sábado, 8 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 20





Día de Acción de Gracias.


—¿QUE quieres decir con eso de que no estarás en casa para el día de Acción de Gracias?—preguntó la madre de Paula, al tiempo que depositaba la tetera de plata sobre la mesa con un golpe que hizo que la antigua porcelana inglesa se estremeciera—. Toda la familia vendrá a cenar. ¿Qué les voy decir?


—Diles la verdad, mamá —sugirió Paula—. Diles que voy a estar en Nueva York con Pedro.


—Ese hombre —dijo la señora Chaves—. No sé por qué no puedes encontrar a alguno otro aquí en Atlanta. Por ejemplo, George Bañes. El siempre ha tenido predilección por ti.


—George Bañes tiene sesenta y cinco años de edad —señaló Paula.


—Es rico, y muy respetable —manifestó su madre.


—Es sureño. ¿Es eso lo que realmente te importa? —quiso saber Paula.


—No tengo una mentalidad tan estrecha, jovencita —le informó su madre—. Lo que no deseo es que te vayas a vivir a Nueva York. Eres la única hija que me queda en Atlanta, ahora que tus hermanas ya se han casado.


Paula pensó que eso era lo más cerca que su madre había estado de admitir que la amaba. La joven no podía dejarse vencer. Se inclinó y besó la mejilla de su madre.


—No voy a irme a vivir a ningún lado, sólo voy a pasar un largo fin de semana—le informó Paula.


—¿Y qué hay acerca de Navidad? —quiso saber su madre—. ¿También abandonarás ese día a tu propia familia?


—No hemos hablado de Navidad —admitió Paula—. Intentamos llevar esta relación día a día, por ahora. Este viaje a Nueva York es un gran paso para nosotros. Ambos hemos cometido errores en el pasado, al llevar una relación con demasiado apresuramiento.


—¿Te hospedarás con su familia? —preguntó su madre.


—No, ellos viven en Queens. Nosotros estaremos en Manhattan.


—¡Paula!


—Madre, no te asombres tanto. Sabes perfectamente la clase de relación que Pedro y yo tenemos.


—Eso no significa que desee que todo el mundo se entere—manifestó su madre—. ¿Durante todos estos años, no te he enseñado a mantener las apariencias? ¿No podrías hospedarte en el Plaza, o quizá en el Waldorf? Eso se vería mucho mejor.


—¿Para quién? —preguntó Paula—. Tú y papá ya sabéis dónde voy a estar. ¿A quién más le importa? Lo único que estás buscando es algo para hacerme sentir culpable y para que me quede aquí —expresó Paula.


Su madre suspiró. Había perfeccionado el papel de mártir años atrás, pero también sabía cuándo ceder, aunque no sin lanzar un último ataque.


—De cualquier manera, nadie me presta atención.


Paula tuvo que controlarse para no sonreír al ver el aire de resignación de su madre.


—Papá y tú podríais ir también a Nueva York, ya lo sabes. Piensa cuánto nos divertiríamos yendo de compras. Podríamos ir al desfile. Sería maravilloso —le aseguró Paula.


—No tengo deseos de ir a un lugar donde podrían asaltarme —señaló su madre.


—Tienes la misma probabilidad de ser asaltada aquí en Atlanta—explicó Paula—. Sé muy bien que has leído las estadísticas pues lees todos los periódicos para asegurarte de que ninguna de tus amistades ha sido atacada.


—De acuerdo —aceptó su madre—. Me estoy volviendo vieja para viajar. Me gusta tener a toda la familia a mi alrededor.


—Si vas a empezar a hablar de los últimos días de tu vida, me levantaré y me iré —le aseguró Paula—. No intentes conmoverme. Tienes más energía que yo. Sin embargo, prometo estar aquí para Navidad.


—¿Y ese hombre también?


—Estoy segura de que Pedro hará todo lo posible por estar aquí también —respondió Paula.


Su madre asintió, con expresión sospechosamente satisfecha.


—Bueno, entonces, supongo que así tendrá que ser —volvió a tomar la tetera—. ¿Más té, querida?


Desconfiada, Paula advirtió que su expresión era demasiado inocente. Tenía la extraña sensación de haber sido manipulada.


—No—dijo con énfasis Paula, antes que pudieran convencerla de pasar el fin de semana en casa, en su antigua habitación—. Tengo que irme. Llamaré desde Nueva York el día de Acción de Gracias para saludaros a todos —prometió Paula.


Su madre le apretó la mano, cuando Paula se inclinó para besarla.


—Que te diviertas mucho, querida —dijo su madre con inesperada amabilidad—. Ya es hora de que tengas un poco de diversión en tu vida.


Paula miró sorprendida a su madre, que le guiñó un ojo.


—¡Vaya! —exclamó Paula.


—Recuerda que no soy tan chapada a la antigua como tus hermanas y tú pensáis —comentó su madre.


A la tarde siguiente, Paula todavía estaba sorprendida por el comentario que su madre le había hecho. Esa misma tarde viajaría a Nueva York. Ese relajamiento momentáneo de la reserva de su madre le había dado una perspectiva completamente nueva. Tenía la sensación de que cuando volviera de esas cortas vacaciones, debería pasar un poco más de tiempo con su madre, para descubrir con exactitud qué clase de mujer era en realidad.


Tal vez ella misma hubiera pasado demasiados años pensando que su madre era demasiado estricta, y no había tenido tiempo de reconocer que su personalidad escondía otras facetas.


Cuando su avión aterrizó en La Guardia, Paula llamó a la oficina de Pedro. Su secretaria, Helene Mason, que ya casi era su amiga debido al gran número de llamadas telefónicas que hacía a la oficina, empezó a disculparse al reconocer la voz de Paula.


—Sé que se supone que estaría en el aeropuerto, señora Chaves, pero ha tenido que asistir a una reunión en el centro. No hace ni cinco minutos que él me llamó por teléfono desde el coche, para decirme que el tránsito estaba imposible debido a la lluvia. No podrá acudir al aeropuerto. El quiere que usted tome un taxi y se reúna con él en su apartamento.


Paula empezó a desanimarse un poco, pues aunque era un detalle pequeño, en realidad ansiaba que Pedro se reuniera con ella en el aeropuerto. Suspiró.


—Si vuelve a hablar con él, dígale que estoy en camino —pidió Paula.


—No tendrá ningún problema para llegar —le aseguró Helene Masón—. Estará en su apartamento dentro de unos veinte minutos. El la estará esperando abajo, con un paraguas. Está lloviendo torrencialmente. Dicen que por la noche nevará.


—Gracias, Helene. Espero conocerte antes de volver —dijo Paula.


Paula hizo un intento valiente por recuperar su entusiasmo, en medio de todo el casos que había en el aeropuerto. La zona de equipaje estaba repleta de viajeros irritados y cansados, con toneladas de maletas, que parecían todas iguales, al circular por la banda mecánica. Cuando ella localizó al fin sus dos maletas y abordó un taxi, estaba exhausta.


El viaje a Manhattan por el Puente de la Calle Cincuenta y Nueve fue tan rápido como le había dicho Helene, pero ya en la ciudad, el tránsito era intenso.


Paula murmuró, al escuchar el sonido impaciente de las bocinas de los coches.


—Esto si que es un embotellamiento.


Al menos, podía darse cuenta del porqué Pedro no había podido llegar al aeropuerto. El la estaba esperando en la acera. Llevaba un abrigo, tenía el cabello despeinado por el viento y la cara enrojecida de frío. No se parecía al hombre que ella había visto durante los últimos meses. Vio en él una extraña tensión, una especie de agitación que la excitaba y al mismo tempo le infundía temor.


—Al fin has llegado —dijo Pedro, sacándola del taxi para abrazarla y besarla—. Siento no haber ido al aeropuerto, pero no pude. Ya has visto cómo está el tránsito, está terrible. Entremos, antes que te empapes —la condujo por el vestíbulo hacia un ascensor que con rapidez los subió hasta el piso veintidós, donde se encontraba su apartamento.


En el interior del apartamento, una vez que colgaron los abrigos mojados en el cuarto de baño de los invitados, Paula comentó:
—No sabía que esta tarde tuvieras una cita.


—No lo sabía cuando te llamé esta mañana —explicó Pedro—. Se presentó en el último minuto. Es un cliente importante de Wall Street, y cuando ellos quieren hablar, inevitablemente tengo que ir. Vamos, saca tus cosas de las maletas y después te llevaré a cenar. Los Farrell nos invitaron a tomar una copa a las seis. Ya te he hablado de ellos, ¿No es así? Es el hombre más creativo que tengo. Últimamente he pensado en convertirlo en mi socio. Quizá tú puedas ayudarme a decidir si ese es el camino correcto a seguir.


Paula se sorprendió mucho por la agenda tan ocupada que Pedro había planeado para su primera noche. Miró su reloj y protestó.


Pedro, ya son las cinco y media. Necesito cambiarme.


—No, no lo necesitas. Estás muy guapa. Les encantarás. 
También quiero que conozcas a los O’Hara. Quieren que pasemos por su casa a tomar una copa por la noche. Mañana tendremos la cena de Acción de Gracias en la Plaza, con los Peterson. Es una reunión anual.


—¿Muy grande? —preguntó Paula.


—Creo que el año pasado fueron unas cincuenta personas, en su mayoría clientes.


—Creí que ese día cenaríamos con tu familia.


—Les dije que intentaríamos ir en algún momento, durante el fin de semana. Lo arreglaremos de alguna manera —le aseguró él—. Peterson es un cliente muy importante para mí.


—¿Qué hay acerca de tus hijos? Tal vez podamos conseguir un pavo e invitarlos.


—Ellos irán a pasar el día con la familia de Patricia. Vendrán a la ciudad el domingo. Les dije que iríamos a patinar a la Plaza Rockefeller.


—¿Patinar sobre hielo? —preguntó Paula.


—Sí. Sabes patinar, ¿no es así?


—No —respondió ella.


—Ya arreglaremos eso —prometió Pedro—. Haré que te deslices sobre el hielo como una campeona olímpica, muy pronto.


—¿Sobre mis pies... o sobre mi trasero?


—Sobre tus pies, te lo prometo —dijo Pedro.


El corazón de Paula empezó a latir con fuerza. Sabía la clase de vida que Pedro llevaba en Nueva York, y desde un principio sabía que eso había sido lo que destruyó su matrimonio. Empezaba a comprender el motivo. Un aspecto dinámico de la personalidad de Pedro armonizaba con el ritmo frenético de Nueva York. En Savannah, Paula no podía saberlo. Ella se había enamorado de su encanto y energía, pero no estaba preparada para toda la vitalidad de Pedro


Entró en el baño, para retocarse al menos el maquillaje, antes de salir. Pedro la siguió, y se sentó en el borde de la bañera, lo suficiente grande como para que cupieran dos personas.


—¿Si hacemos todo eso, cuándo respiraremos? —preguntó Paula. En silencio se preguntó cuándo harían el amor. 


Tal vez Pedro ya no la deseara tanto; quizá en su medio ya se había dado cuenta de que ella estaba fuera de lugar.


—Sólo quiero asegurarme de que lo vas a pasar bien —indicó Pedro—. Hablo tanto acerca de ti, que todos quieren conocerte. Además, de eso se trata este fin de semana, ¿no es así? Tú querías ver cómo vivo.


Paula supuso que debería sentirse halagada porque él estaba ansioso por enseñarle su vida; no obstante, no sucedió así. El tenía razón, eso era lo que ella había querido. 


No se atrevió a enfriar el entusiasmo de Pedro.


—Que empiece el juego —murmuró Paula, en voz muy baja.


—¿Qué?


—Nada —dijo ella y sonrió. Lo tomó del brazo—. Vamos, estoy ansiosa por conocer a tus amigos.






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