lunes, 17 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 24





—¿Y dónde está hoy mi hijo? —preguntó Fiora mientras servía café en una salita cuyas vistas sobre la ciudad se extendían hasta las azules colinas del horizonte.


—En Milán —contestó Paula, ligeramente vacilante, porque él le había dicho su itinerario como si le doliese perder saliva hablando con ella. Aliviada al ver que las manos no le temblaban al aceptar la taza, añadió—: Se quedará unos días.


Echándose hacia delante en su sillón de orejas y con la cabeza inclinada a un lado, Fiora dijo suavemente:
—Espero que Pedro no te esté desatendiendo.


—Por lo que dijo, pensé que os ibais de luna de miel a Amalfi —dijo Edith, encandilada—, y estoy segura de que me dijo que pretendía recoger su yate en Cannes para ofrecerte el crucero de tu vida.


—Así es la vida —respondió Paula, tan resuelta como pudo—. Negocios. Ya sabéis lo que es eso —le dedicó una sonrisa acartonada a su suegra. Como esposa de un importante banquero, entendería que los hombres así anteponían el trabajo a todo lo demás, pero todo lo que escuchó fue:
—Tengo que hablar con él. Tengo su número de móvil. 
Solange siempre se quejaba de que era adicto al trabajo.


El corazón de Paula se retorció dolorosamente. Era su oportunidad para saber algo sobre el primer matrimonio de Pedro. Tenía que aprovecharla.


—Fue muy triste lo que le pasó, ¿verdad? —preguntó.


La subida de adrenalina remitió cuando Fiora se limitó a comentar:
—Por supuesto. Nunca sabremos lo que ocurrió en ese matrimonio. Pedro nunca habla del tema y yo respeto demasiado sus deseos como para preguntarle. Pertenece al pasado. Ahora te tiene a ti y un futuro maravilloso por delante. Ahora… —cambió hábilmente de tema— ¿te quedarás a comer?


—Gracias, pero no —Paula miró su reloj—. Le pedí a Mario que me recogiese. Sólo he pasado a ver cómo estabais.


—¡Divinamente! —dijo Edith radiante—. ¡Todo marcha sobre ruedas! Fiora está intentando enseñarme italiano, con poco éxito. Y esta mañana supe que mi inmobiliaria ha recibido una oferta por la casa.


—En cuanto llegue el dinero me la llevaré de compras. Podrá protestar todo lo que quiera, pero nunca se es demasiado viejo para iniciarse en el diseño italiano —dijo Fiora, sirviendo más café—. Pensaba llevarla a vía Tornabuoni. Le he ofrecido dinero, pero tu querida tía es demasiado terca como para aceptarlo. Mañana visitaremos los jardines Boboli y, antes de que empieces a protestar, te diré que me lo tomaré con tranquilidad.


Y así pasó la última media hora de visita, sin más preguntas incómodas, sin menciones a una posible llamada de Fiora a su hijo para preguntarle por la luna de miel inexistente ni útiles revelaciones sobre las razones de la ruptura del primer matrimonio de Pedro.


Cuando el coche giró para introducirse en el camino de entrada, Paula dijo:
—Déjame aquí, Mario. Iré caminando hasta la villa.


Se sentía muy inquieta, sentimiento que ardía en su interior desde el día de la boda. Caminando deprisa para quemar parte de aquella energía acumulada que convertía en tormento quedarse sentada en una silla, deseó en vano no haber mentido a Pedro sobre las razones por las que rechazaba convertir su matrimonio en algo real.


Había mentido para salvar su orgullo, creyendo que era lo único de valor que le quedaba, odiando pensar en convertirse en una esposa celosa y darle pistas sobre sus sentimientos por él. No quería dejarle saber que era una idiota de talla mundial que se había enamorado de un hombre que admitía cínicamente que no sabía el significado de esa palabra y trataba a las mujeres como un objeto con tanto valor a largo plazo como un periódico del día anterior.


Por eso mintió. Y deseó no haberlo hecho.


Sin embargo, había tenido pocas oportunidades o no había podido reunir el valor suficiente como para decirle la verdad. 


Lo había visto en contadas ocasiones desde aquel día. Él se había mostrado educado, frío y distante. Procuraba que el tiempo que pasaran juntos fuese breve, cortando en seco cualquier esperanza que ella tuviera de entablar una conversación coherente, de conseguir hacerle quedarse el tiempo suficiente como para escucharla. Y el hacerlo no iba a hacer más viable su matrimonio, pero al menos él sabría que ella no era la cazafortunas que había fingido ser.


Al torcer en la última curva, sudando por el calor y el ritmo de sus pasos, ralentizó la marcha, frunciendo el ceño. No sabía de quién era el deportivo rojo que había aparcado en la entrada, pero no estaba de humor para visitas.


Entrando en el inmenso vestíbulo se encontró con Ágata, que le recibió con cara preocupada.


—La signorina Renata está esperándola, signora. Está en el saloncito. Me ordenó que le trajese una botella del mejor Meursault del signor y la última vez que vi la botella estaba casi vacía.


Llena de rabia, Paula consiguió sonreír, si a eso se le podía llamar sonrisa, y darle las gracias al ama de llaves. Renata Alfonso era la última persona a la que quería ver. Y el saloncito era su habitación favorita, más pequeña y modesta que las demás habitaciones de la villa palaciega. Solía sentarse allí, encontrando cierta paz, rodeada por las flores que recogía y arreglaba para ocupar los días. Odiaba imaginar a aquella horrible mujer mancillando su sitio.


Tranquilizándose a sí misma, diciéndose que era injusto culpar al portador de malas noticias y que Renata sólo le había dicho la verdad, Paula abrió la puerta y atravesó el umbral.


—¡Llegaste por fin! —Renata estaba repantigada en una chaise longue y había una copa vacía y una botella en las últimas en una mesa a su lado—. Debo decir que me sorprendió saber que todavía seguías aquí.


—¿De veras? —Paula no pensaba ceder ni un milímetro hasta saber la razón por la que había venido. Esperaba, desesperadamente, que no viniese a traerle más pruebas de las conquistas de su primo.


Renata bostezó, examinando sus uñas pintadas de rojo, como buscando algún defecto, impasible ante la frialdad de Paula.


—Por supuesto. ¿Sabías —se inclinó hacia delante para vaciar la botella de vino en su copa— que esta habitación era la favorita de Solange? Por las vistas a la fuente y los rosales.


¡Otra cosa más que le estropeaba! Rechinando los dientes para evitar decirle que se largara, Paula tuvo que obligarse literalmente a mantener la calma.


—¿Por qué has venido?


—Una visita amistosa. Como te he dicho, quería saber si seguías aquí, o si habías actuado con sensatez y habías vuelto al lugar del que viniste. ¿Y cómo está mi querido primo?


No había nada amistoso en el comportamiento de aquella mujer hacia Paula. Puede que le hubiese contado la verdad, pero lo había hecho con maldad y rencor.


—Está bien.


—¿Seguro? —gorjeó—. ¿Cómo lo sabes si nunca está aquí? No te sorprendas, no tengo espías entre el servicio, son demasiado leales a su amo como para contarme nada. Pero ¿sabías que uno de los jardineros iba a operarse de algo? —Paula, quedándose firme junto a la puerta, no dijo nada. El viejo Cario Barzini se estaba recuperando de una operación de vesícula. Le había enviado fruta y jamón a su casa del pueblo, pero no estaba dispuesta a dar explicaciones a Renata, a quien en cualquier caso le importaba un bledo—. El ingenuo de su hijo, Beppe, creo que se llama, no entiende de lealtades —continuó Renata—. Dice que mi primo apenas aparece por aquí desde la boda —vació su vaso y se levantó con esfuerzo—. Ha vuelto a las andadas, dejando a su linda esposa encerrada en casa y haciendo dinerito para gastárselo en la rubia de turno.


—Creo que deberías marcharte —Paula estaba descompuesta, pero no pensaba dejar que se notase.


—No dudo que sea eso lo que quieres. Sin embargo, estoy demasiado cansada para conducir, así que buscaré una cama y me echaré un rato. Después de todo, esta casa pertenece a los Alfonso, y yo soy Alfonso de nacimiento, no de prestado —se encaminó con paso vacilante hacia la puerta, rozando a Paula al pasar—. Ah, y no olvides advertir al ama de llaves que seguramente me quedaré a cenar.


Desanimada ante aquella perspectiva, Paula cerró los ojos con fuerza para no echarse a llorar, tragándose su dolor. 


Girándose sobre sí misma, salió a toda velocidad de la casa. 


Renata había tocado su fibra sensible al decir aquello de la «linda esposa» encerrada en casa.


Se sentía prisionera. Si quería ir a alguna parte, Mario la llevaba. Si decidía dar un paseo por los alrededores, siempre había un jardinero cerca.


Ofuscada, se detuvo en el patio delantero. Tenía que huir aunque fuese por un instante, estar sola y pensar. Las cosas no podían seguir así.


¿Conseguiría retener a Pedro el tiempo suficiente como para pedirle que solicitara la anulación? ¿Y decirle que no quería nada de él disiparía el mal sabor de boca que dejaba haberle mentido sobre su deseo de disfrutar de su riqueza?


¿Afectaría la ruptura a Fiora y Edith? Acababa de ver lo bien que estaban la una con la otra y había conocido sus planes de hacer excursiones y salir de compras.


En cuanto a ella, lo que haría, cómo se las arreglaría de vuelta en Inglaterra… bueno, ya pensaría en algo.


El estrés le había tensado los músculos, le costaba respirar y las lágrimas le escocían en los ojos. Pero no iba a llorar. 


Todo era culpa suya y de nadie más. Sabía de sobra cómo era él, pero lo había ignorado. Él le había dicho que no la amaba, que su matrimonio sería «conveniente», ¡y eso también lo había ignorado!


Después de una noche maravillosa de sexo y al descubrir que lo amaba, ella había decidido que el matrimonio funcionaría y él se mantendría fiel. Pero se había equivocado.


A punto de explotar, decidió alejarse de aquella villa que para ella se había convertido en prisión, aunque la siguiese un ejército de empleados de Pedro. Y entonces se dio cuenta de que Renata se había dejado puestas las llaves del coche.


Sólo se tomó un segundo, para pensar que aquella mujer no iba a necesitar el coche hasta que se le pasaran los efectos del vino, antes de verse sentada en el asiento del conductor, arrancar el motor y salir a toda velocidad.





domingo, 16 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 23





Paolo la miró con salvaje repulsa.


—Madonna diavola! ¿De qué estás hablando?


—Ya lo has oído —Paula intentaba mantener el control como si se aferrase a un salvavidas en plena marejada. Él se puso pálido y unas arrugas de tensión se dibujaron en su boca. 


Parecía conmocionado.


Tragando con dificultad, ella se dijo a sí misma que no se rendiría a la necesidad de acercarse a él que le reclamaba cada parte de su cuerpo, a la necesidad de abrazarle, de alegar que se le habían cruzado de repente los cables y rogarle que olvidara lo que había dicho.


Se recordó estoicamente todo lo que había sabido:
—El matrimonio que tú querías se quedará donde debe estar. En papel. No compartiré la cama contigo.


Él levantó la cabeza y entrecerró los ojos, preguntando:
—¿Por qué?


Podía decirle la verdad, preguntarle qué había pasado entre él y Solange, preguntarle qué hacía con aquella rubia en Londres una semana antes y escuchar sus mentiras. O quizá él se lo contase todo y le recordase que no la amaba, que no creía en su matrimonio y que se consideraba libre de tener aventuras con quien quisiera.


Como ninguna de las dos opciones le resultaba atractiva, le dijo la primera mentira que se le ocurrió.
—Hice lo que querías, te saqué del hoyo que tú mismo te habías cavado. Y a cambio, y hasta que decidas pedir la anulación, estás en deuda conmigo. Viviré rodeada de lujos y tendré todo lo que quiera. Nada de levantarme al alba a cuidar de un montón de viejos. No volveré a pararme en los escaparates a ver una ropa que nunca podré permitirme. Nunca más…


—Basta! —le ordenó él con frialdad—. Pensé que eras distinta a las demás. Siento haberme equivocado.


Girando sobre sus talones, salió de la habitación con la cabeza alta.


Y con aquella acusación perforándole el corazón, Paula rompió a llorar.





SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 22




Al salir del brazo de Pedro de la iglesia del pueblo bajo la villa, Paula se sintió totalmente fuera de la realidad.


La ceremonia había transcurrido como en un sueño. Su magnífico vestido de seda marfil, la tiara de diamantes que Fiora había insistido que llevara, que era otra reliquia de la familia, el precioso ramo… todo parecía pertenecer a un cuento de hadas, más que a ella misma.


Y el hombre alto, guapo y atractivo que tenía a su lado… ¿llegaría a pertenecerle realmente alguna vez? Se negó ese pensamiento. Puede que no pareciese real, pero no era un sueño. Era el día de su boda y nada debía empañarlo.


Sonrió para la foto.


Su confusión respecto a atreverse a aceptar o no su propuesta había desaparecido por completo la mañana en que Pedro la había llevado en brazos a la villa después de la fiesta.


La tía abuela Edith la había estado esperando con cara de pocos amigos, el moño despeinado y el cuerpo en tensión, envuelta en el camisón que tenía desde hacía años.


—¿Se puede saber dónde habéis pasado la noche? —preguntó, con su tono estentóreo a máximo volumen—. Carla y yo insistimos en que Fiora se acostara hace horas, y eso que estaba muy preocupada. Desaparecisteis sin decir palabra. ¡Exijo una explicación! —dijo, como si fuesen niños traviesos en lugar de personas adultas y una de ella una leyenda en el mundo financiero.


Pedro había sonreído sin rastro de arrepentimiento, sin inmutarse ante la indignación de la anciana y había dicho con suavidad:
—Siento mucho haberos causado tanta molestia sin necesidad.


Paula se encogió de hombros. La tía Edith tenía la moral estricta de una solterona victoriana, ¡y qué otra explicación podría darse a la aparición de un hombre y una mujer deslizándose furtivamente al alba totalmente despeinados!


Carla, situada al lado de la anciana con una taza y un plato en la mano, había intentado suavizar la situación:
—No es algo por lo que preocuparse. ¿Qué hacen las jóvenes parejas de prometidos? Le dije que no se preocupara —pero sólo dio pie a otro bufido de disgusto.


Con la espalda rígida, Edith se giró, rechazó el té que se le ofrecía y se fue refunfuñando seguida de Carla.


Paula, preguntándose por qué su pariente no había dado rienda suelta a su moralina bramando un matrimonio anticipado, había empezado a reír contra el hombro de Pedro y en ese momento se había rendido a su destino, anunciando:
—¡Está hecho, tendremos que casarnos ya, o me considerará una perdida y me arruinará la vida!


Y entonces se dio cuenta, mientras él la apretaba contra su cuerpo y la besaba hasta hacerla sentir que la cabeza se le iba a despegar de los hombros, que lo que había dicho era tan buena excusa como cualquiera para permitir que su corazón mandara en su cabeza.


Durante las semanas siguientes, apenas había visto a Pedro. Necesitaba atar cabos sueltos en sus negocios y había estado en su oficina en Florencia, o volando a reuniones en distintas capitales, o liado con los preparativos de la boda.


Paula había estado ocupada con interminables detalles: el extravagante diseñador elegido por Fiora la había estado pellizcando, pinchando y diciéndole que se pusiera recta, el organizador de la boda contratado por Pedro le había preguntado por las flores que quería, había estado discutiendo con su tía la venta de su casa y la mudanza, aliviada al ver que le había perdonado su mal comportamiento, y a pesar de todo había tenido tiempo para echarle terriblemente de menos.


También había descubierto, llevándose una decepción enorme y totalmente inesperada, que no estaba embarazada.


—Estás preciosa —le decía Pedro tomándola de las manos y acompañándola a la limusina que les llevaría a la villa para el banquete.


Sus ojos brillaban como el oro. Por fin era suya, para siempre, y la tarea de enseñarla a amarle como él la amaba acababa de empezar.


—Es el vestido —le confió Paula, sabiendo que lo decía sólo para halagarla porque vestida normalmente resultaba una mujer corriente, pero amándolo por intentar hacerla sentirse especial.


—Qué va —le dedicó tal mirada que una oleada de conciencia sexual la recorrió, trayéndole recuerdos de la noche que habían pasado juntos y haciendo que todo su cuerpo se estremeciera. Y cuando dijo con voz ronca: «Desnuda estás mucho más hermosa que con cualquier vestido», se ruborizó y se abalanzó sobre él.


No podía contenerse, y casi llegó a derrumbarse de sensualidad cuando él la besó con tal avidez que la hizo prometer en aquel instante que haría todo lo posible para asegurarse de que nunca se cansaría de ella.


Con las piernas temblonas por los besos que habían compartido de camino a la villa, Paula entró en el vestíbulo cargado de flores de la casa que iba a ser su hogar como si caminase por el aire. Puede que él no la amase y tenía que ser lo suficientemente madura como para aceptar que se había casado por conveniencia, pero de ella dependía desterrar ese pensamiento y convertirse en algo tan conveniente que él nunca pensara en dejarla.


La fiesta fue sencilla, y los miembros del equipo de seguridad se mantuvieron discretamente aparcados en la carretera de acceso. Otros patrullaron por los alrededores ante la mínima posibilidad de que los paparazis se hubiesen enterado de una ceremonia que se había celebrado en secreto y Paula, escuchando el brindis del padrino, decidió que nada podía estropear un día como aquél.


La tía Edith sonreía bajo el ala de su sombrero. Paula estaba encantada de que su amada pariente hubiese decidido irse a vivir con Fiora. La habría echado de menos y hubiese estado preocupada al ver que se quedaba sola. Y a Fiora se la veía rebosante de salud. El médico le había dado el visto bueno y no estaba cansada en absoluto por el ajetreo de la boda.


Deseando quedarse a solas con su recién estrenado marido, Paula casi no tocó la comida, pero bebió más champán de lo debido. Pensó, envuelta en una nube de color de rosa, que hasta los primos de Pedro parecían comportarse y que Renata, con un sencillo vestido de satén marrón, había decidido deliberadamente no eclipsar a la novia, porque era tan guapa que podría haberlo hecho fácilmente.


Cuando acabó la comida, Paula le dedicó a su marido una radiante sonrisa, aguantando la risa porque parecía que él acababa de darse una ducha helada. Se levantó, apartando la mano que él había levantado para detenerla, y le dijo susurrando en alto:
—Tu madre y mi tía se están preparando para irse. Las acompañaré mientras tú te encargas… te encargas del resto —y se alejó flotando, asombrada de que por una vez era ella la que daba las órdenes y no al contrario.


—¡Estás achispada, niña! —la acusó Edith cuando Paula la ayudaba a entrar en el coche.


—Es un día especial —la defendió Fiora—, y sé de sobra que no es algo que hace habitualmente. Creo que un café solo le vendrá bien —aconsejó, y Carla, sentada delante junto al conductor, dio su opinión.


—Es por los nervios.


Paula, despidiéndose con la mano incluso hasta cuando el coche hubo desaparecido, estuvo de acuerdo.


Los nervios y la perspectiva de quedarse a solas con su impresionante marido le habían quitado las ganas de comer y, en cuanto levantaba la copa para beber, enseguida los camareros volvían a llenársela hasta el borde, razón por la que se sentía un poco tarumba.


Obligándose a caminar en línea recta, volvió a la villa dispuesta a comer y a beber litros de agua. Pero Renata la retuvo y se la llevó a la habitación vacía que había servido de salita de estar a Fiora durante su estancia.


Asombrada al verse secuestrada, Paula se hundió sin resistencia en el sofá que le indicó Renata, e intentaba buscar algo sensato que decir cuando la otra mujer se sentó a su lado y dijo:
—Todos están a punto de marcharse, pero tengo que enseñarte algo antes de irme.


Agarró su bolso de ante y Paula sonrió. Quizá la prima de Pedro se sentía mal por lo que le había dicho la otra noche y estaba intentando reconciliarse con ella. Si era así, encontraría medio trabajo hecho, porque odiaba estar a malas con cualquier miembro de la familia de la que ya formaba parte.


—Magnífico… ¿qué es? —preguntó, y miró la fotografía que le ponía en las manos, intentando que no se notase que no entendía nada.


La foto de estudio mostraba a una mujer increíblemente bella. Un rostro perfecto, pelo largo y rubio y lo que Paula sólo pudo describir como unos ojos marrones realmente atractivos.


—Solange —informó Renata—. La primera esposa de Pedro. Era mi mejor amiga.


—Ah —Paula no supo qué decir. Le devolvió la foto, aguantándose las ganas de limpiarse los dedos en la tapicería del sofá para descontaminarse. Aquello no sólo era una chiquillada, sino además un insulto. Sabía que Pedro había estado casado y que no le gustaba hablar de ello, así que nunca le había preguntado cómo era su primera esposa. ¿Por qué se ponía dramática al descubrir que era encantadora?


—Era francesa. Se conocieron en París. Lo tenía todo: elegancia, cultura, la capacidad de ser el alma de todas las reuniones y una carrera prometedora, pero renunció a todo al casarse.


Paula se estremeció. No hacía frío precisamente, pero la mirada maliciosa de aquella mujer la aterrorizaba. La cabeza empezó a dolerle, pero no estaba dispuesta a traicionar su vulnerabilidad, así que dijo fríamente:
—Pues si era tu amiga, debes de echarla de menos. Lo siento. Pero el matrimonio fallido de mi esposo no tiene nada que ver conmigo.


Iba a dejar la habitación, pero Renata ronroneó:
—Claro que sí. Estoy intentando advertirte, hacerte un favor. Pensé que debías saber cómo era Solange. Si una mujer como ella no pudo mantener el interés de Pedro más de unos cuantos meses, ¿qué esperanza te queda a ti?


Paula se levantó torpemente. Sentía las piernas raras, como si no le perteneciesen, pero quería salir de allí, lejos de aquella mujer que intentaba lo imposible por envenenar su matrimonio antes de que empezara, valiéndose de dudas y temores que ella ya albergaba.


—¡Espera! Tienes que ver algo más —el corazón de Paula se tambaleó. Sus pies se negaban a dar ni un paso más. Un terrible sentimiento de tensión la dejó petrificada en el sitio mientras Renata se le acercaba desplegando una hoja de papel—. Un periódico inglés de hace una semana. Mira —Paula agarró la hoja con manos temblorosas. No quería mirarla, pero no podía evitarlo. Parecía como si su corazón fuese a detenerse. Sintió que todo el cuerpo se le cerraba al reconocer a Pedro saliendo de uno de los restaurantes más famosos y caros de Londres.


Iluminado por el flash de la cámara, aparecía rodeando con el brazo a una rubia que parecía intentar meterse en su costoso traje. El titular rezaba: ¿La última conquista del banquero millonario?


Sintiéndose traicionada, Paula le tendió bruscamente el periódico a Renata y la oyó decir:
—Siempre le gustaron las rubias. Supongo que fueron a su hotel, o a un club y luego…


Paula salió y subió por la escalera de servicio para evitar a Pedro y a los invitados que se marchaban. Entró a su habitación, se dirigió directamente al baño y vomitó violentamente.


Cinco minutos más tarde, con la cara lívida, se encontraba totalmente sobria. Una semana antes de su boda y la fidelidad no significaba nada para él.


Por primera vez, Paula agradeció de corazón no estar esperando un hijo suyo.


No tendrían hijos. Su matrimonio no iba a ninguna parte. 


Pero no se recrearía en su sufrimiento. Era más dura que todo eso. Había aceptado casarse con él conociendo sus motivos, sabiendo perfectamente cuáles eran sus defectos. 


Se arrepentía de haber dejado que su amor por él la llevara a pensar que crecerían juntos, tendrían un matrimonio estable y feliz y formarían una familia. Aquélla era una lección aprendida a base de errores.


Cuando Pedro entró en la habitación quitándose la corbata, ella estaba sentada junto a la ventana. Sus ojos la deslumbraron y su sonrisa era tan demoledora que se preguntó con dolor si alguna vez lograría superar el efecto que tenía sobre ella. Deseó haber tenido tiempo para quitarse el vestido de novia. Pero al menos controlaba la situación. Por completo.


Pedro arrojó su chaqueta sobre el respaldo de una silla, torciendo la boca al preguntar:
—¿Te encuentras mejor? Me temo que el champán se te había subido a la cabeza —caminaba hacia ella. Más de metro ochenta de masculinidad peligrosamente bella. A ella se le secó la boca. Miró hacia otro lado. Tuvo que hacerlo—. ¿Te he dicho ya lo bonita que eres? Quiero hacerte el amor, pero acostarme con una mujer borracha es lo último que desearía hacer —esto último lo dijo con seriedad. 


Avergonzada, recordó como había arrastrado las palabras, levantándose vacilante de la mesa. De no saber lo que había hecho se estaría disculpando, prometiendo que nunca volvería a ocurrir, y no volvería a pasar.


Pero lo sabía.


Paula lo miró directamente a los ojos y los vio enfriarse mientras le decía:
—Ya tienes lo que querías. Un matrimonio de conveniencia. La tranquilidad de Fiora. Una esposa fácil que se mantendrá en segundo plano, al menos de ahora en adelante, pero que no se acostará contigo.


SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 21






—Eres más de lo que habría soñado jamás —susurró Pedro con sinceridad mientras le ponía los zapatos cuando ya la luz del alba se posaba sobre las colinas de la Toscana. Le agarró las manos y se las acercó a los pies—. Entiende, amata mia, que ahora no hay razón por la que no debas casarte conmigo —inclinó la cabeza para besarla entre los ojos—. No he usado protección alguna. Podrías estar embarazada.


Al ver que ella se estremecía, frunció el ceño. ¿No encontraría desagradable la idea de tener un hijo suyo? No sería por eso, ¿verdad? ¡No después de aquel momento perfecto que habían compartido!


Usó la lógica y sonrió aliviado. El aire de la mañana era frío y ella tenía frío. Le echó su chaqueta por los hombros para protegerla y rodeó posesivamente su cintura mientras salían de nuevo al jardín.


Él no había querido que aquello sucediese, su pretensión había sido respetarla y esperar a la noche de bodas. Pero ¿cómo podía arrepentirse de un solo segundo transcurrido aquella noche?


Era un hombre de mucho mundo, algunos lo llamarían cínico incluso, pero nunca se le había pasado por la cabeza la estúpida idea de enamorarse. ¡Y había ocurrido! El corazón se le ensanchó tanto que pareció explotarle en el pecho y apretó su cintura hasta que ella ralentizó el paso y se detuvo.


Dio mió! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se había ido enamorando de ella todo el tiempo, y su propuesta, sus manipulaciones, no tenían nada que ver con contentar a Mamma, sino con su propia felicidad. Y el primer indicio claro que se introdujo en su cabeza fueron los tremendos celos que había sentido al ver como Orfeo la manoseaba.


Sorprendido por la fuerza y la profundidad de sus sentimientos hacia Paula, por el generoso regalo de su virginidad, su voz se tornó ronca conforme la atraía hacia él.


—Pensaba llevarte unos días a la casa que tengo en Amalfi. Pero he aplazado ese plan hasta más adelante, hasta después de la boda —le dijo acercando la boca a sus cabellos—. Estaré ocupado todo el tiempo con los preparativos para asegurarme de que se celebra cuanto antes. De pronto posó las manos en sus hombros, alejándola de él. Las reacciones suaves y enternecedoras de Paula se habían tornado rígidas. Él sintió un nudo en su interior. Por primera vez en su vida, se sintió inseguro. ¡Y odiaba sentirse así!—. ¿No dices nada? —su voz sonó más dura de lo que esperaba. También se odió por eso.


Paula se apartó con la respiración entrecortada. Su mención de un posible embarazo la había dejado literalmente aturdida. Los genes italianos de Pedro no le permitirían apartarse de su hijo, y en cuanto a dejar que ella lo criase sola y conformarse con visitas ocasionales, en lo que a aquel macho italiano concernía eso sería algo impensable.


Sintió que se encogía dentro de los pliegues de la chaqueta y que tenía la boca petrificada cuando dijo:
—¿Y si no estoy embarazada?


Pedro sonrió, aliviado. ¿Aquélla era toda su preocupación? 


Cierto: a posteriori se daba cuenta de que su primera propuesta de matrimonio no había sido muy halagadora, con todo aquello de contentar a Mamma cuando, en realidad, con paciencia y el paso del tiempo, podía haberse manejado con la decepción de su madre.


Pero Paula no lo sabía entonces. No sabía que él podía hacer cualquier cosa que se propusiese. Y eso incluía romper un compromiso que había empezado como una mentira piadosa sin causar un daño excesivo a su madre. 


Maldijo su antigua reputación, ya que podía ser que en aquel momento ella estuviese sufriendo, convencida de que, habiendo probado las delicias de su cuerpo, él había perdido todo interés y sólo insistiría en casarse en caso de embarazo.


—Eso no cambia nada —la tranquilizó—. ¡Nos casaremos!


Y tomándola sin esfuerzo la llevó en brazos hasta la villa. 


Más bien, como pensó Paula, aturdida, como un guerrero que lleva a casa el botín de guerra.


También notó que él parecía encantado, con el pelo negro revuelto, una sonrisa en su boca sensual y los ojos brillantes y vivos. Perdía el aliento cada vez que lo miraba. Y nunca olvidaría lo ocurrido aquella noche. Nunca se arrepentiría de haber conocido un éxtasis tan increíble.


Sus ojos se humedecieron al recordar su primera vez, la primera de muchas, cuando él había llegado hasta el límite, el límite de su pequeño grito de dolor, y se había detenido, retirándose cortésmente. Ella había arqueado la pelvis, latiendo de deseo, y le había rogado:
—¡No te pares? ¡Sigue!


Nunca se culparía a sí misma por haber admitido sin reparos su descarado comportamiento. Nunca. Había sido maravilloso. Lánguidamente, se preguntó si podría culparse por dar el siguiente paso.


Casarse con él sería romperse el corazón, porque lo inevitable ocurriría y él pasaría a otra cosa en cuanto se acabase la novedad. Buscaría los placeres de alguna tonta rubia, satisfecho al comprobar que la mujer con quien se había casado para contentar a su madre se conformaba con quedar en un segundo plano.


¿Era eso lo que había ocurrido en su primer matrimonio? 


¿Su esposa había descubierto una infidelidad y lo había dejado? ¿Había preferido, como había sugerido Renata, morir de una sobredosis a enfrentarse a la vida como mujer desdeñada?


¿Se atrevía a correr ese riesgo?


¿Soportaría ver a su tía abuela y a Fiora decepcionadas si no lo hacía?


¿Podría soportar rechazar al hombre del que estaba perdidamente enamorada?