Cuando Paula despertó por la mañana, el lugar de Pedro en la cama estaba frío y vacío. Miró el reloj que se encontraba junto al lecho; todavía no eran las siete y media. Por un momento sintió pánico, y se preguntó si él se habría ido, si no la habría perdonado por la tensión de la noche anterior.
En seguida, hasta ella, llegó el aroma del café recién hecho, y escuchó el ruido que producía el tostador de pan. Después de unos minutos se levantó y alcanzó su bata y descalza se dirigió hacia la cocina.
Encontró a Pedro sentado a la mesa de la cocina, con papeles extendidos por todas partes, y una taza y un plato con una tostada a medio comer a su lado. Solamente llevaba puestos unos pantalones vaqueros. Tenía una apariencia muy sexy, pero parecía tan cansado como la noche anterior.
Paula deseó gritarle, decirle que se estaba matando, sin embargo, la noche anterior había aprendido una lección. Se mordió la lengua y depositó un beso en su frente al pasar junto a él para ir a buscar la cafetera.
—Buenos días —murmuró Pedro, distraído—. Te has levantado temprano.
—Te echaba de menos. ¿A qué hora te levantaste tú?—preguntó Paula.
—Supongo que a las seis —respondió él—. Me desperté pensando en todo el trabajo que tengo que hacer, así que decidí empezar de una vez.
—Creí que este fin de semana era festivo —comentó Paula.
—Lo es. No estoy en la oficina —respondió Pedro.
—Esa no es una buena definición de un día festivo —señaló ella—. ¿Quieres desayunar?
—Ya he tomado café y tostadas —indicó él.
—¿No quieres, huevos, tocino o pan francés? —preguntó Paula.
—Nada. No podré relajarme hasta que termine con esto —explicó él y sonrió a modo de disculpa, pero su mirada seguía distraída.
—Entonces, te dejaré para que trabajes —anunció Paula.
—Gracias —murmuró Pedro, absorto.
Paula tomó una ducha y se puso unos pantalones cortos y una camiseta. De pie junto a la puerta de la cocina, anunció:
—Voy a dar un paseo. ¿Quieres que te traiga algo?
El levantó la mirada y la fijó en sus piernas desnudas.
—Me gustaría ir contigo —comentó.
—Entonces, ven. Tal vez eso te relaje. Podrás avanzar más cuando vuelvas —sugirió ella.
Durante un instante, él pareció tentado ante la idea, pero de pronto su característica mirada decidida apareció en sus ojos y negó con la cabeza.
—Lo siento, cariño, ahora no. Tal vez después de la cena.
—Bien —asintió Paula, sin expresar su preocupación.
Se preguntó durante cuánto tiempo continuaría él sometiéndose a ese ritmo tan fuerte de trabajo. Durante sus anteriores encuentros, había descubierto que, aunque trabajaba de forma obsesiva, Pedro se permitía algunos momentos de descanso. Paula se preguntó si sus encuentros anteriores en realidad habrían sido un descanso para él. Durante la mayor parte del tiempo, siempre habían andado con prisas, sólo en Los Ángeles, Pedro parecía haberse relajado, una vez que terminó su cita con Rubén Prunelli. Se preguntó si tal vez su propia habilidad para distraerlo habría empezado a fallar, o si simplemente era tan obsesivo en su trabajo. Paula comprendió por qué aquello le había costado a Pedro su matrimonio.
De pronto, la joven se sintió tan sola como en las semanas en que Pedro estaba en Nueva York, y paseó hasta bien pasada la hora de la comida. Cuando sintió que casi se moría de hambre, volvió al apartamento. Los papeles de Pedro todavía se encontraban sobre la mesa, pero él estaba en el sofá con una grabadora en una mano y un grueso informe descansando sobre el estómago. Estaba completamente dormido, roncaba con suavidad, y las arrugas de cansancio de su rostro al fin habían desaparecido.
Paula se inclinó sobre él y le acarició la frente, al tiempo que le preguntaba con un murmullo:
—¿Cómo va a funcionar esto, Pedro? Ni siquiera estamos juntos cuando nos encontramos en la misma habitación.
El suspiró al oír la voz de Paula y se movió un poco, acomodándose mejor en el sofá. Paula lo dejó dormir, mientras comía. Después empezó a preparar la cena.
Escogió una de sus recetas favoritas, una complicada, para distraerse con ella. Los pensamientos que pasaban por su mente no eran muy optimistas.
Cuando Pedro despertó, Paula sabía que tendrían que hablar acerca de la manera en que él se mataba trabajando, y de qué forma el trabajo lo apartaba de ella. Al ver que él entraba en la cocina, con ojos adormilados, las dudas y críticas de Paula desaparecieron.
****
Eso fue el modelo para el resto del fin de semana: noches encantadoras, se amaban apasionadamente, y después, largas horas de separación. Era su última mañana juntos y, al fin, Paula encontró el valor para enfrentarse a él. Le preguntó:
—¿Qué piensas sobre este fin de semana?
—Ha sido maravilloso. Me ha encantado estar a tu lado—respondió él.
—No has estado conmigo. Para todo el tiempo que en realidad hemos estado juntos, era como si estuvieras en tu oficina de Nueva York.
—Pero no estaba allí, sino aquí, aunque tal vez habría sido más sensato seguir en la oficina. He venido porque te echaba de menos, porqué quería estar a tu lado. ¿Por qué me dices esto ahora? Has tenido todo el fin de semana para hacerlo, y no te has quejado ni una sola vez. Creí que comprendías. Ahora, cuando estoy listo para irme al aeropuerto, me dices que no has sido feliz.
—Lo sé —respondió Paula—. Tenía que habértelo dicho con anterioridad. Intenté comprender, pero la verdad es que no comprendo, o quizá sí. Tal vez te parezcas más a Mateo de lo que pensaba. Es probable que te guste tener a una mujer cerca por interés, sin hacer el esfuerzo necesario para mantener la relación viva.
La mandíbula de Pedro se tensó cuando ella mencionó a Mateo.
—No soy tu ex marido, y no estoy contigo por interés —apuntó él con rudeza—. Te quiero —dijo con enfado y levantó el teléfono.
—¿Qué haces? —preguntó Paula.
—Voy a llamar un taxi.
—Yo te llevaré al aeropuerto —indicó ella.
—Creo que no —respondió Pedro—. Creo que será mejor que te quedes aquí, y pienses en lo que es una verdadera relación.
—¿Y tú? —preguntó ella, furiosa—. ¿En qué vas a pensar tú? ¿En el trabajo?
—Sí, pensaré en el trabajo. Eso me permite tener suficiente dinero para ir a donde quiero con la mujer que amo, con la mujer que creí que había empezado a quererme —salió por la puerta principal. Paula se quedó estupefacta y temblorosa, observándolo.
Cuando la ira de Paula se esfumó, y la soledad la hizo sentirse peor que nunca, empezó a pensar en lo que él el había dicho. Ni una sola vez, durante el fin de semana, ella le había preguntado sobre su trabajo. Ni una vez se había preguntado si habría algún problema serio que exigiera de toda su energía. Se había preocupado demasiado en concentrarse en su propia sensación de soledad, en convencerse de que una vez más se había relacionado con un hombre que la ponía en un segundo lugar.
Pasaron tres o cuatro interminables horas, una eternidad, antes que pudiera llamar a Pedro a Nueva York, antes de intentar hablar sin ira ni recriminaciones. Encendió el televisor para ver los noticiarios, en que mencionaban varias actividades del Día del Trabajo, y levantó su copa de vino para brindar por aquella ocasión.
El teléfono sonó cuando estaba pensando irónicamente en cómo había celebrado Pedro aquella festividad. Su corazón dio un vuelco, pues sólo él conocía ese número.
—¿Diga? —preguntó ella con voz temblorosa.
—Soy Pedro.
—¿En dónde estás?
—En algún lugar sobre Virginia, según creo. Hay un teléfono en él avión. Te llamo para decirte que lo siento.
—No, yo soy quien debe pedirte disculpas—insistió Paula—. No debí aumentar tu tensión.
—Y yo no debí apartarme de ti —confesó Pedro—. ¿Quieres intentarlo de nuevo, dentro de un par de semanas, y ver si puede resultar bien?
—Por supuesto—respondió ella.
—Me alegro. Te llamaré de nuevo al llegar a casa.
Paula sintió un gran alivio.
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