sábado, 8 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 20





Día de Acción de Gracias.


—¿QUE quieres decir con eso de que no estarás en casa para el día de Acción de Gracias?—preguntó la madre de Paula, al tiempo que depositaba la tetera de plata sobre la mesa con un golpe que hizo que la antigua porcelana inglesa se estremeciera—. Toda la familia vendrá a cenar. ¿Qué les voy decir?


—Diles la verdad, mamá —sugirió Paula—. Diles que voy a estar en Nueva York con Pedro.


—Ese hombre —dijo la señora Chaves—. No sé por qué no puedes encontrar a alguno otro aquí en Atlanta. Por ejemplo, George Bañes. El siempre ha tenido predilección por ti.


—George Bañes tiene sesenta y cinco años de edad —señaló Paula.


—Es rico, y muy respetable —manifestó su madre.


—Es sureño. ¿Es eso lo que realmente te importa? —quiso saber Paula.


—No tengo una mentalidad tan estrecha, jovencita —le informó su madre—. Lo que no deseo es que te vayas a vivir a Nueva York. Eres la única hija que me queda en Atlanta, ahora que tus hermanas ya se han casado.


Paula pensó que eso era lo más cerca que su madre había estado de admitir que la amaba. La joven no podía dejarse vencer. Se inclinó y besó la mejilla de su madre.


—No voy a irme a vivir a ningún lado, sólo voy a pasar un largo fin de semana—le informó Paula.


—¿Y qué hay acerca de Navidad? —quiso saber su madre—. ¿También abandonarás ese día a tu propia familia?


—No hemos hablado de Navidad —admitió Paula—. Intentamos llevar esta relación día a día, por ahora. Este viaje a Nueva York es un gran paso para nosotros. Ambos hemos cometido errores en el pasado, al llevar una relación con demasiado apresuramiento.


—¿Te hospedarás con su familia? —preguntó su madre.


—No, ellos viven en Queens. Nosotros estaremos en Manhattan.


—¡Paula!


—Madre, no te asombres tanto. Sabes perfectamente la clase de relación que Pedro y yo tenemos.


—Eso no significa que desee que todo el mundo se entere—manifestó su madre—. ¿Durante todos estos años, no te he enseñado a mantener las apariencias? ¿No podrías hospedarte en el Plaza, o quizá en el Waldorf? Eso se vería mucho mejor.


—¿Para quién? —preguntó Paula—. Tú y papá ya sabéis dónde voy a estar. ¿A quién más le importa? Lo único que estás buscando es algo para hacerme sentir culpable y para que me quede aquí —expresó Paula.


Su madre suspiró. Había perfeccionado el papel de mártir años atrás, pero también sabía cuándo ceder, aunque no sin lanzar un último ataque.


—De cualquier manera, nadie me presta atención.


Paula tuvo que controlarse para no sonreír al ver el aire de resignación de su madre.


—Papá y tú podríais ir también a Nueva York, ya lo sabes. Piensa cuánto nos divertiríamos yendo de compras. Podríamos ir al desfile. Sería maravilloso —le aseguró Paula.


—No tengo deseos de ir a un lugar donde podrían asaltarme —señaló su madre.


—Tienes la misma probabilidad de ser asaltada aquí en Atlanta—explicó Paula—. Sé muy bien que has leído las estadísticas pues lees todos los periódicos para asegurarte de que ninguna de tus amistades ha sido atacada.


—De acuerdo —aceptó su madre—. Me estoy volviendo vieja para viajar. Me gusta tener a toda la familia a mi alrededor.


—Si vas a empezar a hablar de los últimos días de tu vida, me levantaré y me iré —le aseguró Paula—. No intentes conmoverme. Tienes más energía que yo. Sin embargo, prometo estar aquí para Navidad.


—¿Y ese hombre también?


—Estoy segura de que Pedro hará todo lo posible por estar aquí también —respondió Paula.


Su madre asintió, con expresión sospechosamente satisfecha.


—Bueno, entonces, supongo que así tendrá que ser —volvió a tomar la tetera—. ¿Más té, querida?


Desconfiada, Paula advirtió que su expresión era demasiado inocente. Tenía la extraña sensación de haber sido manipulada.


—No—dijo con énfasis Paula, antes que pudieran convencerla de pasar el fin de semana en casa, en su antigua habitación—. Tengo que irme. Llamaré desde Nueva York el día de Acción de Gracias para saludaros a todos —prometió Paula.


Su madre le apretó la mano, cuando Paula se inclinó para besarla.


—Que te diviertas mucho, querida —dijo su madre con inesperada amabilidad—. Ya es hora de que tengas un poco de diversión en tu vida.


Paula miró sorprendida a su madre, que le guiñó un ojo.


—¡Vaya! —exclamó Paula.


—Recuerda que no soy tan chapada a la antigua como tus hermanas y tú pensáis —comentó su madre.


A la tarde siguiente, Paula todavía estaba sorprendida por el comentario que su madre le había hecho. Esa misma tarde viajaría a Nueva York. Ese relajamiento momentáneo de la reserva de su madre le había dado una perspectiva completamente nueva. Tenía la sensación de que cuando volviera de esas cortas vacaciones, debería pasar un poco más de tiempo con su madre, para descubrir con exactitud qué clase de mujer era en realidad.


Tal vez ella misma hubiera pasado demasiados años pensando que su madre era demasiado estricta, y no había tenido tiempo de reconocer que su personalidad escondía otras facetas.


Cuando su avión aterrizó en La Guardia, Paula llamó a la oficina de Pedro. Su secretaria, Helene Mason, que ya casi era su amiga debido al gran número de llamadas telefónicas que hacía a la oficina, empezó a disculparse al reconocer la voz de Paula.


—Sé que se supone que estaría en el aeropuerto, señora Chaves, pero ha tenido que asistir a una reunión en el centro. No hace ni cinco minutos que él me llamó por teléfono desde el coche, para decirme que el tránsito estaba imposible debido a la lluvia. No podrá acudir al aeropuerto. El quiere que usted tome un taxi y se reúna con él en su apartamento.


Paula empezó a desanimarse un poco, pues aunque era un detalle pequeño, en realidad ansiaba que Pedro se reuniera con ella en el aeropuerto. Suspiró.


—Si vuelve a hablar con él, dígale que estoy en camino —pidió Paula.


—No tendrá ningún problema para llegar —le aseguró Helene Masón—. Estará en su apartamento dentro de unos veinte minutos. El la estará esperando abajo, con un paraguas. Está lloviendo torrencialmente. Dicen que por la noche nevará.


—Gracias, Helene. Espero conocerte antes de volver —dijo Paula.


Paula hizo un intento valiente por recuperar su entusiasmo, en medio de todo el casos que había en el aeropuerto. La zona de equipaje estaba repleta de viajeros irritados y cansados, con toneladas de maletas, que parecían todas iguales, al circular por la banda mecánica. Cuando ella localizó al fin sus dos maletas y abordó un taxi, estaba exhausta.


El viaje a Manhattan por el Puente de la Calle Cincuenta y Nueve fue tan rápido como le había dicho Helene, pero ya en la ciudad, el tránsito era intenso.


Paula murmuró, al escuchar el sonido impaciente de las bocinas de los coches.


—Esto si que es un embotellamiento.


Al menos, podía darse cuenta del porqué Pedro no había podido llegar al aeropuerto. El la estaba esperando en la acera. Llevaba un abrigo, tenía el cabello despeinado por el viento y la cara enrojecida de frío. No se parecía al hombre que ella había visto durante los últimos meses. Vio en él una extraña tensión, una especie de agitación que la excitaba y al mismo tempo le infundía temor.


—Al fin has llegado —dijo Pedro, sacándola del taxi para abrazarla y besarla—. Siento no haber ido al aeropuerto, pero no pude. Ya has visto cómo está el tránsito, está terrible. Entremos, antes que te empapes —la condujo por el vestíbulo hacia un ascensor que con rapidez los subió hasta el piso veintidós, donde se encontraba su apartamento.


En el interior del apartamento, una vez que colgaron los abrigos mojados en el cuarto de baño de los invitados, Paula comentó:
—No sabía que esta tarde tuvieras una cita.


—No lo sabía cuando te llamé esta mañana —explicó Pedro—. Se presentó en el último minuto. Es un cliente importante de Wall Street, y cuando ellos quieren hablar, inevitablemente tengo que ir. Vamos, saca tus cosas de las maletas y después te llevaré a cenar. Los Farrell nos invitaron a tomar una copa a las seis. Ya te he hablado de ellos, ¿No es así? Es el hombre más creativo que tengo. Últimamente he pensado en convertirlo en mi socio. Quizá tú puedas ayudarme a decidir si ese es el camino correcto a seguir.


Paula se sorprendió mucho por la agenda tan ocupada que Pedro había planeado para su primera noche. Miró su reloj y protestó.


Pedro, ya son las cinco y media. Necesito cambiarme.


—No, no lo necesitas. Estás muy guapa. Les encantarás. 
También quiero que conozcas a los O’Hara. Quieren que pasemos por su casa a tomar una copa por la noche. Mañana tendremos la cena de Acción de Gracias en la Plaza, con los Peterson. Es una reunión anual.


—¿Muy grande? —preguntó Paula.


—Creo que el año pasado fueron unas cincuenta personas, en su mayoría clientes.


—Creí que ese día cenaríamos con tu familia.


—Les dije que intentaríamos ir en algún momento, durante el fin de semana. Lo arreglaremos de alguna manera —le aseguró él—. Peterson es un cliente muy importante para mí.


—¿Qué hay acerca de tus hijos? Tal vez podamos conseguir un pavo e invitarlos.


—Ellos irán a pasar el día con la familia de Patricia. Vendrán a la ciudad el domingo. Les dije que iríamos a patinar a la Plaza Rockefeller.


—¿Patinar sobre hielo? —preguntó Paula.


—Sí. Sabes patinar, ¿no es así?


—No —respondió ella.


—Ya arreglaremos eso —prometió Pedro—. Haré que te deslices sobre el hielo como una campeona olímpica, muy pronto.


—¿Sobre mis pies... o sobre mi trasero?


—Sobre tus pies, te lo prometo —dijo Pedro.


El corazón de Paula empezó a latir con fuerza. Sabía la clase de vida que Pedro llevaba en Nueva York, y desde un principio sabía que eso había sido lo que destruyó su matrimonio. Empezaba a comprender el motivo. Un aspecto dinámico de la personalidad de Pedro armonizaba con el ritmo frenético de Nueva York. En Savannah, Paula no podía saberlo. Ella se había enamorado de su encanto y energía, pero no estaba preparada para toda la vitalidad de Pedro


Entró en el baño, para retocarse al menos el maquillaje, antes de salir. Pedro la siguió, y se sentó en el borde de la bañera, lo suficiente grande como para que cupieran dos personas.


—¿Si hacemos todo eso, cuándo respiraremos? —preguntó Paula. En silencio se preguntó cuándo harían el amor. 


Tal vez Pedro ya no la deseara tanto; quizá en su medio ya se había dado cuenta de que ella estaba fuera de lugar.


—Sólo quiero asegurarme de que lo vas a pasar bien —indicó Pedro—. Hablo tanto acerca de ti, que todos quieren conocerte. Además, de eso se trata este fin de semana, ¿no es así? Tú querías ver cómo vivo.


Paula supuso que debería sentirse halagada porque él estaba ansioso por enseñarle su vida; no obstante, no sucedió así. El tenía razón, eso era lo que ella había querido. 


No se atrevió a enfriar el entusiasmo de Pedro.


—Que empiece el juego —murmuró Paula, en voz muy baja.


—¿Qué?


—Nada —dijo ella y sonrió. Lo tomó del brazo—. Vamos, estoy ansiosa por conocer a tus amigos.






LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 19




Halloween


—¿EN dónde quieres que nos encontremos para Halloween? —preguntó Pedro, con un murmullo seductor. 


Desde que volvió a Nueva York la última vez, sus llamadas eran más frecuentes que nunca.


Todas las mañanas despertaba a Paua, y volvía a telefonearle para desearle una buena noche. Como la jornada de Pedro a menudo no terminaba hasta la media noche, a veces agotaba a Paula. El parecía capaz de poder sobrevivir con cuatro o cinco horas de sueño cada noche, pero ella no.


Pedro comentó:
—Apenas puedo esperar a verte con un disfraz. ¿Cuál escogerás?


—El de bruja —murmuró Paula, adormilada—. Pedro, casi es la una de la madrugada. ¿No podemos hablar de esto por la mañana?


—Me encanta hablar contigo cuando estás adormilada, pues es cuando consigo las mejores respuestas.


—Quieres decir que es entonces cuado cedo con mayor facilidad— señaló Paula—. Voy a colgar, para poder dormir un poco. Si no lo hago, es probable que me convenzas para que me ponga un disfraz de odalisca sexy.


—Una posibilidad interesante —aseguró Pedro—. Estarías fascinarte con esa ropa. Ahora, lo único que tenemos que hacer es decidir a dónde ir. Sólo falta un par de semanas para Halloween.


Paula bostezó e intentó pensar con coherencia. 


Halloween no era un día de fiesta; sin embargo, parecía que Pedro quería emplear esa fecha como excusa para volver a verla. A cualquier otra hora del día esa idea le hubiera encantado.


—La gente no tiene el día libre en Halloween —informó Paula—. ¡No estarás pensando en un largo fin de semana! Yo tengo clases.


—¿No podrías irte de fiesta por un día?—preguntó Pedro—. Una importante empresa de dulces, que acabamos de ganar como cliente, está muy interesada en Halloween, sea festividad oficial o no.


—¿Piensan ganar mucho dinero con los caramelos? —preguntó Paula con incredulidad.


—Bueno, no con caramelos —admitió él—, sino con algo un poco mejor.


—Seguro que te has criado en un barrio mucho más elegante que el mío —aseguró Paula—. Ni siquiera mis padres me daban chocolates ese día.


—Tal vez no lo hagan este año —aceptó Pedro—, pero cuando termine mi campaña publicitaria, lo harán el año que viene.


Eso despertó la curiosidad de Paula.


—¿Representas a algún fabricante de chocolates?


—No exactamente—respondió Pedro—. En realidad, acepté como cliente a esa empresa de dulces que está en Savannah. Eso me dará un tercer motivo para ir allí con más regularidad.


—¿Un tercer motivo? —preguntó ella.


—White Stone, tú y, ahora, la empresa de dulces —explicó billón.


—Me alegro de quedar en mejor lugar que las nueces y los chocolates —indicó Paula—. ¿Es ese el lugar donde nos gastamos una fortuna la última vez que estuviste aquí?


—Donde tú te gastaste una fortuna —la corrigió Pedro—. Sí, ese es el sitio.


Pedro, creí que habías dicho que esa empresa era muy pequeña.


—Pero tiene un enorme potencial en encargos por correo —explicó él.


—Por eso estuviste hablando todo el tiempo con el dueño, mientras yo tomaba una sobredosis de chocolates de almendra.


—Exacto—respondió Pedro—. Hasta las personas que tienen fobia al chocolate no se podrán resistir, una vez que yo termine de alabar las virtudes de sus chocolates de nuez y almendra.


—¿Y eso te satisface? —preguntó Paula.


—Eso me da el tiempo y el dinero para verte en Halloween, y sí, me proporciona una satisfacción tremenda saber que una pequeña empresa local prospera debido a mi trabajo.


—Recuerda eso la próxima vez que quieras pasar todo un fin de semana con un cliente como Ruben Pruneface. El no te necesita —manifestó Paula.


—Eso no era lo que decías cuando destrozaste su imagen —le recordó Pedro—. A pesar de ser tan grande, necesita en definitiva una imagen, y yo puedo dársela.


—En el fondo, él seguirá siendo un patán arrogante y ególatra —opinó Paula.


—Un patán rico y ególatra —señaló él—. Creí que él te gustaba. Desde que le quitaste el puro en Los Ángeles, y descubriste que podía bailar la polca, parecía que os llevabais muy bien.


—Yo no iría tan lejos —aseguró Paula—, pero no comprendes lo que quiero decir.


—¿A qué te refieres? —quiso saber Pedro.


—Si aplicaras el mismo criterio a tus clientes que a tus anuncios, seguro que no volverías a ver a Rubén Prunelli.


Cuando Pedro guardó silencio durante varios segundos, 


Paula se preguntó si no habría ido demasiado lejos. El hecho de que a ella no le gustara ese ejecutivo de estudio de cine, no significaba que Pedro no debiera trabajar con ese hombre. Se dijo que ella no debía meterse en sus decisiones de negocios. Trabajar para el estudio de Prunelli, quizá le diera a Pedro cierto prestigio, a pesar de lo odioso que era ese hombre.


—Tal vez tengas razón —contestó al fin Pedro, evitando que ella se disculpara, cuando estaba a punto de hacerlo—. Nunca lo he contemplado desde ese punto de vista. A uno siempre lo juzgan por la compañía que representa. Siempre les digo eso a mis clientes. Quizá sea hora de que empiece a practicar lo que predico. Por supuesto, Prunelli me contrató para que cambiara su imagen, además de dar publicidad a sus pelicortas. ¿Acaso eso no demuestra que su corazón está en el lugar indicado?


—O su billetera —indicó Paula—. Dejemos esto. Pensándolo bien, no tengo derecho...


—Por supuesto que tienes derecho a tener tu propia opinión —la interrumpió Pedro—. Esa es una de las cosas que me gustan de ti. Eres sumamente honesta, una vez que te atreves a abrir la boca. El pobre de Prunelli no supo qué hacer cuando le dijiste que pensabas que su último éxito era una basura.


—Podría haber sido un poco más diplomática por tu bien —comentó ella.


—Por supuesto que no. Me divirtió mucho verlo abrir desmesuradamente los ojos y la boca, como si fuera un pez. Por desgracia, seguramente se olvidó de todo eso.


—Por lo menos cuando terminó la segunda botella de vino—comentó Paula.


—Dime la verdad —pidió Pedro—. ¿Te alegraste de decirle lo que pensabas?


—Tengo que confesar que sí—respondió ella, después de meditarlo durante un momento—. ¿Eso me hace ser una persona terrible? En realidad, me gustó mucho ver cómo ese hombre se retorcía.


—Eso es normal, cariño. Has pasado demasiados años sin expresar tus opiniones. Me gusta que hayas aprendido que las paredes no se caen cuando dices lo que te pasa por la cabeza.


—Tal vez las paredes no se caigan, pero eso puede costarte millones —expresó Paula.


—En mi trabajo, es un arte saber cuándo hay que ser directo —le aseguró Pedro—. Creo que tú sabes eso mejor por naturaleza. Prunelli pregunta por ti cada vez que hablamos. En definitiva, le has causado una impresión duradera.


—Es probable que quiera asegurarse de que yo no esté por ahí cerca —comentó Paula, sin evitar otro bostezo—. Pedro, tengo que dormir. La gente empieza a hacer preguntas acerca de mis ojeras. Al parecer piensan que estoy llevando una vida de completo libertinaje.


—Ojalá eso fuera verdad —dijo él con un suspiro—. Duerme, amor mío. Decidiremos lo de Halloween por la mañana.


Cumpliendo con su palabra, Pedro volvió a telefonear antes de las siete de la mañana. Parecía muy despierto y animado.


Pedro anunció:
—He tomado una decisión.


—Me alegro por ti —respondió ella, mientras se preguntaba si se sentiría muy culpable si faltara a su clase de las nueve de la mañana para dormir hasta el mediodía.


—¿Quieres oírla? —preguntó Pedro.


—Dime —respondió Paula. Pensaba que tal vez entonces, él colgara y la dejara soñar con el amable Pedro, el que solamente la mantenía despierta para hacerle a su cuerpo cosas maravillosas y excitantes.


—Iré para allá el viernes, y después, a primera hora del sábado, iremos a Hilton Head a pasar el fin de semana. El clima todavía está agradable, y es probable que la mayoría de los turistas ya hayan vuelto a sus casas. Prácticamente, tendremos la playa para nosotros solos. Podremos dormir hasta tarde el domingo, desayunar en la cama...


"¿Dormir hasta tarde... desayunar en la cama?", pensó Paula. Aquello ya le sonaba mejor.


—Encárgate de las reservas —pidió Paula. Colgó y se colocó la almohada encima de la cabeza.



***



El viaje a la playa resultó ser precisamente lo que necesitaban. Llegaron el sábado al mediodía, se registraron en el hotel, y fueron a comer a un restaurante desde donde podían ver el mar. Comieron marisco y bebieron vino, mientras hablaban de todos los detalles de sus vidas que no tenían tiempo de comentar por teléfono.


Luego pasearon por la playa, tomados de la mano, hasta que el sol empezó a ponerse y la brisa se volvió fría.


Cuando se dirigían hacia el hotel, Pedro se detuvo y la hizo volverse hacia él. Paula le acarició el rostro.


—Estás más relajado que otras veces —indicó ella.


—Y tú estás más hermosa.


Paula pensó que ese momento era dulce y amargo al mismo tiempo. En el fondo de su corazón, tenía el presentimiento de que estaban llegando a una etapa decisiva en sus vidas.


Durante las dos últimas semanas, ella se había preguntado por el futuro de su relación. Sabía que no podrían escapar de la realidad. Lo que tenían no era una felicidad eterna. Ella quería a Pedro, y en el fondo de su corazón pensaba que él también la quería. Sin embargo, lo que estaban construyendo juntos era una existencia artificial.


Esa noche, mientras dormía en sus brazos, Paula tuvo la impresión de que su relación se estaba acabando, sin poder hacer nada para remediarlo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que cayeron sobre el pecho de Pedro. El se movió intranquilo, pero se hundió en un sueño más profundo cuando ella le acarició el rostro con los dedos. Le delineó la frente, la nariz, la pequeña cicatriz que tenía en un extremo de la boca. Al detenerse a pensar en lo que estaba haciendo, comprendió que estaba intentando memorizarlo, aprender su rostro, para las noches vacías que no tardarían en llegar.


A la luz clara de la mañana, intentó decirse que debería guardar silencio, aferrarse a lo que tenían mientras durara. 


Su amor era especial, no había motivo para pedir más, pero de pronto comprendió que ese era precisamente el problema. A pesar de todo lo bueno que tenía, deseaba todavía mucho más.


Durante el desayuno, jugueteó con la comida. Pedro la observó fijamente, y al parecer, Paula consiguió contagiarle su estado de ánimo. Pedro no hizo ninguno de sus típicos comentarios alegres, ni hubo miradas provocativas.


Pedro comentó al fin:
—¿Por qué no nos llevamos una manta, y pasamos un par de horas en la playa? Quizá el aire fresco haga que te sientas mejor.


—Estoy bien —afirmó Paula.


—Entonces, ¿por qué estás tan melancólica?


—No sé si podré explicarlo — respondió ella.


—Salgamos —sugirió Pedro—. Hablaremos cuando estés lista —unos minutos después, ya se habían cambiado de ropa. Pedro la recorrió con la mirada—. Me gusta tu traje de baño... es muy llamativo —Paula pensaba que su traje de una pieza no era nada especial, hasta que vio la mirada aprobadora de Pedro. Quizá el escote revelara demasiado sus senos, o el corte francés mostrara demasiado las piernas. Buscó una camiseta pero Pedro la detuvo—. Me gusta —aseguró él—. Cualquier mujer se mataría por tener un cuerpo como el tuyo. Todos los hombres de la playa van a envidiarme.


Paula parpadeó para contener unas lágrimas inesperadas.


—¿Por qué tienes que decir siempre lo indicado? —preguntó ella.


Pedro pareció sorprendido por sus lágrimas repentinas. La abrazó.


—¿Qué sucede, cariño?


Una vez más, Paula escogió la salida fácil y negó con la cabeza.


—Salgamos —sugirió ella.


Cuando encontraron una cala apartada, Pedro extendió la manta y se recostó al lado de Paula. Ella observó sus piernas musculosas y sus hombros anchos.


Sin pronunciar palabra, Pedro le tendió la crema bronceadora y ella la aplicó con dedos temblorosos. Como si cada caricia pudiera ser la última, Paula lo acarició lentamente.


—Tu turno —dijo al fin Pedro con voz ronca.


Con suavidad le aplicó la crema. Paula se entregó a las caricias sensuales que él derramaba sobre su espalda. Pedro se dedicó primero a la espalda. Después, aplicó la crema en las piernas, despacio, de una manera provocativa. También se la aplicó en los pies, con manos hábiles. Al terminar, todo el cuerpo de Paula estaba
encendido de deseo, y el calor se extendía desde un punto bajo de su abdomen, hasta sus mejillas ruborizadas.


Se obligó a volverse y sentarse, y vio la expresión del rostro de Pedro, que era una mezcla de deseo y dolor, de ansiedad y confusión.


El le preguntó:
—¿Qué sucede, Paula? ¿Has conocido a otra persona?


Paula le tomó la mano y la apretó con fuerza contra su mejilla.


—No. Nada de eso, de verdad —respondió ella. El suspiró y se estremeció.


—Entonces, dímelo, por favor —suplicó Pedro—. Creo que podría soportar cualquier cosa menos eso.


Paula respiró profundamente, e intentó encontrar las palabras adecuadas.


—Creo que estamos llegando a una etapa decisiva y tengo miedo —confesó ella.


—¿Qué clase de etapa decisiva? —preguntó Pedro con mirada enigmática.


—Esto ya no es suficiente para mí —explicó Paula—. No quiero vivir de mes en mes, esperando los fines de semana que puedas tener libres, rezando para que las crisis de negocios no interfieran en nuestros planes—evitó mirarlo a los ojos y añadió—: Lo que estamos haciendo no es real.


Mientras esperaba la respuesta de Pedro, enterró los dedos de los pies en la tibia arena. Sentía la mirada de él fija en ella. Pedro extendió una mano y con un dedo le acarició el muslo. Se estremeció ante su contacto.


—Niega la realidad de esto —la desafió Pedro en voz baja.


—Oh, Pedro, esto es muy real. No puedo negar toda la atracción física que existe entre nosotros. Me has revivido. Contigo siento cosas que nunca creí posibles sentir. Eso nunca ha sido un problema.


—Entonces, no importa nada más —aseguró él.


—Por supuesto que sí. No podemos pasar nuestras vidas huyendo de casa para tener estos interludios idílicos. Estamos dándole un carácter romántico a nuestra relación. Vivimos en un estado constante de espera. Estamos tan ansiosos por no estropear el poco tiempo que tenemos, que ignoramos las pequeñas frustraciones, lo cotidiano. Evitamos tratar cualquier cosa que no sea agradable, hasta que llegue un momento en que sea demasiado tarde.


—Entonces, cásate conmigo —pidió Pedro—. ¿Eso sería suficientemente real para ti? ¿Eso te daría el tiempo suficiente para hablar acerca de las frustraciones?


Paula cerró los ojos, al advertir la ira que empezaba a destilar su tono de voz.


—No te estoy desafiando a un duelo, Pedro. No busco soluciones drásticas. Sólo quiero que nos enfrentemos de una manera realista a lo que nos está sucediendo.


—¿Qué es lo que en realidad deseas, Paula? ¿Quieres venir a vivir conmigo a Nueva York, y ver cómo funcionamos? ¿Quieres que pongamos un horario, para que un fin de semana nos reunamos en tu casa, y al siguiente en la mía?


—Al menos, eso tendría más sentido de lo que estamos haciendo ahora —aseguró Paula—. ¿Te das cuenta de que nunca has conocido a mi familia ni a mis amigos, que yo nunca he visto tu apartamento ni conocido a tus hijos?


—Quizá no sepas cuál es el color del papel pintado de mi apartamento, o cuál es el tamaño de mi casa, pero sabes todo lo importante acerca de mí—manifestó Pedro.


—¿Lo sé en realidad? —preguntó Paula—. No creo que el cuadro pueda estar completo sin conocer los pequeños detalles de la vida cotidiana, sin saber cómo te relacionas con tus hijos, con la gente que trabaja para ti. Ellos son parte de tu vida, Pedro. —Entonces, ven a Nueva York. Ven el día de Acción de Gracias, quédate durante una semana, o más tiempo, si puedes. Por la mañana podrías acompañarme hasta la puerta cuando me vaya a trabajar y por la noche, cenar en mi mesa. Podrás ver si mis armarios están o no arreglados, podrás revisar mi oficina, escuchar cómo mis hijos se quejan por lo que les has preparado para cenar. ¿Eso sería suficiente real para ti?


—Sería un comienzo—dijo ella con solemnidad, ignorando su tono sarcástico.


Pedro se encogió de hombros y fingió desinterés.


—Entonces, hagámoslo —sugirió él.


—No hagas que parezca el principio del fin, Pedro. Si no nos encaminamos hacia una vida juntos, entonces quizá estemos perdiendo el tiempo.


—¿El matrimonio es la única clase de relación que deseas tener con un hombre? ¿Es imposible para una debutante de Atlanta simplemente enamorarse y vivir al día?


Paula no supo qué responder a esa pregunta. Unos meses antes, estaba convencida de que no quería volver a casarse, y entonces, vivir al día hubiera sido suficiente. Al relacionarse con Pedro, todo eso había cambiado. Había empezado a tener anhelos otra vez, no sólo por un marido, sino por una familia.


Como si Pedro le leyera el pensamiento, comentó:
—Un pedazo de papel no garantiza la felicidad, Paula. Ambos lo sabemos.


—No, pero si no deseamos trabajar con lo que ahora tenemos, ¿cómo llegaremos a atrevernos a considerar más? —preguntó ella.


—¿Quedarías satisfecha con menos? —preguntó Pedro.


Ella sintió como si el sol se ocultara detrás de una nube, y se estremeció.


—¿Es eso todo lo que estás ofreciendo? —quiso saber Paula.


Pedro maldijo entre dientes y se pasó los dedos por el cabello.


—No sé lo que estoy ofreciendo. Hasta hace unos minutos, podía haber jurado que lo único que deseaba era pasar el resto de mi vida contigo, casados o no. Sin embargo, cuando tocamos el tema del futuro, me sentí como un piloto de guerra, que durante toda su vida ha sido entrenado para una misión, y que de pronto descubre que está aterrado de volver al combate. Me temo que tengo más cicatrices de batalla que las que había pensado.


Paula no pudo evitar reírse.


—No estoy segura de que me guste mucho la analogía —comentó ella—, pero sé lo que quieres decir. Lo que está sucediendo entre nosotros también me asusta a mí, sin embargo, no quiero permitir que mis temores se interpongan en el camino de lo que podríamos tener.


—Palabras valientes —indicó Pedro y la miró con intensidad. 


Ella se atrevió a acariciarle la mejilla.


—No me siento muy valiente —confesó Paula. El le tomó la mano y le besó los dedos.


—Tampoco yo, pero si estás lista para ir hacia adelante, entonces, también yo lo estoy. La semana de Acción de Gracias, ¿de acuerdo?


Paula no podía hablar de lo emocionada que estaba; se limitó a asentir con la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas, como había sucedido poco antes, pero cuando la primera lágrima rodó por su mejilla, Pedro estaba allí para enjugarla, con paciencia y ternura.


En ese momento ella sólo podía pedir que él siempre estuviera a su lado, pues por centésima vez en ese día, reconocía lo mucho que lo amaba, y lo mucho que temía estar equivocada al desear mucho más de lo que ya tenían.