viernes, 4 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 3




Paula dejó la bolsa en el vestíbulo de mármol y evitó quedarse boquiabierta. Situada en un cabo y con impresionantes vistas al mar, Villa Harmonia representaba el lujo máximo. Siguió caminando hasta la terraza, preguntándose dónde estaría el resto del equipo. Entre los jardines se adivinaban estrechas sendas hacia una cala privada, con un muelle donde una plataforma daba acceso directo para bañarse en el mar.


–He muerto y estoy en el cielo.


La insistente vibración de su teléfono la interrumpió y lo sacó del bolsillo. El uniforme le quedaba estrecho, gracias a todos los yogures griegos con miel que no había parado de tomar desde que llegara a Creta. La llamada era de la propietaria de la empresa de limpieza para decirle que el resto del equipo había tenido un accidente y no podrían ir.


–Vaya, ¿están heridos?


Al enterarse de que nadie había acabado en el hospital, pero que el coche había quedado destrozado, cayó en la cuenta de que estaba sola para hacer aquel trabajo.


–Así que si hacen falta cinco personas durante cuatro horas, ¿cómo lo voy a hacer yo sola?


–Concéntrate en el salón y en el dormitorio principal. Pon especial atención en el cuarto de baño.


Resignada y dispuesta a hacerlo lo mejor posible, Paula se puso a trabajar. Eligió música de Mozart, se puso los auriculares, y tatareó La flauta mágica mientras limpiaba el suelo del amplio salón. Quien fuera que viviese allí no tenía hijos, pensó mientras ahuecaba los cojines de los sofás blancos y limpiaba el polvo de las mesas de cristal. Todo era
sofisticado y discreto.


Paula subió canturreando por la escalera en curva hasta el dormitorio principal y se quedó de piedra. El diminuto apartamento que compartía con Belen tenía una cama tan estrecha que se había caído de ella dos veces mientras dormía. Aquella cama, por el contrario, era tan grande que una familia de seis podía dormir allí cómodamente. Estaba colocada mirando hacia la increíble vista sobre la bahía y Paula se quedó embobada, imaginando cómo debía ser dormir en una cama de aquel tamaño. ¿Cuántas veces podía rodar sobre sí misma sin llegar a caerse al suelo? Si fuera suya, se estiraría como una estrella de mar.


Miró a su espalda para asegurarse de que no había nadie del equipo de seguridad, sacó el teléfono del bolsillo e hizo una foto de la cama y del entorno.


Algún día, voy a practicar sexo en una cama como esta, le escribió a Belen en un mensaje de texto.


Belen enseguida le contestó: Me da igual la cama, me interesa más su dueño.


Echó un último vistazo a la habitación antes de dirigirse al cuarto de baño. Había una gran bañera junto a una pared de cristal que permitía contemplar el mar. La única manera de limpiar algo tan grande era metiéndose dentro, así que lo hizo con cuidado de no resbalarse.


Cuando la hubo dejado resplandeciente, se fue a la ducha. 


Había un sofisticado panel de control en la pared y se quedó mirándolo pensativa. Teniendo en cuenta su desastrosa experiencia con la fotocopiadora y la máquina de hacer café, era reacia a tocar nada, pero ¿qué otra opción tenía?


Alzó la mano, apretó cuidadosamente un botón y jadeó cuando un potente chorro de agua fría la alcanzó desde la pared del otro lado. Sin aliento, apretó con la mano otro botón para parar el agua, pero otro chorro se activó y acabó con el pelo y la ropa empapados. Sin poder ver, palpó la pared, quemándose y congelándose alternativamente hasta que consiguió apagar los chorros. Jadeando, con el pelo y la ropa pegados al cuerpo, se tiró al suelo tratando de recuperar el aliento, temblando como un animalillo bajo la lluvia.


–Odio la tecnología.


Se apartó el pelo de la cara y lo retorció para quitar el exceso de agua. Luego volvió a levantarse, pero el uniforme seguía goteando, adherido a su piel. Si recorría la mansión de aquella manera, dejaría un rastro de agua por todas partes y no tenía tiempo para volver a limpiar.


Después de quitarse el uniforme, estando en ropa interior, escuchó un ruido en el dormitorio. Pensando que sería alguien de seguridad, se sobresaltó.


–¿Hola? Si hay alguien ahí, espere un momento antes de entrar porque acabo de…


Se quedó de piedra al ver a una mujer aparecer en la puerta. 


Estaba impecablemente arreglada, con un vestido de seda en color coral envolviendo su esbelto cuerpo y los labios perfectamente pintados.


Paula nunca se había sentido más fuera de lugar en toda su vida.


–¿Pedro? –dijo la mujer volviendo la cabeza con tono gélido–. Tu apetito sexual es algo legendario, pero, para que lo sepas, es una buena idea despedir a la última novia antes de que llegue una nueva.


–¿De qué estás hablando?


La voz masculina provenía del dormitorio, profunda, aburrida y, al instante, reconocible.


Todavía temblando por el impacto del agua gélida, Paula cerró los ojos y se preguntó si alguno de los botones del panel de control activaba un asiento proyectable. Ahora ya sabía de quién era la mansión.


Unos instantes después, apareció en la puerta y Paula vio por segunda vez en su vida a Pedro Alfonso. Frente a un hombre tan atractivo sintió que el estómago le daba un vuelco.


De pie, con las piernas separadas, su rostro resultaba inexpresivo, como si el hecho de encontrarse a una mujer semidesnuda en su ducha no fuera un hecho del que sorprenderse.


–¿Y bien?


¿Era eso todo lo que iba a decir?


Preparada para una explosión de proporciones volcánicas, Paula tragó saliva.


–Puedo explicarme…


–Eso espero –dijo la mujer, golpeando rítmicamente el suelo con la punta del pie–. Estoy deseando escucharlo.


–Soy la limpiadora…


–Por supuesto, porque las limpiadoras siempre acaban desnudas en las duchas de los clientes –comentó enfurecida, mirando al hombre que tenía al lado–. ¿Pedro?


–¿Sí?


–¿Quién es? –preguntó apretando los labios.


–Ya la has oído. Es la limpiadora.


–Es evidente que miente. No hay ninguna duda de que lleva aquí todo el día, durmiendo la mona.


La única respuesta de aquel hombre fue entornar sus espectaculares ojos negros. Al recordar que, en el primer día en su empresa, alguien le había advertido que Pedro Alfonso era peligroso cuando estaba callado, el nerviosismo de Paula se disparó. Al parecer, su inquietud no era compartida por su cita de aquella noche, que continuaba riñéndole.


–¿Sabes lo peor de esto? No que se te vayan los ojos, sino que te fijes en una mujer tan gorda como ella.


–¿Cómo? No estoy gorda –dijo Paula tratando de cubrirse con el uniforme mojado–. Déjeme que le diga que mi índice de masa corporal es normal.


Pero la mujer no la escuchaba.


–¿Es por ella que se te ha hecho tarde para recogerme? Te lo advertí, Pedro, y si no te molestas en darme una explicación, yo no voy a molestarme en pedirte una.


Sin darle la posibilidad de responder, la mujer salió de la habitación.


Paula se quedó en silencio, con el ánimo encogido por el agua fría y la sensación de culpabilidad.


–Está muy enfadada.


–Sí.


–¿Volverá?


–Sinceramente, espero que no.


Paula pensó decirle que estaría mejor sin ella, pero decidió que salvar su empleo era más importante que la sinceridad.


–Lo siento mucho…


–No lo sienta, no ha sido culpa suya.


–Si no hubiera tenido el accidente, habría estado vestida cuando entró en la habitación.


–¿Accidente? Nunca había considerado mi ducha como un lugar peligroso, pero al parecer estaba equivocado –dijo mirando el agua del suelo–. ¿Qué ha pasado?


–Su ducha parece el cuadro de mandos de un avión, eso es lo que ha pasado –contestó Paula sin poder dejar de castañear los dientes–. No hay instrucciones.


–No necesito instrucciones –dijo mirándola de arriba abajo con detenimiento–. Sé cómo funciona mi ducha.


–¡Yo no! No tenía ni idea de qué botón apretar.


–¿Así que decidió apretar todos? Si alguna vez se encuentra ante el cuadro de mandos de un avión, le sugiero que se siente sobre sus manos.


–No es gracioso. Estoy empapada y no sabía que iba a llegar a su casa tan pronto.


–Lo siento –dijo, y su mirada oscura brilló con ironía–. No tengo costumbre de informar de mis movimientos. ¿Ha terminado de limpiar o quiere que le enseñe qué botones apretar?


Paula trató de mantener toda la dignidad que pudo en aquellas circunstancias.


–Su ducha está limpia –respondió con la mirada fija en la puerta–. ¿Está seguro de que no va a volver?


–No.


Paula se quedó en silencio, sintiéndose aliviada a la vez que culpable.


–He estropeado otra relación.


–¿Otra? –preguntó él arqueando las cejas–. ¿Es algo habitual?


–No lo sabe bien. Escuche, si quiere, puedo llamar a mi jefa y pedirle que responda por mí.


Su voz se fue apagando al darse cuenta de que eso supondría confesar que la habían pillado medio desnuda en una ducha.


–A menos que tenga una jefa muy liberal, creo que será mejor que reconsidere esa idea.


–Tiene que haber una manera para que pueda arreglarlo. Le he estropeado su cita, aunque no me ha parecido una persona muy agradable. Creo que, a la larga, no hubiera sido buena para usted y era tan delgada que no hubiera podido acunar a sus hijos en brazos –dijo y se encontró con su mirada–. ¿Se está riendo de mí?


–No, pero la destreza para acunar niños en brazos no está en mi lista de prioridades de atributos femeninos.


Dejó la chaqueta sobre el respaldo de un sofá más grande que su cama, mientras ella lo miraba fascinada, preguntándose si le importaba algo que su cita se hubiera marchado.


–Por curiosidad: ¿por qué no se ha defendido?


–¿Por qué iba a defenderme?


–Podía haberse explicado y entonces lo hubiera perdonado.


–No me gusta dar explicaciones. Además… –dijo él encogiéndose de hombros–, ya le había dado usted una explicación.


Estaba de pie, con las piernas separadas, bloqueando la puerta con sus anchos hombros.


–No creo que me haya tomado por una testigo de fiar. 
Hubiera sonado mejor viniendo de usted.


–No hubiera podido añadir nada más a la historia.


En su lugar, ella se habría sentido humillada, pero él parecía indiferente ante el hecho de que lo hubiera plantado en público.


–No parece triste.


–¿Por qué iba a estarlo?


–Porque la mayoría de las personas se entristecen cuando una relación termina.


–No soy uno de esos –replicó él sonriendo.


Paula sintió envidia.


–¿No está ni siquiera un poco triste?


–Para estar triste hay que sentir algo, y yo no siento nada.


Paula pensó que aquellas palabras eran geniales. ¿Por qué no le había dicho algo así al profesor Ashurst? Tenía que memorizarlas para la próxima vez.


–Discúlpeme un momento.


Dejando un rastro de gotas de agua tras ella, paso junto a él, buscó en su bolso y sacó un cuaderno.


–¿Qué está haciendo?


–Estoy escribiendo lo que acaba de decir. Cada vez que me dejan plantada, no sé qué decir. Pero la próxima vez voy a pronunciar esas palabras con ese tono en vez de entre lágrimas como si fuera un surtidor –dijo mientras las gotas de agua caían en su cuaderno y corrían la tinta.


–Eso de dejarla plantada, ¿es algo que le ocurre con frecuencia?


–Bastante a menudo. Me enamoro y me rompen el corazón, es un ciclo que me estoy esforzando en romper.


Deseó no haber dicho nada. Aunque era muy abierta con la gente, no le gustaba reconocer en público que no tenía suerte en el amor.


–¿Cuántas veces se ha enamorado?


–¿Hasta ahora? –dijo sacudiendo el bolígrafo, después de que la tinta dejara de pintar en la hoja mojada–. Tres veces. Apuesto a que usted nunca ha sido desafortunado en el amor, ¿verdad?


–Nunca he estado enamorado.


–Eso es que nunca ha conocido a la persona adecuada.


–No creo en el amor.


–Usted… –dijo Paula interesada, volviendo sobre sus pasos–. Entonces, ¿en qué cree?


–En dinero, influencias y poder –respondió él encogiéndose de hombros–. Metas tangibles y cuantificables.


–¿Cómo se mide el poder y la influencia? No, no me lo diga. Pone el pie en el suelo y la escala Richter lo mide.


–Se sorprendería –comentó soltándose la corbata.


–Ya estoy sorprendida. Dios mío, usted es genial. A partir de ahora será mi modelo –dijo, consiguiendo que por fin el bolígrafo pintara–. Nunca es demasiado tarde para cambiar. De ahora en adelante, me pondré metas tangibles y cuantificables también. Por curiosidad, ¿qué busca en las relaciones?


–Orgasmos –respondió sonriendo lentamente.


Paula se sonrojó.


–Eso me pasa por hacer preguntas tontas. Desde luego que ese es un objetivo cuantificable. Es evidente que es capaz de mantener la frialdad y la distancia en sus relaciones. Eso es lo que yo quiero. Le he mojado el suelo, tenga cuidado de no resbalar.


Estaba apoyado en la pared, observándola divertido.


–¿Se comporta así cuando quiere ser fría y distante?


–Todavía no he empezado a hacerlo, pero en cuanto mi radar me avise de que puedo estar en peligro de enamorarme de la persona equivocada, pum –dijo lanzando un puñetazo al aire–, sacaré de paseo mi lado más gélido. De ahora en adelante, voy a proteger mi corazón con una armadura –añadió sonriendo–. ¿Piensa que estoy loca, verdad? Todo esto es normal para usted, pero no para mí. Estoy en la primera fase de un trasplante de personalidad.


El sonido de una vibración llamó la atención de Paula y miró hacia la chaqueta del hombre, al otro lado de la habitación. 


Al ver que no se movía, lo miró.


–Es su teléfono.


–Sí –dijo sin dejar de mirarla fijamente.


–¿No va a contestar? –preguntó poniéndose de pie rápidamente, sin soltar la toalla–. Puede ser ella, para pedirle perdón.


–Estoy seguro de que es ella, por eso no tengo intención de contestar.


Paula escuchó admirada.


–Este es un ejemplo de por qué tengo que ser como usted. Si hubiera sido mi teléfono, habría contestado y después de escuchar las disculpas de quien fuera que estuviera al otro lado de la línea, habría dicho que no importaba. Le hubiera perdonado.


–Tiene razón, necesita ayuda. ¿Cómo se llama?


–Paula.


–Su cara me suena. ¿Nos hemos visto antes?


Paula sintió que se sonrojaba.


–Llevo un par de meses trabajando como becaria para su compañía dos días a la semana. Soy la segunda secretaria de su asistente.


«Soy la que estropeó la fotocopiadora y la máquina del café».


–¿Así que trabaja para mí dos días a la semana y los otros tres como limpiadora?


–No, este trabajo solo lo hago por las tardes. Los otros tres días hago trabajo de campo en Aptera durante el verano. Pero ya casi ha acabado. He llegado a un cruce de caminos en mi vida y no sé qué dirección tomar.


–¿Trabajo de campo? ¿Es arqueóloga?


–Sí, formo parte de un proyecto financiado por la universidad, pero no me da para pagar el préstamo estudiantil, así que tengo otros trabajos.


–¿Cuánto sabe de antigüedades minoicas?


Paula parpadeó.


–Probablemente más de lo que sería saludable para una mujer de veinticuatro años.


–Estupendo. Vuelva al cuarto de baño y séquese mientras le busco un vestido. Esta noche tengo que asistir a la inauguración del nuevo ala del museo. Va a venir conmigo.


–¿Yo? ¿No tiene una cita?


–La tenía –contestó–. Y como en parte es culpable de que se haya ido, va a venir en su lugar.


–Pero… –comenzó y se humedeció los labios–. Se supone que tengo que limpiar su casa.


Su mirada viajó desde su rostro hasta el charco de agua que cubría el suelo del cuarto de baño.


–Diré que ha hecho un buen trabajo. Para cuando volvamos, la inundación habrá llegado abajo al salón y lo habrá limpiado todo.


Paula rio y se preguntó si sus empleados conocían su sentido del humor.


–¿No va a echarme?


–Debería tener más seguridad en sí misma. Si conoce la cultura minoica, todavía me sirve para algo, y nunca despido a la gente que me es útil.


Él le quitó la toalla y la dejó a un lado, dejándola con tan solo la ropa interior mojada.


–¿Qué hace? –dijo ella, tratando sin éxito de recuperar la toalla.


–Deje de retorcerse. No creo que sea el primer hombre que la ve medio desnuda.


–Normalmente, los hombres que me ven desnuda son hombres con los que mantengo una relación. Y me incomoda que me miren, sobre todo después de que me haya llamado gorda una mujer que parece un alambre y que…


Paula se calló al ver que se daba la vuelta y se alejaba de ella. 


No sabía si sentirse aliviada o molesta.


–Si quiere saber mi talla, pregúnteme.


Vio cómo sacaba el teléfono y marcaba. Mientras esperaba a que la persona del otro lado contestara, contempló su cuerpo y sonrió con picardía.


–No necesito preguntar, theé mou, ya sé su talla.




SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 2




Pedro estaba de pie, de espaldas a la oficina, mirando el azul del mar mientras su asistente le ponía al día.


–¿Ha llamado?


–Sí, tal y como vaticinaste. ¿Cómo es posible que aciertes siempre? Yo habría perdido los nervios hace días ante tal cantidad de dinero y tú ni siquiera te inmutas.


Para Pedro, no era una cuestión de dinero, sino de poder.


–¿Has llamado a los abogados?


–Mañana a primera hora se van a reunir con el equipo de Lexos. Así que está hecho. Enhorabuena, jefe. La prensa estadounidense no para de llamar pidiendo entrevistas.


–Todo sigue en el aire hasta que el acuerdo no esté firmado. Cuando eso ocurra, emitiré una declaración, pero nada de entrevistas –dijo Pedro, y sintió que la tensión de sus hombros disminuía–. ¿Has hecho reserva en el Athena?


–Sí, pero antes tienes la inauguración oficial de la nueva ala del museo.


–Vaya, se me había olvidado. ¿Tienes algún dato sobre eso?


Su asistente palideció.


–No, jefe, solo sé que el ala ha sido construida para exhibir todas las antigüedades minoicas en un mismo sitio. Te invitaron a la última reunión del equipo encargado del proyecto, pero estabas en San Francisco.


–¿Se supone que debo pronunciar un discurso?


–Esperan que digas unas palabras.


–Puedo decir algo, pero nada relacionado con antigüedades minoicas –dijo Pedro aflojándose la corbata–. Revisemos la agenda.


–Vassilis tendrá el coche aquí preparado a las seis y cuarto, por lo que tienes tiempo de volver a casa y cambiarte. De camino recogerás a Christina, y la reserva de la mesa es a las nueve.


–¿Por qué no la recojo después de cambiarme?


–Eso llevaría un tiempo del que no dispones.


Pedro no podía oponerse. Sus continuos cambios de horario habían hecho que tres asistentes se hubieran marchado en los últimos seis meses.


–¿Alguna otra cosa?


–Tu padre ha llamado varias veces. Dice que no contestas el teléfono y me pidió que te diera un mensaje.


–¿De qué se trata? –preguntó Pedro desabrochándose el botón de la camisa.


–Quiere que te recuerde que su boda es el próximo fin de semana. Piensa que te has olvidado.


Pedro se quedó de piedra. No se había olvidado.


–¿Algo más?


–Espera que asistas a la celebración. Quiere que te recuerde que, de todos los tesoros del mundo, la familia es el más importante.


Pedro, cuyos sentimientos en ese aspecto eran de dominio público, no hizo ningún comentario. No entendía que una cuarta boda fuera motivo de celebración. En su opinión, no era más que la prueba de que no había aprendido nada de las tres primeras veces.


–Le llamaré desde el coche.


–Hay una cosa más –dijo el hombre dirigiéndose hacia la puerta, como si buscase una salida–. Me pidió que te dejara claro que, si no ibas, le partirías el corazón.


Era un comentario típico de su padre. Precisamente era ese sentimentalismo el que había hecho de su padre la víctima de tres divorcios muy caros.


–Mensaje recibido –dijo Pedro volviendo a su mesa.


Después de que la puerta se cerrara, se dio la vuelta para mirar por la ventana, fijando la vista en los reflejos del mar a mediodía. Bajo una mezcla de desesperación y frustración, se arremolinaban otras oscuras y turbias emociones que no deseaba analizar. No era dado a la introspección y pensaba que el pasado era útil en la medida en que influía en el futuro, por lo que detenerse en revivir recuerdos no le resultaba agradable.


A pesar del aire acondicionado, la frente se le llenó de sudor y atravesó el despacho para sacar una botella de agua fría de la nevera. ¿Por qué debería preocuparle que su padre volviera a casarse? Ya no era el niño soñador de nueve años destrozado por la traición de su madre y sumido en una profunda nostalgia de estabilidad y seguridad.


Había aprendido a procurarse su propia seguridad. 


Emocionalmente, era un castillo inexpugnable. Nunca permitiría que una relación le hiciera perder el norte. No creía en el amor y veía el matrimonio como algo costoso e inútil.


Desgraciadamente, su padre, un hombre por otra parte inteligente, no compartía su opinión. Se las había arreglado para construir un negocio de la nada, pero, por alguna razón, no había aplicado la misma inteligencia a su vida amorosa. 


Tenía la impresión de que su padre no analizaba los riesgos ni las implicaciones económicas de sus caprichos amorosos y se lanzaba a cada relación con una ingenuidad inapropiada para un hombre de su experiencia.


La relación entre ellos se había vuelto más incómoda después de que, la última vez que cenaran juntos, su padre le diera una charla sobre la vida que llevaba, como si la ausencia de divorcios por parte de Pedro sugiriera una personalidad insulsa.


Pedro cerró los ojos un instante y se preguntó cómo era posible que su vida profesional marchara sobre ruedas mientras que la familiar fuera un desastre. Lo cierto era que prefería una larga jornada de trabajo a asistir a otra boda de su padre. Esta vez no había conocido a la futura esposa ni tenía ganas de hacerlo. No entendía qué podía aportar su presencia aparte de su evidente desaprobación, y no quería estropear el día. Las bodas lo deprimían.




SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 1




Paula se ajustó el sombrero para protegerse los ojos del intenso sol griego y dio un largo sorbo de agua de su botella.


–Nunca más.


Se sentó en el suelo ardiente y observó cómo su amiga retiraba la tierra de una pequeña porción de la zanja.


–Si alguna vez vuelvo a mencionarte la palabra «amor», quiero que me entierres en algún lugar de este yacimiento arqueológico y que no me saques nunca.


–Hay una cámara funeraria subterránea. Puedo encerrarte ahí si quieres.


–Una idea estupenda. Pon un epitafio que diga: Aquí yace Paula, una mujer que malgastó años de su vida estudiando el origen, la evolución y el comportamiento de los humanos y, aun así, no consiguió comprender a los hombres.


Desvió la mirada de las ruinas de la antigua ciudad de Aptera hacia el mar. Estaban en lo alto de una meseta. Tras ellas, el escarpado perfil de las Montañas Blancas destacaba en aquel entorno cálido y ante él se extendía el azul centelleante del mar de Creta. La belleza de aquel paisaje solía animarla, pero ese día no.


Belen se incorporó y se secó la frente con el antebrazo.


–Deja de castigarte. Ese hombre es un canalla mentiroso e impostor –dijo tomando su mochila mientras miraba a un grupo de hombres enfrascados en una conversación–. Por suerte para todos nosotros, mañana vuelve a Londres junto a su esposa. Espero que Dios la ayude.


Paula se cubrió el rostro con las manos.


–No menciones a su esposa. Soy una persona horrible.


–Te dijo que estaba soltero. Te mintió. Toda la culpa es suya. Después de mañana, no tendrás que volver a verlo y yo no tendré que contenerme para evitar asesinarlo.


–¿Y si ella lo descubre y pone fin a su matrimonio?


–Entonces, tendrá la oportunidad de encontrar a alguien que la respete. Olvídate de él, Paula.


¿Cómo iba a olvidarlo si no podía dejar de pensar en ello?


–Estaba planeando nuestro futuro. Íbamos a pasar el mes de agosto recorriendo las islas griegas hasta que fue a sacar la tarjeta de crédito y sacó en su lugar una foto de su familia. 
Tres niños con su padre. No puedo soportarlo. ¿Cómo he podido equivocarme de esa manera? Es una línea que nunca cruzo. La familia es algo sagrado para mí. No sé qué me molesta más: si que no me conociera bien o que cumpliera todos los requisitos del hombre ideal de mi lista.


–¿Tienes una lista?


–Tengo muchas ganas de echar raíces, de formar una familia. Cuando deseas algo con muchas ganas, la toma de decisiones puede verse distorsionada, así que he tomado algunas medidas para protegerme. Sé las cualidades básicas que necesito en un hombre para que me haga feliz. Nunca salgo con nadie que no reúna los tres requisitos.


–Una buena cartera, unos hombros anchos y un gran…


–¡No! Eres terrible –dijo Paula y, a pesar de su disgusto, sonrió–. En primer lugar, tiene que ser cariñoso. En segundo lugar, sincero. Pensé que el profesor Ashurst lo era. Por cierto, que no volveré a llamarle David nunca –añadió girándose para mirar al arqueólogo invitado que la había encandilado durante su breve y desafortunada relación–. Tienes razón. Es una babosa rastrera.


–No deberíamos perder tanto tiempo hablando de él. Ese profesor ya es historia, como esta excavación. ¿Cuál es el tercer requisito de tu lista?


–Quiero un hombre con valores familiares. Tiene que desear una familia. Ahora entiendo por qué se comportaba como un hombre familiar, porque ya era un hombre con una familia. Mi lista tiene importantes defectos.


–Tan solo deberías añadir «soltero» a tu lista. Tienes que relajarte. Deja de buscar una relación y diviértete.


–¿Te refieres al sexo? Eso no va conmigo –dijo Paula y bebió otro sorbo de agua–. Tengo que estar enamorada de un hombre para irme a la cama con él. Para mí, las dos cosas van unidas. ¿Para ti?


–No. El sexo es el sexo y el amor es el amor. Uno es divertido y el otro hay que evitarlo a toda costa.


–Yo no pienso así. Algo me pasa.


–No te pasa nada. No es un delito desear una relación. Lo único es que te arriesgas a que te rompan el corazón –dijo Belen apartándose el sombrero de la cara–. Es increíble el calor que hace. No son ni las diez de la mañana y estoy asada.


–Es verano y esto es Creta, ¿qué esperabas?


–Ahora mismo, daría cualquier cosa por pasar unas cuantas horas en casa. En Maine no estamos acostumbrados a veranos que te fríen la piel.


–Ya habías pasado más veranos en otras excavaciones por el Mediterráneo.


–Y en todas me he quejado –dijo Belen estirando las piernas.


Paula la miró con envidia.


–Con esos pantalones cortos, pareces Lara Croft. Tienes una piernas muy bonitas.


–Muchas horas de caminatas por terrenos inhóspitos en busca de reliquias. A mí me gustaría tener tu precioso pelo rubio –comentó Belen–. Escucha, no malgastes más tiempo ni lágrimas en ese hombre. Sal esta noche con nosotros. Vamos a asistir a la inauguración oficial del nuevo ala del museo arqueológico y después vamos a conocer ese bar que han abierto en el puerto.


–No puedo. La agencia me ha llamado esta mañana y me ha ofrecido un trabajo de limpiadora que ha surgido a última hora.


–Paula, tienes un máster en arqueología. No deberías aceptar esa clase de empleos.


–Mi beca como investigadora no cubre el préstamo universitario y no quiero tener deudas. Además, me gusta limpiar, me relaja.


–¿Te gusta limpiar? Pareces una criatura de otro planeta.


–No hay nada más gratificante que dejar una casa reluciente, pero preferiría que el trabajo no fuera esta noche. La inauguración será divertida. Es la excusa perfecta para limpiarse todo este barro y ponerse ropa bonita, además de para ver todos esos objetos juntos. Da igual. Me concentraré en el dinero. Van a pagarme una tarifa especial. Resulta que el dueño pasa casi todo el tiempo en Estados Unidos y ha decidido venir sin previo aviso –dijo buscando en su bolso la crema solar–. ¿Te imaginas ser tan rica como para no poder decidir en cuál de tus casas vas a dormir?


–¿Cómo se llama?


–Ni idea. La empresa es muy discreta. Tenemos que llegar a una hora determinada y entonces su equipo de seguridad nos dejará pasar. Cuatro horas más tarde, ingresaré una bonita suma de dinero en mi cuenta bancaria.


–¿Cuatro horas? ¿Vais a ser cinco durante cuatro horas para limpiar una sola casa? –inquirió Belen llevándose la botella de agua a la boca–. ¿Qué es, un palacio?


–Una casa enorme. Me han dicho que me darán un plano cuando llegue que tendré que devolver cuando me vaya y no me permiten hacer copias.


–¿Un plano? Ahora siento curiosidad. ¿Puedo ir contigo?


–Por supuesto, porque limpiar la ducha de alguien es mucho más excitante que disfrutar de un cóctel en la terraza de un museo arqueológico mientras el sol se pone sobre el Egeo.


–Es el mar de Creta.


–Técnicamente es el Egeo. Voy a perderme una gran fiesta por sacar brillo a un suelo. Me siento como Cenicienta. ¿Y tú qué me cuentas? ¿Has quedado con alguien esta noche para animar tu aburrida vida amorosa?


–No tengo vida amorosa, tengo una vida sexual y, por suerte, no es nada aburrida.


Paula sintió una punzada de envidia.


–Quizá tengas razón. Necesito relajarme y usar a los hombres para el sexo, en vez de pensar que cada relación va a terminar en el altar. ¿Eres hija única, verdad? ¿Te hubiera gustado tener hermanos?


–No, pero crecí en una pequeña isla. Era como tener una gran familia. Todo el mundo sabía todo de los demás, desde la edad a la que aprendiste a caminar hasta las calificaciones del colegio.


–Suena maravilloso –dijo Paula y se sorprendió al oír una nota de melancolía en su voz–. En mi caso, fui una niña enfermiza y con muchos problemas, y nadie se hizo cargo de mí durante mucho tiempo. La dermatitis era terrible y siempre estaba cubierta de cremas y vendas. Nadie quería una niña que continuamente estaba enferma.


–Tonterías, Paula, estás a punto de hacerme llorar y no soy una persona sentimental.


–Olvídalo. Háblame de tu familia.


Le gustaba escuchar historias de otras familias y de sus relaciones. Belen dio otro sorbo de agua y se ajustó el sombrero.


–Supongo que somos una familia normal. Mis padres se divorciaron cuando tenía diez años. A mi madre no le gustaba vivir en una isla. Con el tiempo, se mudó a vivir a Florida. Mi padre era ingeniero y pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en plataformas petrolíferas por todo el mundo. Yo vivía con mi abuela en Puffin Island.


–Incluso el nombre suena bien –dijo Paula imaginándose la vida en un lugar con aquel nombre–. ¿Estabas muy unida a tu abuela?


–Sí, mucho. Murió hace unos años. Me dejó la cabaña de la playa, así que siempre tendré un sitio al que llamar hogar. Todas las semanas recibo llamadas de gente interesada en comprármela, pero no voy a venderla nunca –dijo Belen recogiendo la toalla del suelo–. Mi abuela la llamaba la cabaña del náufrago. De pequeña, le pregunté si alguna vez había vivido allí un náufrago, y me dijo que se refería a la gente perdida en la vida, no en el mar. Creía que tenía efectos reparadores.


–Puede que necesite pasar allí un mes. Necesito recuperarme.


–Cuando quieras. Ahora mismo está una amiga mía. Lo usamos como refugio. Es el mejor sitio del mundo y siempre que voy me siento cerca de mi abuela. Puedes ir cuando quieras, Paula.


–Tal vez alguna vez. Todavía tengo que pensar qué voy a hacer en agosto.


–¿Sabes lo que necesitas? Sexo por despecho, por diversión, sin todas esas tonterías emocionales que conllevan las relaciones.


–Nunca he tenido esa clase de sexo. Siempre lo he hecho por amor.


–Pues elige a alguien de quien nunca te enamorarías, alguien que sea hábil en la cama y a quien no le pidas nada más. Así, no correrás ningún riesgo –dijo y se detuvo al ver que Spyros, uno de los arqueólogos griegos de la universidad local, se acercaba a ellas–. Vete, Spy, esta es una charla de chicas.


–¿Qué te hace pensar que venía a unirme a vosotras? Tendría que ser una conversación más interesante que la que acabo de dejar –dijo, dándole una lata de refresco fría a Paula–. Es un despojo humano, theé mou.


Su voz sonó cálida y ella se sonrojó, conmovida por su amabilidad.


–Lo sé, lo sé –dijo apartándose el pelo de la nuca–. Ya lo superaré.


Spy se sentó a su lado.


–¿Quieres que te ayude a olvidarlo? He oído algo de sexo por diversión. Si me necesitas, aquí me tienes.


–No, gracias. No me fío de ti.


–No hace falta que te fíes de mí –dijo guiñándole un ojo–. Lo que necesitas es un hombre de verdad, un griego que sepa hacerte sentir mujer.


–Sí, sí, ya me conozco ese truco. Después me traerás tu ropa sucia y me pedirás que te la lave. Por eso no quiero nada contigo. No voy a lavarte tus calcetines.


Paula rio mientras abría la lata. Aunque no tuviera familia, tenía buenos amigos.


–Te olvidas de que cuando no estoy limpiando mansiones de millonarios o pasando el rato aquí fuera sin hacer nada por aumentar los ahorros para la universidad, trabajo para el hombre griego por excelencia.


–Ah, sí –dijo Spyros, sonriendo–. Pedro Alfonso, presidente de la todopoderosa compañía ACo, el hombre por antonomasia, la fantasía de toda mujer.


–La mía no. No reúne ninguno de mis requisitos.


Spy arqueó las cejas y Belen sacudió la cabeza.


–No necesitas saber cuáles son. Continúa, Paula, desembúchalo todo sobre Zervakis. Quiero saberlo todo de él, desde el estado de su cuenta bancaria hasta cómo consigue esos increíbles abdominales que he visto en unas fotos con una actriz en la piscina.


–No sé mucho de él, excepto que es muy inteligente y que le gusta rodearse de gente brillante, lo que hace que resulte muy intimidante. Por suerte, pasa la mayor parte del tiempo en San Francisco o Nueva York, así que no suele estar por aquí. Llevo dos meses haciendo estas prácticas y, en este tiempo, dos secretarias han renunciado. Menos mal que tiene un gran departamento de recursos humanos porque sospecho que recurre mucho a él. Y no me hables de novias. Necesito una hoja de cálculo para aclararme.


–¿Qué les pasó a las secretarias?


–Ambas dejaron su empleo por la presión. La carga de trabajo es inhumana y no es fácil trabajar con él. Tiene una manera de mirar que hace que uno desee teletransportarse. Pero es muy atractivo. No es mi tipo, pero las mujeres no paran de hablar de él.


–Todavía no entiendo por qué trabajas allí.


–Estoy probando otras cosas. La beca de investigación se me acaba este mes y no sé si quiero seguir con esto. Estoy considerando otras opciones. Los museos no pagan demasiado y no quiero vivir en una gran ciudad. Enseñar no me gusta y… –dijo encogiéndose de hombros–. No sé qué hacer.


–Eres una experta en cerámica y haces unas piezas muy bonitas.


–Eso es un pasatiempo.


–Tienes una vena artística muy creativa. Deberías explotarla.


–No tiene sentido pensar que puedo ganarme la vida de esa manera. Con sueños no se pagan las facturas –aseveró Paula apurando la bebida–. A veces preferiría haber estudiado Derecho y no Arqueología, claro que no estoy hecha para trabajar en una oficina. No se me da bien la tecnología. La semana pasada estropeé la fotocopiadora y la cafetera me odia, pero parece ser que la manera de impresionar a futuros empleadores es que figure ACo en tu currículum. Demuestra que tienes potencial. Si puedes trabajar allí y no sentirte intimidada, es evidente que eres fuerte. Y antes de que me digas que una mujer formada no debería sentirse intimidada por un hombre, deberías conocerlo. Yo lo admiro. Dicen que nunca demuestra sus sentimientos, ni en los negocios ni en su vida personal. Es completamente opuesto a mí. Nadie lo ha abandonado nunca y siempre sabe lo que hay que decir en cada situación. Me gustaría parecerme a Pedro Alfonso –concluyó.


Belen rio.


–Estás bromeando, ¿verdad?


–No, hablo en serio. Es como un bloque de hielo. Me gustaría ser así. ¿Y vosotros? ¿Alguna vez habéis estado enamorados?


–¡No!


Spy se sobresaltó, pero Belen no contestó. En vez de eso, se quedó mirando al mar.


–¿Belen? ¿Has estado alguna vez enamorada?


–No estoy segura, tal vez sí –contestó su amiga con voz grave.


–Vaya, ¿Belen enamorada? –dijo Spy arqueando las cejas–. ¿Atravesaste literalmente su corazón con una flecha?


Paula lo ignoró.


–¿Qué te hace pensar que has estado enamorada? ¿Cuáles son los indicios?


–Me casé con él.


Spyros rio y Paula se quedó de piedra.


–¿Que tú qué? Bueno, ese es un buen indicio.


–Fue un error –dijo Belen, clavando la pala en el suelo–. Cuando cometo errores, me gusta que sean grandes. Supongo que podríamos considerarlo un romance turbulento.


–Parece más un huracán que un torbellino. ¿Cuánto duró?


Belen se puso de pie y se sacudió el polvo de las piernas.


–Diez días. Spy, si no borras esa sonrisa de tu cara, voy a empujarte a esta zanja y a cubrirte de tierra.


–Querrás decir diez años –dijo Paula.


Belen negó con la cabeza.


–No, días. Conseguimos sobrevivir a la luna de miel sin matarnos.


–¿Qué ocurrió? –preguntó Paula sorprendida.


–Dejé que los sentimientos influyeran en mis decisiones –contestó Belen con una sonrisa fingida–. Desde entonces, no he vuelto a enamorarme.


–Porque has aprendido a no hacerlo. Uno no comete los mismos errores una y otra vez. Dame algunos consejos.


–No puedo. Me es imposible establecer vínculos emocionales después de haber conocido a Zach.


–Un nombre muy sexy.


–Un hombre muy sexy –dijo protegiéndose los ojos del sol–. Un canalla muy sexy.


–Otro más –comentó Paula con tristeza–. Pero eras joven y todo el mundo tiene derecho a cometer errores de joven. No solo no tengo esa excusa, sino que soy reincidente. Deberían encerrarme hasta que me rehabilite. Deberían devolverme a la tienda y reprogramarme.


–No necesitas reprogramarte –dijo Belen guardando la pala en la mochila–. Eres adorable, atenta y cariñosa. Eso es lo que a los hombres les gusta de ti.


–Eso y el hecho de que solo hace falta un vistazo para darse cuenta de que debes de estar impresionante desnuda –intervino Spy.


Paula se giró, dándole la espalda.


–Adorable, atenta y cariñosa son cualidades perfectas para una mascota, pero no tanto para una mujer. Dicen que las personas cambian, ¿no? Pues bueno, yo voy a cambiar –dijo poniéndose de pie–. No voy a volver a enamorarme. Voy a seguir tu consejo y a disfrutar del sexo por diversión.


–Buena idea –dijo Spy mirando su reloj–. Vete quitándote la ropa y yo buscaré un sitio.


–Muy gracioso –comento Paula mirándolo–. Buscaré a alguien que no conozca y de quien no me pueda enamorar. 


Solo tengo que buscar un hombre que no cumpla ninguno de mis requisitos y acostarme con él. No puede salir mal. Voy a llamarlo Operación Dama de Hielo.







SOMBRAS DEL PASADO: SINOPSIS



¿Podría ella seguir las reglas de él? Y lo que era más importante, ¿podría él?


La romántica arqueóloga Paula Chaves ansiaba un amor de cuento de hadas, pero siempre terminaba con el corazón roto. Esa vez iba a intentar algo diferente: una aventura con su jefe, el famoso playboy griego Pedro Alfonso.


Contrario al amor y a la familia, Pedro era un hombre que vivía a su manera, siguiendo sus propias reglas. No había nadie mejor para enseñarle a Paula a distinguir entre el sexo ardiente y las emociones intensas. Pero, a la vez que Pedro tenía el mundo a sus pies, también tenía sombras en su corazón…