alguien que trabajaba para mí. Si me avergüenzo de alguien, es de mí mismo. Debería haber sido más considerado.
—Y yo debería haberte dicho lo que quería —dijo Paula, entrelazando sus dedos con los de él—. Pero estaba destrozada. Por una parte tenía miedo de alejarte de mí, pensaba que romperías nuestra relación si yo sacaba el asunto… después de todo conocía tu postura. Pero por otra parte quería tratar el tema, quería un compromiso por tu parte.
—Compromiso que yo no estaba preparado para realizar.
—Entonces descubrí que estaba embarazada. Me llevé una gran impresión. Pero también descubrí que me gustaba la idea de tener un hijo. Estaba preparada para ello. Pero tú habías dicho…
—Que no quería gatos, niños… ¡y desde luego ningún anillo de compromiso!
Paula se quedó mirándolo, levemente asustada por la crítica que había hecho él de sí mismo.
—Sí, bueno. Así que cuando la prueba de embarazo dio positiva, supe que lo nuestro había terminado.
—Yo no estaba preparado para casarme —admitió él—. Lo siento mucho, Pau.
—Está bien. Yo regresé con el propósito de romper nuestra relación. Iba a ser muy firme. No te iba a decir nada sobre el bebé hasta que lo hubiera asumido yo misma.
—Pero no me lo dijiste ni en ese momento.
—Porque estaba enfadada contigo por no ofrecerme el compromiso que quería. Decidí viajar directamente a Auckland para la inauguración de la nueva joyería de la ciudad. Pero perdí el vuelo. Telefoneé a Vina, la secretaria de Raul, y ella lo arregló todo para que yo viajara con tu padre en el avión que posteriormente sufrió el accidente… aunque normalmente yo trataba de mantenerme tan alejada de él como me fuera posible.
—¿Por qué?
—Es una historia muy larga —contestó Paula.
—Tengo toda la noche —dijo Pedro, intuyendo que fuera lo que fuera lo que tenía que contar ella, era importante para su futuro.
Pero Pierre eligió ese preciso momento para salir de la cocina con la cena.
—Créme brúléede postre, ¿oui? —preguntó el chef.
Ambos asintieron con la cabeza.
En cuanto Pierre se hubo marchado de nuevo a la cocina y hubo cerrado la puerta tras de sí, Paula agarró su tenedor y su cuchillo. Durante unos minutos comieron en silencio.
—Mi madre trabajó para tu padre —dijo por fin ella—. Primero como empleada temporal y, después, como lo que de manera eufemística se califica como «acompañante de viaje».
Pedro sabía que debía haberse mostrado más sorprendido, pero no lo estaba. Aquello explicaba por qué la madre de ella le había resultado familiar cuando la había visto en el funeral.
—Por eso evitabas a mi padre, por eso me dijiste que lo despreciabas.
—Sí —contestó Paula, respirando profundamente—. Una vez husmeé en las cosas de mi madre y encontré una nota que le había enviado Enrique. Debió de haberla mandado después de una falsa alarma de embarazo. Me asustó.
—¿Qué decía?
—Que si se quedaba embarazada tendría que abortar.
—Oh, Dios mío —dijo Pedro, palideciendo.
—En lo más profundo de mi corazón pensé que tal vez tú fueras a exigirme lo mismo.
—Por eso no me dijiste nada cuando descubriste que estabas embarazada. Pero quiero que sepas que jamás te habría pedido que hicieras eso. Apenas puedo creer que él esperara que tu madre abortara si se quedaba embarazada.
—Siento haber dudado de ti —contestó ella, suspirando. Se sintió aliviada al haberse dado cuenta de que Pedro no era como su padre—. Sé que él era tu padre y que dices que quiso a tu madre, y que lamentó mucho la desaparición de tu hermano. Sé que lo admirabas. Pero yo jamás vi ese perfil suyo. Sólo vi al despiadado hombre de negocios que era un mujeriego. Estaba aterrorizada por si la aventura de mi madre terminaba rompiendo el matrimonio de mis padres.
—Te comprendo. Debió de haber sido muy difícil para ti convertirte en mi amante con todo ese pasado —dijo él, saboreando los últimos bocados de la cena.
—El día que fuimos a Miramare, dijiste que no eras capaz de resistirte a mí —comentó ella, sonriendo—. Bueno, el sentimiento es mutuo. ¿Qué posibilidad tenía? Tú eras guapo, inteligente y podías encandilar a quien quisieras. Traté con todas mis fuerzas de resistirme a ti, ¿pero cómo iba a hacerlo?
—Estás exagerando. ¿Discutiste sobre eso con mi padre aquel día en el aeropuerto? ¿Sobre la manera en la que trató a tu madre?
—No —contestó Paula, mirándolo a los ojos—. Discutimos sobre ti.
—Cuéntame, Pau.
—Él había descubierto… nuestra relación. Sabía que teníamos una aventura y que yo estaba viviendo en tu ático.
—¿Y…? —quiso saber Pedro, pensando que su padre debía de haber utilizado un detective.
—Quería que yo rompiera la relación. Me dijo que no era digna de ser pareja de ningún Alfonso. Quizá pudiera ser una amante, pero jamás una pareja oficial. «De tal palo, tal astilla», fueron sus palabras exactas.
Pedro contuvo las ganas de decir unas cuantas palabrotas.
Le molestó ver el dolor que reflejaban los ojos de Paula, dolor que alguien de su propia sangre había causado.
—Él sólo reafirmó que yo jamás sería suficientemente buena para ti, que siempre seguiría siendo la hija de una de sus amantes.
—Estupideces —dijo Pedro—. Nadie te ve como eso. Mi hermana te admira, y también Raul. Y a Dani también le gustas. La gente te respeta porque eres una mujer inteligente y elegante. No dejes que mi padre destroce tu confianza en ti misma. Él era un maestro en conseguir ese tipo de cosas.
—Eso no fue todo —continuó ella.
—Quiero saberlo todo, cada detalle, por muy minimo que consideres que sea.
—Subimos al avión y una vez allí me amenazó. Me dijo que si me negaba a romper contigo me echaría y a ti te desheredaría —explicó Paula con el dolor reflejado en los ojos—. Pero que si hacía lo que él quería, conservaría mi trabajo y él consideraría no dejarle todas sus acciones a su hijo mayor. Yo pensaba que se refería a Karen. Jamás se me ocurrió que pudiera estar hablando de Dario.
—¿Tú qué dijiste? —preguntó Pedro con la furia reflejada en la voz.
—Yo ya había decidido romper contigo, así que le dije que renunciaba a mi trabajo y me bajé del avión.
—Bien por ti —dijo él, impresionado ante todo aquello.
—Estaba furiosa y disgustada. Al bajar del avión, casi me choqué contra Marise, que en aquel momento subía por las escalerillas. Estaba demasiado tensa como para venir al ático. Sabía que te tenía que ver para decirte que todo se había acabado, pero quería tiempo para pensar. Había renunciado, así que no podía regresar al trabajo a la mañana siguiente… Además, se suponía que yo estaría en Auckland.
—¿Adónde fuiste?
—Se estaba haciendo tarde, así que fui a mi apartamento. Sabía que en poco tiempo me mudaría a vivir allí de nuevo. Creí que tú pensarías que yo ya estaba en Auckland, por lo que tenía un día de gracia.
—Cuando el avión desapareció, me enviaron por fax la lista de pasajeros… en la que todavía figuraba tu nombre. Casi me muero —confesó Pedro. Aquél había sido el peor momento de su vida—. Traté de telefonearte con la inútil esperanza de que hubieras decidido ir de otro modo. Pero no contestabas al teléfono.
Él había pensado que Paula había muerto y el dolor se había apoderado de sus sentidos. También lo había invadido un sentimiento de culpa al percatarse de que estaba más preocupado por su amante que por su padre.
—Apagué mi teléfono móvil —explicó ella—. No quería hablar contigo. No hasta que decidiera qué iba a decirte para terminar la relación. Pero entonces fue demasiado tarde. Oí en las noticias que el avión de tu padre había desaparecido.
Así que fui a buscarte, ya que pensé que me necesitarías. ¿Por qué nunca me dijiste que pensaste que había muerto?
—Cuando aquel día regresé a casa después de una jornada terrible y te encontré sentada delante de la televisión viendo las noticias sobre la desaparición de mi padre, había demasiadas cosas que hacer que requerían que yo estuviera centrado. Pensé que ya habría suficiente tiempo después para tratar de paliar lo vacío que me había sentido.
—Fue entonces cuando comenzaste a sospechar que había algo entre Enrique y yo —dijo ella.
—No ayudó el hecho de que tú te apartaras cada vez más de mí. Eso no me tranquilizó mucho.
—Yo me sentía infeliz… y estaba embarazada. Tenía que terminar nuestra relación, pero tú estabas muy dolido. ¿Cómo iba a ser tan insensible de apartarme de ti en un momento tan duro como aquél?
—Y yo no te puse las cosas muy fáciles —reconoció él, que había estado muy centrado en sus propias preocupaciones y disputas familiares.
Pero al haberse enterado de que Paula estaba embarazada, había descubierto que sí que quería casarse. Nada le haría más feliz que tener un futuro con ella y con sus hijos.
Amaba a Paula. No lo había descubierto de repente, sino que había sido algo gradual. Le había llevado un tiempo darse cuenta de que lo que sentía por ella era amor.
Quería compartir el resto de su vida con Paula.
Quería que ella fuera su esposa.
Pero no podía culparla por rechazarlo. Había vivido con ella y jamás había intentado convertirla en algo más que en su amante. Era normal que pensara que él no era mejor que su padre y no sabía cómo iba a convencerla de cuánto la necesitaba.
—Paula… —comenzó a decir, tendiéndole una mano.
—El postre está delicioso —interrumpió Pierre, saliendo en ese preciso momento de la cocina y dejando en la mesa los postres—. Delicioso.
—Gracias, Pierre —dijo Pedro, apartando la mano y reprimiendo la necesidad que sentía de acercarse a Pau.
—He preparado café. Está en la cocina, junto con dos tazas. Ahora yo me tengo que marchar, ¿oui?
—Oui —concedió Pedro
miércoles, 25 de enero de 2017
UN SECRETO: CAPITULO 32
Tras aquella semana tan ajetreada, Paula estuvo casi todo el fin de semana durmiendo. No había duda de que su cuerpo estaba cambiando, se estaba hinchando, engordaba cada día. Mientras se dirigía en coche hacia el trabajo el lunes por la mañana se dijo a sí misma que después de la exposición iba a compensar todo el estrés que estaba sufriendo e iba a estar una semana entera durmiendo.
Su día laboral no comenzó bien. Cuando entró en la sala de exposiciones le informaron de que Emma, una de las dependientas, había telefoneado diciendo que estaba enferma y les había dejado cortos de personal. Y después, esbozando una gran sonrisa, Candy dijo que habían vendido el diamante rosado que tanto le gustaba a ella.
Pero al enterarse de que Pedro había estado ya por allí y que se había marchado para asistir a una reunión en Pitt Street, se tranquilizó un poco. Suspiró silenciosamente. Por lo menos tendría un poco de tiempo para prepararse para verlo de nuevo.
A mediodía, tras haber atendido a muchos clientes y haber estado varias horas de pie, necesitó un descanso. Se preparó un té y se dirigió a su despacho para ponerse al día con sus correos electrónicos. Y allí la encontró Pedro, que entró en la sala, cerró la puerta despacio tras de sí y se apoyó contra ella. Paula se puso tensa, temerosa de una confrontación tras su último encuentro… en el que había rechazado su oferta de matrimonio.
—Hola, ¿cómo te encuentras? —preguntó él con algo curiosamente parecido a la dulzura reflejado en los ojos.
—Estoy cansada. Estoy ganando más peso del que debería.
Pedro se acercó a ella y repentinamente el espacio del despacho pareció muy pequeño.
—¿Puedes sentir cómo se mueve el niño?
—No, pero mi tripa está creciendo. ¿Quieres tocarla? —sugirió ella.
—Tendré cuidado —aseguró él, a quien se le iluminó la cara.
Paula sintió un nudo en la garganta al observar cómo Pedro se arrodillaba delante de ella y colocaba cuidadosamente las manos sobre su tripa.
—Ya se nota un poco tu embarazo —comentó él, acariciándola.
—Estoy engordando.
—Tú nunca estarás gorda. Eres preciosa, Pau.
—Gracias —dijo ella, mirándolo.
Pedro le estaba acariciando la tripa con mucha delicadeza y ella dejó de sentirse tan cansada y tan pesada. Todo porque él le había dicho que era preciosa.
—Durante la hora de comer tengo una cita para realizarme mi primera ecografía —le informó. Entonces vaciló un poco—. ¿Te gustaría venir?
—Nada me detendrá —contestó él con el placer reflejado en la mirada.
***
Mientras esperaban en la consulta del médico, Pedro le agarró la mano. Cuando llegó el momento de entrar, Paula le presentó al doctor Waite, el cual no pudo ocultar su sorpresa al conocer al señor Alfonso. Entonces ella fue a cambiarse de ropa y, cuando regresó, vestida con un camisón de hospital, una enfermera le indicó que podía tumbarse en una camilla.
Paula se tumbó donde le habían indicado y Pedro se sentó en una silla que había al lado. Le tomó de nuevo la mano mientras la enfermera le cubría a ella la tripa con un gel muy frío.
Segundos después, el doctor Waite indicó la pantalla.
—Mirad, ahí está el feto.
—Puedo verlo —dijo Pedro, apretándole aún más la mano a ella.
Paula lo miró y vio que estaba observando la pantalla con la intensidad que normalmente reservaba para los balances.
—Paula, aquí está la razón por la que has estado tan cansada y hambrienta. Así como también la razón de que hayas ganado tanto peso —continuó el médico.
—¿Qué es? ¿Qué hay mal? —preguntó ella, ansiosa.
—Hay otro corazón latiendo.
—¿Otro? —repitió Paula, desconcertada. Miró la pantalla y trató de comprender.
—Son gemelos —dijo Pedro—. Por el amor de Dios, eso es lo último que esperaba.
Paula se estremeció.
Pedro iba a arrepentirse de haberle propuesto matrimonio e iba a salir corriendo de allí. Y ella no podría culparlo. ¿Por qué iba a quedarse con la embarazada hija de un mecánico, que estaba esperando gemelos, cuando podía elegir a la mujer más bella de Sidney?
—¿Hay gemelos en tu familia, Paula? El gen de los gemelos puede ser hereditario por parte de la madre —explicó el doctor Waite.
—Mi madre tiene una gemela —contestó ella, tratando de concentrarse. Estaba muy impresionada.
Pero entonces Pedro la miró y ella pudo ver que no estaba esbozando la expresión de un hombre que estaba a punto de salir corriendo. Si no hubiera sabido como era él, si no hubiera sabido lo cauteloso que era acerca de perder la libertad que le ofrecía su lujosa vida de soltero, quizá habría sido lo suficientemente tonta como para pensar que el brillo de sus ojos, la emoción que reflejaban, era amor.
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