sábado, 21 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 17




Paula introdujo la tarjeta que controlaba el ascensor en el bloque de pisos donde vivía Pedro. Le resultó extraño entrar al ascensor que le llevó al ático en el que había vivido durante un año. Pero aquel día sería el último que regresaría a aquel lugar.


Cuando las puertas se abrieron salió al descansillo y se detuvo en seco.


En vez de la soledad que había esperado encontrar allí, vio que Pedro estaba sentado en el salón, vestido con unos pantalones vaqueros negros y un polo blanco. Estaba irresistible.


—Se suponía que ibas a estar jugando al golf —dijo ella de forma acusatoria, tratando de recuperarse de la impresión.


No comprendía cómo Pedro se había perdido su partido de golf, que era sagrado para él.


—Pensé que quizá fueras a venir esta mañana —contestó él—. No he ido al golf para poder ayudarte.


—Pero… —comenzó a decir Paula. No necesitaba su ayuda—. No tenías por qué haber hecho eso.


—Oh, pero lo he hecho —señaló él, levantándose—. Has vivido aquí durante un año, ¿Cómo iba a dejar que te marcharas como un ladrón en la noche?


A pesar de sus educadas palabras, los ojos de Pedro parecían turbulentos.


—Estaré bien, de verdad —afirmó ella, mirando su reloj—. Si te marchas ahora…


—Ya es muy tarde para que vaya a jugar.


—Pero podrías llegar a…


Agitando la mano, Pedro descartó el golf y a sus compañeros de juego.


—He enviado un sustituto; no me necesitan —afirmó.


—Ni yo tampoco —murmuró ella con rebeldía.


—No, creo que no —contestó él con cierto cinismo.


—¿Qué se supone que significa eso? —quiso saber Paula.


—Ahora tienes a Xander Safin para satisfacer tus… necesidades.


—Lo que has dicho es repugnante. Xander es un compañero de trabajo. Entre nosotros hay una relación laboral.


—¿Besas a todos tus compañeros?


Paula parpadeó y trató de comprender a lo que se refería él. 


¿Un beso?


Entonces recordó que se había despedido de Xander con un beso la noche en la que habían salido a cenar juntos.


—Deberías haberte acercado a saludar en vez de esconderte donde quiera que estuvieras. Fue un beso de despedida para Xander, que se ha convertido en amigo mío.


—¿Esperas que crea que no te marchaste con él? —dijo Pedro, examinando a Paula con la mirada.


—No me importa lo que creas; lo que te estoy diciendo es que me fui sola a casa —contestó ella—. Cielo santo, tienes muy mala opinión de mí. Primero me acusas de ser la amante de tu padre y ahora de ser la querida de Xander. ¡Decídete!


—Expuesto así, sí que suena un poco exagerado. Te creo cuando dices que Xander tan sólo es un compañero de trabajo.


—¡Vaya, gracias!


—No tienes que marcharte, Pau. Puedes regresar.


Paula lo miró fijamente, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Antes siquiera de poder responder, él la abrazó. 


Pudo ver reflejada en sus ojos una primaria intensidad que reconoció.


—No digas nada, sólo piensa en esto —le ordenó él.


«Esto» fue un beso tan intenso y apasionado que provocó que ella gritara. Pedro aprovechó e introdujo la lengua en su boca; la saboreó como si fuera la cosa más dulce del mundo. 


Entonces gimió y la abrazó más estrechamente.


Paula fue consciente de su feminidad y de la fuerza de la erección de él presionando sobre su vientre.


—¡No! —espetó.


—¿No? —dijo Pedro, levantando la cabeza.


—No quiero esto. Quiero marcharme a mi casa.


—Ésta es tu casa, Paula.


Ella logró apartarse de él.


—¿Este lugar? ¿Mi casa? ¡Nunca! ¿Crees que un lujoso nidito de amor con sofás de cuero es lo que yo llamaría «mi casa»? —preguntó, pensando que aquél no era lugar para que un niño creciera—. Es como un museo… ni siquiera aceptaste que mi gato viviera aquí.


—Pues trae el maldito gato contigo, si eso es lo que necesitas para ser feliz.


—No es sobre Picasso.


—¿Entonces cuál es el problema? Dices que Xander no es la razón por la que te has marchado, ni tu gato tampoco. ¿Por qué te fuiste?


—¿Cómo puedes preguntarme eso cuando creías que yo era la amante de tu padre mientras vivía contigo? —quiso saber ella, respirando profundamente.


—Espera —ordenó él—. He estado pensando sobre eso —durante un instante, una leve vulnerabilidad se reflejó en sus ojos—. Me equivoqué y me disculpo por ello.


—¡Gracias! ¿Y se supone que eso debe hacerme feliz? —preguntó Paula, frustrada—. Me destrozaste la vida y una disculpa no va a arreglar las cosas. Tú y yo… no va a funcionar, Pedro.


—Espera —dijo él, desconcertado—. Juntos éramos felices.


Pedro había sido feliz. Ella habría hecho cualquier cosa para que fuera feliz.


—Nos regíamos por tus reglas.


—Te dije desde el principio que no quería casarme…


—No te estoy pidiendo que te cases conmigo —lo interrumpió ella antes de que Pedro pudiera decir algo más doloroso—. Creo que ni el matrimonio arreglaría ahora las cosas. Desde que me mudé a Sidney me he percatado de cuánto te pareces a tu padre.


—Tú sabías cuánto deseaba convertirme en presidente de Alfonso Diamonds, eras consciente de que quería tener más participación en la empresa —contestó él, frunciendo el ceño.


—¿Cuánto más necesitas? Está claro que ya tienes suficiente poder y riqueza como para mantenerte feliz durante el resto de tu vida… No importa, Pedro. Esto… nosotros… nunca iba a haber durado. Es mejor que termine ahora. ¿Vas a ayudarme a hacer las maletas o no?


—Estás cometiendo un error —le aseguró Pedro, esbozando una mueca.


Pero ella pensó que mayor error sería quedarse ya que él no quería un bebé ni una familia. No tenía otra opción que marcharse de su vida y más tarde, cuando se le comenzara a notar el embarazo, le diría la verdad acerca del bebé que él nunca quiso.


En ese momento ya sería demasiado tarde para que le exigiera que abortara.





UN SECRETO: CAPITULO 16




Paula se percató de que los días habían pasado muy rápido. 


Estaba muy ocupada y en la tienda no paraban de entrar clientes. Y a ello había que sumarle que estaba prestando su ayuda para la organización de la exposición de joyería. Cada noche regresaba a su apartamento completamente destrozada.


Cuando el viernes por la mañana entró en la tienda en espera de otro largo día laboral antes del fin de semana, le sorprendió encontrarse a Pedro en su despacho con una taza de café entre las manos. Parecía muy cómodo y relajado en sus dominios. Pero Paula se sintió acosada y levemente enferma al oler el café.


Al verla entrar, Pedro se levantó.


—No te molestes en levantarte —dijo ella, sentándose en la silla que había detrás del escritorio.


Paula acababa de tener una cita con su médico. Le había mencionado lo cansada que estaba y éste le había aumentado la dosis de hierro que debía tomar. Cuando el doctor Waite le había dicho que los mareos comenzarían a desaparecer ya que se encontraba en el segundo trimestre del embarazo, ella había sentido ganas de besar al hombre en gratitud. Pero también le había dicho que quizá pudiera estar un poco distraída durante el trimestre en el que entraba. Ella había querido gritar al recordar todo el trabajo que tenía por delante. No podía permitirse estar en tal estado.


Cuando Pedro se hubo sentado de nuevo, ella se centró en su ordenador.


—No recuerdo que tuviéramos una cita —dijo educadamente.


—No la teníamos —contestó él, dando un sorbo a su café y examinándola con sus ojos verdes—. Pero quería decirte antes de que te lo dijera otra persona que voy a trasladar aquí mi despacho durante las próximas semanas para preparar la exposición de joyas.


—¿Aquí? ¿Vas a trabajar aquí? —preguntó Paula, sintiendo cómo se le agarrotaba el corazón.


Pedro asintió con la cabeza.


—Piénsalo. Tiene mucho sentido.


—Pero Karen también está involucrada en el proyecto y trabaja desde las oficinas centrales —contestó Pau, preguntándose por qué demonios tenía que trasladar él su despacho.


—Karen sólo se encarga de la publicidad. Holly McLeod y un par de personas más que trabajan con ella tienen sus despachos en Pitt Street, así que no sería buena idea que mi hermana se trasladara aquí abajo —explicó él, dando otro
sorbo a su café—. Pero yo quiero estar donde se mueve todo, en el lugar donde se celebrará la exposición, donde se exponen nuestras joyas y donde estarán los clientes.


—¿Pero dónde te vas a sentar? —preguntó ella, que trató de mostrarse calmada aunque por dentro estaba horrorizada—. Querrás algún lugar tranquilo donde puedas trabajar. Aquí la mayor parte del espacio está tomado por el salón de exposiciones, un par de salas de citas, que están siendo muy utilizadas, los sótanos y los almacenes. No puedes utilizar la cantina de los empleados —añadió sin importarle si no parecía muy amable.


No quería tener a Pedro todo el día a su alrededor… como un recordatorio permanente de todo lo que había perdido. 


Sería demasiado doloroso.


Y aumentaba las posibilidades de que descubriera que estaba embarazada.


—Encontraré algún lugar —contestó él, encogiéndose de hombros—. Hay una pequeña sala de juntas aquí al lado que podría utilizar.


—Pero los enchufes están demasiado alejados de la mesa como para que puedas utilizar tu ordenador portátil —dijo ella, que sabía que Pedro nunca se acordaba de cargar la batería de su ordenador—. Y tampoco hay conexión telefónica.


—Puedo utilizar mi teléfono móvil —aseguró él, mirando de reojo—. Tú tienes suficientes enchufes aquí como para crear una central de energía. Siempre puedo compartir tu despacho si necesito utilizar mi portátil.


¡Oh, no!


—Estaré fuera de la ciudad durante un tiempo y tú pasas mucho tiempo en los almacenes. Hay mucho espacio para ambos.


Horrorizada, Paula se quedó mirándolo. Había estado comiendo en su despacho con la puerta cerrada y los pies en alto para que no se le hincharan los tobillos debido al calor. Y había estado haciendo pequeñas pausas durante el día cuando el cansancio se apoderaba de ella. Con Pedro tan cerca, éste no tardaría mucho tiempo en comenzar a hacer preguntas.


—Haz lo que quieras. Tú eres el jefe —dijo, apartando la vista de él y centrándose en su ordenador.


—Voy a necesitar tu ayuda, Pau.


—¿Con qué? —preguntó ella, sintiendo el corazón dolido al oír el diminutivo de su nombre.


—Con la exposición de joyas —contestó Pedro. Entonces vaciló y habló solemnemente a continuación—. Hay personas que están murmurando que debíamos haber cancelado la exposición debido al fallecimiento de mi padre. Creo que son rumores creados por la competición y la prensa ha estado encantada de difundirlos. Yo quiero que la exposición sea un tributo para mi padre, que sea la mejor que jamás se haya hecho.


—Desde luego que te ayudaré —contestó ella, que no podía negarse. Entonces recordó algo por lo que había querido telefonearlo—. Me gustaría ir a buscar el resto de mis cosas durante el fin de semana. ¿Mañana sería conveniente? —preguntó pensando que, como todavía tenía llaves del ático, podría ir en un momento en el que él estuviera jugando al golf como hacía todos los sábados.


Se creó un tenso silencio que sólo rompió ella.


—¿O quizá sería mejor la semana que viene?


—La semana que viene no, porque estaré en Janderra durante unos días y no te podré ayudar a hacer las maletas.


—Pero ¿qué pasa con la competición? —quiso saber ella, sorprendida.


La competición anual de diamantes de San Valentín se iba a celebrar la semana siguiente en Melbourne. La tensión se apoderó de ella. El año anterior había pasado el día fingiendo no conocer a Pedro y la noche volviéndose loca en sus brazos.


—Sería una pena perdérselo —dijo, mirándolo.


—Estoy demasiado ocupado para ir a Melbourne. Si quieres, puedes pasar mañana a buscar tus cosas —contestó él, levantándose.


Entonces se marchó, llevándose consigo su taza vacía. 


Paula se sintió como despojada de algo. Se puso la mano sobre la tripa. En la consulta del médico había oído el latido del corazón del bebé. Había sido muy ruidoso, pero el doctor le había explicado que parte del ruido era su propio corazón sonando al mismo tiempo. Pero había hecho que todo fuera tan real, tan emocionante…


Lo que había faltado había sido que Pedro hubiera estado a su lado para compartir la alegría






viernes, 20 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 15







Al día siguiente por la tarde, Pedro aparcó su coche de manera brusca frente al umbral del Louvre Bar, donde había invitado a Raul y a su hermana para tomar algo y hacer una tregua. Iban a celebrar el nombramiento de él como presidente.


Llegó pronto y al entrar al bar vio dos cabezas rubias muy juntas. Apretó los dientes con fuerza.


¿Paula y Xander Safin?


Se preguntó si Xander era la razón por la que Paula lo había abandonado y por primera vez consideró a Xander como un hombre y no sólo como un diseñador de joyas. Era indiscutiblemente atractivo… alto, acicalado y poseedor de unas atrayentes facciones eslavas.


Demasiado absortos el uno en el otro, ninguno de los dos se había percatado de su presencia. Xander estaba sentado demasiado cerca de Paula y estaba hablándole con entusiasmo. Ella escuchaba con atención y de vez en cuando realizaba algún comentario.


La capacidad para escuchar que poseía Paula la diferenciaba de cualquier otra mujer que él había conocido y echaba mucho de menos su compañía y sus silencios. Paula le ponía las cosas fáciles para relajarse y para poder comportarse como él mismo.


Había pasado menos de una semana alejado de ella y ya echaba de menos todas esas cosas.


Encontró una mesa vacía y se sentó en uno de los bancos que la rodeaban. Desde aquella perspectiva todavía podía verlos. Ni siquiera había sabido que ella veía a Xander fuera del trabajo. Pero cuando Paula dijo algo que provocó la risa de su acompañante, estuvo claro que tenían bastante confianza entre sí.


Aquello era sólo culpa suya. Él había sido el que había insistido en que mantuvieran vidas sociales separadas y, aunque le había sido completamente fiel a Paula mientras habían estado juntos, no había querido tenerla pegada como una lapa cuando él finalizara la relación. Pero su filosofía se había vuelto en contra suya.


Paula era una mujer atractiva e inteligente. Sin duda habría una cola de hombres esperando a ocupar su lugar. 


Empezando por el maldito Xander Safin.


—¿Qué está haciendo Paula con él?


Pedro levantó la vista y vio a Raul sentarse en el banco que había frente al suyo. Llevaba dos cervezas en las manos. Le acercó una a él, que se dio la vuelta para mirar a su hermana.


—No le he dicho nada. Te lo prometo. Lo adivinó todo él solo —explicó Karen antes de que Pedro la reprendiera


—Supongo que ello convierte la reacción que tuve ante vuestra relación… —comenzó a decir Pedro, mirando a Raul y a su hermana— en algo completamente hipócrita.


—¿Ésa es la razón por la que te esforzaste tanto en ocultar tu relación con Paula? —preguntó Raul—. ¿No querías que se supiera que te estabas acostando con un miembro del personal ya que tú siempre has estado en contra de ese tipo de relaciones?


—Las relaciones sentimentales entre empleados de las empresas siempre causan tensiones.


—No siempre —terció Karen, sonriendo a Raul.


—Mira a papá —comentó Pedro, que envidiaba lo compenetrados que estaban Karen y Raul.


—Despedía a sus secretarias cuando éstas se tomaban demasiado en serio sus atenciones —contestó Karen, agitando la cabeza—. Pobres mujeres.


—Exactamente. Y su oficina entraba en estado de caos durante semanas.


—¿Entonces por qué comenzaste una relación con Paula si sabías que probablemente la ibas a despedir… y que ella sería tan tonta como para enamorarse de ti?


Las palabras de su hermana lo impresionaron. ¿Paula enamorada de él? De ninguna manera.


—Pensé que esta vez sería diferente y que sería capaz de controlar la situación.


—¿De la misma manera que controlas todo lo demás? —quiso saber Karen.


Pedro le dirigió una dura mirada y su hermana levantó las manos.


—Está bien, lo retiro.


—Nunca pretendí que fuera más que una breve aventura. Paula lo sabía. Y yo sabía que papá no aprobaría la relación entre ambos. Siempre me dejó claro que en lo que a mujeres se refería debía pensar con la cabeza. Los contactos son… eran… importantes para él.


—¿Lo dices porque la familia de ella no es rica? —preguntó Karen—. Eso es ridículo. Ella dirige con gran habilidad la tienda de Sidney, diseña muy bien, sabe lo que quiere el consumidor y tiene un don para los negocios.


—Nunca me había dado cuenta de que eras fan suya.


—Hemos pasado mucho tiempo juntas durante el último mes y me gustaría pensar que la puedo considerar amiga mía —contestó Karen.


—Estoy seguro de que a papá no le habría importado que Paula fuera mi «amiga»… él mismo tenía muchas —dijo Pedro, esbozando una mueca—. Pero no creo que le hubiera hecho mucha gracia descubrir que ella estaba viviendo en mi ático.


—¿Está viviendo contigo? —preguntó Karen, impresionada—. ¿Por qué tanto secreto?


—¿Entonces qué está haciendo ella con Xander Safin? —terció Raul.


—Hemos roto —confesó Pedro de mala gana.


—Oh, Pedro—dijo Karen—. A veces me desconciertas. Ella es lo mejor que te podía haber pasado… ¿y a ti te preocupa lo que hubiera pensado papá?


Pedro pensó que quizá su hermana tuviera razón; se había comportado como un estúpido.


—Tú sabes cómo eran las cosas, Karen —no pudo evitar decir—. Siempre teníamos que hacer lo correcto. Ya conoces el precio de decepcionar a Enrique Alfonso.


Él siempre había tratado de ser el hijo que Enrique había querido, pero había llegado el momento de vivir su vida como él quería… de dejar de ser un clon de su padre.


—Papá está muerto y nosotros ya no somos unos niños. Ya te lo he dicho antes; Paula Chaves es estupenda, hermano pequeño.


—No parece que Pedro vaya a tener una oportunidad —comentó Raul, señalando con la cabeza hacia la otra pareja.


Pedro dirigió su mirada hacia donde estaba Paula… sólo para ver cómo ella se acercaba a darle un beso en los labios a Xander Safin.


Los celos se apoderaron de él. ¡Malditos fueran! Paula no tenía ningún derecho de besar a otro hombre. Ella debía estar en su cama, no en los brazos de aquel hombre. 


Paula era su mujer… y sólo suya.


—Marchémonos de aquí… —le dijo entonces a su cuñado, apartando la vista de la pareja y mirando a éste a los ojos— antes de que le pegue una paliza.


Había sabido que algo la había llevado a ella a romper la relación. Y ese algo era el condenado Xander Safin.


Enfurecido, no comprendió cómo ella se había marchado con otro hombre y se preguntó si se había sentido descuidada o si había creído que él se avergonzaba de ella.


—No hay necesidad —contestó Raul—. Ya se marchan. Si quieres recuperarla vas a tener que actuar con rapidez. Está claro que ella no se va a quedar sentada llorando por ti.


Pedro tuvo que reconocer que Raul tenía razón; había esperado que ella se diera cuenta de su error y que regresara con él, pero al haberla visto en una actitud tan íntima con Xander ya no sabía qué pensar. Si no se apresuraba, quizá la perdiera para siempre.


Paula le pertenecía y lo que necesitaba era una manera de hacer que pasara tiempo con él. Iba a hacer las cosas de distinta manera; iba a asegurarse de cautivarla tan intensamente que ella no tuviera necesidad de mirar a otro hombre.


Pero en aquel momento lo único que pudo hacer fue observar cómo la mujer que deseaba más que nada en el mundo salía del bar en compañía del alto y rubio diseñador de joyas.




UN SECRETO: CAPITULO 14





Al día siguiente todos sabían que Raul Perrini era el nuevo presidente y Paula sintió mucha pena por Pedro. Pero no se iba a permitir la debilidad de telefonearlo y ofrecerle sus condolencias. Tenía que pensar en ella… y en el hijo de ambos.


No lo vio aquel día y pensó que seguramente estarían pasando demasiadas cosas en la oficina de Pitt Street. 


Cuando llegó a su apartamento después de haber ido a nadar a la piscina local, Picasso estaba muy nervioso y vio que había mensajes en su contestador automático.


Pedro.


Pero entonces recordó que él ni siquiera tenía aquel número de teléfono. El mensaje era de su madre, a quien ella le había dado el número aquel mismo día. Cuando sacó su teléfono móvil del bolso, vio que tenía cuatro llamadas perdidas que él había realizado aquella tarde. Se sentó en una silla y puso la cabeza entre las manos. Entonces tomó de nuevo su teléfono móvil.


—Me he enterado de lo de la presidencia. Lo siento. ¿Por eso viniste a la tienda? ¿Para decírmelo?


—¿Por eso me has telefoneado? —preguntó Pedro a su vez—. ¿Para decirme que lo sientes?


—¿Por qué si no?


—Entiendo —contestó él, que parecía extraño.


—¿Pedro…? —al no obtener respuesta, Paula continuó—. ¿Quieres que vaya a verte?


—¿Venir a verme o volver?


—No voy a volver contigo —afirmó ella con dureza.


—No te preocupes, ahora mismo no necesito compasión —dijo él, suspirando.


Al colgar el teléfono, Paula pensó que Pedro Alfonso era un tonto que no necesitaba nada… ¡ni su amor!