miércoles, 14 de diciembre de 2016
TE QUIERO: CAPITULO 4
—Palmera de chocolate. ¡Bien! —Sol se lanzó en picado sobre la merienda; como todas las tardes, llegaba hambrienta del colegio. Su madre llenó un vaso de leche y lo puso junto a su plato.
—Voy a ver a la Tata.
Dejó a su hija merendando en la cocina, se asomó al diminuto dormitorio que había junto a esta y vio que la Tata estaba profundamente dormida. Llevaba dos días metida en la cama, víctima de una gripe bastante agresiva, y la verdad era que la pobre no tenía buena cara. De pronto, a Paula le
pareció que aparentaba hasta el último de sus sesenta y seis años.
En realidad, hacía más de un año que debería haberse jubilado, pero ahí seguía, trabajando sin parar, en vez de dedicarse a dormitar al sol y vivir de su pensión en la casita que había heredado de sus padres en el pueblo. Sin embargo, cuando las cosas se torcieron la Tata había insistido en permanecer a su lado, a pesar de que había habido meses en que ni siquiera podía pagar su sueldo.
Paula sonrió con ternura y salió de puntillas para no despertarla.
Sol ya había terminado de merendar y había recogido su plato. Al ver el enorme bigote de leche que coronaba su labio superior Paula sintió uno de aquellos arrebatos de puro amor que le entraban cada vez que la miraba y, sin importarle lo más mínimo que pudiera mancharle el vestido con su carita sucia, la estrujó contra sus caderas en un asfixiante abrazo y se dijo que tenerla a ella hacía que todo lo pasado hubiera merecido la pena.
—¡Ay, mamá, que me ahogas! —protestó la niña.
—¡Uy, mi niña qué rica es!
En ese momento, sonó el timbre de la puerta y no le quedó más remedio que soltarla para ir a abrir.
—Hola, hola. Te recuerdo que quedaste en llamar para contarme y aún estoy esperando.
Su amiga Candela entró como un torbellino. Según Lucas, que no la tragaba, tenía la misma delicadeza que un Panzer de la II Guerra Mundial. Sol se abalanzó sobre su madrina, que al instante la alzó en el aire y dio unas cuantas vueltas con ella en brazos mientras ambas reían a carcajadas.
—Veamos. —Candela la colocó de nuevo en el suelo y midió con el canto de la mano por dónde le llegaba la cabeza infantil—. Creo que has vuelto a crecer, bichejo. A este paso, en un par de años me sacarás una cabeza.
Sol sonrió, encantada, aunque Paula, más escéptica, dudó de que una hija suya y de Álvaro —ella no pasaba del metro sesenta y dos, y su marido tampoco había sido alto— alcanzara alguna vez los ciento setenta y seis centímetros, descalza, que medía su amiga.
—Pasa. —La condujo al diminuto salón, oscuro y desordenado, que también hacía las veces de cuarto de juegos y almacén. Como la Tata estaba enferma y ella había estado todo el día fuera, los juguetes de la niña estaban por todas partes. Quitó su oso de peluche favorito del sillón y apartó de un puntapié a la Nancy, pintarrajeada con boli y con la rubia melena llena de trasquilones, que las miraba con sus ojos de cristal muy abiertos, horrorizada ante su estado de completa desnudez—. Sol, recoge tus juguetes ahora mismo o tu madrina va a pensar que eres una desordenada.
Obediente, pero sin parar de hablar con la recién llegada, su hija empezó a recoger a la misma velocidad de crucero de un caracol que, en vez del caparazón, se hubiera echado a la espalda un edificio de veinte pisos mientras Paula iba a la cocina a buscar unas cocacolas. Cuando por fin se sentó en el incómodo sillón, que pedía a gritos un retapizado, se quitó los zapatos con un suspiro de alivio.
—Estoy agotada —suspiró, al tiempo que apoyaba la cabeza en el respaldo lleno de bultos y cerraba los párpados unos segundos.
—¿Qué tal ha ido la entrevista? Ya sabes que cualquier cosa que venga de parte del Mataperros me parece sospechosa. —Al oírla, Paula no pudo evitar una sonrisa.
Había conocido a su amiga en una época difícil de su vida.
En aquellos tiempos, tan solo tenía ocho años; su madre acababa de morir y su padre, que viajaba demasiado a causa de sus negocios, la había enviado a un selecto internado en Suiza, donde todas las noches lloraba hasta caer rendida.
Unas semanas más tarde llegó Candela, hija de padres divorciados para los que también resultaba un estorbo. Una noche, en el enorme y frío dormitorio común en el que dormían diez alumnas, escuchó los sollozos que ella se esforzaba por ahogar apretando la cara contra la almohada y, en completo silencio, se acercó y se sentó en el borde del colchón. Sin decir una palabra, empezó a acariciarle el pelo con suavidad, hasta que, al fin, Paula se calmó un poco y volvió la cabeza para mirarla.
A la luz lechosa de la luna llena que entraba por el ventanal, reconoció a la pelirroja que había aparecido en su clase dos días antes. Tan solo llevaba puesto el sencillo camisón blanco de manga larga, que también formaba parte del uniforme escolar, y estaba descalza. Sus cortos cabellos
apuntaban en todas las direcciones mientras los dientes le castañeteaban por el frío. En silencio, Paula apartó un poco las sábanas en una muda invitación y la pelirroja se deslizó junto a ella sin dudarlo. Aquella noche durmieron estrechamente abrazadas sintiéndose un poco menos solas y, desde entonces, se convirtieron en inseparables.
A Lucas, alias el Mataperros, lo conoció un par de años más tarde. Era el hijo de unos amigos de su padre que estaban desesperados con su mal comportamiento. Manuel Chaves del Diego, que siempre estaba dispuesto a echar una mano al prójimo, lo invitó a pasar el verano en su finca de
Extremadura lejos de las malas compañías que frecuentaba el chico y, aunque al principio Paula y él habían chocado un poco, acabaron haciéndose buenos amigos. De hecho fue Lucas quien, unos años más tarde, le presentó al que se convertiría en su marido.
En resumen, Candela y Lucas nunca habían disimulado la antipatía que sentían el uno por el otro.
Paula no sabía si eran celos o, tal vez, aquel desgraciado accidente que tuvo como involuntarios protagonistas a la flamante escopeta de aire comprimido de él, y al cachorro de mastín que Candela acababa de adoptar. El caso era que se llevaban a matar y, en cuanto se encontraban —lo que ocurría a menudo pues Paula era la mejor amiga de ambos—, saltaban chispas.
—En esta ocasión te equivocas, Cande. El sueldo es fabuloso y el trabajo parece fácil.
Paula sirvió las bebidas y le acercó el bol lleno de almendras saladas, que era lo único que había encontrado en la despensa. Su amiga bebió un poco de cocacola sin quitarle la vista de encima, dejó el vaso sobre la mesa y comentó, enarcando una ceja con escepticismo:
—Me cuesta creer que el estúpido de tu amigo vaya a serte, por fin, de alguna utilidad.
—Candela, sabes que no me gusta que hables así de Lucas. —Paula solo la llamaba por su nombre completo cuando estaba enojada—. Puede que hace unos años fuera un poco alocado, pero después lo ha compensado con creces. No es justo que todavía le guardes rencor. Ahora tiene un trabajo
respetable y parece que se gana bien la vida.
—Un trabajo respetable. ¡Ja! —La pelirroja alzó su pequeña nariz con desdén—. No sé cómo puedes llamar trabajo a ir de fiesta en fiesta estableciendo contactos, y juntar amigotes ricos para irse de juerga por esos mundos de Dios, con la excusa de cazar animales indefensos.
—Digas lo que digas, organizar viajes para cazadores que buscan trofeos exóticos es un trabajo tan digno como ser abogado del turno de oficio.
Bueno, a lo mejor un poco menos altruista sí que era, reconoció Paula para sus adentros; pero Lucas se ganaba la vida honradamente, haciendo algo que le apasionaba y, por mucho que Candela se metiera con él, aquello no tenía nada de malo.
Su amiga hizo un gesto despectivo con la mano.
—No sé qué hacemos perdiendo el tiempo hablando del Mataperros. Mejor cuéntame lo de hoy. — Sus ojos grises, enormes y redondos, se clavaron en su interlocutora con expectación.
Entonces, Paula empezó a contarle todos los detalles de su encuentro con Pedro Alfonso y Candela la escuchó con interés, interrumpiendo solo de cuando en cuando para pedir alguna aclaración.
—¿De qué se conocen? —preguntó en un momento dado.
—Creo que hace un año o así Lucas organizó una batida de caza en Kenia para el americano y unos cuantos de sus mejores clientes. Al parecer, conectaron desde el principio y se han hecho buenos amigos.
Cuando terminó de contar la historia, Candela se recostó a su vez sobre el respaldo del sofá y tan solo dijo:
—Caray.
Al ver que no parecía inclinada a comentar nada más, Paula frunció el ceño y preguntó impaciente:
—¿Solo vas a decir eso?
La pelirroja respondió con otra pregunta:
—¿Qué tal es tu americano? ¿Es guapo?
Su amiga se quedó un rato pensando en la mejor forma de describir a Pedro Alfonso.
—Supongo que es atractivo a su manera… una especie de diamante en bruto. Es muy alto y su rostro es agresivamente masculino. No sé decirte, la verdad, es tan distinto de Álvaro…
—Y Álvaro era taaaan guapo. —El sarcasmo que encerraba su tono la molestó.
—Pues sí que lo era —afirmó a la defensiva.
—Está bien, reconozco que tu marido era un auténtico Adonis, pero si vas a comparar a todos los hombres que conoces con él, no encontrarás a nadie que te haga tilín.
Paula miró en dirección a Sol, que jugaba con las Pin y Pon bajo el único rayo de luz que entraba por la pequeña ventana de aquel piso semiinterior, en apariencia ajena por completo a su conversación, antes de responder en un susurro agitado:
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no estoy interesada en conocer a nadie? ¡Jamás, óyeme bien, jamás volveré a casarme! Tengo a Sol, y ella es cuanto necesito.
Candela notó el súbito brillo en los ojos castaño claro y cambió de tema al instante.
—Anda, cuéntame más cosas de ese diamante en bruto. Ya sabes que a mí los hombres muy machos me vuelven loca.
Al oír aquello, Paula no pudo evitar soltar una carcajada. En efecto, conocía los gustos de su amiga en cuanto a hombres se refería: le gustaban absolutamente todos. Desde que entró en la edad del pavo, empezó a empalmar un novio con otro; conocía a un chico, daba igual que fuera alto, bajo,
calvo, flaco… se enamoraba con locura y, con la misma rapidez, se desenamoraba y lo hacía a un lado sin compasión. Cada vez que coincidían, Lucas la pinchaba con aquel tema. «¡Cuidado, que viene la Mantis! ¡Hombres, sujetad vuestras cabezas!» exclamaba en cuanto la veía aparecer, y a Candela se la llevaban los demonios.
—Parece uno de esos tipos grandotes y amables que no tienen malicia alguna. En realidad, vete tú a saber. —Se encogió de hombros—. No creo que un hombre hecho a sí mismo, que ha creado una fortuna de la nada, sea tan manso. Tiene un gusto espantoso para vestir, hace mucho ruido al beber, se limpia la boca con la mano y me llama «baby» cada dos por tres; sin embargo, pienso que no me
llevará mucho tiempo corregir esas pequeñas manías. Lo importante es que, con el sueldo que me va a pagar durante estos tres meses, podré quitarme de encima algunas de mis deudas más apremiantes.
La pelirroja asintió, comprensiva, pues conocía muy bien en qué situación había quedado su amiga tras la muerte de Álvaro. En numerosas ocasiones había insistido en ayudarla con sus pesadas cargas económicas, pero Paula se había negado siempre. Sabía de sobra que Candela no soportaba pedir dinero a sus padres y con su sueldo de abogado apenas le llegaba para mantenerse a sí misma.
—¿Te han vuelto a molestar esos tipos? —Los ojos grises, tan expresivos, no podían ocultar su preocupación.
Paula se encogió de hombros en su gesto habitual cuando trataba de simular indiferencia.
—Han tratado de meterme prisa; pero, con un poco de suerte, este dinero los mantendrá a raya durante una buena temporada.
En ese momento sonó la alarma de su móvil.
—Espera un momento. Voy a darle la medicina a la Tata.
Llegó justo a tiempo de pescarla con la bata puesta y a punto de levantarse de la cama.
—¡¿Pero no has oído al médico?! Tienes que estar en reposo, re-po-so —repitió igual que si hablara con una niña pequeña y obstinada—, al menos durante un par de días más. Mira, Tata, no me lo pongas más difícil; o me obedeces o le digo a tu amiga la portera que suba a hacerte una visita.
El pie que tanteaba bajo la cama tratando de enfundarse una de las zapatillas se detuvo en el aire.
La Tata no soportaba a la portera. Desde que se habían mudado a aquel minipiso, le había declarado la guerra, una guerra larvada a base de sarcasmos que la pobre mujer, que en cambio se desvivía por agradarla, era incapaz de captar.
La miró con expresión de reproche durante unos segundos, pero al ver que Paula se mantenía firme, soltó un hondo suspiro —que a otra menos acostumbrada a sus chantajes emocionales le hubiera partido el corazón— y volvió a quitarse la bata.
—Está claro que sabes elegir bien tus amenazas —gruñó, volviéndose a tapar con las sábanas.
—Te recuerdo que tuve una buena maestra. —La mirada que le lanzó Paula estaba cargada de significado—. Así que si no quieres que azuce a la portera para que suba y te vuelva loca con su cháchara, ya sabes, te tomas ahora mismo la medicina y no te mueves de aquí hasta nueva orden.
Cuando volvió al salón, Candela estaba a cuatro patas en el suelo armando un puzzle con Sol, así que Paula aprovechó para encender el portátil y revisar su correo. El mail con el contrato y el briefing para la fiesta esperaban en la bandeja de entrada, así que lo imprimió todo y se puso a leerlo.
A medida que iba pasando páginas, se indignaba más y más.
—¡Creo que necesito una abogada, este contrato está lleno de cláusulas abusivas! —exclamó al llegar al final.
Al oírla, su amiga se levantó de un salto, se sentó junto a ella en el sofá y le arrebató las hojas de las manos. Cuando terminó de leer, un agudo silbido salió de sus labios.
—¿Vas a firmar esto? Pensé que la esclavitud había sido abolida en España hacía unos cuantos siglos. —Incrédula, leyó por segunda vez una de las cláusulas.
—Ya me avisó que a partir de ahora le iba a pertenecer en cuerpo y alma, pero pensé que bromeaba. —Los, en general, plácidos ojos castaños despedían chispas de indignación.
—¡¿De verdad te dijo eso?! ¡Caray, tengo que conocer a ese yanqui! Qué morbo, ¿no? Parece una de esas novelas de látigos y sumisión que están ahora tan de moda. —Candela babeaba, literalmente, y empezó a leer en alto—: «La señorita Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara se
compromete a acudir, sin importar qué hora sea del día o de la noche, siempre que el señor Pedro Alfonso requiera su presencia; asimismo, la señorita Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara tendrá la obligación de acompañar a su empleador a cualquier viaje imprevisto que pudiera surgir. Del mismo modo…». ¡Un momento! Voy a ver si me he saltado esa parte en la que explica cuánto, qué y cómo debes comer cada día.
—Ja, ja, muy graciosa. —Paula colocó uno de los largos mechones castaño oscuro detrás de su oreja—. Es increíble lo que algunas tenemos que tragar para conseguir un trabajo. Ya me parecía a mí que el aspecto cándido y bonachón de ese tipo era solo una tapadera. En fin, pásame el boli; los pobres no podemos elegir.
La pelirroja le tendió un bolígrafo que había sobre la mesa y ella firmó en la línea de puntos sin que le temblara el pulso.
De pronto, a Candela se le ocurrió una idea alarmante.
—No será un acosador sexual, ¿verdad?
—¿Qué es un acosador sexual? —Aquella pregunta, formulada por una aguda voz infantil, les hizo dar un respingo.
Las dos se habían olvidado por completo de la presencia de Sol; pero, a esas alturas, Paula ya era experta en esquivar situaciones difíciles, así que respondió sin perder la sangre fría:
—Anotador virtual, cariño, anotador virtual. Es el que hace más puntos en el Candy Crush, ya sabes, ese juego del móvil que tanto te gusta.
—¿Y cuántos puntos crees que pretende marcarte este anotador virtual? —insistió su amiga, con una mueca burlona.
Paula la miró con el ceño fruncido y contestó sin dudarlo:
—Ni uno solo, no es ese tipo de jugador.
—¿Cómo puedes saber eso si apenas lo conoces?
La morena se encogió de hombros.
—Simplemente, lo sé.
martes, 13 de diciembre de 2016
TE QUIERO: CAPITULO 3
Al final, la lluvia que había caído a primera hora se había quedado tan solo en una amenaza y ahora volvía a lucir el sol. Aun así, la mañana era fresca, así que Paula se arrebujó en su trench rojo de Escada que, aunque ya tenía unos cuantos años, estaba a la última y taconeó por la acera con rapidez; a pesar de ello, con sus largas zancadas, Pedro Alfonso se mantenía a su lado sin problemas.
No llevaba jersey ni, por supuesto, la abracadabrante riñonera negra que se había empeñado en atar a su cintura unos minutos antes, y que ella, inflexible, le había obligado a dejar en la habitación del hotel; sin embargo, no parecía tener ningún frío. Sus brazos, morenos y fibrosos —y, como se dijo a sí misma, cada uno del tamaño de uno de sus muslos—, no mostraban la menor señal de carne de gallina.
En esa ocasión, Paula se preguntó si alguna vez habría trabajado como obrero de la construcción.
No le costaba nada imaginarlo con una vieja camiseta empapada en sudor mientras daba un largo trago a una bebida refrescante, después de una larga jornada de lanzar paletadas de cemento bajo un sol de justicia.
Al ver el rumbo que tomaban sus pensamientos, se llamó al orden, impaciente. Pedro Alfonso ni siquiera era su tipo; de pronto, le vino a la cabeza el tipo de hombre que le había gustado hasta entonces y apretó los puños con fuerza.
«¡No es el momento de pensar en hombres!». Enfadada consigo misma, alzó el brazo con tanto ímpetu que casi le salta un ojo a su acompañante. Un taxi que bajaba en ese momento por el Paseo del Prado se detuvo frente a ellos en el acto, y así empezó su maratón particular.
A los pocos minutos llegaron a la Milla de Oro de Madrid, donde se encontraban las firmas de lujo internacionales más importantes. No dejaron de visitar una sola tienda: Armani, Hermès, Versace, Dolce&Gabbana, alguna sastrería de las de toda la vida… fue una auténtica orgía de compras. Pantalones, camisas, trajes, corbatas, vaqueros, calcetines, calzoncillos, gemelos; incluso compraron un par de trajes de baño.
El americano se portó como un valiente. Aunque se notaba a distancia que la ropa no le interesaba lo más mínimo, aceptó con docilidad probarse todas las prendas que a ella le parecieron adecuadas y solo opuso una leve resistencia cuando Paula se negó en redondo a que comprara una camiseta de tirantes verde lima y una braga náutica de leopardo con un enorme logotipo de Armani situado en un
lugar estratégico que se le habían antojado.
La verdad era que daba gusto con él, pensó, complacida, mientras lo examinaba con interés tras salir del probador. A pesar de ser altísimo, Pedro Alfonso era un hombre bien proporcionado, de hombros muy anchos y estrechas caderas, al que cualquier trapito que se pusiera le sentaba bien.
Después de que Pedro ordenara en la última tienda que le enviaran todas las compras al hotel se derrumbaron, exhaustos, pero contentos, en las sillas de una de las numerosas terrazas de la calle Juan Bravo.
—Estoy rendida —confesó Paula, dando un buen sorbo a su cocacola light. Lo que más le hubiera apetecido en ese momento habría sido quitarse los tacones y poner los pies en alto.
Pedro se pasó el dorso de su manaza por la frente con expresión dramática y se secó un inexistente sudor.
—Me alegra escucharlo, baby. Reconozco que me daba pavor que insistieras en seguir de compras esta tarde.
Paula negó con una sonrisa. En realidad lo había pasado muy bien. Aun haciendo gala de aquellos modales un tanto rústicos, su nuevo jefe había resultado un tipo muy divertido.
—Creo que por hoy ha sido más que suficiente. Además, a las cinco tengo que ir a recoger a mi hija al colegio. La persona que suele ocuparse de eso está enferma —comentó al tiempo que se abalanzaba, hambrienta, sobre la ración de jamón ibérico que acababa de servirles el camarero.
De pronto, notó que Pedro la miraba muy serio.
—¿Tienes una hija? —Ella asintió con la boca llena—. Lucas me dijo que eras viuda, pero no sabía que tenías hijos.
—Una niña, Sol. —A Paula se le iluminó el rostro, como siempre que hablaba de su hija—. Tiene seis años y, aunque esté mal que lo diga su madre, es adorable. En realidad, se parece mucho a su padre; Álvaro era el hombre más guapo que he visto jamás.
Pedro había dejado de comer y mantenía los labios muy apretados. Sus ojos azules se habían oscurecido y tenían una expresión tormentosa que ella no supo interpretar.
—Imagino que te resultaría muy difícil aceptar su muerte —dijo, al fin.
—Siempre es difícil aceptar que una persona joven, que a priori debería tener toda la vida por delante, se vaya antes de tiempo —comentó tan solo, sin entrar en muchos detalles. Lo último que le apetecía en aquel momento era hablar de Álvaro y de las duras circunstancias que habían rodeado su
muerte.
Alfonso pareció captar su estado de ánimo y cambió de tema al instante.
—Ahora, Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara, hablemos de negocios. Mañana a primera hora te enviaré por correo electrónico el contrato que sellará nuestro acuerdo. En cuanto lo firmes, pasarás a ser lo más parecido a una esclava por un periodo de tres meses. Durante ese
tiempo, estarás a mi completa disposición mañana, tarde y noche, ¿lo has entendido? —Una vez más, se había convertido en el frío e implacable hombre de negocios que había atisbado nada más conocerlo y que le daba cierto repelús.
—Sí, amo Alfonso—respondió con una mueca.
Complacido, el americano se recostó sobre el respaldo de la silla metálica con aquella irritante expresión del gato que acaba de zamparse al canario y, de nuevo, Paula sintió una ligera inquietud, aunque la hizo a un lado en el acto.
Necesitaba disponer de aquel dinero lo antes posible.
—Exacto. A partir de ahora seré tu amo. Me pertenecerás en cuerpo y alma. ¡No te asustes! Es solo una forma de hablar.
Una vez más, Pedro Alfonso pareció leer sus pensamientos y esbozó aquella sonrisa bonachona que, después de haber pasado toda la mañana a su lado, ella sabía bien que utilizaba para desarmar a sus interlocutores quienes, al verla, lo tomaban por un grandullón inofensivo. Grandullón puede, pero inofensivo… A ella no se la daba.
TE QUIERO: CAPITULO 2
Media hora después Paula contemplaba, desesperada, el enorme montón de ropa hortera apilado sobre la enorme cama de la no menos enorme suite que ocupaba el americano. Él, en cambio, hablaba por teléfono muy tranquilo, repantingado en un confortable sillón cerca de la ventana, sin perderla de vista en ningún momento. En cuanto colgó, se metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta, cruzó los brazos sobre su pecho imponente y se dirigió a ella con expresión de perro bonachón.
—¿No te gusta nada? —preguntó de buen humor.
Ella lo miró, cautelosa.
—¿Puedo ser completamente sincera? —El americano asintió con una sonrisa divertida y, sin mucha delicadeza, Paula deletreó entonces su opinión para que no hubiera dudas—: Todo lo que tienes es ho-rri-ble.
Una bien dibujada ceja castaña clara, del mismo tono que sus cortos cabellos, se alzó en la frente masculina con altivez.
—Son todas prendas de marca. Las compró mi secretaria y me aseguró que eran el último grito.
Paula le mostró una camisa de seda morada con el cuello y los puños color fresa con cara de asco y replicó:
—El último grito, sí. El último alarido que da una persona con una módica cantidad de buen gusto antes de caer fulminada ante semejante visión, querrás decir. Ni John Travolta en Fiebre del sábado noche se atrevería a lucir algo así. Tenemos que ir de compras ahora mismo. Veamos —frenética, rebuscó entre el enorme montón de ropa y, por fin, sacó unos vaqueros desgastados y una camiseta de
algodón gris de la Universidad de Massachusetts—, por ahora tendrás que conformarte con esto. ¿Tienes otros zapatos?
Sin poder reprimirse, Paula le soltó una patada a una fila de zapatos que iban del beige al blanco, todos con unas puntas agresivamente cuadradas, y él se vio obligado a contener una sonrisa.
—Me temo que si no te gusta ninguno de esos, tan solo quedan las zapatillas de deporte — respondió, sin embargo, con toda seriedad.
Paula levantó la vista del montón de ropa y, al ver el aspecto contrito de aquella enorme masa humana, se enterneció. De pronto le recordó a su hija Sol, quien solía lucir una expresión semejante cuando se negaba en redondo a seguirla en alguna de aquellas enloquecidas iniciativas a las que era tan aficionada.
—Bueno, no te preocupes por nada,Pedro, enseguida lo solucionaremos.
Se acercó a él y apoyó la palma de su mano en aquella espalda imponente que parecía una puerta acorazada tratando de consolarlo. Sorprendida, notó el estremecimiento que recorrió su cuerpo de arriba abajo, pero, al instante, Pedro Alfonso se puso en pie alejándose de ella, se acercó a la ventana y permaneció contemplando el denso tráfico que circulaba a esas horas por la Plaza de Neptuno con total tranquilidad.
Paula sacudió la cabeza; otra vez estaba imaginando cosas.
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