martes, 13 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 2





Media hora después Paula contemplaba, desesperada, el enorme montón de ropa hortera apilado sobre la enorme cama de la no menos enorme suite que ocupaba el americano. Él, en cambio, hablaba por teléfono muy tranquilo, repantingado en un confortable sillón cerca de la ventana, sin perderla de vista en ningún momento. En cuanto colgó, se metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta, cruzó los brazos sobre su pecho imponente y se dirigió a ella con expresión de perro bonachón.


—¿No te gusta nada? —preguntó de buen humor.


Ella lo miró, cautelosa.


—¿Puedo ser completamente sincera? —El americano asintió con una sonrisa divertida y, sin mucha delicadeza, Paula deletreó entonces su opinión para que no hubiera dudas—: Todo lo que tienes es ho-rri-ble.


Una bien dibujada ceja castaña clara, del mismo tono que sus cortos cabellos, se alzó en la frente masculina con altivez.


—Son todas prendas de marca. Las compró mi secretaria y me aseguró que eran el último grito.


Paula le mostró una camisa de seda morada con el cuello y los puños color fresa con cara de asco y replicó:
—El último grito, sí. El último alarido que da una persona con una módica cantidad de buen gusto antes de caer fulminada ante semejante visión, querrás decir. Ni John Travolta en Fiebre del sábado noche se atrevería a lucir algo así. Tenemos que ir de compras ahora mismo. Veamos —frenética, rebuscó entre el enorme montón de ropa y, por fin, sacó unos vaqueros desgastados y una camiseta de
algodón gris de la Universidad de Massachusetts—, por ahora tendrás que conformarte con esto. ¿Tienes otros zapatos?


Sin poder reprimirse, Paula le soltó una patada a una fila de zapatos que iban del beige al blanco, todos con unas puntas agresivamente cuadradas, y él se vio obligado a contener una sonrisa.


—Me temo que si no te gusta ninguno de esos, tan solo quedan las zapatillas de deporte — respondió, sin embargo, con toda seriedad.


Paula levantó la vista del montón de ropa y, al ver el aspecto contrito de aquella enorme masa humana, se enterneció. De pronto le recordó a su hija Sol, quien solía lucir una expresión semejante cuando se negaba en redondo a seguirla en alguna de aquellas enloquecidas iniciativas a las que era tan aficionada.


—Bueno, no te preocupes por nada,Pedro, enseguida lo solucionaremos.


Se acercó a él y apoyó la palma de su mano en aquella espalda imponente que parecía una puerta acorazada tratando de consolarlo. Sorprendida, notó el estremecimiento que recorrió su cuerpo de arriba abajo, pero, al instante, Pedro Alfonso se puso en pie alejándose de ella, se acercó a la ventana y permaneció contemplando el denso tráfico que circulaba a esas horas por la Plaza de Neptuno con total tranquilidad.


Paula sacudió la cabeza; otra vez estaba imaginando cosas.






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