viernes, 4 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 2




Pedro estaba de pie, de espaldas a la oficina, mirando el azul del mar mientras su asistente le ponía al día.


–¿Ha llamado?


–Sí, tal y como vaticinaste. ¿Cómo es posible que aciertes siempre? Yo habría perdido los nervios hace días ante tal cantidad de dinero y tú ni siquiera te inmutas.


Para Pedro, no era una cuestión de dinero, sino de poder.


–¿Has llamado a los abogados?


–Mañana a primera hora se van a reunir con el equipo de Lexos. Así que está hecho. Enhorabuena, jefe. La prensa estadounidense no para de llamar pidiendo entrevistas.


–Todo sigue en el aire hasta que el acuerdo no esté firmado. Cuando eso ocurra, emitiré una declaración, pero nada de entrevistas –dijo Pedro, y sintió que la tensión de sus hombros disminuía–. ¿Has hecho reserva en el Athena?


–Sí, pero antes tienes la inauguración oficial de la nueva ala del museo.


–Vaya, se me había olvidado. ¿Tienes algún dato sobre eso?


Su asistente palideció.


–No, jefe, solo sé que el ala ha sido construida para exhibir todas las antigüedades minoicas en un mismo sitio. Te invitaron a la última reunión del equipo encargado del proyecto, pero estabas en San Francisco.


–¿Se supone que debo pronunciar un discurso?


–Esperan que digas unas palabras.


–Puedo decir algo, pero nada relacionado con antigüedades minoicas –dijo Pedro aflojándose la corbata–. Revisemos la agenda.


–Vassilis tendrá el coche aquí preparado a las seis y cuarto, por lo que tienes tiempo de volver a casa y cambiarte. De camino recogerás a Christina, y la reserva de la mesa es a las nueve.


–¿Por qué no la recojo después de cambiarme?


–Eso llevaría un tiempo del que no dispones.


Pedro no podía oponerse. Sus continuos cambios de horario habían hecho que tres asistentes se hubieran marchado en los últimos seis meses.


–¿Alguna otra cosa?


–Tu padre ha llamado varias veces. Dice que no contestas el teléfono y me pidió que te diera un mensaje.


–¿De qué se trata? –preguntó Pedro desabrochándose el botón de la camisa.


–Quiere que te recuerde que su boda es el próximo fin de semana. Piensa que te has olvidado.


Pedro se quedó de piedra. No se había olvidado.


–¿Algo más?


–Espera que asistas a la celebración. Quiere que te recuerde que, de todos los tesoros del mundo, la familia es el más importante.


Pedro, cuyos sentimientos en ese aspecto eran de dominio público, no hizo ningún comentario. No entendía que una cuarta boda fuera motivo de celebración. En su opinión, no era más que la prueba de que no había aprendido nada de las tres primeras veces.


–Le llamaré desde el coche.


–Hay una cosa más –dijo el hombre dirigiéndose hacia la puerta, como si buscase una salida–. Me pidió que te dejara claro que, si no ibas, le partirías el corazón.


Era un comentario típico de su padre. Precisamente era ese sentimentalismo el que había hecho de su padre la víctima de tres divorcios muy caros.


–Mensaje recibido –dijo Pedro volviendo a su mesa.


Después de que la puerta se cerrara, se dio la vuelta para mirar por la ventana, fijando la vista en los reflejos del mar a mediodía. Bajo una mezcla de desesperación y frustración, se arremolinaban otras oscuras y turbias emociones que no deseaba analizar. No era dado a la introspección y pensaba que el pasado era útil en la medida en que influía en el futuro, por lo que detenerse en revivir recuerdos no le resultaba agradable.


A pesar del aire acondicionado, la frente se le llenó de sudor y atravesó el despacho para sacar una botella de agua fría de la nevera. ¿Por qué debería preocuparle que su padre volviera a casarse? Ya no era el niño soñador de nueve años destrozado por la traición de su madre y sumido en una profunda nostalgia de estabilidad y seguridad.


Había aprendido a procurarse su propia seguridad. 


Emocionalmente, era un castillo inexpugnable. Nunca permitiría que una relación le hiciera perder el norte. No creía en el amor y veía el matrimonio como algo costoso e inútil.


Desgraciadamente, su padre, un hombre por otra parte inteligente, no compartía su opinión. Se las había arreglado para construir un negocio de la nada, pero, por alguna razón, no había aplicado la misma inteligencia a su vida amorosa. 


Tenía la impresión de que su padre no analizaba los riesgos ni las implicaciones económicas de sus caprichos amorosos y se lanzaba a cada relación con una ingenuidad inapropiada para un hombre de su experiencia.


La relación entre ellos se había vuelto más incómoda después de que, la última vez que cenaran juntos, su padre le diera una charla sobre la vida que llevaba, como si la ausencia de divorcios por parte de Pedro sugiriera una personalidad insulsa.


Pedro cerró los ojos un instante y se preguntó cómo era posible que su vida profesional marchara sobre ruedas mientras que la familiar fuera un desastre. Lo cierto era que prefería una larga jornada de trabajo a asistir a otra boda de su padre. Esta vez no había conocido a la futura esposa ni tenía ganas de hacerlo. No entendía qué podía aportar su presencia aparte de su evidente desaprobación, y no quería estropear el día. Las bodas lo deprimían.




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