sábado, 8 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 19




Halloween


—¿EN dónde quieres que nos encontremos para Halloween? —preguntó Pedro, con un murmullo seductor. 


Desde que volvió a Nueva York la última vez, sus llamadas eran más frecuentes que nunca.


Todas las mañanas despertaba a Paua, y volvía a telefonearle para desearle una buena noche. Como la jornada de Pedro a menudo no terminaba hasta la media noche, a veces agotaba a Paula. El parecía capaz de poder sobrevivir con cuatro o cinco horas de sueño cada noche, pero ella no.


Pedro comentó:
—Apenas puedo esperar a verte con un disfraz. ¿Cuál escogerás?


—El de bruja —murmuró Paula, adormilada—. Pedro, casi es la una de la madrugada. ¿No podemos hablar de esto por la mañana?


—Me encanta hablar contigo cuando estás adormilada, pues es cuando consigo las mejores respuestas.


—Quieres decir que es entonces cuado cedo con mayor facilidad— señaló Paula—. Voy a colgar, para poder dormir un poco. Si no lo hago, es probable que me convenzas para que me ponga un disfraz de odalisca sexy.


—Una posibilidad interesante —aseguró Pedro—. Estarías fascinarte con esa ropa. Ahora, lo único que tenemos que hacer es decidir a dónde ir. Sólo falta un par de semanas para Halloween.


Paula bostezó e intentó pensar con coherencia. 


Halloween no era un día de fiesta; sin embargo, parecía que Pedro quería emplear esa fecha como excusa para volver a verla. A cualquier otra hora del día esa idea le hubiera encantado.


—La gente no tiene el día libre en Halloween —informó Paula—. ¡No estarás pensando en un largo fin de semana! Yo tengo clases.


—¿No podrías irte de fiesta por un día?—preguntó Pedro—. Una importante empresa de dulces, que acabamos de ganar como cliente, está muy interesada en Halloween, sea festividad oficial o no.


—¿Piensan ganar mucho dinero con los caramelos? —preguntó Paula con incredulidad.


—Bueno, no con caramelos —admitió él—, sino con algo un poco mejor.


—Seguro que te has criado en un barrio mucho más elegante que el mío —aseguró Paula—. Ni siquiera mis padres me daban chocolates ese día.


—Tal vez no lo hagan este año —aceptó Pedro—, pero cuando termine mi campaña publicitaria, lo harán el año que viene.


Eso despertó la curiosidad de Paula.


—¿Representas a algún fabricante de chocolates?


—No exactamente—respondió Pedro—. En realidad, acepté como cliente a esa empresa de dulces que está en Savannah. Eso me dará un tercer motivo para ir allí con más regularidad.


—¿Un tercer motivo? —preguntó ella.


—White Stone, tú y, ahora, la empresa de dulces —explicó billón.


—Me alegro de quedar en mejor lugar que las nueces y los chocolates —indicó Paula—. ¿Es ese el lugar donde nos gastamos una fortuna la última vez que estuviste aquí?


—Donde tú te gastaste una fortuna —la corrigió Pedro—. Sí, ese es el sitio.


Pedro, creí que habías dicho que esa empresa era muy pequeña.


—Pero tiene un enorme potencial en encargos por correo —explicó él.


—Por eso estuviste hablando todo el tiempo con el dueño, mientras yo tomaba una sobredosis de chocolates de almendra.


—Exacto—respondió Pedro—. Hasta las personas que tienen fobia al chocolate no se podrán resistir, una vez que yo termine de alabar las virtudes de sus chocolates de nuez y almendra.


—¿Y eso te satisface? —preguntó Paula.


—Eso me da el tiempo y el dinero para verte en Halloween, y sí, me proporciona una satisfacción tremenda saber que una pequeña empresa local prospera debido a mi trabajo.


—Recuerda eso la próxima vez que quieras pasar todo un fin de semana con un cliente como Ruben Pruneface. El no te necesita —manifestó Paula.


—Eso no era lo que decías cuando destrozaste su imagen —le recordó Pedro—. A pesar de ser tan grande, necesita en definitiva una imagen, y yo puedo dársela.


—En el fondo, él seguirá siendo un patán arrogante y ególatra —opinó Paula.


—Un patán rico y ególatra —señaló él—. Creí que él te gustaba. Desde que le quitaste el puro en Los Ángeles, y descubriste que podía bailar la polca, parecía que os llevabais muy bien.


—Yo no iría tan lejos —aseguró Paula—, pero no comprendes lo que quiero decir.


—¿A qué te refieres? —quiso saber Pedro.


—Si aplicaras el mismo criterio a tus clientes que a tus anuncios, seguro que no volverías a ver a Rubén Prunelli.


Cuando Pedro guardó silencio durante varios segundos, 


Paula se preguntó si no habría ido demasiado lejos. El hecho de que a ella no le gustara ese ejecutivo de estudio de cine, no significaba que Pedro no debiera trabajar con ese hombre. Se dijo que ella no debía meterse en sus decisiones de negocios. Trabajar para el estudio de Prunelli, quizá le diera a Pedro cierto prestigio, a pesar de lo odioso que era ese hombre.


—Tal vez tengas razón —contestó al fin Pedro, evitando que ella se disculpara, cuando estaba a punto de hacerlo—. Nunca lo he contemplado desde ese punto de vista. A uno siempre lo juzgan por la compañía que representa. Siempre les digo eso a mis clientes. Quizá sea hora de que empiece a practicar lo que predico. Por supuesto, Prunelli me contrató para que cambiara su imagen, además de dar publicidad a sus pelicortas. ¿Acaso eso no demuestra que su corazón está en el lugar indicado?


—O su billetera —indicó Paula—. Dejemos esto. Pensándolo bien, no tengo derecho...


—Por supuesto que tienes derecho a tener tu propia opinión —la interrumpió Pedro—. Esa es una de las cosas que me gustan de ti. Eres sumamente honesta, una vez que te atreves a abrir la boca. El pobre de Prunelli no supo qué hacer cuando le dijiste que pensabas que su último éxito era una basura.


—Podría haber sido un poco más diplomática por tu bien —comentó ella.


—Por supuesto que no. Me divirtió mucho verlo abrir desmesuradamente los ojos y la boca, como si fuera un pez. Por desgracia, seguramente se olvidó de todo eso.


—Por lo menos cuando terminó la segunda botella de vino—comentó Paula.


—Dime la verdad —pidió Pedro—. ¿Te alegraste de decirle lo que pensabas?


—Tengo que confesar que sí—respondió ella, después de meditarlo durante un momento—. ¿Eso me hace ser una persona terrible? En realidad, me gustó mucho ver cómo ese hombre se retorcía.


—Eso es normal, cariño. Has pasado demasiados años sin expresar tus opiniones. Me gusta que hayas aprendido que las paredes no se caen cuando dices lo que te pasa por la cabeza.


—Tal vez las paredes no se caigan, pero eso puede costarte millones —expresó Paula.


—En mi trabajo, es un arte saber cuándo hay que ser directo —le aseguró Pedro—. Creo que tú sabes eso mejor por naturaleza. Prunelli pregunta por ti cada vez que hablamos. En definitiva, le has causado una impresión duradera.


—Es probable que quiera asegurarse de que yo no esté por ahí cerca —comentó Paula, sin evitar otro bostezo—. Pedro, tengo que dormir. La gente empieza a hacer preguntas acerca de mis ojeras. Al parecer piensan que estoy llevando una vida de completo libertinaje.


—Ojalá eso fuera verdad —dijo él con un suspiro—. Duerme, amor mío. Decidiremos lo de Halloween por la mañana.


Cumpliendo con su palabra, Pedro volvió a telefonear antes de las siete de la mañana. Parecía muy despierto y animado.


Pedro anunció:
—He tomado una decisión.


—Me alegro por ti —respondió ella, mientras se preguntaba si se sentiría muy culpable si faltara a su clase de las nueve de la mañana para dormir hasta el mediodía.


—¿Quieres oírla? —preguntó Pedro.


—Dime —respondió Paula. Pensaba que tal vez entonces, él colgara y la dejara soñar con el amable Pedro, el que solamente la mantenía despierta para hacerle a su cuerpo cosas maravillosas y excitantes.


—Iré para allá el viernes, y después, a primera hora del sábado, iremos a Hilton Head a pasar el fin de semana. El clima todavía está agradable, y es probable que la mayoría de los turistas ya hayan vuelto a sus casas. Prácticamente, tendremos la playa para nosotros solos. Podremos dormir hasta tarde el domingo, desayunar en la cama...


"¿Dormir hasta tarde... desayunar en la cama?", pensó Paula. Aquello ya le sonaba mejor.


—Encárgate de las reservas —pidió Paula. Colgó y se colocó la almohada encima de la cabeza.



***



El viaje a la playa resultó ser precisamente lo que necesitaban. Llegaron el sábado al mediodía, se registraron en el hotel, y fueron a comer a un restaurante desde donde podían ver el mar. Comieron marisco y bebieron vino, mientras hablaban de todos los detalles de sus vidas que no tenían tiempo de comentar por teléfono.


Luego pasearon por la playa, tomados de la mano, hasta que el sol empezó a ponerse y la brisa se volvió fría.


Cuando se dirigían hacia el hotel, Pedro se detuvo y la hizo volverse hacia él. Paula le acarició el rostro.


—Estás más relajado que otras veces —indicó ella.


—Y tú estás más hermosa.


Paula pensó que ese momento era dulce y amargo al mismo tiempo. En el fondo de su corazón, tenía el presentimiento de que estaban llegando a una etapa decisiva en sus vidas.


Durante las dos últimas semanas, ella se había preguntado por el futuro de su relación. Sabía que no podrían escapar de la realidad. Lo que tenían no era una felicidad eterna. Ella quería a Pedro, y en el fondo de su corazón pensaba que él también la quería. Sin embargo, lo que estaban construyendo juntos era una existencia artificial.


Esa noche, mientras dormía en sus brazos, Paula tuvo la impresión de que su relación se estaba acabando, sin poder hacer nada para remediarlo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que cayeron sobre el pecho de Pedro. El se movió intranquilo, pero se hundió en un sueño más profundo cuando ella le acarició el rostro con los dedos. Le delineó la frente, la nariz, la pequeña cicatriz que tenía en un extremo de la boca. Al detenerse a pensar en lo que estaba haciendo, comprendió que estaba intentando memorizarlo, aprender su rostro, para las noches vacías que no tardarían en llegar.


A la luz clara de la mañana, intentó decirse que debería guardar silencio, aferrarse a lo que tenían mientras durara. 


Su amor era especial, no había motivo para pedir más, pero de pronto comprendió que ese era precisamente el problema. A pesar de todo lo bueno que tenía, deseaba todavía mucho más.


Durante el desayuno, jugueteó con la comida. Pedro la observó fijamente, y al parecer, Paula consiguió contagiarle su estado de ánimo. Pedro no hizo ninguno de sus típicos comentarios alegres, ni hubo miradas provocativas.


Pedro comentó al fin:
—¿Por qué no nos llevamos una manta, y pasamos un par de horas en la playa? Quizá el aire fresco haga que te sientas mejor.


—Estoy bien —afirmó Paula.


—Entonces, ¿por qué estás tan melancólica?


—No sé si podré explicarlo — respondió ella.


—Salgamos —sugirió Pedro—. Hablaremos cuando estés lista —unos minutos después, ya se habían cambiado de ropa. Pedro la recorrió con la mirada—. Me gusta tu traje de baño... es muy llamativo —Paula pensaba que su traje de una pieza no era nada especial, hasta que vio la mirada aprobadora de Pedro. Quizá el escote revelara demasiado sus senos, o el corte francés mostrara demasiado las piernas. Buscó una camiseta pero Pedro la detuvo—. Me gusta —aseguró él—. Cualquier mujer se mataría por tener un cuerpo como el tuyo. Todos los hombres de la playa van a envidiarme.


Paula parpadeó para contener unas lágrimas inesperadas.


—¿Por qué tienes que decir siempre lo indicado? —preguntó ella.


Pedro pareció sorprendido por sus lágrimas repentinas. La abrazó.


—¿Qué sucede, cariño?


Una vez más, Paula escogió la salida fácil y negó con la cabeza.


—Salgamos —sugirió ella.


Cuando encontraron una cala apartada, Pedro extendió la manta y se recostó al lado de Paula. Ella observó sus piernas musculosas y sus hombros anchos.


Sin pronunciar palabra, Pedro le tendió la crema bronceadora y ella la aplicó con dedos temblorosos. Como si cada caricia pudiera ser la última, Paula lo acarició lentamente.


—Tu turno —dijo al fin Pedro con voz ronca.


Con suavidad le aplicó la crema. Paula se entregó a las caricias sensuales que él derramaba sobre su espalda. Pedro se dedicó primero a la espalda. Después, aplicó la crema en las piernas, despacio, de una manera provocativa. También se la aplicó en los pies, con manos hábiles. Al terminar, todo el cuerpo de Paula estaba
encendido de deseo, y el calor se extendía desde un punto bajo de su abdomen, hasta sus mejillas ruborizadas.


Se obligó a volverse y sentarse, y vio la expresión del rostro de Pedro, que era una mezcla de deseo y dolor, de ansiedad y confusión.


El le preguntó:
—¿Qué sucede, Paula? ¿Has conocido a otra persona?


Paula le tomó la mano y la apretó con fuerza contra su mejilla.


—No. Nada de eso, de verdad —respondió ella. El suspiró y se estremeció.


—Entonces, dímelo, por favor —suplicó Pedro—. Creo que podría soportar cualquier cosa menos eso.


Paula respiró profundamente, e intentó encontrar las palabras adecuadas.


—Creo que estamos llegando a una etapa decisiva y tengo miedo —confesó ella.


—¿Qué clase de etapa decisiva? —preguntó Pedro con mirada enigmática.


—Esto ya no es suficiente para mí —explicó Paula—. No quiero vivir de mes en mes, esperando los fines de semana que puedas tener libres, rezando para que las crisis de negocios no interfieran en nuestros planes—evitó mirarlo a los ojos y añadió—: Lo que estamos haciendo no es real.


Mientras esperaba la respuesta de Pedro, enterró los dedos de los pies en la tibia arena. Sentía la mirada de él fija en ella. Pedro extendió una mano y con un dedo le acarició el muslo. Se estremeció ante su contacto.


—Niega la realidad de esto —la desafió Pedro en voz baja.


—Oh, Pedro, esto es muy real. No puedo negar toda la atracción física que existe entre nosotros. Me has revivido. Contigo siento cosas que nunca creí posibles sentir. Eso nunca ha sido un problema.


—Entonces, no importa nada más —aseguró él.


—Por supuesto que sí. No podemos pasar nuestras vidas huyendo de casa para tener estos interludios idílicos. Estamos dándole un carácter romántico a nuestra relación. Vivimos en un estado constante de espera. Estamos tan ansiosos por no estropear el poco tiempo que tenemos, que ignoramos las pequeñas frustraciones, lo cotidiano. Evitamos tratar cualquier cosa que no sea agradable, hasta que llegue un momento en que sea demasiado tarde.


—Entonces, cásate conmigo —pidió Pedro—. ¿Eso sería suficientemente real para ti? ¿Eso te daría el tiempo suficiente para hablar acerca de las frustraciones?


Paula cerró los ojos, al advertir la ira que empezaba a destilar su tono de voz.


—No te estoy desafiando a un duelo, Pedro. No busco soluciones drásticas. Sólo quiero que nos enfrentemos de una manera realista a lo que nos está sucediendo.


—¿Qué es lo que en realidad deseas, Paula? ¿Quieres venir a vivir conmigo a Nueva York, y ver cómo funcionamos? ¿Quieres que pongamos un horario, para que un fin de semana nos reunamos en tu casa, y al siguiente en la mía?


—Al menos, eso tendría más sentido de lo que estamos haciendo ahora —aseguró Paula—. ¿Te das cuenta de que nunca has conocido a mi familia ni a mis amigos, que yo nunca he visto tu apartamento ni conocido a tus hijos?


—Quizá no sepas cuál es el color del papel pintado de mi apartamento, o cuál es el tamaño de mi casa, pero sabes todo lo importante acerca de mí—manifestó Pedro.


—¿Lo sé en realidad? —preguntó Paula—. No creo que el cuadro pueda estar completo sin conocer los pequeños detalles de la vida cotidiana, sin saber cómo te relacionas con tus hijos, con la gente que trabaja para ti. Ellos son parte de tu vida, Pedro. —Entonces, ven a Nueva York. Ven el día de Acción de Gracias, quédate durante una semana, o más tiempo, si puedes. Por la mañana podrías acompañarme hasta la puerta cuando me vaya a trabajar y por la noche, cenar en mi mesa. Podrás ver si mis armarios están o no arreglados, podrás revisar mi oficina, escuchar cómo mis hijos se quejan por lo que les has preparado para cenar. ¿Eso sería suficiente real para ti?


—Sería un comienzo—dijo ella con solemnidad, ignorando su tono sarcástico.


Pedro se encogió de hombros y fingió desinterés.


—Entonces, hagámoslo —sugirió él.


—No hagas que parezca el principio del fin, Pedro. Si no nos encaminamos hacia una vida juntos, entonces quizá estemos perdiendo el tiempo.


—¿El matrimonio es la única clase de relación que deseas tener con un hombre? ¿Es imposible para una debutante de Atlanta simplemente enamorarse y vivir al día?


Paula no supo qué responder a esa pregunta. Unos meses antes, estaba convencida de que no quería volver a casarse, y entonces, vivir al día hubiera sido suficiente. Al relacionarse con Pedro, todo eso había cambiado. Había empezado a tener anhelos otra vez, no sólo por un marido, sino por una familia.


Como si Pedro le leyera el pensamiento, comentó:
—Un pedazo de papel no garantiza la felicidad, Paula. Ambos lo sabemos.


—No, pero si no deseamos trabajar con lo que ahora tenemos, ¿cómo llegaremos a atrevernos a considerar más? —preguntó ella.


—¿Quedarías satisfecha con menos? —preguntó Pedro.


Ella sintió como si el sol se ocultara detrás de una nube, y se estremeció.


—¿Es eso todo lo que estás ofreciendo? —quiso saber Paula.


Pedro maldijo entre dientes y se pasó los dedos por el cabello.


—No sé lo que estoy ofreciendo. Hasta hace unos minutos, podía haber jurado que lo único que deseaba era pasar el resto de mi vida contigo, casados o no. Sin embargo, cuando tocamos el tema del futuro, me sentí como un piloto de guerra, que durante toda su vida ha sido entrenado para una misión, y que de pronto descubre que está aterrado de volver al combate. Me temo que tengo más cicatrices de batalla que las que había pensado.


Paula no pudo evitar reírse.


—No estoy segura de que me guste mucho la analogía —comentó ella—, pero sé lo que quieres decir. Lo que está sucediendo entre nosotros también me asusta a mí, sin embargo, no quiero permitir que mis temores se interpongan en el camino de lo que podríamos tener.


—Palabras valientes —indicó Pedro y la miró con intensidad. 


Ella se atrevió a acariciarle la mejilla.


—No me siento muy valiente —confesó Paula. El le tomó la mano y le besó los dedos.


—Tampoco yo, pero si estás lista para ir hacia adelante, entonces, también yo lo estoy. La semana de Acción de Gracias, ¿de acuerdo?


Paula no podía hablar de lo emocionada que estaba; se limitó a asentir con la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas, como había sucedido poco antes, pero cuando la primera lágrima rodó por su mejilla, Pedro estaba allí para enjugarla, con paciencia y ternura.


En ese momento ella sólo podía pedir que él siempre estuviera a su lado, pues por centésima vez en ese día, reconocía lo mucho que lo amaba, y lo mucho que temía estar equivocada al desear mucho más de lo que ya tenían.




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