Oktoberfest. Mes de octubre.
ERA casi la medianoche, cuando Pedro al fin volvió a llamar a Paula. Ella se encontraba todavía en la cama, medio dormida, intentando no preocuparse, y sintiéndose muy sola.
—Siento llamar tan tarde —se disculpó Pedro, con ese tono bajo que hacía que el pulso de Paula se acelerara—. ¿Estabas dormida?
—Casi —respondió ella y se acurrucó. Asió el teléfono con más fuerza, como si así pudiera acercarse más a Pedro—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha habido algún problema con el avión?
—No, nada de eso —indicó él—. Me quedé en la oficina. Mi asistente se encontraba allí, intentando resolver una crisis. Antes que me diera cuenta, ya era muy tarde.
Sus palabras le sentaron a Paula como un cubo de agua fría. Se sentó en la cama.
—¿Ya estás en casa? —preguntó ella.
—Sí, acabo de llegar. Me gustaría estar contigo. Te echo de menos. Desearía haber tenido un último beso para recordar, en lugar de todas aquellas palabras.
—Yo también —le aseguró Paula con tono de pesar—. ¿Tienes idea de cuándo podrás volver?
—En la revista del avión leí un artículo acerca de la Oktoberfest, en Savannah. Es una fiesta que celebran el primer sábado en el malecón. Podríamos beber cerveza, comer salchichas y tal vez bailar una o dos polcas. ¿Qué te parece?
Paula sabía que él quería demostrarle que su próximo encuentro iba a ser diferente, que pasarían más tiempo juntos. Sin importar las dudas que ella tuviera respecto a que él pudiera cambiar, sabía que debía otorgarle esa oportunidad.
—¿Oktoberfest en Savannah? —preguntó Paula—. Quizá no sea Munich, pero parece divertido. Estoy de acuerdo, si tú lo estás.
—Me gustaría poder volver allí antes, pero tal y como está mi agenda, no me parece probable —habló con tono seductor—. ¿Me calentarás la cama para cuando llegue?
—Sí —prometió Paula y pasó una mano por la almohada que todavía conservaba su aroma.
—Buenas noches, cariño. Soñaré contigo —le aseguró Pedro.
—Yo también soñaré contigo —dijo ella con voz suave.
Pensó que contaría los días que faltaban para que llegara Oktoberfest. Apagó la luz y abrazó la almohada de Pedro.
*****
LOS días transcurrieron. Las clases de Paula empezaron, y resultaron ser más duras y más interesantes de lo que había previsto. Pasaba largas horas, después de las clases, hablando con sus compañeros y los profesores.
Pedro tenía razón. Tendían a considerarla una especie de líder natural, debido a su experiencia. Era como estar expuesta al sol, después de un largo invierno. Tenía que obligarse a volver a Atlanta durante los fines de semana, y a enfrentare con la desaprobación de su madre. Su padre hacía aquellos viajes más soportables. Aunque parecía perplejo por su decisión, le dio su apoyo.
—Cuando termines tus cursos, empezaremos a buscar en Atlanta un proyecto que valga la pena —le aseguró su padre, ignorando la desaprobación de su mujer—. Quizá haya llegado la hora de que yo le dé algo a esta ciudad, salvando uno de sus hermosos edificios antiguos.
Feliz, Paula lo abrazo.
—Gracias por tu comprensión, papá.
—Me alegro de que encuentres tu verdadero propósito en la vida —dijo su padre—. ¿Qué hay acerca de ese joven que tu madre dice le has ocultado de nosotros? ¿Qué piensa él dé esto?
—El fue quien insistió en que volviera a la universidad . Creo que se siente tan feliz como yo. Hablamos todos los días, y lo veré el fin de semana, cuando vuelva de Nueva York.
Su madre levantó la mirada y frunció todavía más el ceño.
—Entonces, ¿al fin lo conoceremos? —preguntó su madre.
—En realidad, todavía no. Irá a Savannah. Pensamos ir a la Oktoberfest.
—¡Paula!
—¿Qué? —preguntó Paula con expresión de inocencia, aunque sabía con exactitud por qué su madre había reaccionado de esa manera.
—Eso es tan vulgar —indicó su madre.
—Mamá, será divertido —aseguró Paula—. Tal vez papá y tú deberíais ir.
Su madre se horrorizó, pero en los ojos de su padre apareció un brillo divertido.
—¿Qué te parece, Lucinda? Si mal no recuerdo, durante una época no bailábamos mal la polca.
Su madre se ruborizó.
—Si piensas que voy a beber cerveza y a bailar en las calles, a mi edad, estás equivocado, Raul Chaves. Además, tenemos entradas para el teatro el próximo fin de semana. No podríamos ir a Savannah.
Paula suspiró.
—Entonces, quizá la próxima vez. Sinceramente, me gustaría que conocierais mi apartamento.
—No es tu apartamento —señaló su madre—, pertenece al dueño de la casa. No comprendo por qué insistes en vivir como un huésped.
—¿Preferirías que hubiera comprado una casa en Savannah? —quiso saber Paula.
—¡Por supuesto que no! Tienes una casa muy buena aquí en Atlanta —señaló su madre.
—No puedo viajar de Atlanta a Savannah todos los días —informó Paula.
—No tienes necesidad de viajar para nada —aseguró su madre.
Paula se volvió hacia su padre y éste se encogió de hombros.
—No le hagas caso —dijo su padre—. Odia que sus pollitos dejen el nido —le comentó.
Paula lo miró, y después a su madre, muy sorprendida.
—Dejé el nido cuando me casé con Mateo —indicó Paula. Su padre sonrió y dio unos golpecitos en la mano a Lucinda, para consolarla.
—Ah, pero ella pensaba que volverías después del divorcio —señaló.
—No es así —negó su madre, pero el rubor de sus mejillas decía otra cosa—. Sé muy bien que Paula es una mujer madura, y que tiene todo el derecho a tomar sus propias decisiones. Si ella quiere vivir en otro lado, es su problema.
—Te recordaré eso, mamá.
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