martes, 13 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 3





Al final, la lluvia que había caído a primera hora se había quedado tan solo en una amenaza y ahora volvía a lucir el sol. Aun así, la mañana era fresca, así que Paula se arrebujó en su trench rojo de Escada que, aunque ya tenía unos cuantos años, estaba a la última y taconeó por la acera con rapidez; a pesar de ello, con sus largas zancadas, Pedro Alfonso se mantenía a su lado sin problemas.


No llevaba jersey ni, por supuesto, la abracadabrante riñonera negra que se había empeñado en atar a su cintura unos minutos antes, y que ella, inflexible, le había obligado a dejar en la habitación del hotel; sin embargo, no parecía tener ningún frío. Sus brazos, morenos y fibrosos —y, como se dijo a sí misma, cada uno del tamaño de uno de sus muslos—, no mostraban la menor señal de carne de gallina.


En esa ocasión, Paula se preguntó si alguna vez habría trabajado como obrero de la construcción.


No le costaba nada imaginarlo con una vieja camiseta empapada en sudor mientras daba un largo trago a una bebida refrescante, después de una larga jornada de lanzar paletadas de cemento bajo un sol de justicia.


Al ver el rumbo que tomaban sus pensamientos, se llamó al orden, impaciente. Pedro Alfonso ni siquiera era su tipo; de pronto, le vino a la cabeza el tipo de hombre que le había gustado hasta entonces y apretó los puños con fuerza.


«¡No es el momento de pensar en hombres!». Enfadada consigo misma, alzó el brazo con tanto ímpetu que casi le salta un ojo a su acompañante. Un taxi que bajaba en ese momento por el Paseo del Prado se detuvo frente a ellos en el acto, y así empezó su maratón particular.


A los pocos minutos llegaron a la Milla de Oro de Madrid, donde se encontraban las firmas de lujo internacionales más importantes. No dejaron de visitar una sola tienda: Armani, Hermès, Versace, Dolce&Gabbana, alguna sastrería de las de toda la vida… fue una auténtica orgía de compras. Pantalones, camisas, trajes, corbatas, vaqueros, calcetines, calzoncillos, gemelos; incluso compraron un par de trajes de baño.


El americano se portó como un valiente. Aunque se notaba a distancia que la ropa no le interesaba lo más mínimo, aceptó con docilidad probarse todas las prendas que a ella le parecieron adecuadas y solo opuso una leve resistencia cuando Paula se negó en redondo a que comprara una camiseta de tirantes verde lima y una braga náutica de leopardo con un enorme logotipo de Armani situado en un
lugar estratégico que se le habían antojado.


La verdad era que daba gusto con él, pensó, complacida, mientras lo examinaba con interés tras salir del probador. A pesar de ser altísimo, Pedro Alfonso era un hombre bien proporcionado, de hombros muy anchos y estrechas caderas, al que cualquier trapito que se pusiera le sentaba bien.


Después de que Pedro ordenara en la última tienda que le enviaran todas las compras al hotel se derrumbaron, exhaustos, pero contentos, en las sillas de una de las numerosas terrazas de la calle Juan Bravo.


—Estoy rendida —confesó Paula, dando un buen sorbo a su cocacola light. Lo que más le hubiera apetecido en ese momento habría sido quitarse los tacones y poner los pies en alto.


Pedro se pasó el dorso de su manaza por la frente con expresión dramática y se secó un inexistente sudor.


—Me alegra escucharlo, baby. Reconozco que me daba pavor que insistieras en seguir de compras esta tarde.


Paula negó con una sonrisa. En realidad lo había pasado muy bien. Aun haciendo gala de aquellos modales un tanto rústicos, su nuevo jefe había resultado un tipo muy divertido.


—Creo que por hoy ha sido más que suficiente. Además, a las cinco tengo que ir a recoger a mi hija al colegio. La persona que suele ocuparse de eso está enferma —comentó al tiempo que se abalanzaba, hambrienta, sobre la ración de jamón ibérico que acababa de servirles el camarero.


De pronto, notó que Pedro la miraba muy serio.


—¿Tienes una hija? —Ella asintió con la boca llena—. Lucas me dijo que eras viuda, pero no sabía que tenías hijos.


—Una niña, Sol. —A Paula se le iluminó el rostro, como siempre que hablaba de su hija—. Tiene seis años y, aunque esté mal que lo diga su madre, es adorable. En realidad, se parece mucho a su padre; Álvaro era el hombre más guapo que he visto jamás.


Pedro había dejado de comer y mantenía los labios muy apretados. Sus ojos azules se habían oscurecido y tenían una expresión tormentosa que ella no supo interpretar.


—Imagino que te resultaría muy difícil aceptar su muerte —dijo, al fin.


—Siempre es difícil aceptar que una persona joven, que a priori debería tener toda la vida por delante, se vaya antes de tiempo —comentó tan solo, sin entrar en muchos detalles. Lo último que le apetecía en aquel momento era hablar de Álvaro y de las duras circunstancias que habían rodeado su
muerte.


Alfonso pareció captar su estado de ánimo y cambió de tema al instante.


—Ahora, Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara, hablemos de negocios. Mañana a primera hora te enviaré por correo electrónico el contrato que sellará nuestro acuerdo. En cuanto lo firmes, pasarás a ser lo más parecido a una esclava por un periodo de tres meses. Durante ese
tiempo, estarás a mi completa disposición mañana, tarde y noche, ¿lo has entendido? —Una vez más, se había convertido en el frío e implacable hombre de negocios que había atisbado nada más conocerlo y que le daba cierto repelús.


—Sí, amo Alfonso—respondió con una mueca.


Complacido, el americano se recostó sobre el respaldo de la silla metálica con aquella irritante expresión del gato que acaba de zamparse al canario y, de nuevo, Paula sintió una ligera inquietud, aunque la hizo a un lado en el acto. 


Necesitaba disponer de aquel dinero lo antes posible.


—Exacto. A partir de ahora seré tu amo. Me pertenecerás en cuerpo y alma. ¡No te asustes! Es solo una forma de hablar.


Una vez más, Pedro Alfonso pareció leer sus pensamientos y esbozó aquella sonrisa bonachona que, después de haber pasado toda la mañana a su lado, ella sabía bien que utilizaba para desarmar a sus interlocutores quienes, al verla, lo tomaban por un grandullón inofensivo. Grandullón puede, pero inofensivo… A ella no se la daba.


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