lunes, 7 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 13





No había estado allí desde aquel verano de cinco años atrás. 


Había intentado olvidar el pasado, pero el recuerdo de su última visita aún estaba fresco.


Pedro salió a la terraza, confiando en que el paisaje le ayudara a rebajar su tensión, pero estar allí le devolvía a su niñez, algo que quería evitar.


Maldijo entre dientes y se fue al despacho y encendió el ordenador. Durante la siguiente hora, hizo un sinnúmero de llamadas y, cuando no pudo posponer el momento por más tiempo, se dio una rápida ducha y se cambió para comer.


Se guardó el teléfono en el bolsillo y se fue a buscar a Paula. 


La encontró sentada en la terraza, a la sombra, con una limonada en la mano y un libro en el regazo, contemplando la bahía.


No se había dado cuenta de su llegada, y se quedó allí un momento, observándola. La noche que había pasado con ella no había sido suficiente. Deseaba despojarla de aquel bonito vestido azul que llevaba y llevársela directamente a la cama. Pero sabía que, a pesar de lo que dijera, no era una mujer capaz de dejar sus sentimientos fuera del dormitorio, así que sonrió y salió a la terraza.


–¿Estás lista?


–Sí.


Se puso unas bailarinas plateadas y dejó el libro en la mesa.


–¿Hay algo que deba saber? ¿Quiénes estarán?


–Mi padre y Daniela. Querían que fuera una comida familiar.


–En otras palabras, tu padre no quiere que vuestro primer reencuentro en mucho tiempo sea en público –dijo y apuró la bebida–. No te preocupes por mí mientras estemos aquí. Seguro que encontraré una cara amable con la que charlar.


Pedro se quedó contemplando la curva de sus mejillas y el hoyuelo en la comisura de sus labios, y decidió que era ella la que tenía una cara amable. Si tuviera que elegir una sola palabra para describirla, sería extrovertida. Era cálida, simpática y estaba seguro de que más de un invitado querría charlar con ella.


Se ofreció a llevarla en coche para evitar el calor, pero prefirió caminar y, de camino a la casa principal, lo frió a preguntas. Que si su padre seguía trabajando, que a qué se dedicaba, que si tenía más familia aparte de él…


La sospecha de que se sentía más cómoda que él en aquella situación, la confirmó nada más llegar a casa de su padre. Al ver la mesa junto a la piscina dispuesta para cuatro, sintió que Paula lo tomaba de la mano.


–Recuerda que quiere que conozcas a Daniela. Sé amable –le dijo suavemente, entrelazando los dedos con los suyos.
Antes de que pudiera contestar, su padre apareció en la terraza.


Pedro


Su voz se quebró y Pedro vio unas lágrimas asomar en los ojos de su padre.


–Dale un abrazo –susurró Paula apartando la mano.


Lo hacía parecer sencillo y Pedro se preguntó si haber llevado a alguien tan idealista como Paula a una reunión tan complicada había sido buena idea, pero era evidente que ella y su padre pensaban igual porque se acercó a ellos con los brazos abiertos.


–Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que viniste a casa. Demasiado, pero olvidemos el pasado. Todo está perdonado. Tengo noticias que darte, Pedro.


Los secretos del pasado que su padre desconocía impidieron a Pedro moverse del sitio. Entonces, sintió la mano de Paula en la espalda, empujándolo, y dio un paso al frente. Su padre lo estrechó con tanta fuerza que sintió que se quedaba sin aire en los pulmones.


Sintió una presión en el pecho que no tenía nada que ver con el abrazo de su padre. Empezaba a sentir que las emociones lo superaban, cuando Paula dio un paso al frente rompiendo la tensión del momento con su cálida sonrisa.


–Soy Paula Chaves –dijo tendiendo la mano–. Hablamos por teléfono. Tiene una casa muy bonita, señor Alfonso. Es muy amable por su parte invitarme en un día tan especial.


A continuación, intentó pronunciar unas palabras en griego, un gesto que agradaría a su padre y que le garantizaría su eterna admiración.


Pedro vio cómo su padre se derretía y le besaba la mano.


–Eres bienvenida en mi casa, Paula. Me alegro de que hayas podido acompañarnos en la que será la semana más especial de mi vida. Esta es Diandra.


Por primera vez, Pedro reparó en la mujer que lo acompañaba. 


Había asumido que era miembro del personal de su padre, pero dio un paso al frente y se presentó.


Pedro reparó en que Daniela fijaba su atención en Paula. Era evidente que tenía un radar para detectar simpatía y Pedro se preguntó qué noticias tendría su padre que darle.


–Le he traído un pequeño regalo. Lo he hecho yo.


Paula revolvió en su bolso y sacó un paquete.


Era un plato de cerámica, similar al que había visto en su apartamento, decorado con los mismos detalles azules y verdes.


Pedro reconoció que tenía talento y, al parecer, su padre también.


–¿Has hecho esto? ¿Te dedicas a ello?


–No, soy arqueóloga. Pero hice mi tesis sobre la cerámica minoica y es algo que me gusta mucho.


–Háblame de ti. Paula Chaves es un nombre muy bonito. Tu madre lo eligio para ti?


–No lo sé. No conocí a mi madre –contestó Paula mirando a Pedro–. Es demasiado largo para contarlo nada más conocernos. Hablemos de otra cosa.


Pero Carlos Alfonso no se daba por vencido fácilmente.


–¿No conociste a tu madre? ¿Murió cuando eras pequeña?


Movido por aquella demostración de insensibilidad, Pedro miró furioso a su padre y estaba a punto de intervenir cuando Paula contestó:
–No sé qué le pasó. Me dejó en una cesta en Kew Gardens en Londres a las pocas horas de nacer.


Pedro no esperaba oír eso y, a pesar de que nunca preguntaba por su pasado a una mujer, deseó saber más.


–¿En una cesta?


–Sí. Alguien me encontró y me llevó al hospital. Me pusieron de nombre Paula Chaves. Nunca dieron con mi madre. Pensaron que sería una adolescente asustada.


Ahora entendía por qué le había preguntado tanto por su familia. Soñaba con finales felices tanto para ella como para los demás. Sintió que algo se contraía en su interior, una emoción completamente nueva para él. Creía que era inmune a las historias tristes, pero aquella historia lo había conmovido.


Incómodo, apartó los ojos de sus labios y se dijo que, por mucho que la deseara, no volvería a tocarla. No sería justo, cuando sus expectativas en la vida eran tan diferentes. Él prefería las relaciones sin ataduras. Tenía serias dudas de que ella pudiera hacer lo mismo y no quería hacerle daño.


Su padre, como era previsible, se quedó conmovido por aquella revelación.


–¿Quién te crio, koukla mou?


–Crecí en hogares de acogida –dijo y miró la comida–. Creo que deberíamos hablar de otra cosa, sobre todo teniendo en cuenta que estamos aquí para celebrar una boda.


Pedro estaba a punto de cambiar de tema, cuando su padre alargó la mano para tomar la de Paula.


–Algún día tendrás tu propia familia.


–No creo que Paula quiera hablar de eso –intervino Pedro, consciente de que se había puesto triste.


–No importa –dijo Paula y miró a Carlos–. Eso espero. Creo que la familia te hace echar el ancla y es una sensación que no he tenido nunca.


–Las anclas sujetan los barcos –intervino Pedro–, lo cual puede ser un impedimento.


Sus miradas se encontraron y supo que Paula se estaba preguntando si había hecho aquel comentario de manera casual o como advertencia.


Él mismo no estaba seguro. Quería recordarle que aquello era algo temporal. Se daba cuenta de que su vida había sido dura y no quería ser el que acabara con su optimismo y le borrara la sonrisa de la cara.


–Ignóralo –dijo su padre–. En lo que a relaciones se refiere, mi hijo se comporta como un niño en una tienda de caramelos. Se atiborra sin seleccionar. Disfruta del éxito en todo, excepto en su vida privada.


–Soy muy selectivo –afirmó Pedro tomando su copa de vino–. Teniendo en cuenta que mi vida privada es tal y como quiero que sea, considero que es un éxito.


–El dinero no proporciona tanta felicidad a un hombre como una esposa y unos hijos, ¿no te parece, Paula?


–Para alguien que tiene que devolver un préstamo estudiantil, no le restaría importancia al dinero –contestó Paula–, pero estoy de acuerdo en que la familia es lo más importante.


Pedro se contuvo para no preguntarle a su padre cuál de sus esposas le había aportado algo que no hubiera sido una úlcera en el estómago y unas facturas astronómicas. Su pasado amoroso podía considerarse un desastre.


–Algún día tendrás una familia, Paula.


Carlos Alfonso la miró emocionado y aquel cruce de miradas provocó en Pedro una mezcla de incredulidad y desesperación. Hacía menos de cinco minutos que su padre conocía a Paula y ya parecía a punto de incluirla en su testamento. Con razón era el blanco de toda mujer que tuviera una historia triste. Carla se había dado cuenta de su vulnerabilidad y había clavado sus garras en él. Sin duda, Daniela se estaba aprovechando también de aquel punto débil de su padre.


De repente, un recuerdo saltó a la mente de Pedro. Su padre, sentado a solas en el dormitorio entre la ropa revuelta y esparcida de su madre, la viva imagen de la desesperación, mientras ella se marchaba sin mirar atrás.


Nunca se había sentido tan impotente como aquel día. A pesar de que era un niño, sabía que estaba presenciando un gran dolor.


La segunda vez que había pasado, siendo ya un adolescente, recordó haberse preguntado por qué su padre se había arriesgado a pasar por aquella agonía de nuevo.


Y luego había llegado Carla… Desde el primer momento se había dado cuenta de que aquella relación estaba condenada y más tarde se había sentido culpable por no haber intentado evitar que su padre cometiera aquella terrible equivocación.


Paula tenía razón en que su padre era una persona adulta, capaz de tomar sus propias decisiones. Así que, ¿por qué seguía teniendo aquella necesidad de protegerlo?


Con las emociones a flor de piel, levantó la mirada hacia su futura madrastra, preguntándose si era una simple coincidencia que se hubiera sentado lo más apartada posible de él. O bien era tímida o tenía conciencia de culpabilidad. 


Se había prometido que no interferiría, pero estaba reconsiderando esa decisión.


Pedro permaneció en silencio, observando más que participando, mientras el servicio les servía la comida y les llenaban las copas. Su padre mantenía una agradable conversación con Paula, animándola a que hablara de su vida y de su pasión por la arqueología y por Grecia.


Obligado a escuchar la vida de Paula, Pedro se enteró de que había tenido tres novios, que había aceptado trabajos mal remunerados para pagarse la universidad, que era alérgica a los gatos y que no había vivido más de doce meses en el mismo sitio. Cuanto más sabía de su vida, más descubría lo dura que había sido. Se estaba enterando de más cosas de las que quería saber, así que, cansado, se giró hacia su padre.


–¿Qué noticias tienes que darme?


–Pronto lo sabrás. Antes, déjame que te diga que estoy disfrutando de la compañía de mi hijo. Ha pasado mucho tiempo. Incluso he tenido que recurrir a Internet para saber de ti.


Feliz por haber conseguido interrumpir la atención en Paula, Pedro se relajó y comentó los desarrollos tecnológicos que estaba haciendo su compañía y mencionó el acuerdo que estaba a punto de cerrar, pero su intervención resultó breve.


Carlos sirvió unas aceitunas en el plato de Paula.


–Tienes que convencer a Pedro para que te lleve al otro extremo de la isla a ver las ruinas minoicas. Tendréis que ir a primera hora antes de que haga mucho calor. En esta época del año, todo está muy seco. Si te gustan las flores, te encantará Creta en primavera. Tienes que volver a visitarnos.


–Me encantaría –dijo Paula–. Estas aceitunas están deliciosas.


–Son de nuestra cosecha y la limonada que encontrasteis en la nevera es de nuestros limoneros. La preparó Daniela. Se le da muy bien la cocina. Esperad a aprobar su cordero –comentó Carlos y se inclinó hacia delante para tomar la mano de Daniela–. Cuando lo probé, me enamoré de ella.


Sin apetito, Pedro se quedó mirándola fijamente.


–Háblanos de ti, Daniela. ¿De dónde eres?


Sus ojos se cruzaron con los ojos de Paula y la ignoró, mientras escuchaba la respuesta de Daniela. Al parecer, tenía seis hermanos y nunca había estado casada.


–Por suerte para mí, nunca conoció al hombre adecuado –intervino su padre.


Pedro abrió la boca para decir algo, pero Paula se le adelantó.


–Tiene mucha suerte de haber nacido en Grecia –dijo rápidamente–. He viajado bastante por las islas y vivir aquí me parece maravilloso. He pasado tres veranos en Creta y uno en Corfu. ¿Qué más me recomienda que visite?


Daniela la miró agradecida y le hizo unas cuantas sugerencias, pero Pedro seguía en sus trece.


–¿Para quién trabajaste antes que para mi padre?


–Ignórale. Todas sus conversaciones parecen entrevistas de trabajo. La primera vez que lo conocí, quise entregarle mi currículum. Por cierto, este cordero está delicioso. Es mejor incluso que el que Pedro y yo tomamos la semana pasada en uno de los mejores restaurantes.


Paula continuó describiendo lo que habían comido y Daniela hizo algunos comentarios sobre la mejor manera de preparar el cordero. Privado de la oportunidad de seguir haciéndole preguntas a su futura madrastra, Pedro volvió a preguntarse una vez más cuáles serían las noticias que su padre tenía pensado anunciar. De repente, se oyó el llanto de un bebé.


Daniela se puso de pie y miró a Carlos antes de abandonar la mesa.


–¿Quién es? –preguntó Pedro entrecerrando los ojos.


–De eso era de lo que te quería hablar.


Su padre giró la cabeza y vio cómo Daniela volvía a la mesa con una niña rubia, de expresión somnolienta, recién despierta de la siesta.


–Carla me ha dado la custodia de Chloe como regalo de boda. Pedro, te presentó a tu medio hermana.




SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 12




Paula estaba en la proa, sintiendo el aire fresco y salino en la cara. El barco rebotaba sobre las olas, dirigiéndose hacia la isla que se adivinaba en la distancia.


Pedro se había colocado tras el timón, con los ojos ocultos tras un par de gafas oscuras. A pesar de que no sonreía, se le veía más relajado.


–Esto es divertido. Creo que me gusta más que tu Ferrari.


Él esbozó una sonrisa y Paula sintió la fuerza de la atracción. Aunque no compartía los mismos valores familiares que tan importantes eran para ella, eso no disminuía la atracción sexual.


Durante todo el viaje en coche, había estado muy pendiente de él. Cada vez que había cambiado de marcha, su mano había rozado su muslo desnudo. Había descubierto que estar con él resultaba una experiencia estimulante.


Había habido un momento al detenerse en el aparcamiento en que había pensado que iba a besarla. Había mirado sus labios de la misma manera que un felino a punto de saltar sobre su presa. Pero justo cuando había estado a punto de cerrar los ojos, él había salido del coche, haciendo que se cuestionara si se lo había imaginado todo.


Lo había seguido hasta el embarcadero, observando fascinada cómo llamaba la atención de un grupo de personas. Si necesitaba alguna prueba de la autoridad que transmitía, tan solo tenía que fijarse en el modo en que la gente lo miraba.


Por suerte, no poseía ninguna de las cualidades que buscaba en un hombre, ya que sino estaría en apuros.


Sus ojos se clavaron en la piel bronceada que se veía bajo el cuello abierto de su camisa. Dirigía el barco con la misma seguridad que demostraba en todo lo demás.


–Las playas son preciosas –dijo Paula, gritando para hacerse escuchar por encima del sonido del viento–. ¿La gente no puede bañarse aquí?


–Tú sí. Eres mi invitada.


Al llegar a la isla, disminuyó la velocidad del barco y lo aproximó al muelle. Dos hombres abordaron para ayudar y Pedro saltó del barco y le tendió su mano.


–Necesito mi maleta.


–Luego llevarán el equipaje a la casa.


–Tengo un regalo para tu padre y solo tengo una maleta –murmuró–. Yo misma puedo llevarla.


–¿Has comprado un regalo?


–Por supuesto. Es una boda. No podía venir sin un detalle.


Saltó del barco y se sujetó a su mano más tiempo del necesario para no perder el equilibrio. Sintió una corriente cálida por sus dedos y tuvo que contener la tentación de estrecharse contra él.


–¿Cuántas habitaciones tiene tu padre? ¿Estás seguro de que hay sitio para que me quede?


–Habrá sitio, theé mou, no te preocupes. Además de la mansión principal, hay varias casas dispersas por la isla. Nos quedaremos en una de ellas.


Mientras avanzaban por un camino de arena, Paula percibió el olor a enebro y a tomillo.


–Una de las cosas que más me gustan de Creta es la miel de tomillo. Belen y yo la tomamos para desayunar.


–Mi padre tiene abejas, así que le gustará oírlo.


El camino se bifurcaba en lo alto y Pedro tomó la senda de la derecha, que llevaba a otra playa de arena dorada. Allí, enclavada ante una bahía y con el agua casi rozando sus muros, se levantaba una preciosa villa moderna.


–¿Esa es la casa de tu padre? –preguntó Paula deteniéndose.


El paisaje era idílico, pero aquel parecía más bien el escondite de unos recién casados que un lugar para acomodar a un gran número de invitados.


–No, es Villa Camomile. La casa principal está a quince minutos andando en esa dirección. Pensaba que podíamos deshacer las maletas y dar un paseo antes de encontrarnos con los invitados.


Paula sintió compasión al darse cuenta de lo tenso que estaba.


Pedro–dijo haciéndole girar el rostro hacia ella con la mano–. Esto es una boda, no la guerra de Troya. Tu cometido es sonreír y disfrutar.


Al sentir su mirada clavada en la de ella, deseó no haberlo tocado. Su barba incipiente bajo los dedos, le hizo recordar al detalle la noche que habían compartido. Aturdida, hizo amago de retirar la mano, pero él la sujetó por la muñeca para que la dejara donde estaba.


–Eres una mujer muy peculiar.


–No voy a preguntar qué quieres decir con eso. Me lo tomaré como un cumplido.


–Por supuesto. Eres muy positiva en todo, ¿verdad?


–No siempre. Por cierto, ¿cómo sabes que tenemos que quedarnos en Villa Camomile? Quizá tu padre tenga decidido dejársela a otros invitados. ¿No deberías asegurarte?


–Villa Camomile es mía.


–Así que tienes cinco casas y no cuatro.


–Este sitio no cuenta.


–¿De verdad? Si esta casa fuera mía pasaría aquí todo mi tiempo libre.


La senda pasaba junto a unos olivos antes de atravesar un jardín de vivos colores. Unas buganvillas rosas y moradas crecían mezcladas, en contraste con el muro blanco y el intenso azul del cielo.


Pedro abrió la puerta y Paula lo siguió al interior. Las paredes blancas y el suelo de piedra daban al interior un aspecto fresco y elegante.


–No me importaría vivir en un sitio como este –comentó Paula–. Me gusta Creta, pero nunca tengo la oportunidad de disfrutarla como turista. Siempre estoy trabajando.


Nunca en su vida había conocido aquel nivel de lujo. Belen y ella siempre se estaban quejando de los mosquitos y de la falta de aire acondicionado en su apartamento.


–Eres la mujer más peculiar que he conocido nunca. Disfrutas con las cosas más pequeñas.


–Esto no es algo pequeño. Tú eres el peculiar –dijo tomando su maleta–. No sabes valorar lo que tienes.


–Eso no es cierto. Sé lo afortunado que soy.


–Creo que no lo sabes y por eso voy a pasar cada minuto de los próximos días recordándotelo –dijo mirando a su alrededor y luego a él expectante–. ¿Mi habitación?


Por un instante, pensó que iba a decirle que solo había un dormitorio, pero señaló hacia una puerta que daba al amplio salón.


–La suite de invitados está ahí. Ponte cómoda.


Así que no pretendía compartir habitación. Para Pedro, había sido solo la aventura de una noche.


Convencida de que eso era lo mejor, siguió sus indicaciones y, al cruzar la puerta, se encontró con una luminosa habitación. En uno de los rincones había un esbelto y elegante jarrón en azules degradados.


–Es una pieza de Skylar –dijo Paula reconociéndola al instante.


–¿Conoces a la artista? –preguntó él con curiosidad.


–Skylar Tempest. Belen y ella compartieron piso en la universidad. Son íntimas amigas. Reconocería su trabajo en cualquier parte. Su estilo, el uso de los colores y la composición es única, y conozco ese jarrón porque me habló de él. Ha incorporado algunos motivos minoicos en su obra, modernizándolos, claro –dijo, y se arrodilló para acariciar la pieza de cristal–. Esta es de su colección Cielo mediterráneo. Expuso en Nueva York, no solo escultura y cerámica, también joyería y un par de pinturas. Tiene un talento increíble.


–¿Fuiste a esa exposición?


–Por desgracia no. No me muevo en esos círculos ni pretendo llevarme ningún mérito por sus creaciones, pero le enseñé algunas formas y estilos. Claro que los minoicos empleaban arcilla. Fue idea de Sky reproducirlo en cristal. No puedo creer que sea tuyo. ¿Dónde lo encontraste?


–Vi unas piezas suyas en una pequeña joyería de Greenwich Village y compré un collar. Pedí que me enseñaran más cosas de ella y me hablaron de la exposición, así que me las arreglé para que me invitaran.


–Nunca me dijo que te conociera –comentó Paula.


–No nos conocimos. No me presenté. Fui a la inauguración y estuvo todo el tiempo rodeada de admiradores, así que compré unas cuantas piezas y me marché. De eso hace dos años.


–¿Así que no sabe que Pedro Alfonso le compró un par de piezas?


–Alguien de mi equipo se encargó de la transacción.


–Se pondría muy contenta si supiera que tienes una pieza suya en tu casa. ¿Puedo contárselo?


–Si crees que le interesaría, sí.


–Por supuesto que le interesará –dijo Paula y sacó el teléfono del bolso e hizo una foto–. Tengo que reconocer que el jarrón queda perfecto aquí, en una habitación tan amplia y con tanta luz. ¿Sabes que va a exponer otra vez? –añadió guardando el teléfono de nuevo en el bolso–. Será en Londres, en diciembre. Una galería en Knightsbridge exhibirá su obra. Está muy emocionada. Su nueva colección se llama Océano azul. Belen me ha enseñado algunas fotos.


–¿Irás?


–¿A una exposición en Knightsbridge? Claro. Pensaba tomar mi avión privado, pasar la noche en la suite real del Savoy y luego pedirle a mi chófer que me acercara a la exposición. Porque eso es exactamente lo que vas a hacer, ¿no?


–Todavía no he confirmado mis planes.


–Pero sí tienes avión privado.


–ACo tiene un Gulfstream y un par de Learjet –dijo como si fuera lo más normal del mundo.


Paula asintió con la cabeza, tratando de no mostrarse intimidada. Para ella, la riqueza estaba en la familia y las personas, no en el dinero, pero aun así…


–En serio, Pedro, ¿qué estoy haciendo aquí? Mi vida no incluye tomar un avión privado para atravesar Europa e ir a la exposición de una amiga. Ni siquiera sé dónde estaré en diciembre. Estoy buscando trabajo.


–Estés donde estés, te llevaré en mi avión. Y yo que tú, no me quedaría en la suite real.


–Porque ya tienes un apartamento por el que muchos millonarios matarían –dijo Paula y, al ver que no contestaba, puso los ojos en blanco–. Pedro, hemos tenido una interesante conversación en la que has reconocido que piensas que a tu nueva madrastra solo le interesa el dinero de tu padre. Es evidente que el dinero es algo muy importante para ti, así que no creo que acepte tu ofrecimiento de llevarme en tu avión privado.


–Eso es diferente. Te estoy muy agradecido de que hayas accedido a venir aquí conmigo. Llevarte a la exposición de Skylar sería mi manera de darte las gracias.


–No necesito que me las des. Si te soy sincera, estoy aquí por la conversación que tuve con tu padre. Mi decisión no tuvo nada que ver contigo. Pasamos una noche juntos y eso es todo. Quiero decir que el sexo estuvo muy bien, pero que no me costó irme al día siguiente. No hay sentimientos de por medio. Soy fría como el acero.


–No había conocido a nadie que representara peor ese metal.


–Hasta hace una semana, habría estado de acuerdo contigo, pero he cambiado. En serio, disfruto estando contigo. Eres muy atractivo y sorprendentemente divertido a pesar de tu manera de entender las relaciones, pero te quiero tanto como a esa ducha supersónica. Y no me debes nada por traerte aquí, de hecho, soy yo la que está en deuda contigo –dijo mirando hacia la terraza–. Esto es lo más parecido a unas vacaciones que he tenido en mucho tiempo. Voy a tumbarme al sol ahí fuera como un lagarto.


–Todavía no has conocido a mi familia –comentó con la mirada fija en ella–. Piénsalo. Si cambias de opinión y quieres ir a la exposición de Skylar en Londres, dímelo. La invitación sigue en pie.


Vivía en un mundo diferente. ¿Qué se sentiría sin tener que pensar en un presupuesto, sin tener que elegir entre comprar una cosa u otra?


A tan corta distancia, podía distinguir las motas doradas de sus ojos oscuros, la sombra de su barba y las líneas casi perfectas de su estructura ósea. No podía mirar sus labios sin recordar cómo los había usado sobre su cuerpo y deseó volver a sentirlos de nuevo. Quería acariciarle el pelo y unir su boca a la suya. Esta vez quería hacerlo sin la venda.


Consciente de que su mente estaba entrando en territorio prohibido, dio un paso atrás.


–¿Qué vamos a hacer ahora?


–Vamos a comer con mi padre y Daniela.


–Me parece una buena idea.


Por la expresión de su cara se adivinaba que no compartía su opinión.


–Necesito hacer unas llamadas. Ponte cómoda. Date un baño en la piscina si te apetece. Si necesitas algo, dímelo. Estaré en el despacho, al otro lado del salón.


¿Qué más podía necesitar?


Paula miró a su alrededor. Era, de lejos, la casa más lujosa y exclusiva en la que había estado. Lo único que iba a necesitar era volver a la realidad.