El viernes, en el aeropuerto, Paula estudió la expresión de Pedro y decidió que había en ella una sombra de culpabilidad. Contempló el equipaje con sospecha, y después su maletín de trabajo.
—¿Cuánto trabajo hay escondido ahí? —preguntó Paula.
—Muy poco—aseguró él, aunque sin mirarla a los ojos.
—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que este fin de semana va a ser muy parecido al último que pasamos aquí juntos?
—Porque, por desgracia, eres una mujer muy intuitiva —contestó él.
—¡Oh, Pedro!
—Esta vez no se trata de papeleo —explicó él con tanta determinación que los temores de Paula aumentaron.
—¿Qué es entonces? —preguntó ella.
—Rubén
—¿Pruneface?—preguntó ella.
—Prunelli—corrigió Pedro—. Próximamente tiene una importante aparición en público, y necesita de mi asistencia para prepararse. Recibirá un premio por su contribución para volver a poner de moda las películas de familia.
—¿Quién se lo va a dar? —preguntó ella, irónica.
—Paula, él ha hecho una importante contribución. Fueron tres películas seguidas, que nadie más haría. Todos pensaban que esas películas no tenían mercado. El las convirtió en éxitos.
—De acuerdo, no le quitaré ese mérito —indicó Paula—, pero, ¿qué hay acerca de Ninja Chaos, o como se llame la película que se estrenó la semana pasada? Esa es realmente una película de primera clase. Al menos catorce personas murieron o quedaron lisiadas, antes que terminaran de exhibir los títulos de crédito —casi rió al ver la expresión de horror de Pedro.
—¿Cómo estás enterada de eso? —preguntó él—. No la has visto, ¿o sí?
—No comprendo tu sorpresa. En realidad, sí la vi. Algunos de los niños de la escuela fueron, y me invitaron.
Pedro empezó a reír, lo cuál indignó todavía más a Paula.
—Habría dado cualquier cosa por estar allí —indicó él—. ¿Qué parte de la película viste en realidad?
—No mucho —admitió ella—. Después de los diez primeros minutos, me concentré en comer palomitas de maíz. No quiero al productor de esa horrible película en mi casa.
—No irá. El nos llevará a cenar —explicó Pedro.
—¿Pruneface ? ¿Aquí? ¿Por qué no está en Los Ángeles, donde piensan que es un genio, y donde le invitan a cenar cuatro veces en una noche?
—Porque necesita mi consejo de inmediato —aclaró Pedro—, y porque insistí en que el encuentro tenía que hacerse en Savannah, o no llevarse a cabo. Acuérdate, cuando lo veas, que tú fuiste la que salvó ese contrato para mí.
—Fue un error —declaró Paula con un gemido. Observó a Pedro con detenimiento—. ¿De verdad le has dicho que tenía que volar hasta aquí, si quería reunirse contigo, y estuvo de acuerdo?
—Sí. Creo que está ansioso por volver a verte —comentó Pedro.
—¡Que el cielo me ayude! —exclamó Paula—. Intentaré ser cortés, Pedro, pero no esperes que mantenga la boca cerrada, si el tema de ese Ninja se menciona.
—Limítate a ser tú misma —señaló él—. A pesar de que eres incorregiblemente mandona, parece que le gustas. Yo, en cambio, tengo inclinaciones más apasionadas en lo que respecta a ti. ¿Crees que podríamos ir a casa?
—¿A casa? —repitió Paula, y de pronto sonrió. Para demostrar su buena voluntad, agarró la maleta de Pedro y se dejó llevar de su brazo—. Eso me gusta.
—A mí también, cariño, a mí también.
****
La buena voluntad de Paula duró casi toda la noche. Pedro captó el preciso momento en que ella empezó a perder la paciencia con Prunelli, y le sorprendió que tardara tanto. Paula toleró el puro, solamente porque el productor no lo encendió hasta después de la cena. Ignoró el hecho de que Prunelli bebiera demasiado vino y también su entusiasta consumo de cerveza, cuando dieron un paseo por el malecón. El entró de lleno en el espíritu de la Oktoberfest.
Paula no parecía muy contenta; sin embargo, guardó silencio.
Después, el hombre que había recibido un premio por sus películas de familia, vio a un trío de mujeres que tenían la mitad de edad que él, y de inmediato se acercó a ellas.
Cuando pellizcó a una y besó en una mejilla a la segunda, Paula perdió por completo la paciencia.
—Señor Prunelli —dijo Paula, ignorando del todo la mirada de Pedro—. Para ser un hombre que está a punto de recibir un premio por los valores familiares presentes en sus películas, se está comportando como un delincuente juvenil. Si la prensa llega a enterarse de que ha estado manoseando y molestando a estas jóvenes, que muy bien podrían ser sus hijas, le aseguro que tendrá problemas. Su compañía de producción podría convertirse en el hazmerreír de Hollywood, si es qué esa película del Ninja no lo ha conseguido ya.
Prunelli parpadeó varias veces, mientras miraba perplejo a la mujer que se estaba enfrentando a él, con las manos en las caderas y los ojos relampagueantes de indignación.
—Vamos —dijo Prunelli, arrastrando las palabras—. No te enfades, sólo me estaba divirtiendo un poco. No hay otra cosa que hacer en esta ciudad —se volvió para mirar a Pedro y le preguntó—: ¿Cómo lo soportas? . No me tiene miedo. Es una pena que sea tuya.
—Te dije que le gustabas —murmuró Pedro al oído de Paula, que no pudo evitar sonreír.
———Señor Prunelli, tal vez deberíamos llevarlo de vuelta a su hotel, para que pueda dormir un poco —sugirió Paula.
—¿Dormir? Nunca duermo más de un par de horas —aseguró Prunelli—. Anímate, vamos a divertirnos. Ven a bailar conmigo —le tomó la mano y la obligó a levantarse.
Pedro iba a intervenir, pero Paula le indicó que no lo hiciera.
—Estaré bien —aseguró Paula—. Es probable que una alegre polca lo agote.
No obstante, el baile pareció revivirlo. Eran las dos de la madrugada cuando al fin pudieron dejarlo en su habitación del hotel e irse a casa.
Cuando al fin llegaron al apartamento, Paula se quitó los zapatos en la puerta y se dejó caer en el sofá. Luego, le preguntó:
—¿Todas tus citas de negocios son tan intensas?
—¿Intensas? —preguntó Pedro—. Me siento tan fresco como una lechuga.
—Seguro, tú no bailaste con Hinderburg—le reprochó Paula.
Pedro se colocó detrás de ella, y le dio un masaje en los músculos de los hombros, hasta que Paula gimió de placer, y movió la cabeza hacia atrás, dejando expuesto su cuello a sus caricias. El se inclinó y la besó en el cuello. El exótico aroma del perfume de Paula lo fascinaba, como un campo de perfumadas flores silvestres. Quería enterrar la cabeza entre sus senos, y sentirse rodeado por su calor.
Necesitaba con intensidad amarla. Esa noche había descubierto nuevas facetas de su personalidad, que le intrigaban. Por primera vez se había dado cuenta de la fuerza que Paula había adquirido desde aquella noche, hacía ya más de un año, cuando se había sentido tan sola y perdida. Tenía la sensación de que para mantener el paso de esa nueva Paula, se requeriría un hombre que no se intimidara con facilidad, y que no se sintiera amenazado por la confianza que en sí misma tenía aquella mujer. Eso era lo que él había deseado para ella, esa era la fuerza que había sospechado estaba en espera de ser despertada. Había tenido razón en animarla a ello. En definitiva, Paula Chaves se estaba convirtiendo en una mujer que debía tomarse en cuenta. Si no la hubiera deseado tanto como mujer, probablemente le habría ofrecido trabajo como su socia.
Cualquiera que pudiera controlar a Rubén Prunelli con una mirada, podría apoderarse de Manhattan.
Paula murmuró adormilada:
—Pedro —sus labios esperaban su beso; tenía una apariencia muy seductora. Pedro se quedó sin aliento. No podía imaginar qué sería su vida de no haber conocido a Paula.
—Sí, amor mío.
Paula levantó los brazos hacia él, en un gesto que al mismo tiempo era inocente y provocativo.
—Llévame a la cama —pidió ella. Pedro la levantó en brazos
****
Paula se levantó de la cama cuando Pedro todavía dormía.
Estaba feliz porque por fin él parecía descansar un poco.
Tomó una ducha rápida, desayunó su habitual media naranja, y se acomodó en el sofá para estudiar el examen del lunes. Todavía estaba leyendo y escribiendo algunas notas cuando Pedro al fin se despertó, dos horas después.
—¿Qué es todo esto?—preguntó él, señalando los papeles.
—Mi tarea —respondió Paula. El sonrió.
—Paula, la estudiante. Me gustan tus gafas, nunca te había visto con ellas.
Ella se las bajó hasta la punta de la nariz y replicó:
—Sólo las uso para leer. ¿Quieres desayunar?
—Ya casi es hora de comer —indicó Pedro—. ¿Por qué no vamos a comer a un restaurante? ¿Ha llamado Rubén?
—No —respondió Paula—. Todavía estará durmiendo, o quizá haya encontrado a su verdadero amor y lo esté persiguiendo por las plazas de la ciudad.
—Si ha encontrado a su verdadero amor, la señora Prunelli no estará muy contenta.
—¿Ese hombre está casado? —preguntó Paula.
—Muy felizmente, según tengo entendido —indicó Pedro.
—¿Desde cuándo? —quiso saber Paula———. ¿La semana pasada? Nadie podría soportarlo por más tiempo.
—Veinticinco o treinta años —aseguró Pedro—. En realidad, es uno de los matrimonios más felices de Hollywood. ¿Nunca lees las crónicas de sociedad de los periódicos?
—Estás exagerando —señaló Paula—. ¿Se trata de alguna corista de Las Vegas o algo parecido?
—Ya era su novia cuando estudiaban en la secundaria.
—No te creo, Pedro —aseguró Paula——. ¿Se trata de alguna corista de Las Vegas o algo parecido?
—Tienes prejuicios —le recriminó Pedro, alegremente.
—Puedes apostarlo. Tú los estás aumentando —dijo ella.
—Lo dicen los periódicos —explicó Pedro—. Yo mismo lo escribí.
—Eso no me dice nada —señaló Paula—. Lo sé todo acerca de la información de la prensa sobre Hollywood. No es una información muy exacta.
Pedro sonrió, se acercó e, inclinándose, colocó las manos sobre las caderas de Paula.
—¿Me estás acusando de mentiroso? —preguntó él.
Paula supuso que él quería parecer amenazador, pero resultaba muy seductor. Deseaba que esos labios se acercaran unos centímetros más, hasta poder volver a saborearlos.
—Sí —murmuró Paula.
—Entonces, creo que tendrás que ser castigada —comentó Pedro
—¡Qué emocionante! —exclamó Paula.
Los labios de Pedro temblaron, pero consiguió controlar la risa.
—Te estás convirtiendo en una desenfrenada, señorita Chaves.
Ella sonrió y apartó los libros.
—Lo sé. ¿No es maravilloso? —lo abrazó, y él la besó en la boca. Su contacto desató un infierno, y mientras el fuego se extendía por sus cuerpos, ella murmuró—: Pedro, te necesito mucho.
—Lo sé, cariño, lo sé —la ropa empezó a desaparecer, hasta que al fin volvieron a fundirse en uno solo—. Siempre me tendrás —le prometió Pedro.
***
Aquel "siempre" duró solamente una hora. Se ducharon juntos, volvieron a hacer el amor y Paula suspiró.
—En realidad tengo que estudiar —anunció ella.
Paula enterró la cara en su piel cálida. Su lengua saboreó su piel, pero en esta ocasión, el pensamiento de todo el trabajo que tenía que hacer antes del lunes no se evaporó con las dulces sensaciones que la mantenían cautiva.
Paula insistió:
—Lo siento, Pedro. En realidad, tengo que seguir estudiando.
—¿No puedes estudiar después de que yo me vaya, mañana? —preguntó él.
—Es mucho lo que tengo que leer —explicó ella—. Tendría que estar despierta toda la noche. De cualquier manera, quizá tenga que permanecer despierta, aunque termine con esto hoy.
—¿Vas a estudiar todo el día? —preguntó Pedro.
—Sólo una o dos horas más. Te lo prometo.
El levantó las cejas.
—Supongo que si pongo objeciones, me dirás que no es justo —observó Pedro.
—Nunca pondría tu comportamiento como una excusa —le aseguró Paula y sonrió—, pero...
—Adelante, estudia —la animó Pedro—. Así podré dedicarle más tiempo a mis papeles, sin sentirme culpable.
—Supongo que puedes —señaló Paula. Ella volvió al sofá, y Pedro extendió sus papeles sobre la mesa del comedor. De nuevo llenaron sus tazas con café.
Cuando ella estaba sirviendo la que ella había jurado sería la última taza de café, Pedro la tomó del brazo y le dijo:
—Como podrás ver, aquí hay mucho compañerismo.
Paula comparó las largas noches en que estudiaba sola con las últimas horas transcurridas, y supuso que él tenía razón.
—Estamos juntos—comentó ella.
—Exactamente.
—Quizá, la última vez el problema era que yo no tenía un interés propio al cual dedicarme —admitió Paula.
—Es probable.
—¿Qué sucederá cuando yo esté más ocupada que tú?—preguntó ella.
—Entonces, yo seré el que me queje cuando me dejes abandonado —declaró Pedro y le dio una palmada en el trasero—. Hasta entonces, estaremos contentos con lo que tenemos, ¿no es así?
De pronto, Paula comprendió que realmente estaba contenta.
Se abrazó a la espalda de Pedro, y apoyó la cabeza sobre la suya.
—Tenemos mucha suerte, ¿no crees? —preguntó Paula.
—Creo que sí —convino él.
—¿Piensas que alguna vez podrá ser mejor que esto? —quiso saber ella, y sintió cómo se tensaban los hombros de Pedro.
—¿Mejor que ahora? —preguntó él.
—No lo sé —explicó Paula—. No podemos pasar el resto de nuestras vidas yendo de una ciudad a otra.
—Por el momento, es la única alternativa que tenemos —comentó él.
—Lo sé —se lamentó Paula.
Por el tono de voz de Pedro, y por su casi imperceptible distanciamiento, Paula supo que no era un tema que debiera discutirse en ese momento. Aunque había hecho aquel comentario sin pensar, una vez que la semilla estaba plantada, no podía apartarlo de su mente.
¿Cuánto tiempo podrían continuar de esa manera? No era realista esperar que una relación como esa pudiera funcionar de manera indefinida.
No dejó de hacerse esa pregunta una y otra vez. Las palabras "cuánto tiempo", eran como una sombra sobre el futuro, que amenazaba con llevarse todo el placer que sentía en el presente y que compartía con Pedro.
Oktoberfest. Mes de octubre.
ERA casi la medianoche, cuando Pedro al fin volvió a llamar a Paula. Ella se encontraba todavía en la cama, medio dormida, intentando no preocuparse, y sintiéndose muy sola.
—Siento llamar tan tarde —se disculpó Pedro, con ese tono bajo que hacía que el pulso de Paula se acelerara—. ¿Estabas dormida?
—Casi —respondió ella y se acurrucó. Asió el teléfono con más fuerza, como si así pudiera acercarse más a Pedro—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha habido algún problema con el avión?
—No, nada de eso —indicó él—. Me quedé en la oficina. Mi asistente se encontraba allí, intentando resolver una crisis. Antes que me diera cuenta, ya era muy tarde.
Sus palabras le sentaron a Paula como un cubo de agua fría. Se sentó en la cama.
—¿Ya estás en casa? —preguntó ella.
—Sí, acabo de llegar. Me gustaría estar contigo. Te echo de menos. Desearía haber tenido un último beso para recordar, en lugar de todas aquellas palabras.
—Yo también —le aseguró Paula con tono de pesar—. ¿Tienes idea de cuándo podrás volver?
—En la revista del avión leí un artículo acerca de la Oktoberfest, en Savannah. Es una fiesta que celebran el primer sábado en el malecón. Podríamos beber cerveza, comer salchichas y tal vez bailar una o dos polcas. ¿Qué te parece?
Paula sabía que él quería demostrarle que su próximo encuentro iba a ser diferente, que pasarían más tiempo juntos. Sin importar las dudas que ella tuviera respecto a que él pudiera cambiar, sabía que debía otorgarle esa oportunidad.
—¿Oktoberfest en Savannah? —preguntó Paula—. Quizá no sea Munich, pero parece divertido. Estoy de acuerdo, si tú lo estás.
—Me gustaría poder volver allí antes, pero tal y como está mi agenda, no me parece probable —habló con tono seductor—. ¿Me calentarás la cama para cuando llegue?
—Sí —prometió Paula y pasó una mano por la almohada que todavía conservaba su aroma.
—Buenas noches, cariño. Soñaré contigo —le aseguró Pedro.
—Yo también soñaré contigo —dijo ella con voz suave.
Pensó que contaría los días que faltaban para que llegara Oktoberfest. Apagó la luz y abrazó la almohada de Pedro.
*****
LOS días transcurrieron. Las clases de Paula empezaron, y resultaron ser más duras y más interesantes de lo que había previsto. Pasaba largas horas, después de las clases, hablando con sus compañeros y los profesores.
Pedro tenía razón. Tendían a considerarla una especie de líder natural, debido a su experiencia. Era como estar expuesta al sol, después de un largo invierno. Tenía que obligarse a volver a Atlanta durante los fines de semana, y a enfrentare con la desaprobación de su madre. Su padre hacía aquellos viajes más soportables. Aunque parecía perplejo por su decisión, le dio su apoyo.
—Cuando termines tus cursos, empezaremos a buscar en Atlanta un proyecto que valga la pena —le aseguró su padre, ignorando la desaprobación de su mujer—. Quizá haya llegado la hora de que yo le dé algo a esta ciudad, salvando uno de sus hermosos edificios antiguos.
Feliz, Paula lo abrazo.
—Gracias por tu comprensión, papá.
—Me alegro de que encuentres tu verdadero propósito en la vida —dijo su padre—. ¿Qué hay acerca de ese joven que tu madre dice le has ocultado de nosotros? ¿Qué piensa él dé esto?
—El fue quien insistió en que volviera a la universidad . Creo que se siente tan feliz como yo. Hablamos todos los días, y lo veré el fin de semana, cuando vuelva de Nueva York.
Su madre levantó la mirada y frunció todavía más el ceño.
—Entonces, ¿al fin lo conoceremos? —preguntó su madre.
—En realidad, todavía no. Irá a Savannah. Pensamos ir a la Oktoberfest.
—¡Paula!
—¿Qué? —preguntó Paula con expresión de inocencia, aunque sabía con exactitud por qué su madre había reaccionado de esa manera.
—Eso es tan vulgar —indicó su madre.
—Mamá, será divertido —aseguró Paula—. Tal vez papá y tú deberíais ir.
Su madre se horrorizó, pero en los ojos de su padre apareció un brillo divertido.
—¿Qué te parece, Lucinda? Si mal no recuerdo, durante una época no bailábamos mal la polca.
Su madre se ruborizó.
—Si piensas que voy a beber cerveza y a bailar en las calles, a mi edad, estás equivocado, Raul Chaves. Además, tenemos entradas para el teatro el próximo fin de semana. No podríamos ir a Savannah.
Paula suspiró.
—Entonces, quizá la próxima vez. Sinceramente, me gustaría que conocierais mi apartamento.
—No es tu apartamento —señaló su madre—, pertenece al dueño de la casa. No comprendo por qué insistes en vivir como un huésped.
—¿Preferirías que hubiera comprado una casa en Savannah? —quiso saber Paula.
—¡Por supuesto que no! Tienes una casa muy buena aquí en Atlanta —señaló su madre.
—No puedo viajar de Atlanta a Savannah todos los días —informó Paula.
—No tienes necesidad de viajar para nada —aseguró su madre.
Paula se volvió hacia su padre y éste se encogió de hombros.
—No le hagas caso —dijo su padre—. Odia que sus pollitos dejen el nido —le comentó.
Paula lo miró, y después a su madre, muy sorprendida.
—Dejé el nido cuando me casé con Mateo —indicó Paula. Su padre sonrió y dio unos golpecitos en la mano a Lucinda, para consolarla.
—Ah, pero ella pensaba que volverías después del divorcio —señaló.
—No es así —negó su madre, pero el rubor de sus mejillas decía otra cosa—. Sé muy bien que Paula es una mujer madura, y que tiene todo el derecho a tomar sus propias decisiones. Si ella quiere vivir en otro lado, es su problema.
—Te recordaré eso, mamá.
Cuando Paula despertó por la mañana, el lugar de Pedro en la cama estaba frío y vacío. Miró el reloj que se encontraba junto al lecho; todavía no eran las siete y media. Por un momento sintió pánico, y se preguntó si él se habría ido, si no la habría perdonado por la tensión de la noche anterior.
En seguida, hasta ella, llegó el aroma del café recién hecho, y escuchó el ruido que producía el tostador de pan. Después de unos minutos se levantó y alcanzó su bata y descalza se dirigió hacia la cocina.
Encontró a Pedro sentado a la mesa de la cocina, con papeles extendidos por todas partes, y una taza y un plato con una tostada a medio comer a su lado. Solamente llevaba puestos unos pantalones vaqueros. Tenía una apariencia muy sexy, pero parecía tan cansado como la noche anterior.
Paula deseó gritarle, decirle que se estaba matando, sin embargo, la noche anterior había aprendido una lección. Se mordió la lengua y depositó un beso en su frente al pasar junto a él para ir a buscar la cafetera.
—Buenos días —murmuró Pedro, distraído—. Te has levantado temprano.
—Te echaba de menos. ¿A qué hora te levantaste tú?—preguntó Paula.
—Supongo que a las seis —respondió él—. Me desperté pensando en todo el trabajo que tengo que hacer, así que decidí empezar de una vez.
—Creí que este fin de semana era festivo —comentó Paula.
—Lo es. No estoy en la oficina —respondió Pedro.
—Esa no es una buena definición de un día festivo —señaló ella—. ¿Quieres desayunar?
—Ya he tomado café y tostadas —indicó él.
—¿No quieres, huevos, tocino o pan francés? —preguntó Paula.
—Nada. No podré relajarme hasta que termine con esto —explicó él y sonrió a modo de disculpa, pero su mirada seguía distraída.
—Entonces, te dejaré para que trabajes —anunció Paula.
—Gracias —murmuró Pedro, absorto.
Paula tomó una ducha y se puso unos pantalones cortos y una camiseta. De pie junto a la puerta de la cocina, anunció:
—Voy a dar un paseo. ¿Quieres que te traiga algo?
El levantó la mirada y la fijó en sus piernas desnudas.
—Me gustaría ir contigo —comentó.
—Entonces, ven. Tal vez eso te relaje. Podrás avanzar más cuando vuelvas —sugirió ella.
Durante un instante, él pareció tentado ante la idea, pero de pronto su característica mirada decidida apareció en sus ojos y negó con la cabeza.
—Lo siento, cariño, ahora no. Tal vez después de la cena.
—Bien —asintió Paula, sin expresar su preocupación.
Se preguntó durante cuánto tiempo continuaría él sometiéndose a ese ritmo tan fuerte de trabajo. Durante sus anteriores encuentros, había descubierto que, aunque trabajaba de forma obsesiva, Pedro se permitía algunos momentos de descanso. Paula se preguntó si sus encuentros anteriores en realidad habrían sido un descanso para él. Durante la mayor parte del tiempo, siempre habían andado con prisas, sólo en Los Ángeles, Pedro parecía haberse relajado, una vez que terminó su cita con Rubén Prunelli. Se preguntó si tal vez su propia habilidad para distraerlo habría empezado a fallar, o si simplemente era tan obsesivo en su trabajo. Paula comprendió por qué aquello le había costado a Pedro su matrimonio.
De pronto, la joven se sintió tan sola como en las semanas en que Pedro estaba en Nueva York, y paseó hasta bien pasada la hora de la comida. Cuando sintió que casi se moría de hambre, volvió al apartamento. Los papeles de Pedro todavía se encontraban sobre la mesa, pero él estaba en el sofá con una grabadora en una mano y un grueso informe descansando sobre el estómago. Estaba completamente dormido, roncaba con suavidad, y las arrugas de cansancio de su rostro al fin habían desaparecido.
Paula se inclinó sobre él y le acarició la frente, al tiempo que le preguntaba con un murmullo:
—¿Cómo va a funcionar esto, Pedro? Ni siquiera estamos juntos cuando nos encontramos en la misma habitación.
El suspiró al oír la voz de Paula y se movió un poco, acomodándose mejor en el sofá. Paula lo dejó dormir, mientras comía. Después empezó a preparar la cena.
Escogió una de sus recetas favoritas, una complicada, para distraerse con ella. Los pensamientos que pasaban por su mente no eran muy optimistas.
Cuando Pedro despertó, Paula sabía que tendrían que hablar acerca de la manera en que él se mataba trabajando, y de qué forma el trabajo lo apartaba de ella. Al ver que él entraba en la cocina, con ojos adormilados, las dudas y críticas de Paula desaparecieron.
****
Eso fue el modelo para el resto del fin de semana: noches encantadoras, se amaban apasionadamente, y después, largas horas de separación. Era su última mañana juntos y, al fin, Paula encontró el valor para enfrentarse a él. Le preguntó:
—¿Qué piensas sobre este fin de semana?
—Ha sido maravilloso. Me ha encantado estar a tu lado—respondió él.
—No has estado conmigo. Para todo el tiempo que en realidad hemos estado juntos, era como si estuvieras en tu oficina de Nueva York.
—Pero no estaba allí, sino aquí, aunque tal vez habría sido más sensato seguir en la oficina. He venido porque te echaba de menos, porqué quería estar a tu lado. ¿Por qué me dices esto ahora? Has tenido todo el fin de semana para hacerlo, y no te has quejado ni una sola vez. Creí que comprendías. Ahora, cuando estoy listo para irme al aeropuerto, me dices que no has sido feliz.
—Lo sé —respondió Paula—. Tenía que habértelo dicho con anterioridad. Intenté comprender, pero la verdad es que no comprendo, o quizá sí. Tal vez te parezcas más a Mateo de lo que pensaba. Es probable que te guste tener a una mujer cerca por interés, sin hacer el esfuerzo necesario para mantener la relación viva.
La mandíbula de Pedro se tensó cuando ella mencionó a Mateo.
—No soy tu ex marido, y no estoy contigo por interés —apuntó él con rudeza—. Te quiero —dijo con enfado y levantó el teléfono.
—¿Qué haces? —preguntó Paula.
—Voy a llamar un taxi.
—Yo te llevaré al aeropuerto —indicó ella.
—Creo que no —respondió Pedro—. Creo que será mejor que te quedes aquí, y pienses en lo que es una verdadera relación.
—¿Y tú? —preguntó ella, furiosa—. ¿En qué vas a pensar tú? ¿En el trabajo?
—Sí, pensaré en el trabajo. Eso me permite tener suficiente dinero para ir a donde quiero con la mujer que amo, con la mujer que creí que había empezado a quererme —salió por la puerta principal. Paula se quedó estupefacta y temblorosa, observándolo.
Cuando la ira de Paula se esfumó, y la soledad la hizo sentirse peor que nunca, empezó a pensar en lo que él el había dicho. Ni una sola vez, durante el fin de semana, ella le había preguntado sobre su trabajo. Ni una vez se había preguntado si habría algún problema serio que exigiera de toda su energía. Se había preocupado demasiado en concentrarse en su propia sensación de soledad, en convencerse de que una vez más se había relacionado con un hombre que la ponía en un segundo lugar.
Pasaron tres o cuatro interminables horas, una eternidad, antes que pudiera llamar a Pedro a Nueva York, antes de intentar hablar sin ira ni recriminaciones. Encendió el televisor para ver los noticiarios, en que mencionaban varias actividades del Día del Trabajo, y levantó su copa de vino para brindar por aquella ocasión.
El teléfono sonó cuando estaba pensando irónicamente en cómo había celebrado Pedro aquella festividad. Su corazón dio un vuelco, pues sólo él conocía ese número.
—¿Diga? —preguntó ella con voz temblorosa.
—Soy Pedro.
—¿En dónde estás?
—En algún lugar sobre Virginia, según creo. Hay un teléfono en él avión. Te llamo para decirte que lo siento.
—No, yo soy quien debe pedirte disculpas—insistió Paula—. No debí aumentar tu tensión.
—Y yo no debí apartarme de ti —confesó Pedro—. ¿Quieres intentarlo de nuevo, dentro de un par de semanas, y ver si puede resultar bien?
—Por supuesto—respondió ella.
—Me alegro. Te llamaré de nuevo al llegar a casa.
Paula sintió un gran alivio.
Pedro se convenció de que al fin Paula estaba en su elemento, al observarla trabajar en la cocina. Exquisitos aromas salían del horno, mientras ella canturreaba. Aunque el apartamento estaba amueblado al azar, la decoración era magnífica. Un florero lleno de rosas se encontraba sobre la mesa del comedor. Al ver que ella había intentado crear un ambiente hogareño con tanta rapidez, Pedro se preguntó si se habría equivocado al presionarla para que volviera a estudiar. Sin embargo, ella parecía feliz con su decisión.
Pedro se acercó sigiloso por detrás de Paula y la abrazó por la cintura.
—Preferiría tenerte a ti que a la cena —murmuró él y le mordisqueó la oreja. Ella olía a perfume. Se movió, con la intención de alejarse, pero su movimiento resultó locamente provocativo.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste una cena adecuada? —preguntó Paula.
—Hace tanto tiempo como la última vez que te tuve en mis brazos —respondió él.
—La comida primero —indicó Paula, aunque por la manera en que se estremeció, él adivinó que ella estaba tan ansiosa como él por experimentar el placer que habían compartido en Los Ángeles. Cuando la comida estuvo servida, Paula se quedó mirando cómo comía Pedro. Aquella atención tan insistente empezó a molestarlo—. ¿Más ensalada?
—No —contestó Pedro.
—¿Quieres más pollo?
—Si como más pollo, empezaré a cacarear—respondió él y le tomó la mano—. Cariño, no necesitas cuidarme de esa manera, ya soy mayor.
Ella lo miró como si la hubiera abofeteado y él se sintió mal, al advertir su mirada compungida.
Pedro añadió de inmediato.
—Paula, no he querido decir que no aprecio lo que has hecho. La cena ha estado maravillosa.
—¿Qué hay de malo en que haya querido prepararte una buena cena? —quiso saber Paula.
—Nada. Sólo que no estoy acostumbrado a que alguien se preocupe por mí. La verdad es que estoy de mal humor. Todos en el trabajo están dispuestos a renunciar, mientras no vuelva de mejor humor. No me presiones tú también.
—No he querido hacerlo —le aseguró Paula—. Pedro, lo último que deseo es abrumarte.
—No me estás abrumando —respondió él—. En realidad te pido disculpas si te he dado a entender que lo hacías. Ahora, ven aquí. Ya he terminado y me gustaría atacar el postre.
—He preparado una tarta de manzana —anunció Paula.
—Eso puede esperar, pues estoy pensando en algo más saludable —indicó él.
Paula se sentó sobre sus piernas y, aunque colocó los brazos en sus hombros, estaba tan rígida que él adivinó de inmediato que todavía estaba herida por su crítica. Pedro había esperado semanas ese momento, y lo anhelaba. A pesar de que había trabajado más que nunca durante su separación, por primera vez su trabajo no había absorbido todos sus pensamientos. Siempre había estado presente en él el recuerdo de Paula, y en ese momento había estropeado su encuentro por causa de su mal humor.
Pedro le murmuró al oído:
—Perdóname —ella se estremeció y al fin asintió. Lo abrazó con fuerza—. Ahora, demuéstramelo —suplicó—. Te he echado mucho de menos. No he podido concentrarme en nada. Por la noche, después de hablar contigo, me quedaba acostado, despierto durante horas, deseando que estuvieras a mi lado, para poder acariciarte. Aquí... —sus dedos acariciaron los labios de Paula—, y aquí —le acarició un seno y se estremeció al ver que ella respondía a su caricia—. ¿Tú también me has echado de menos?
—Creí que me moriría de soledad —confesó Paula, y empezó a desabrocharle la camisa. Lo besó en el cuello y saboreó su piel con la lengua. La excitación de Pedro fue inmediata. Su respiración se entrecortó cuando las manos de ella empezaron a acariciarle los hombros y la espalda.
—Paula, cariño —empezó a decir Pedro y gimió de placer—. ¡Paula!
—¿Hmmm?
—Qué aburrido... —la pasión se reflejaba en sus ojos azules—, pero si insistes...
El la levantó en brazos.
—Me temo que sí —admitió Pedro—. Si hacemos el amor en el suelo del comedor, es probable que pasemos allí la noche. Mañana me dolerán unos músculos que había olvidado que existían.
—Yo sería feliz dándoles un masaje —indicó Paula, generosa.
—Estoy tentado —admitió él, al advertir el brillo de los ojos de Paula—, pero tomando todo en consideración, opto por la cama. Te prometo que no te va a resultar aburrido...
****
—¿En dónde has aprendido eso? —preguntó Paula, unos minutos después, sin aliento. Pedro sonrió.
—No estoy seguro de que sea una buena idea preguntarle a un hombre dónde ha aprendido a hacer el amor... a menos que desees descubrir su pasada historia sexual. ¿Quieres referencias de eso? —preguntó Pedro, mientras la acariciaba de una manera que la hacía retorcerse bajo su cuerpo.
—No —respondió Paula con voz entrecortada—, no te detengas.
—¿Ni siquiera para esto... o esto?
Paula volvió a gemir y se arqueó para recibir sus caricias.
Murmuró su nombre, con ojos sorprendidos, y tembló debajo de él.
Pedro observó cómo el cuerpo de Paula empezaba a relajarse lentamente. Una lágrima rodó por la mejilla de la joven, cuando le acarició la cara.
—¿Por qué?—preguntó ella.
—Un regalo —respondió Pedro—. Quería que supieras lo mucho que te quiero.
Una segunda lágrima asomó entre sus oscuras pestañas, y después rodó por la mejilla.
—Oh, Pedro—murmuró Paula, mientras sus manos jugueteaban con el vello del pecho de su amante—. Yo también te quiero. Ya me has dado demasiado. Y me has hecho recuperarla confianza en mí misma. Nunca lo olvidaré.
Paula se desplazó, hasta colocarse encima de Pedro. Su pasión se encendía cada vez más. Paula deseaba intensificar la excitación de su pareja. Preguntó con ojos ansiosos, y después se entregó, remontándose a unas alturas que no había conocido con anterioridad, y gritaron juntos al alcanzar el éxtasis. Era un grito de alegría y de amor.