lunes, 7 de noviembre de 2016
SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 13
No había estado allí desde aquel verano de cinco años atrás.
Había intentado olvidar el pasado, pero el recuerdo de su última visita aún estaba fresco.
Pedro salió a la terraza, confiando en que el paisaje le ayudara a rebajar su tensión, pero estar allí le devolvía a su niñez, algo que quería evitar.
Maldijo entre dientes y se fue al despacho y encendió el ordenador. Durante la siguiente hora, hizo un sinnúmero de llamadas y, cuando no pudo posponer el momento por más tiempo, se dio una rápida ducha y se cambió para comer.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y se fue a buscar a Paula.
La encontró sentada en la terraza, a la sombra, con una limonada en la mano y un libro en el regazo, contemplando la bahía.
No se había dado cuenta de su llegada, y se quedó allí un momento, observándola. La noche que había pasado con ella no había sido suficiente. Deseaba despojarla de aquel bonito vestido azul que llevaba y llevársela directamente a la cama. Pero sabía que, a pesar de lo que dijera, no era una mujer capaz de dejar sus sentimientos fuera del dormitorio, así que sonrió y salió a la terraza.
–¿Estás lista?
–Sí.
Se puso unas bailarinas plateadas y dejó el libro en la mesa.
–¿Hay algo que deba saber? ¿Quiénes estarán?
–Mi padre y Daniela. Querían que fuera una comida familiar.
–En otras palabras, tu padre no quiere que vuestro primer reencuentro en mucho tiempo sea en público –dijo y apuró la bebida–. No te preocupes por mí mientras estemos aquí. Seguro que encontraré una cara amable con la que charlar.
Pedro se quedó contemplando la curva de sus mejillas y el hoyuelo en la comisura de sus labios, y decidió que era ella la que tenía una cara amable. Si tuviera que elegir una sola palabra para describirla, sería extrovertida. Era cálida, simpática y estaba seguro de que más de un invitado querría charlar con ella.
Se ofreció a llevarla en coche para evitar el calor, pero prefirió caminar y, de camino a la casa principal, lo frió a preguntas. Que si su padre seguía trabajando, que a qué se dedicaba, que si tenía más familia aparte de él…
La sospecha de que se sentía más cómoda que él en aquella situación, la confirmó nada más llegar a casa de su padre. Al ver la mesa junto a la piscina dispuesta para cuatro, sintió que Paula lo tomaba de la mano.
–Recuerda que quiere que conozcas a Daniela. Sé amable –le dijo suavemente, entrelazando los dedos con los suyos.
Antes de que pudiera contestar, su padre apareció en la terraza.
–Pedro…
Su voz se quebró y Pedro vio unas lágrimas asomar en los ojos de su padre.
–Dale un abrazo –susurró Paula apartando la mano.
Lo hacía parecer sencillo y Pedro se preguntó si haber llevado a alguien tan idealista como Paula a una reunión tan complicada había sido buena idea, pero era evidente que ella y su padre pensaban igual porque se acercó a ellos con los brazos abiertos.
–Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que viniste a casa. Demasiado, pero olvidemos el pasado. Todo está perdonado. Tengo noticias que darte, Pedro.
Los secretos del pasado que su padre desconocía impidieron a Pedro moverse del sitio. Entonces, sintió la mano de Paula en la espalda, empujándolo, y dio un paso al frente. Su padre lo estrechó con tanta fuerza que sintió que se quedaba sin aire en los pulmones.
Sintió una presión en el pecho que no tenía nada que ver con el abrazo de su padre. Empezaba a sentir que las emociones lo superaban, cuando Paula dio un paso al frente rompiendo la tensión del momento con su cálida sonrisa.
–Soy Paula Chaves –dijo tendiendo la mano–. Hablamos por teléfono. Tiene una casa muy bonita, señor Alfonso. Es muy amable por su parte invitarme en un día tan especial.
A continuación, intentó pronunciar unas palabras en griego, un gesto que agradaría a su padre y que le garantizaría su eterna admiración.
Pedro vio cómo su padre se derretía y le besaba la mano.
–Eres bienvenida en mi casa, Paula. Me alegro de que hayas podido acompañarnos en la que será la semana más especial de mi vida. Esta es Diandra.
Por primera vez, Pedro reparó en la mujer que lo acompañaba.
Había asumido que era miembro del personal de su padre, pero dio un paso al frente y se presentó.
Pedro reparó en que Daniela fijaba su atención en Paula. Era evidente que tenía un radar para detectar simpatía y Pedro se preguntó qué noticias tendría su padre que darle.
–Le he traído un pequeño regalo. Lo he hecho yo.
Paula revolvió en su bolso y sacó un paquete.
Era un plato de cerámica, similar al que había visto en su apartamento, decorado con los mismos detalles azules y verdes.
Pedro reconoció que tenía talento y, al parecer, su padre también.
–¿Has hecho esto? ¿Te dedicas a ello?
–No, soy arqueóloga. Pero hice mi tesis sobre la cerámica minoica y es algo que me gusta mucho.
–Háblame de ti. Paula Chaves es un nombre muy bonito. Tu madre lo eligio para ti?
–No lo sé. No conocí a mi madre –contestó Paula mirando a Pedro–. Es demasiado largo para contarlo nada más conocernos. Hablemos de otra cosa.
Pero Carlos Alfonso no se daba por vencido fácilmente.
–¿No conociste a tu madre? ¿Murió cuando eras pequeña?
Movido por aquella demostración de insensibilidad, Pedro miró furioso a su padre y estaba a punto de intervenir cuando Paula contestó:
–No sé qué le pasó. Me dejó en una cesta en Kew Gardens en Londres a las pocas horas de nacer.
Pedro no esperaba oír eso y, a pesar de que nunca preguntaba por su pasado a una mujer, deseó saber más.
–¿En una cesta?
–Sí. Alguien me encontró y me llevó al hospital. Me pusieron de nombre Paula Chaves. Nunca dieron con mi madre. Pensaron que sería una adolescente asustada.
Ahora entendía por qué le había preguntado tanto por su familia. Soñaba con finales felices tanto para ella como para los demás. Sintió que algo se contraía en su interior, una emoción completamente nueva para él. Creía que era inmune a las historias tristes, pero aquella historia lo había conmovido.
Incómodo, apartó los ojos de sus labios y se dijo que, por mucho que la deseara, no volvería a tocarla. No sería justo, cuando sus expectativas en la vida eran tan diferentes. Él prefería las relaciones sin ataduras. Tenía serias dudas de que ella pudiera hacer lo mismo y no quería hacerle daño.
Su padre, como era previsible, se quedó conmovido por aquella revelación.
–¿Quién te crio, koukla mou?
–Crecí en hogares de acogida –dijo y miró la comida–. Creo que deberíamos hablar de otra cosa, sobre todo teniendo en cuenta que estamos aquí para celebrar una boda.
Pedro estaba a punto de cambiar de tema, cuando su padre alargó la mano para tomar la de Paula.
–Algún día tendrás tu propia familia.
–No creo que Paula quiera hablar de eso –intervino Pedro, consciente de que se había puesto triste.
–No importa –dijo Paula y miró a Carlos–. Eso espero. Creo que la familia te hace echar el ancla y es una sensación que no he tenido nunca.
–Las anclas sujetan los barcos –intervino Pedro–, lo cual puede ser un impedimento.
Sus miradas se encontraron y supo que Paula se estaba preguntando si había hecho aquel comentario de manera casual o como advertencia.
Él mismo no estaba seguro. Quería recordarle que aquello era algo temporal. Se daba cuenta de que su vida había sido dura y no quería ser el que acabara con su optimismo y le borrara la sonrisa de la cara.
–Ignóralo –dijo su padre–. En lo que a relaciones se refiere, mi hijo se comporta como un niño en una tienda de caramelos. Se atiborra sin seleccionar. Disfruta del éxito en todo, excepto en su vida privada.
–Soy muy selectivo –afirmó Pedro tomando su copa de vino–. Teniendo en cuenta que mi vida privada es tal y como quiero que sea, considero que es un éxito.
–El dinero no proporciona tanta felicidad a un hombre como una esposa y unos hijos, ¿no te parece, Paula?
–Para alguien que tiene que devolver un préstamo estudiantil, no le restaría importancia al dinero –contestó Paula–, pero estoy de acuerdo en que la familia es lo más importante.
Pedro se contuvo para no preguntarle a su padre cuál de sus esposas le había aportado algo que no hubiera sido una úlcera en el estómago y unas facturas astronómicas. Su pasado amoroso podía considerarse un desastre.
–Algún día tendrás una familia, Paula.
Carlos Alfonso la miró emocionado y aquel cruce de miradas provocó en Pedro una mezcla de incredulidad y desesperación. Hacía menos de cinco minutos que su padre conocía a Paula y ya parecía a punto de incluirla en su testamento. Con razón era el blanco de toda mujer que tuviera una historia triste. Carla se había dado cuenta de su vulnerabilidad y había clavado sus garras en él. Sin duda, Daniela se estaba aprovechando también de aquel punto débil de su padre.
De repente, un recuerdo saltó a la mente de Pedro. Su padre, sentado a solas en el dormitorio entre la ropa revuelta y esparcida de su madre, la viva imagen de la desesperación, mientras ella se marchaba sin mirar atrás.
Nunca se había sentido tan impotente como aquel día. A pesar de que era un niño, sabía que estaba presenciando un gran dolor.
La segunda vez que había pasado, siendo ya un adolescente, recordó haberse preguntado por qué su padre se había arriesgado a pasar por aquella agonía de nuevo.
Y luego había llegado Carla… Desde el primer momento se había dado cuenta de que aquella relación estaba condenada y más tarde se había sentido culpable por no haber intentado evitar que su padre cometiera aquella terrible equivocación.
Paula tenía razón en que su padre era una persona adulta, capaz de tomar sus propias decisiones. Así que, ¿por qué seguía teniendo aquella necesidad de protegerlo?
Con las emociones a flor de piel, levantó la mirada hacia su futura madrastra, preguntándose si era una simple coincidencia que se hubiera sentado lo más apartada posible de él. O bien era tímida o tenía conciencia de culpabilidad.
Se había prometido que no interferiría, pero estaba reconsiderando esa decisión.
Pedro permaneció en silencio, observando más que participando, mientras el servicio les servía la comida y les llenaban las copas. Su padre mantenía una agradable conversación con Paula, animándola a que hablara de su vida y de su pasión por la arqueología y por Grecia.
Obligado a escuchar la vida de Paula, Pedro se enteró de que había tenido tres novios, que había aceptado trabajos mal remunerados para pagarse la universidad, que era alérgica a los gatos y que no había vivido más de doce meses en el mismo sitio. Cuanto más sabía de su vida, más descubría lo dura que había sido. Se estaba enterando de más cosas de las que quería saber, así que, cansado, se giró hacia su padre.
–¿Qué noticias tienes que darme?
–Pronto lo sabrás. Antes, déjame que te diga que estoy disfrutando de la compañía de mi hijo. Ha pasado mucho tiempo. Incluso he tenido que recurrir a Internet para saber de ti.
Feliz por haber conseguido interrumpir la atención en Paula, Pedro se relajó y comentó los desarrollos tecnológicos que estaba haciendo su compañía y mencionó el acuerdo que estaba a punto de cerrar, pero su intervención resultó breve.
Carlos sirvió unas aceitunas en el plato de Paula.
–Tienes que convencer a Pedro para que te lleve al otro extremo de la isla a ver las ruinas minoicas. Tendréis que ir a primera hora antes de que haga mucho calor. En esta época del año, todo está muy seco. Si te gustan las flores, te encantará Creta en primavera. Tienes que volver a visitarnos.
–Me encantaría –dijo Paula–. Estas aceitunas están deliciosas.
–Son de nuestra cosecha y la limonada que encontrasteis en la nevera es de nuestros limoneros. La preparó Daniela. Se le da muy bien la cocina. Esperad a aprobar su cordero –comentó Carlos y se inclinó hacia delante para tomar la mano de Daniela–. Cuando lo probé, me enamoré de ella.
Sin apetito, Pedro se quedó mirándola fijamente.
–Háblanos de ti, Daniela. ¿De dónde eres?
Sus ojos se cruzaron con los ojos de Paula y la ignoró, mientras escuchaba la respuesta de Daniela. Al parecer, tenía seis hermanos y nunca había estado casada.
–Por suerte para mí, nunca conoció al hombre adecuado –intervino su padre.
Pedro abrió la boca para decir algo, pero Paula se le adelantó.
–Tiene mucha suerte de haber nacido en Grecia –dijo rápidamente–. He viajado bastante por las islas y vivir aquí me parece maravilloso. He pasado tres veranos en Creta y uno en Corfu. ¿Qué más me recomienda que visite?
Daniela la miró agradecida y le hizo unas cuantas sugerencias, pero Pedro seguía en sus trece.
–¿Para quién trabajaste antes que para mi padre?
–Ignórale. Todas sus conversaciones parecen entrevistas de trabajo. La primera vez que lo conocí, quise entregarle mi currículum. Por cierto, este cordero está delicioso. Es mejor incluso que el que Pedro y yo tomamos la semana pasada en uno de los mejores restaurantes.
Paula continuó describiendo lo que habían comido y Daniela hizo algunos comentarios sobre la mejor manera de preparar el cordero. Privado de la oportunidad de seguir haciéndole preguntas a su futura madrastra, Pedro volvió a preguntarse una vez más cuáles serían las noticias que su padre tenía pensado anunciar. De repente, se oyó el llanto de un bebé.
Daniela se puso de pie y miró a Carlos antes de abandonar la mesa.
–¿Quién es? –preguntó Pedro entrecerrando los ojos.
–De eso era de lo que te quería hablar.
Su padre giró la cabeza y vio cómo Daniela volvía a la mesa con una niña rubia, de expresión somnolienta, recién despierta de la siesta.
–Carla me ha dado la custodia de Chloe como regalo de boda. Pedro, te presentó a tu medio hermana.
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